lunes, 27 de abril de 2020

ALICIA


Pedro Conde Sturla
(Un relato de Monedas en la fuente)


http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0
Los padres ahora te reciben con esa fría cortesía que ha suplantado la confianza, el cariño casi familiar de otra época. Aceptan con la misma frialdad las sentidas condolencias, el pésame por la muerte de su hija y tú te alejas, te alejas simplemente de la fila que desfila para expresar con pálidas palabras, con efusión de abrazos un dolor que no sienten como tú, que nadie puede sentir como los padres. Esos padres que ahora no te quieren a su lado. Tú lo sabes, sabes que no te quieren a su lado y te pierdes entre la numerosa concurrencia, saludas a un conocido, no son muchos, aparte de la familia no son muchos y al hermano de Alicia, tu amigo de otro tiempo, no lo encuentras. No está en ese momento. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, te hubiera preguntado. Nadie sabe cómo contrajo esa enfermedad.
Al fondo del salón, entre el incesante movimiento de la gente, los murmullos y las manifestaciones de pesar, alcanzas a ver el ataúd, los despojos de Alicia, te acercas y la miras, el rostro demacrado, te la quedas mirando fijamente, hipnotizado por la extraña fascinación de la muerte y empiezas poco a poco a recobrar el sentido de la realidad, o de la irrealidad pasada que confundes con la realidad presente, y la sigues mirando fijamente sin poder apartar los ojos de esa imagen, la imagen que ahora se funde en la pantalla de tus ojos, como en una vieja película, la imagen que da paso a otra Alicia, plena de mocedad, el rostro angelical de Alicia que miraba hacia el parque desde aquella terraza de la casa del segundo piso donde siempre te recibía con un beso.
Ahora lo recuerdas claramente, subes a la casa rodeada por esa gran terraza con vista al parque y los padres te reciben como a un hijo y el hermano te recibe como a un hermano y Alicia con un beso en el cachete. Eran novios o algo así, creían los padres, pero nunca pasaron de un beso en el cachete y un apretón de manos. Novios de mentirillas, de mucho hablar de cine y literatura. Sólo los padres y el hermano pensaban que aquella relación superficial tenía raíces más profundas y tuviste que pagar por ese equívoco cuando te fuiste sin avisar, sin despedirte de nadie, sin dar noticias de tu paradero durante años. Una ausencia injustificable, sin duda, que te rebajó para siempre en el afecto familiar.
Plena de mocedad, el rostro angelical, así era Alicia. No la marchita cera de un rostro demacrado por meses de sufrimiento que ahora miras, que no puedes dejar de mirar fijamente, todavía hipnotizado por la fascinación de la muerte, de una muerte que te toca tan de cerca en ese ambiente funerario tan parecido a un jolgorio, y piensas contra tu voluntad en cosas en que no quieres pensar, en cosas que no quieres recordar y recuerdas.
A veces Alicia no estaba cuando llegabas y te ponías a esperarla en la terraza, charlando con el hermano o leyendo un libro. Alicia solía salir frecuentemente a caminar, salía a trotar y regresaba al poco rato, ardiendo como una tea, a veces tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud: subía de dos en dos los escalones y te plantaba un beso en la mejilla y se iba a bañar.
Tú la idealizabas, tú la venerabas, tú pensabas en ella como algo inalcanzable, excepcional, un sueño irrealizable, algo intocable. Alicia era una criatura espiritual que vivía al margen de todas las cosas mundanas.
La última vez que fuiste a visitarla ella no estaba en la terraza. Alicia ya no estaba. Había salido a caminar, a trotar como de costumbre y tú bajaste, bajaste a comprar cigarrillos en el colmado de abajo, junto al taller de mecánica. La puerta entreabierta al fondo.
De repente empezaste bruscamente a sentir que la sangre se helaba en tus venas, te convertías en hielo, en estatua de hielo.
No podías creer lo que creíste cuando ibas a comprar cigarrillos y pasaste frente al taller de mecánica con la puerta entreabierta al fondo. Era la voz de Alicia, apenas perceptible para ti, apenas reconocible en medio del barullo, a través de una puerta entreabierta, inequívocamente la voz de Alicia en la parte trasera del taller de mecánica, aullidos de placer de una gata en calor, aullidos de placer de Alicia.
Te asomaste con discreción a la puerta entreabierta. Alicia casi desnuda, Alicia al revés y al derecho en manos de dos mecánicos tiznados y desnudos, Alicia como una gata loca gozando en cuatro patas con los mecánicos, Alicia pidiendo más, Alicia insaciablemente pidiendo más y los mecánicos complaciéndola hasta el cansancio. Alicia sobre una mesa gozando como una loca, dando gritos de loca complacida, ofreciéndose a mecánicos que la gozaban como un pedazo de carne, ofreciéndose como pura piltrafa gozosa a gente que la trataba como piltrafa.
Tú atontado, sin resuello, el semblante descolorido, sin poder creer lo que habías visto y oído, con el peso infamante de un dolor y una confusión sin límites. Tú subiendo las escaleras mecánicamente paso a paso y esperándola mientras te fumabas un cigarrillo. Al poco rato Alicia subiendo por la escalera de dos en dos los escalones, alegre como una pascua, tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud, plantándote como siempre un beso en la mejilla antes de irse a bañar.


