Visiones y alucinaciones
de Omar al Jayyám (1)
Pedro Conde Sturla
16 octubre, 2020
En la la época de oro del islam vivió en Persia —la Persia medioeval—, un sabio que dejaría una profunda huella en la historia. Se llamaba Omar ibn Ibrahim al-Khayyami, y fue astrónomo y jurista, matemático y poeta, físico y metafísico, médico, libertino, bebedor y sibarita, entre otras muchas cosas. Pero sobre todo poeta. Bebedor y poeta. Es el mismo que conocemos como Omar Jayyám o Khayyám o simplemente Jayam. Un nombre que significa fabricante de tiendas, que era el oficio de su padre.
Fabricante de tiendas fue tu padre, / y tú, Khayyám, ingrato al noble oficio, / tras no sé qué ignorado beneficio, / tiendas de ciencia te pusiste a hacer.
La Parca con sus fúnebres tijeras / cortó en pedazos tu telar flamante... / y luego, un baratero trashumante, / «Por lo que den» los hubo de vender.
Jayyám tuvo la fortuna de nacer en Nishapur, en el lejano 1048, y se dice que falleció a los ochenta y pico de años, en el 1131. Toda una proeza en esa época. Nishapur, una rica región agrícola, pertenece a lo que hoy es Irán y estaba situada en la zona de influencia de la ruta de la seda, la ruta del comercio entre China y el Mediterráneo, y era la capital del reino selyúcida. En esa época Europa estaba en tinieblas y la tierra natal de Jayyám era un faro de luz, el centro del más intenso tráfico de mercancías y viajeros procedentes de los más variados rincones de la tierra. Disfrutaba, pues, de gran prosperidad, y sus famosas escuelas y centros de enseñanza permitían a los privilegiados el acceso a la más elevada formación académica, científica, la más refinada cultura. Pero era también la sede de un régimen teocrático, tiránico por definición, donde el pensamiento estaba regulado al detalle por la religión y la política. Regulado por la sharia, la ley islámica surgida del Corán. Nada permitía, en consecuencia, anticipar el surgimiento de un hombre con la extraordinaria mentalidad libertaria, sacrílega e incluso provocadora de Omar Jayyám. Un liberal, un visionario, un alucinado.
Jayyám era un científico que ejerció, quizás clandestinamente, la poesía como ciencia. Con la poesía quería desentrañar el misterio del universo o por lo menos el sentido de la vida.Ese es, por lo menos, el Omar Jayyám de la novela “Samarcanda”, la evanescente y mágica novela que Amin Maalouf publicara en 1988. Pero no hay razón para pensar que podía ser diferente. En el escenario fastuoso de esa ciudad, a la que Edgar Allan Poe llamó “reina de la tierra”, Omar Jayyán diáloga en la novela de Amin Maalouf con el cadí Abu Taher, la máxima autoridad del lugar. El diálogo gira en torno al quehacer científico de Kayyán y a la poesía, los atrevidos cuartetos o rubaiyat que ocasionalmente escribe:
“—Tengo que pedirte un favor.
“—Eres tú quien me colma de favores.
“—iLo admito! -concede rápidamente Abu Taher-. Digamos que quisiera algo a cambio.
Han llegado ante el pórtico de su residencia y le invita a proseguir su conversación en torno a una mesa bien surtida.
“—He concebido un proyecto para ti, un proyecto de libro. Olvidemos un momento tus ruba’iyyat. Para mí eso sólo son los inevitables caprichos del talento. Los campos donde verdaderamente destacas son la medicina, la astrología, las matemáticas, la física, la metafísica. ¿Estoy en un error si digo que desde la muerte de Ibn Sina nadie los conoce mejor que tú?
Jayyám no dice ni una palabra. Abu Taher prosigue:
“–Es en esos campos del conocimiento donde espero de ti el libro último y ese libro quiero que me lo dediques.
–No pienso que haya un libro último en esos campos y precisamente por eso hasta el presente me he contentado con leer y aprender, sin escribir nada yo mismo.
“—iExplícate!
