lunes, 30 de abril de 2018

EL ASALTO AL CIELO

Un relato de
Uno de esos días de abril

Pedro Conde Sturla


 

  
El asedio de la Fortaleza Ozama empezó en la mañana del miércoles 28 de abril y terminó el viernes 30 de abril en las tempranas horas de la tarde.

LA FORTALEZA

Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
 
Fuerte El invencible
Media hora después de los sucesos de la calle Espaillat, el Gallego y los demás integrantes del comando del PSP bajaron desde la azotea de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a buen recaudo.

domingo, 29 de abril de 2018

LOS VENCEDORES

Un relato de 
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
 
Freddy Beras Goyco junto a soldados constitucionalistas
El veterano capitán Illio Capozzi, instructor de los hombres rana, advirtió que la larga columna de tanques e infantería del CEFA, hostigada por las masas y un puñado de soldados, había avanzado más de lo prudente por la Avenida Amado García Guerrero y era en extremo vulnerable, y recomendó a Caamaño romperla en varios puntos, dividirla en tantas partes como fuera posible, y luego aislarlas, quebrarlas, desarticularlas de tal manera que perdieran contacto con las posibles comunicaciones de mando o no pudieran cumplirlas y se convirtieran en presa fácil. Era la voz de la experiencia.

LOS VENCIDOS

Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Carmela Vicioso viuda Pichardo

Pedro Conde Sturla


Al empezar la batalla del puente Duarte me encontraba a una distancia prudente o más bien imprudente del lugar, con una cuadrilla de compañeros del PSP, haciendo lo que  sabíamos hacer, agitando, pintando letreros, coreando consignas.

EL VIOLINISTA

Pedro Conde Sturla



Una noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un seudónimo). También recuerdo que fue una  noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco de un violín  y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky (cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc, y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil respuesta de nuestra artillería en la periferia de la zona constitucionalista. Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos, empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro, en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición para el combate en tan desiguales condiciones.
Media hora más tarde, cuando todo había por el momento terminado, salimos de la trinchera, hicimos un recorrido por los alrededores en busca de muertos o heridos. Al regresar al refugio nos dimos cuenta de que el Máuser, el arco del violín del violinista imaginario, estaba tirado en el suelo, pero el violinista había desaparecido. 

sábado, 28 de abril de 2018

EL CORONEL

Pedro Conde Sturla 


En una ocasión, de la que tengo o creo tener un recuerdo muy vivo, el Gallego llegó al comando a media noche en  compañía de un oficial con uniforme de camuflaje, y reunió en el patio a todos los integrantes del G-4 que estábamos disponibles, unos doce o quince en total. El oficial era un tipo macizo, robusto, imponente. Tenía un porte marcial como de fisiculturista, de levantador de pesas, un pescuezo de toro, los ojos intranquilos, una mirada fiera y a la vez apacible, fieramente apacible, que inspiraba respeto y a la vez simpatía. Manolo lo presentó con un timbre de orgullo en la voz. Era el coronel Lachapelle. Héctor Lachapelle Díaz.
         Lachapelle saludó, expuso brevemente el motivo de su visita, de su (para nosotros) casi alarmante presencia en el comando San Lázaro. Pidió que lo acompañáramos en una delicada misión. La misión consistía en atravesar al estilo rana, arrastrándonos por el suelo, un solar baldío, infiltrarnos en un edificio vacío de San Carlos en los alrededores del Palacio Nacional, casi nariz con nariz con el ejército del imperio, salir antes del amanecer, informar de cuanto mereciera ser informado. Preservar la vida si era posible.
         La misión fracasó, afortunadamente, o mejor dicho apenas llegó a comenzar. Cuando nos encontrábamos a medio camino, atravesando el solar baldío, se escuchó el sonido inconfundible de una bengala que anunciaba la luz del día, poff, y la luz se hizo. Detrás de la bengala y su radiante luz vino el plomo, la plomería del imperio o de la llamada Fuerza interamericana de paz y la estampida. Tras el plomo la huida, el corredero, la destemplada fuga. Tocata y fuga.