01/04/2011

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Pedro Conde Sturla
9 de abril de 2008



En un país imaginario, completamente imaginario, un grupo de personajes de ficción se disputa alegremente el poder en unas elecciones circenses en las que habrá un solo ganador y nueve o diez millones de perdedores.
El muestrario de los principales candidatos es multicolor, variopinto, de reluciente pelaje, pero todos tienen en común algo que no tienen: prendas morales, principios éticos, valores en los que se debería fundar la conciencia social. No hay en ellos ni sombra de integridad, probidad, honradez, ni el menor asomo de decoro, ni siquiera respeto a sí mismos.
Uno de esos personajes imaginarios (que se imagina, por cierto, como instrumento del destino), es un virtuoso de la demagogia, un profesional de la mentira y un mago del cinismo, un prestidigitador, un hombre de palabra y solamente de palabra, ante cuyo despacho no se detiene la corrupción. 
Otro candidato, inverosímil desde luego, calificaría para representar en cualquier película un papel estelar como capo de la mafia.
Un tercer candidato, quizás más meritorio –reputado empresario, promotor de viajes turísticos ilegales con destino a Puerto Rico y gran exportador de sustancias controladas con destino al imperio-, es un ser surrealista, caricaturesco, amigo de lo ajeno en grado superlativo, el más ostentoso político que la imaginación pueda edificar. Exactamente un politiCastro. Él no esconde las plumas de las gallinas que se roba, como aconsejaba Lilís, las exhibe impúdicamente con el orgullo de quien se las ha ganado con el sudor de otra gente.
En la lista hipotética de candidatos de aquel inexistente país imaginario, necesariamente, imaginario, figura también un nazi que en la llamada lucha contra la delincuencia mandó a más de seiscientas personas al cementerio y con el sueldo de policía construyó una mansión en la más exclusiva zona turística de La Romana.
La gente del país imaginario piensa que hay varios candidatos, pero en realidad todos los candidatos son el mismo candidato.





pcs,miércoles, 09 de abril de 2008



domingo, 26 de abril de 2020

RECUERDOS DEL GENERAL

Pedro Conde Sturla
1 de marzo de 2009


En el mes de abril del año 1965, durante el régimen del fatídico Triunvirato encabezado por Donald Reid Cabral, mi familia vivía en el kilómetro siete y medio de la carretera Mella que conduce a San Isidro, cuna del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA). Vivíamos, exactamente, aunque a cierta distancia, entre dos altos militares al servicio de la dictadura, Elías Wessin y Wessin y Pedro Benoit. Otro de los vecinos era el célebre pelotero Guayubín Olivo, concuñado de Wessin, si no yerro. Su canchanchán y su cómplice.