“—Consideremos a los antiguos, los griegos, los indios y los musulmanes que me han precedido. Ellos han escrito profusamente sobre todas esas disciplinas. Si repito lo que han dicho, mi trabajo es superfluo; si les contradigo, como constantemente estoy tentado de hacer, otros vendrán después de mí para contradecirme. ¿Qué quedará mañana de los escritos de los sabios? Solamente las críticas hacia aquellos que les han precedido. Se recuerda lo que destruyeron de la teoría de los otros, pero lo que desarrollan ellos mismos será indefectiblemente destruido, ridiculizado incluso, por aquellos que vengan después. Ésta es la ley de la ciencia; la poesía no conoce semejante ley, no niega jamás aquello que la ha precedido y lo que la sigue jamás la niega, atraviesa los siglos con toda tranquilidad. Por eso escribo mis ruba’iyyat.¿Sabes lo que me fascina de las ciencias? Que encuentro en ellas la suprema poesía: con las matemáticas, el vértigo embriagador de los números; con la astronomía, el enigmático susurro del universo”.
Al cadí no le gusta lo que escucha, el ejercicio de la poesía es improductivo y puede ser peligroso. Era y sigue siendo peligroso, pero Omar Kayyán no parece dispuesto a renunciar a la poesía. Ante la aprensión “de Abu Taher, Omar se excita e insiste:
“—No soy de aquellos cuya fe sólo es terror al juicio, cuya oración sólo es prosternación.
¿Mi forma de rezar? Contemplo una rosa, cuento las estrellas, me deslumbra la belleza de la creación, la perfección de su orden, el hombre, la obra más bella del Creador, su cerebro sediento de sabiduría, su corazón sediento de amor, sus sentidos, todos sus sentidos, despiertos o satisfechos.
“Con los ojos pensativos, el cadí se levanta, va a sentarse al lado de Jayyám y apoya sobre su hombro una mano paternal. Los guardias intercambian miradas de asombro.
“—Escucha, joven amigo, el Altísimo te ha dado lo más valioso que un hijo de Adán puede obtener, la inteligencia, el arte de la palabra, la salud, la belleza, el deseo de saber, de gozar de la existencia, la admiración de los hombres y, lo sospecho, los suspiros de las mujeres. Espero que no te haya privado de la prudencia, la prudencia del silencio, sin la cual nada de todo eso puede apreciarse ni conservarse.
“—¿Tendré que esperar a ser viejo para expresar lo que pienso?
“—El día en que puedas expresar todo lo que piensas, los descendientes de tus descendientes habrán tenido tiempo de envejecer. Estamos en la edad del secreto y del miedo, debes tener dos caras y mostrar una de ellas a la multitud y la otra a ti mismo y a tu Creador. Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua”.
Visiones y alucinaciones
de Omar al Jayyám (2)
Pedro Conde Sturla
23 octubre, 2020
Las terribles palabras que le dice el cadí Abu Taher a Omar Jayyám sobre el peligro de expresar lo que siente, se repiten como un eco en su cabeza: “Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua”.
En el mundo en que viven, el mundo que describe Amin Malouf en la novela “Samarcanda” —y en el mundo real de esa época y de muchas otras épocas—, está prohibido hablar.
Ahora, en la novela de Maalouf, “El cadí se calla, su silencio es hosco. No es de esos silencios que llaman a las palabras del otro, sino de los que retumban y llenan el espacio. Omar espera con la mirada baja, dejando escoger al cadí entre las palabras que se atropellan en su mente”.
“Pero Abu Taher respira profundamente y da a sus hombres una orden tajante. Se alejan.
En cuanto cierran la puerta se dirige hacia un rincón del diván, levanta un paño del tapiz y luego la tapa de un cofre de madera damasquinada. Saca de él un libro que ofrece a Omar con un gesto ceremonioso, verdad es que suavizado por una sonrisa protectora”.
Se trata de un volumen “grueso, áspero, repujado con dibujos en forma de semicírculo, bordes de las hojas irregulares, mellados. Pero cuando Jayyám lo abre, en esa inolvidable noche de verano, sólo contempla doscientas cincuenta y seis páginas en blanco, sin poemas aún, ni pinturas, ni comentarios en el margen, ni iluminaciones”.
Todo esto ocurre en la novela de Maalouf y puede haber sucedido en el mundo real o surrealista de Omar Jayyám. Lo que sigue pudo también haber sucedido y sucedió de alguna manera, pero la verdad no tiene mayor importancia. Es la poesía lo que ahora importa:
“Para ocultar su emoción, Abu Taher adopta un tono de charlatán.