No recuerdo si estaba a la cabeza de los fugitivos, pero de seguro me encontraba entre los delanteros. Ya era, de hecho, un experimentado, inveterado corredor, un escapista, y siempre me sorprendió la velocidad que podía alcanzar cuando me disparaban. Y a pesar de todo me sentí orgulloso. Nunca antes había salido huyendo en tan ilustre compañía y por tan buenos motivos. Sin embargo, y a pesar de que un par de veces, con saco y corbata, en actos conmemorativos de la insurrección de abril he hablado con Lachapelle Díaz, no he tenido el valor de identificarme como uno de los hombres que guió en el histórico, casi heroico episodio de San Carlos.

EL PUENTE

Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla





   En la plazoleta del puente Duarte reinaba una gran agitación desde las primeras horas del domingo 25 de abril. Hombres y mujeres, muchachos, niños y viejos empezaron a congregarse en el lugar hasta formar la impresionante muchedumbre que permaneció día y noche, a sol y sereno, en actitud desafiante ante las fuerzas del CEFA, que se encontraban a cierta distancia en la margen opuesta, y ante los aviones que sobrevolaban la zona continuamente.

GALLÍPOLI

Pedro Conde Sturla


GALLÍPOLI

Una de las razones por las que Rusia -o mejor dicho el zar de Rusia- se involucró en la primera guerra mundial a favor de Inglaterra y Francia tuvo mucho que ver con una promesa envenenada que estos países le hicieron y que “nunca tuvieron la intención de cumplir: el control ruso de Constantinopla y de los estrechos del Mar Negro después de una guerra exitosa contra Alemania”. [i]
Al zar de Rusia, o de todas las Rusias, el tiro le salió por la culata como bien se sabe. Perdió el poder, perdió el favor de Inglaterra, que se negó a darle asilo, y perdió luego la vida junto a toda su familia a manos de los bolcheviques. A las tropas aliadas tampoco les fue muy bien en el escenario del Imperio Otomano, en lo que es hoy Turquía, básicamente.
El arrogante imperio inglés y la prepotente Francia planeaban desde hacía tiempo la guerra contra Alemania y el desmantelamiento del seis veces centenario Imperio Otomano. Esto último no parecía cosa difícil. El Imperio Otomano se había desangrado y debilitado en las recientes guerras de los Balcanes (1912-1913)  donde había perdido la mayor parte de sus territorios europeos y no estaba en condiciones de participar en otra contienda, pero el sultán Mehmed V cedió a la presión de Alemania y de sus propios consejeros y el tiro también le salió por la culata. La monarquía otomana moriría con el imperio pocos años después.
Para darse una idea de los intereses que estaban en juego sólo hay que leer los siguientes párrafos:
“Alemania necesitaba a los otomanos de su lado. Los   planes del Orient Express, que transportaría pasajeros a través de los Balcanes hasta Constantinopla, finalizaron en 1888. El Sultán dio permiso a banqueros alemanes para expandir el ferrocarril hasta Bagdad, lo cual habría permitido al Imperio Otomano formar parte de la Europa industrializada. A cambio habría otorgado una importante presencia alemana en el golfo Pérsico, lo cual supondría una considerable ayuda para el control de sus colonias de ultramar, y una mayor facilidad para su comercio con India, aparte de suponer un valiosísimo acceso al petróleo de Irak”.
“La alianza se formalizó con un tratado secreto, firmado por el Imperio otomano y el Imperio alemán el 2 de agosto de 1914, un día después de que Alemania declarara la guerra al Imperio ruso. La alianza fue ratificada por muchos oficiales  otomanos de alto rango, incluyendo el Gran Visir Said Halim Pasha (equivalente a un jefe de cabinete occidental), el ministro de Guerra Enver Pasha, el ministro de Interior Talat Pasha, y el jefe del Parlamento Halil Bey”.[ii]
Para Inglaterra y sus aliados la derrota del Imperio Otomano era algo que se daba por descontado y la operación militar orientada a la conquista de Estambul, la capital, que entonces se llamaba Constantinopla, parecía cosa de rutina. Tanto el armamento como los soldados otomanos habían dado pocas pruebas de calidad y valor en las mencionadas guerras de los Balcanes y ni siquiera se esperaba que las tropas resistieran con empeño una invasión que tendría como respaldo un potencial de fuego que arrasaría con las defensas y los reducidos defensores. De hecho, los británicos, con Winston Churchill a la cabeza, estaban al parecer convencidos de que se trataría de un paseo militar, “una operación naval relámpago”. Se abrirían paso a fuerza de cañones, en unas pocas horas atravesarían el estrecho de los Dardanelos y en pocos días pondrían sitio a Constantinopla en las orillas del mar de Mármara. El hecho conduciría a la rendición de la ciudad y la consiguiente derrota del Imperio Otomano, abriría una ruta expedita hacia Rusia, el rearme y reabastecimiento de la misma y la posibilidad de castigar desde el este al Imperio Alemán y Austrohúngaro para aliviar la terrible presión en el empantanado y ensangrentado frente occidental.