Mi dilecto padre, Alfredo Conde Pausas, había renunciado a su condición de Juez de la Suprema Corte de Justicia a raíz del golpe de estado que puso fin al gobierno de Juan Bosch en 1963 y estaba sin empleo, pero eso no le quitaba el sueño. Conspiraba alegremente en el Ensanche Ozama con miembros del movimiento cívico-militar que organizaba el destronamiento del Triunvirato y el regreso de Juan Bosch al poder.

Sin embargo, el súbito estallido de la revolución de abril lo desconcertó y no tuvo tino para abandonar a tiempo la casa que cuatro de sus cinco hijos -los varones y comunistas disociadores-, habían abandonado desde el primer momento para unirse a los insurrectos en el lado oeste del Ozama río. Para peor, Molina Ureña, durante su breve mandato como presidente provisional, lo nombró pomposamente por radio y televisión Procurador General de la República y allí quedaron mi padre y mi madre y una pareja de muchachos, hermanos de crianza, atrapados en territorio enemigo.

Mi padre cerró puertas y ventanas y no volvió a encender luces, tratando de simular que había dejado la propiedad, pero en algún momento cometió un descuido y se dejó ver de Guayubín Olivo que se había detenido al frente en su automóvil con ojo avizor. Vio, a su vez, la cara de Guayubín Olivo que hizo un gesto de júbilo y sorpresa y quince minutos después llegó una patrulla de guardias al mando de un sargento, probablemente. Dos perros maravillosos, amarrados en el fondo del patio, Dragón y Lobo, trataron inútilmente de romper las cadenas para agredir a los agresores. A golpes de culata, los guardias tocaron la puerta y mi padre abrió porque tenía que abrir. Levantaron colchones, rompieron armarios en busca de los hijos que no estaban y finalmente el suboficial ordenó a todos ponerse contra una pared para ejecutarlos. Mi padre se insolentó, enfrentó al militar y le dijo que el único culpable era él, que al único que tenían que fusilar era a él y no a su mujer y los niños.

No sé que pasó por la mente de aquel soldado en ese momento, pero el gesto de mi padre lo desarmó y ordenó la retirada de la tropa. Tengo entendido que en algún momento dijo en público que nunca había conocido a un hombre tan responsable y valiente. Nunca he sabido quién es, pero él lo sabrá y desde el fondo del alma le agradezco.

Mi padre y mi madre y los hermanos de crianza se salvaron gracias a los buenos oficios de un gran amigo que vivía en La Cruz de Mendoza, Juan Luís Castellano, que los trajo por caminos de pesadilla a un lugar seguro. Durante el gobierno constitucionalista del Presidente Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó mi padre fue designado Presidente de la Suprema Corte de Justicia, el más honroso cargo de su vida. Los designios de Guayubín y Wessin no eran esos.

Hoy Wessin y Wessin está enfermito, padece del corazón que nunca ha tenido y, el día en que se muera, Faraonel Fernández asistirá seguramente al duelo y lo sepultarán con lujo y honores militares, así como enterraron al golpista Donald Reid Cabral con honores de estado. No se hablará de genocidio, de la matanza del puente Duarte, de su proverbial cobardía. Pasarán seguramente por alto sus negras hojas al servicio de la imposible patria. Mandar a matar a mi familia fue una de ellas.

pcs, domingo, 01 de marzo de 2009


sábado, 25 de abril de 2020

ROQUE DALTON: OFICIÓ DE POETA

Pedro Conde Sturla
23 de marzo de 2014 | 12:41 pm 

Roque Dalton: Oficio de poeta (1)