“—Es kagez chino, el mejor papel que se ha obtenido jamás en los talleres de Samarcanda. Un judío del barrio de Maturid lo fabricó para mí según una antigua receta enteramente a base de morera blanca. Tócalo, es de la misma savia que la seda”.
El cadí contará a continuación algo terrible que estremece al lector. Una dolorosa revelación:
“Se aclara la garganta antes de explayarse:
“—Yo tenía un hermano diez años mayor que yo; tenía tu edad cuando murió, descuartizado, en la ciudad de Balj, por haber compuesto un poema que desagradó al soberano del momento. Se le acusó de incubar una herejía, no sé si sería verdad, pero yo le reprocho que se jugara la vida por un poema, un miserable poema apenas más largo que una cuarteta.
“Se le rompe la voz, que de nuevo se alza ahogada:
“—Guarda ese libro. Cada vez que un verso tome forma en tu mente y se acerque a tus labios intentando salir, reprímelo sin consideraciones, pero escríbelo en estas hojas que permanecerán en secreto. Y mientras escribas piensa en Abu Taher”.
“¿Sabía el cadí que con ese gesto, con esas palabras, daba origen a uno de los secretos mejor guardados de la historia de las letras? ¿Que pasarían ocho siglos antes de que el mundo descubriera la sublime poesía de Omar Jayyám, antes de que sus Ruba’iyyat fueran veneradas como una de las obras más originales de todos los tiempos, antes de que fuera al fin conocido el extraño destino del manuscrito de Samarcanda”.
Definitivamente, el ejercicio de la poesía es peligroso, siempre ha sido peligroso. Giordano Bruno terminó en la hoguera —después de ocho años de cárcel—, por haber escrito poemas exaltados a favor de la infinitud del universo y la teoría heliocéntrica, y a Federico García Lorca lo ejecutaron, según se dice, sobre todo por unos poemas en los que menciona despectivamente a la guardia civil. No se olvide, por otra parte, que en época reciente un ayatola condenó a muerte al escritor Salman Rushdie por el asunto de los versos satánicos.
Uno se pregunta, entonces, ¡cómo es posible que Omar Jayyám sobreviviera en aquellos tiempos a su poesía? En las páginas del libro blanco que le obsequió (en la novela de Amin Maalouf) el cadí Abu Taher, escribiría Omar Jayyám sus “Rubaiyat”, un nombre que proviene “de una forma métrica (en singular, ‘rubai’), que puede traducirse laxamente como ‘cuarteto’” y que no pretendía ser el título de una obra.
Por lo que dice en los poemas de ese libro, Omar Jayyám era un hereje, posiblemente agnóstico, un descreído, un transgresor de las leyes del islam. El sistema de penas y castigos que promete la religión le parecía injusto y desproporcionado, y se entregaba con frecuencia al goce del vino, cantaba al goce del vino, predicaba el amor al vino, al divino vino que el islam prohíbe, ambiguamente, salvo en el paraíso:
“Escucha, musulmán, los días aptos / para beber sin herir tu conciencia: / martes, jueves, viernes, domingos,
sábados, / miércoles y lunes, ¡los demás, abstinencia!”
La forma en que Jayyám se definía a sí mismo, era, por lo demás, poco ortodoxa y daba pie a muchas dudas sobre su apego a las normas establecidas:
“¿Que yo del vino soy devoto ciego? / Y bien, lo soy. / ¿Que soy infiel, idólatra del fuego? / Y bien, lo soy”.
“Cada uno de mí en su idea fía; / mas yo, dueño de mí, tengo la mía: / Soy lo que soy”.
Omar Jayyám se empeñaba en vivir con intensidad cada instante. A la finitud de la vida oponía la alegría de vivir, la alegría elemental del vino, del amor, de la carne. Creía o temía que al final del camino de la vida lo esperaba la nada, pero el mulá decía que no: el experto en el Corán decía que no, que había un paraíso con vino y hurís a saciedad, vino y vírgenes a saciedad para los fieles. Omar entendía o interpretaba el mensaje a su manera. Omar simplemente se anticipaba:
“Si en el cielo hay hurís y vino, como dice el mulá, / nuestro premio en lo alto será beber y amar. / Yo comienzo a gozar y vaciar copas en vida, / disponiendo mi alma al placer de allí arriba”.