Era una idea brillante, estúpidamente brillante, y el tiro salió también por la culata.  
Sin mencionar el sacrificio de los otomanos, un alto precio en sangre lo pagaron los soldados australianos y neozelandeses, jóvenes soldados procedentes de las colonias o excolonias británicas a quienes les fue concedido el honor y el privilegio de venir a luchar y morir desde el otro lado del mundo por la madre patria en una guerra ajena. Una guerra planificada al milímetro por una élite secreta inglesa, cuyos padres fundadores fueron Cecil Rhodes, William Stead, Lord Esher, Sir Nathaniel Rothschild y Alfred Milner.
El sangriento episodio lo describe en parte, como se verá a continuación, un irónico cronista:
El fracaso de “la más noble Cruzada”
Luis Reyes
“Eran unos espléndidos jóvenes. Su casi completa desnudez, su altura, su majestuosa y sencilla figura, sus rosados cuerpos quemados por el sol y liberados de toda grasa por el calvario que estaban pasando, todo eso junto producía algo tan cercano a la absoluta belleza como siempre había anhelado contemplar en este mundo”. No se trata de la descripción de un guerrero de la Ilíada por Homero, sino de unos soldados de la Primera Guerra Mundial. Eran los Anzacs, los voluntarios australianos y neozelandeses que luchaban contra los turcos en Gallipoli, tal como los veía el novelista escocés Compton Mackenzie, oficial de la inteligencia  británica fascinado por la homofilia.
Pero en enero de 1916 estos modernos Alcibíades estaban tan derrotados como los 300 espartanos del Paso de las Termópilas. Y el precio que pagaron fue aún superior, 10.500 de aquellos “espléndidos jóvenes” de las antípodas se quedaron para siempre en las arenas de Gallipoli, y el total de muertos aliados en la campaña fue superior a los 44.000. Un  rotundo desastre y además un sacrificio inútil, pues la operación no sirvió para nada… Algo que sería corriente en la Gran Guerra.
El plan de apoderarse de los Dardanelos, el paso del Mediterráneo al Mar Negro, fue concebido por Winston Churchill y, como todas las suyas, fue una idea brillante, aunque imposible de llevar a cabo. La fortuna le había  regalado a Churchill a los 40 años su mejor juguete, la Royal Navy, pues era primer lord del Almirantazgo (la extravagante forma inglesa de decir ministro de Marina). No había en el mundo una máquina bélica semejante, aquella imponente flota hacía de Inglaterra la primera potencia del globo.
La Gran Guerra, tras un mes de arrolladores movimientos del Ejército alemán, se había estancado en la frustrante “guerra de trincheras”. No era situación que aguantase el carácter de Churchill, que enseguida elaboró un plan para forzar los Dardanelos y atacar a Turquía. La idea de golpear al enemigo en “the soft underbelly” (literalmente, el blando bajo vientre, el punto flaco) sería una obsesión para Churchill hasta la Segunda Guerra Mundial. Para tener el control, era una operación naval, con acorazados viejos que no podían enfrentarse a los modernos cruceros alemanes en el Mar del Norte.
En 1915 los rusos pidieron una ayuda que aliviase la presión que sufrían de los turcos, pero las operaciones navales fracasaron, para frustración de Churchill. Entonces se pasó a un plan que incluía el desembarco de una fuerza terrestre importante en la península de Gallipoli, para dominar los estrechos desde tierra. La Fuerza Expedicionaria del Mediterráneo, de 78.000 hombres, tenía una división francesa, dos británicas y dos del Anzac (Australian & New Zealand Army Corps). Eran tropas con buen espíritu, aunque faltas de experiencia, pero el plan de operaciones resultaría pésimo.
Para empezar tenía la oposición frontal del número dos de Churchill, el primer lord del Mar (jefe de la flota), almirante Fisher. Pero el principal defecto de la operación es que daba por hecho que los turcos no ofrecerían mucha resistencia, y nunca se deben hacer planes contando con la colaboración del enemigo. El error del servicio de información fue doble, los turcos serían unos combatientes formidables y además habían guarnecido Gallipoli con muchas más tropas de las previstas.
El plan operativo en sí adolecía de falta de unos objetivos bien definidos, varias veces se cambiaron sobre la marcha; los expedicionarios carecían de buenos mapas (el Estado Mayor usó guías de viajes para la planificación); no había bastante artillería; muchas tropas eran bisoñas; el equipo no era el adecuado; la intendencia funcionó mal, y el general en jefe aliado, Hamilton, no estaba capacitado para la tarea. Añádase el importante factor de la geografía, que se había ignorado, pero que daba siempre una posición dominante a los turcos y convertía las posiciones aliadas en verdaderas trampas, y, por último, una casualidad decisiva: el jefe turco de la zona resultó ser el mejor comandante del Ejército otomano, Mustafá Kemal, luego llamado Atatürk (Padre de los Turcos), el forjador de la moderna Turquía. Todo estaba listo para el desastre.