[El Salvador. Revista Cultura 89, e n e r o – a b r i l 2005El crítico dominicano Pedro Conde Sturla nos envió este texto, que sirvió como prólogo a la edición de “Taberna y otros lugares” aparecida en su país,  en 1980. Conde Sturla se enfrenta lucidamente a uno de los libros más indóciles del poeta salvadoreño, tomándolo desde sus ángulos más espinosos, desconfiando de las posibles trampas que el poeta tiende a los lectores desprevenidos y entrando en diálogo crítico con Roberto Armijo e Italo López Vallecillos.
Nota: En este número conmemorativo de Roque Dalton figuran, entre otras, notables colaboraciones de Claribel Alegría, Ernesto Cardenal y Mario Benedetti.]

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (3)

Cuando la expedición de Magallanes llegó al estrecho que hoy lleva su nombre, la tripulación comenzó a desesperarse. Se encontraban en uno de los lugares más inhóspitos del mundo, un lugar frío, escabroso, tormentoso, buscando un pasaje desde el Atlántico al Pacífico por un conjunto de islotes que formaban una especie de laberinto que desorientaba a los marineros.

miércoles, 22 de abril de 2020

EL ESTIGMA DE CAÍN



Pedro Conde Sturla
4 de diciembre de 2009





A través de los tiempos la leyenda de Caín -y los fratricidios en general- han horrorizado y fascinado a la humanidad, a pesar de ser tan recurrentes en la lucha por el poder y la riqueza. Rómulo y Cleopatra, por ejemplo, son parte de una larga lista de conspicuos personajes que se convirtieron en reyes derramando la sangre de los hermanos, a veces de todos los hermanos y demás familiares, incluyendo padre, madre, tíos, sobrinos.

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO

Pedro Conde Sturla
8 de enero de 2010


José Enrique Rodó (1871-1917), un gran escritor uruguayo que ya casi nadie lee ni conoce, ejerció durante largo tiempo una notable influencia en varias generaciones de admiradores. Obras como “Ariel” (1900), “Motivos de Proteo” (1909), “El mirador de Próspero” (1913) eran material de lectura que alimentaban los ideales americanistas de una época y la crítica despiadada a “la vulgaridad y el utilitarismo” de la cultura norteamericana.
         Pedro Henríquez Ureña y Emil Rodríguez Monegal, entre otros, exaltan su obra y la sitúan entre las cumbres de la literatura continental. Otros lo consideran, y sin duda lo es, “el más grande cultor de la prosa modernista hispanoamericana.” Hoy no se estudia en nuestras escuelas y universidades. Se leen los bodrios que publica Alfaguara como material obligatorio que asignan los maestros, lectura compulsiva que se impone desde Alfaguara.
         Yo invito a leer a Rodó, y en particular un libro pequeñito de Rodó que se titula “Motivos de Proteo”, quizás el más pequeño y el más ambicioso que escribiera: “un libro (como dijo el autor) en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida”.
          Por razones de espacio, invito a leer ese libro desde el capítulo VIII, “Mirando jugar a un niño”. Es un juego de niños para adultos, es una de las más celebradas y hermosas parábolas de Rodó, un himno a la creatividad, a la alegría. Así como los capítulos finales constituyen un reto, una apuesta por la preservación de los ideales y la esperanza. Algo que tanta falta nos hace en medio de tanta podredumbre.


- VIII -

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO.


(…A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. SCHILLER. Thecla. Voz de un espíritu).
Jugaba el niño, en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal, su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.


- IX -

SENTIDO DE ESTA PARÁBOLA.


-¡Sabia, candorosa filosofía! -pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... ¿No hay aquí un polo de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda filosofía viril, viril por el espíritu que la anime, confirmará su enseñanza fecunda.


- X -

ACTITUD EN LA DESILUSIÓN Y EL FRACASO. TODO BIEN PUEDE SER SUSTITUIDO POR OTRO GÉNERO DE BIEN.