El amor al vino no le remuerde la conciencia. El poeta bebedor tiene, por el contrario, la conciencia más tranquila que la del mufti, el juez que juzga y condena a sus semejantes. Mejor el vino en la boca que la sangre en las manos:
“Yo bebo entre las flores, la conciencia tranquila, / y tú trabajas siempre, gran mufti de la villa; / tintas de rojo oscuro tenemos en las manos: / yo de sangre de cepa; tú, la de tus hermanos. / Entrégate al placer, oh mortal, sin recelos: / nadería es el mundo y nadería la vida / y nadería esa bóveda hecha de nueve cielos. / Amar y beber es cierto, ¡y lo demás mentira!”
Algunos versos, como se puede apreciar, son definitivamente burlones, irreverentes o sacrílegos, unos más que otros. Por decir cosas como las que decía Omar Jayyám todavía se puede ir a la cárcel en Turquía o perder la cabeza en Arabia Saudita:
“Dices que correrán ríos de vino, ¿Es el paraíso una taberna? Dices que todo fiel tendrá dos vírgenes, ¿Es el paraíso un burdel?”.
Visiones y alucinaciones
de Omar al Jayyám (3)
Pedro Conde Sturla
30 octubre, 2020
Omar Jayyám fue un gran desconocido en el mundo occidental hasta el siglo XIX. Empezó a conocerse a partir de 1859, cuando se publicó en Inglaterra un libro en cuya portada unas palabras pomposas anunciaban lo que sería un gran descubrimiento: “Rubáiyát de Omar Khayyám, El astrónomo-poeta de Persia”. “Rubáiyát” fue el título que Edward FitzGerald le dio a su traducción, la primera traducción del idioma persa al inglés de una selección de poemas “atribuidos” a Omar Jayyám.
Atribuidos, solamente atribuidos, de procedencia incierta, no comprobada.
Omar Jayyám, en cambio, fue siempre conocido y reconocido y admirado en Asia occidental y central, reconocido en las vastas regiones de Oriente como científico, como astrónomo y matemático, aunque no como poeta. O por lo menos no tanto como poeta. Su mayor fama de poeta vino del extranjero. Durante muchos siglos no fue poeta en su tierra.
Sus conocimientos eran sin duda vastos, enciclopédicos y su curiosidad infinita:
“Omar Jayyam (o Khayyám) es uno de los intelectuales más prominentes de los siglos XI-XII. Su figura sobresale entre la abundante cosecha que el Islam produjo durante el renacimiento cultural del final del periodo califal abbasí, en Bagdad. Entre su producción científica destacan sus aportaciones astronómicas, especialmente la corrección del sistema del calendario (el calendario Jalali, Yalalí, o Yalaledín, con un error de un día cada 3770 años, precursor del actual calendario persa) similar a la reforma gregoriana que se impuso en Occidente entre el siglo XVI y XVII, y sus tablas astronómicas; y los desarrollos matemáticos, incluyendo la geometría, en la que fue un precursor de la geometría no euclídea, y el álgebra. En filosofía, como seguidor aventajado de Avicena, impulsó decididamente la difusión de Aristóteles y la reinterpretación del Islam bajo el marco de la filosofía peripatética. (http://www.madrimasd.org/blogs/astrofisica/)”. Además, en la ciudad de Isfahán fundó y dirigió un observatorio, que se convirtió en un famoso centro de investigación. Como dato curioso, a él debemos que la incógnita de las ecuaciones se llame x.
Hay quien sostiene que Omar Jayyám, extrañamente, nunca escribió poesía y otros dicen que se le atribuye más poesía que la que realmente escribió, poemas que nunca escribió. Todo esto puede ser cierto y puede tener valor históricamente, pero no cambia nada desde el punto poético. La poesía de Omar Jayyám y la que se le atribuye a Omar Jayyám existen poéticamente. Existió Omar Jayyám y existe la poesía que se le atribuye. Igualmente existe la poesía que atribuimos convencionalmente a Homero aunque Homero no haya existido.