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En las trincheras de Gallípoli. 
        Una de las razones por las que Rusia -o mejor dicho el zar de Rusia- se involucró en la primera guerra mundial a favor de Inglaterra y Francia tuvo mucho que ver con una promesa envenenada que estos países le hicieron y que “nunca tuvieron la intención de cumplir: el control ruso de Constantinopla y de los estrechos del Mar Negro después de una guerra exitosa contra Alemania”. [i]

jueves, 26 de abril de 2018

EN EL PALACIO

Un relato de 
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL



Pedro Conde Sturla




Al amanecer de un nuevo día, el domingo 25 de abril, soldados rebeldes, constitucionalistas, al mando del coronel Hernando Ramírez, entre otros, abandonaban los cuarteles y tomaban sin resistencia una parte considerable de la margen occidental de la ciudad junto a las masas perredeístas y militantes de la izquierda revolucionaria. La cabecera del puente Duarte, una amplia plazoleta a orillas del río Ozama, se pobló de una multitud intransigente, y fue reforzada con piezas de artillería en prevención de un ataque de tropas gobiernistas de la base militar de San Isidro, como en efecto ocurrió dos días después.

miércoles, 25 de abril de 2018

EL CAMINO DE SANTIAGO



Un relato de 

UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL 

Pedro Conde Sturla



La casa de la viuda Pichardo se había convertido en un hervidero humano aquel lunes de abril, el 26 de abril.

Gente que entraba y salía desorientada, nerviosa, sin saber a qué atenerse, sin entender lo que estaba pasando ni lo que podía pasar más adelante.