Pedro
Conde Sturla
1 de marzo de 2009
1 de marzo de 2009
En
el mes de abril del año 1965, durante el régimen del fatídico Triunvirato
encabezado por Donald Reid Cabral, mi familia vivía en el kilómetro
siete y medio de la carretera Mella que conduce a San Isidro, cuna
del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA). Vivíamos,
exactamente, aunque a cierta distancia, entre dos altos militares al
servicio de la dictadura, Elías Wessin y Wessin y Pedro Benoit. Otro
de los vecinos era el célebre pelotero Guayubín Olivo, concuñado
de Wessin, si no yerro. Su canchanchán y su cómplice.
Mi
dilecto padre, Alfredo Conde Pausas, había renunciado a su condición
de Juez de la Suprema Corte de Justicia a raíz del golpe de estado
que puso fin al gobierno de Juan Bosch en 1963 y estaba sin empleo,
pero eso no le quitaba el sueño. Conspiraba alegremente en el
Ensanche Ozama con miembros del movimiento cívico-militar que
organizaba el destronamiento del Triunvirato y el regreso de Juan
Bosch al poder.
Sin
embargo, el súbito estallido de la revolución de abril lo
desconcertó y no tuvo tino para abandonar a tiempo la casa que
cuatro de sus cinco hijos -los varones y comunistas disociadores-,
habían abandonado desde el primer momento para unirse a los
insurrectos en el lado oeste del Ozama río. Para peor, Molina Ureña,
durante su breve mandato como presidente provisional, lo nombró
pomposamente por radio y televisión Procurador General de la
República y allí quedaron mi padre y mi madre y una pareja de muchachos, hermanos de crianza, atrapados en territorio enemigo.
Mi
padre cerró puertas y ventanas y no volvió a encender luces,
tratando de simular que había dejado la propiedad, pero en algún
momento cometió un descuido y se dejó ver de Guayubín Olivo que se
había detenido al frente en su automóvil con ojo avizor. Vio, a su
vez, la cara de Guayubín Olivo que hizo un gesto de júbilo y
sorpresa y quince minutos después llegó una patrulla de guardias al
mando de un sargento, probablemente. Dos perros maravillosos,
amarrados en el fondo del patio, Dragón y Lobo, trataron inútilmente
de romper las cadenas para agredir a los agresores. A golpes de
culata, los guardias tocaron la puerta y mi padre abrió porque tenía
que abrir. Levantaron colchones, rompieron armarios en busca de los
hijos que no estaban y finalmente el suboficial ordenó a todos
ponerse contra una pared para ejecutarlos. Mi padre se insolentó,
enfrentó al militar y le dijo que el único culpable era él, que al
único que tenían que fusilar era a él y no a su mujer y los niños.
No
sé que pasó por la mente de aquel soldado en ese momento, pero el
gesto de mi padre lo desarmó y ordenó la retirada de la tropa.
Tengo entendido que en algún momento dijo en público que nunca
había conocido a un hombre tan responsable y valiente. Nunca he
sabido quién es, pero él lo sabrá y desde el fondo del alma le
agradezco.
Mi
padre y mi madre y los hermanos de crianza se salvaron gracias a los
buenos oficios de un gran amigo que vivía en La Cruz de Mendoza,
Juan Luís Castellano, que los trajo por caminos de pesadilla a un
lugar seguro. Durante el gobierno constitucionalista del Presidente
Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó mi padre fue designado
Presidente de la Suprema Corte de Justicia, el más honroso cargo de
su vida. Los designios de Guayubín y Wessin no eran esos.
Hoy
Wessin y Wessin está enfermito, padece del corazón que nunca ha
tenido y, el día en que se muera, Faraonel Fernández asistirá
seguramente al duelo y lo sepultarán con lujo y honores militares,
así como enterraron al golpista Donald Reid Cabral con honores de
estado. No se hablará de genocidio, de la matanza del puente Duarte, de su proverbial cobardía. Pasarán seguramente por alto sus negras hojas al servicio de la imposible
patria. Mandar a matar a mi familia fue una de ellas.
pcs,
domingo, 01 de marzo de 2009
No hay comentarios.:
Publicar un comentario