De cualquier manera, a nadie debería sorprender que un hombre tan erudito y con tanta amplitud de miras e intereses culturales dedicase su tiempo a la literatura y produjese una cosecha tan fecunda en el ámbito de la poesía, que compartía con amor por la filosofía. (1)
Aparentemente Jayyám se dedicó con más ahínco al ejercicio de las letras al final de su carrera, cuando perdió el favor de los poderosos que lo protegían, cuando se retiró o lo retiraron de su labor científica y se vio obligado abandonar el observatorio astronómico que había dirigido durante dieciocho años y regresar a Nishapur, su ciudad natal, donde se dedicó a la enseñanza. En esa época empezó a ser acosado por musulmanes fundamentalistas y viajó a la Meca (el viaje de peregrinación que todo musulmán debe hacer una vez en la vida), quizás con el propósito de aplacar a sus críticos.
Las poesías que se le acreditan —y qué tal vez circularon clandestinamente, leídas posiblemente entre amigos—, desmienten, sin embargo, cualquier tipo de apego a la ortodoxia. Religiones y dioses, en algunos de sus versos, sólo le parecen pretexto para eternizar la feroz carnicería a la que los seres humanos se entregan a través de la historia:
“La tierra es un mosaico de dioses y creencias, / de clérigos, profetas, sacros libros y textos: / impiedad, fe, pecado, son sólo los pretextos / que los hombres invocan al luchar como fieras”.
Tampoco es muy ortodoxa su idea de un dios que arroja a lo hombres a la nada:
“He aquí la única verdad. Somos los peones de la misteriosa partida de ajedrez que juega Alá. Él nos mueve, nos detiene, vuelve a empujarnos, y al final nos arroja, uno a uno, a la caja de la nada”.
Su idea de un Dios que juega ajedrez con el universo se vuelve más atrevida cuando sugiere que Dios también puede ser víctima del ajedrez:
“La vida es un tablero de ajedrez, / de noches y días, / donde Dios con los hombres como piezas juega, / mueve aquí y allí, /da jaque mate y mata”.
“Y pieza por pieza vuelve a ponerlos en la caja /pues hay un destino para la pieza, / para el jugador / y para Dios”.
Nótese que esta es un poco la idea de un “Dios detrás de Dios” que fascinaba a Borges y le inspiró estos versos:
“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. /¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza /de polvo y tiempo y sueño y agonías?”
La visión del paraíso de Omar Jayyám, por otra parte, no despierta, en ocasiones, mucho entusiasmo:
“Cielo es sólo visión del Deseo cumplido / y el Infierno la sombra de un alma de ansia presa, / lanzada a esta tiniebla donde, apenas surgido, / el hombre ha de quedar en polvo convertido”.
Su poesía puede ser de vez en cuando insolente, irrespetuosa más que irreverente. Pone a Dios y al hombre en el mismo plano, lo somete a juicio, le niega autoridad para condenar a los seres humanos:
“En escuelas e iglesias, buscando la verdad, / hablé con jeques, santos, filósofos y sabios, / escuché las sentencias surgidas de sus labios / y salí por la puerta que utilicé al entrar. / ¿Podemos vivir sin pecar, oh infelices mortales? / ¿qué corazón está limpio de maldad o malicia? / Mas si Dios me castiga a causa de mis males / tan malo como yo será el Dios que castiga”.
Para el poeta sibarita y hedonista, no hay placer en una vida sin pecado, y el castigo del pecado rebajaría a Dios a la altura de los hombres:
“Dime ¿qué hombre no ha transgredido / jamás tu Ley? / Dime ¿qué placer tiene una / vida sin pecado? / Si castigas con el mal el / mal que te he hecho, / Dime ¿cuál es la / diferencia entre Tú y yo?”
En uno de sus textos más atrevidos, Omar Jayyám expresa un deseo luminoso al que se oponen tanto los musulmanes como los cristianos ortodoxos: la idea de un dios que no condena a nadie, que salva a todos, incluyendo a los pecadores. Sobre todo, quizás, a los pecadores:
“Mulá: no reces por mí. Dios da su don / sin que se lo pidan, y el velo de perdón / y su misericordia, inmensos como el mar, / cubrirán, sin mirarlos, los pecados de Omar”.