En el fracaso, en la desilusión, que no provengan del fácil desánimo de la inconstancia; viendo el sueño que descubre su vanidad o su altura inaccesible; viendo la fe que, seca de raíz, te abandona; viendo el ideal que, ya agotado, muere, la filosofía viril no será la que te induzca a aquella terquedad insensata que no se rinde ante los muros de la necesidad; ni la que te incline al escepticismo alegre y ocioso, casa de Horacio, donde hay guirnaldas para orlar la frente del vencido; ni la que, como en Harold, suscite en ti la desesperación rebelde y trágica; ni la que te ensoberbezca, como a Alfredo de Vigny, en la impasibilidad de un estoicismo desdeñoso; ni tampoco será la de la aceptación inerme y vil, que tienda a que halles buena la condición en que la pérdida de tu fe o de tu amor te haya puesto, como aquel Agripino de que se habla en los clásicos, singular adulador del mal propio, que hizo el elogio de la fiebre cuando ella le privó de salud, de la infamia cuando fue tildado de infame, del destierro cuando fue lanzado al destierro.
La filosofía digna de almas fuertes es la que enseña que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto de aquel que cedió al golpe de la fatalidad: estímulo y objeto para un nuevo sentido de la acción, nunca segada en sus raíces. Si apuras la memoria de los males de tu pasado, fácilmente verás cómo de la mayor parte de ellos tomó origen un retoñar de bienes relativos, que si tal vez no prosperaron ni llegaron a equilibrar la magnitud del mal que les sirvió de sombra propicia, fue acaso porque la voluntad no se aplicó a cultivar el germen que ellos le ofrecían para su desquite y para el recobro del interés y contento de vivir.
Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad, conviene imaginarla como una natural transformación, en la que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias, de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción resuelta y animosa!
Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien; en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida, entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el agua del cielo. (José Enrique Rodó, “Motivos de Proteo”).



pcs, viernes, 08 de enero de 2010




sábado, 18 de abril de 2020

DEL AMOR Y LOS TIEMPOS DEL CÓLERA


Pedro Conde sturla
8 de mayo de 2009.
“El amor en los tiempos del cólera” es quizás el único libro en el que Gabriel García Márquez vuelve a asomarse a la grandiosidad estilística y a la magia de “Cien años de soledad”, al humor y la gran poesía que caracterizan sus mejores trazos, la fina introspección sicológica, el lujo de detalles, su afición por el dato más minucioso y preciso, la capacidad para describir la escena más enmarañada y tortuosa, la irreversible tendencia a la desmesura, la adjetivación convicta (que a veces se pone pesada, empalagosa), la nunca desmentida fidelidad a los vastos espacios de una geografía donde todo ocurre a escala monumental,  
La trama es absurda, surrealista, una especie de “Madame Bovary” al revés. Un hombre espera por el amor de  su vida durante “cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días”, y al cabo de la espera abandona una amante de catorce por una vieja de setenta y dos. Me recuerda otras grandes y absurdas historias de amor, como la de King Kong, que es quizás la más absurda y tierna de todas, y una de las más trágicas, tan trágica como la del Conde Drácula que persigue y es perseguido por su obsesión más allá de la muerte y de la sangre, algo parecido a lo que ocurre en “Cumbres borrascosas”. 
En cuanto a la trama, sin embargo, no hay nada de que sorprenderse, es el amor en los tiempos del cólera, tiempos de calamidades de proporciones insospechadas como los que vivimos en la actualidad (8 de mayo de 2009), bajo la amenaza de una pandemia esencialmente mediática. 
Entre las muchas cosas notables de esa notable novela, hay un pasaje, unas páginas en las que García Márquez se insinúa con fina inteligencia en los intersticios de la vida matrimonial, escarbando en la cotidianidad, en el lado oscuro de una convivencia con apariencia de felicidad, en las relaciones de atracción y rechazo que están  presentes muchas veces en la vida conyugal. Es un cuento dentro del cuento, dentro de los muchos cuentos que componen la novela Aquí los dejo, en manos de García Márquez, con este difícil “amor domesticado” en los tiempos del cólera:

“Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día. Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante años, 1os amaneceres jubilosos del marido. Se aferraba a sus últimos hilos de sueño para no enfrentarse al fatalismo de una nueva mañana de presagios siniestros, mientras él despertaba con la inocencia de un recién nacido: cada nuevo día era un día más que se ganaba. Lo oía despertar con 1os gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara. Lo oía rezongar, solo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad. Al cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía regresar a vestirse todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron como se definía a si mismo, y el había dicho: «Soy un hombre que se viste en las tinieblas». Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo. Los motivos de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida, como en esos minutos de zozobra. 
”No había nadie mas elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse dormida cuando ya no 1o estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se 1o habría agradecido para tener a quien echarle la culpa de despertar a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: «Las dejaste anoche en el baño». Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía: 
”-La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir. 
”Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero fue por uno de esos juegos triviales que 1os primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño. 
”Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a bañarse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, 1os ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo:
”-Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón-dijo.     
”Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido 1o mismo. En realidad, no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando: 
”-Pues yo me he bañado todos estos días –gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón. 
”Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y solo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio: Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, 1o único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño: y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
”El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico: 
”¡A la mierda el señor arzobispo!
………………………………….
“El no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que estos se dieran cuenta de que no se hablaban. 
Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. El despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la cama de pluma de los bisabuelos, que prefirió capitular:
“-Déjame aquí –dijo-. Sí había jabón.”

pcs, viernes, 08 de mayo de 2009.

Negros y palestinos frente al destino manifiesto


Pedro Conde Sturla

Los negros, en Usamérica, fueron esclavizados durante casi dos siglos y medio y con el amargo fruto de su trabajo se desarrolló todo el país. Después de la supuesta liberación se crearon unas leyes que permitían condenarlos a trabajos forzados y alquilarlos y venderlos de nuevo como mano de obra esclava. Tan terrible fue el acoso que se vieron obligados a huir, a dispersarse por todo el territorio. Más tarde se desató especialmente contra ellos y en parte contra los latinos la llamada guerra contra las drogas. Como resultado, el cuarenta y ocho por ciento de la población carcelaria, que es la mayor del mundo, está compuesta por negros, a pesar de que representan menos del siete por ciento de la población. Ser negro (o ser latino, que es otra forma de ser negro) es casi un pasaporte para estar preso en los Estados Unidos. Súmele a todo eso las miserables condiciones de vida en que muchos se ven condenados a vivir para entender por qué caen como moscas frente al avance del Coronavirus y de la política  
oficial de indolencia que reina en la excepcional patria del 
bravo y del libre y del destino manifiesto.

Mutatis mutandis, en Israel —que es casi una sucursal del mismo destino manifiesto— los negros son los palestinos y de ellos están llenas las cárceles, incluyendo centenares de niños, en condiciones espantosas. Aglomerados están en diferentes campos de concentración donde no serán cremados sino exterminados por obra de la pandemia y de la crueldad de unos seres humanos que se consideran elegidos, los favoritos de Dios. Los mismos que al parecer han puesto en marcha una especie de solución final.

Estamos todos —como dijo alguien— en la misma tempestad, pero no en el mismo barco.

QUESTA SERA HO VISTO CADERE LA PIOGGIA


Pedro Conde Sturla
(Grado. Ritangela Tomasicchio)


Vagamente ricordo di averti amato. Ora che scivoli furtiva nella memoria, ricordo vagamente di averti amato, la spirale dorata delle tue trecce, il  sorriso distante e capriccioso, il nero dei tuoi occhi, la scintilla che ora accende il rogo di nostalgia. Il rogo che scolpisce, che fa scorgere, alla parola di un poeta, l'immagine fumosa del tuo viso.