Por predicar cosas cómo estas, por andar diciendo que Dios era todo bondad y que encontraría una manera de salvar a todos sus pobres hijos, el bondadoso padre Peter fue suspendido de sus funciones por el obispo en una novela de Mark Twain. Dios no salva a nadie, dicen los entendidos, sólo te da la oportunidad de salvarte a ti mismo. Pero quizás los entendidos y quizás el mismo Dios están equivocados. Quizás el otro “Dios detrás de Dios” mete de vez en cuando su mano.
Nota:
(1) Para muchos es el gran poeta persa (más que Hafez o Saadi) pero en vida fue conocido, sobre todo, como un hombre sabio, gran matemático y astrónomo. Aunque sus Rubayatas datan de finales del siglo XI, el primer manuscrito que las conserva es del XIII, y sólo alcanzaron su primera edición impresa en 1836 y en Calcuta...
Parece, así, que bajo el nombre de Jayyam entraron también al tema poetas distintos, por lo que urgía devolver a Jayyam (el apellido significa "fabricante de tiendas") lo suyo. Tras infinitas polémicas no conclusas, fue uno de los grandes prosistas persas del siglo XX, Sadeq Hedayat (1903-1951) quien purgó lo antiguo y se acercó a la edición que hoy se tiene por definitiva: no más de 178 cuartetas.
(Luis Antonio de Villena, "Al lado de Omar Jayyam"
https://www.elmundo.es/cultura/2014/09/10/541015c422601d09348b4571.html)
Visiones y alucinaciones
de Omar al Jayyám (4 de 4)
Pedro Conde Sturla
6 noviembre, 2020
Omar Jayyám cantaba a los goces del vino y de la carne, invitaba a veces a desentenderse de las preocupaciones existenciales y entregarse como quien dice a la dolce vita, pero no era un poeta superficial ni frívolo. Hay mucha densidad de pensamiento en sus poemas, hondura filosófica, ideas que plasmaba, como se ha dicho y repetido, “con un magistral poder de síntesis”. Era un intelectual escéptico, atormentado, amargado por la incertidumbre de la existencia, agobiado sin duda por la fugacidad del tiempo. Omar Jayyám era posiblemente un agnóstico —o más bien ateo—, alguien que traducía en sus poemas la creencia en un universo sin Dios o en un Dios indiferente al sufrimiento, al destino humano, a gritos, oraciones y reclamos. Un universo “ciego y sordo y vacío”, un universo sin Dios al que todo lo humano le es ajeno:
“Cuando hayamos cruzado tú y yo el negro velo, / ¡Oh! el mundo impasible continuará su ronda; / nuestra venida y vuelta le darán tal recelo / como al mar si le arrojas un guijarro del suelo”.
El consuelo para Jayyám, aparte de la ciencia, es la copa y la filosofía, siempre la copa. La filosofía, la poesía, copa en mano:
“Ven a llenar mi copa, y en primaveral anhelo, / echa de ti ese manto de contrición y dudas; / El ave-tiempo apenas tiene luz para el vuelo, / y -¡mira! ya sus alas está tendiendo al cielo”.
Al final del camino lo espera sólo el polvo, la nada sin canciones, sin vino, sin canto, la eternamente nada:
“¡Oh, sí! apresuremos nuestro humano trajín, / antes que suene la hora de bajar hacia el polvo: / ¡Polvo al polvo y debajo yacer del polvo ruin, / sin vino, sin canciones, sin cantar y... sin fin!”
El amor lo redime sin embargo, lo puede redimir, le da sentido a la existencia y quizás a la inexistencia:
“Si sembraste en tu corazón la rosa del Amor, tu vida no fue inútil. O si intentaste escuchar la voz de Dios, o si alzaste tu copa sonriendo de placer, tu vida no fue inútil”.
Pero el amor, para Jayyám, debe ser abrazador tormentoso, nada de paños tibios. Puro fuego:
“El amor que no arrasa no es amor. / ¿Brinda acaso un tizón el calor de una hoguera? / Día y noche, toda su vida entera, / el verdadero amante se consume / entre el dolor y el placer”.
Tal vez ninguno de los versos de Jayyám sean tan inquietantes y estremecedores como aquellos en que alude al barro y al alfarero, al ánfora simbólica, al tránsito fugaz de la existencia, a la arcilla o al polvo que fuimos, que somos y seremos, al polvo elemental de las cosas, al polvo del que venimos —en el amplio y equívoco sentido de la palabra— y al polvo que seremos. Es el polvo enamorado al que cantaría Quevedo varios siglos después. El polvo o barro de la vida, del ser y del no ser:
“Y recuerdo que un día mi paso se detuvo /por ver un alfarero que batía su barro: / Y el barro en frase tímida su frenesí contuvo: / —¡Suave, hermano, mi forma también tu forma tuvo!”
Del cuarteto o rubai, la forma expresiva que cultivaba Omar Jayyám, ha dicho le escritora y traductora Clara Janés:
“Muy próximo por su brevedad al haiku, por un lado, y al epigrama, por otro, como éste da pie al enunciado de conceptos lapidarios tan rotundos, en el caso de Omar Jayyam, que el lector siente que es toda una concepción de la vida, con sus premisas, desarrollo y conclusión, lo que encierran los cuatro versos que tiene delante”.
Lo vemos ante nuestros ojos, aquí y ahora, cuando en la inmensa poesía de Omar Jayyám se funden los graves motivos existenciales con los placeres del amor y el vino, la desolación y el hedonismo, el escepticismo y la amargura. Todos los motivos de la gran poesía de Jayyám. Otra vez el ánfora que fuimos y seremos, el jarro que llevamos a la boca y al espíritu:
“Esta exhumada ánfora de arcilla / fue en su tiempo lo que yo soy ahora: / Un amante no amado, mas que adora, /y de fe y de pasión es maravilla”.
“Y estas dos asas de su cuello erguido / que al libador ofrécense, anhelante, / fueron los brazos de un feliz amante... / Y así quedó, y el vaso fue cocido...”
La misma magia se repite en muchos otros poemas y nos deslumbra por la forma de conjugar con tanta sabiduría los motivos de la vida y la no vida con un símbolo tan refrescante, tan gozosamente fresco y necrológico a la vez. Tan refrescantemente necrológico.
“Leer a Jayyam —dice Luis Antonio de Villenas— es siempre singular y sabroso, con el jarro de vino cuyo barro seremos y un carpe diem más tenaz o duro que el horaciano” (1). Un carpe diem etílico, una perenne invitación a vivir el momento, una invitación vinícola filosófica a vivir todo lo que tiene la vida de vivible y bebible:
“Hoy ella vió del alfarero mago / de vasos la magnífica teoría, / de toda forma y toda edad, y había / en todos ellos un misterio vago.
“Su emoción al sentir, dijo el artista: / —«Todos fuimos arcilla y éstos fueron /reyes, poetas y amantes que murieron /legando al sutil polvo su conquista».
“«EI Espíritu, el vino de la tierra, busca en cada vasija al propio dueño, queriendo ansioso revivir su ensueño al contacto del vaso que lo encierra».
“«Mira, toma esta copa, ya palpita / al verte aproximar; no espere en vano / el beso de tu boca o de tu mano, / que un muerto amor por renacer se agita».
“Y al acercar su labio, con su aliento / cobró vida el Espíritu dormido; / una palabra murmuró a su oído, / y eran su misma voz, su mismo acento.
“¡Ay! y el viejo Khayyám, un vivo muerto, / canta el milagro de aquel muerto vivo, / y se marcha en silencio, pensativo, / a contar sus tristezas al Desierto”.
“Las Rubayat de Jayyam —ha dicho Antonio J. Durán— comparten con sus demostraciones matemáticas el sabor de lo ineludible, de lo que por pura lógica llegará a ser. Las rubayat son austeras, desnudas de retórica, y plasman con inapelable rotundidad la soledad del ser humano. Sus versos son simbólicos y transmiten la sabiduría antigua con sencillez y voluptuosidad, a menudo con un irresistible hechizo o entre una aureola de misterio, y son estimados como uno de los más brillantes tributos del genio persa a la literatura universal” (2).
Notas:
(1)https://www.elmundo.es/cultura/2014/09/10/541015c422601d09348b4571.html
(2) Rubayat de Omar Jayyam – Blog del Instituto de Matemáticas de la Universidad de Sevilla, https://institucional.us.es/blogimus/2016/12/vino-matematicas-e-islam-por-omar-jayyam-y-abu-ben-utba/.
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