domingo, 26 de abril de 2020

RECUERDOS DEL GENERAL

Pedro Conde Sturla
1 de marzo de 2009


En el mes de abril del año 1965, durante el régimen del fatídico Triunvirato encabezado por Donald Reid Cabral, mi familia vivía en el kilómetro siete y medio de la carretera Mella que conduce a San Isidro, cuna del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA). Vivíamos, exactamente, aunque a cierta distancia, entre dos altos militares al servicio de la dictadura, Elías Wessin y Wessin y Pedro Benoit. Otro de los vecinos era el célebre pelotero Guayubín Olivo, concuñado de Wessin, si no yerro. Su canchanchán y su cómplice.

Mi dilecto padre, Alfredo Conde Pausas, había renunciado a su condición de Juez de la Suprema Corte de Justicia a raíz del golpe de estado que puso fin al gobierno de Juan Bosch en 1963 y estaba sin empleo, pero eso no le quitaba el sueño. Conspiraba alegremente en el Ensanche Ozama con miembros del movimiento cívico-militar que organizaba el destronamiento del Triunvirato y el regreso de Juan Bosch al poder.

Sin embargo, el súbito estallido de la revolución de abril lo desconcertó y no tuvo tino para abandonar a tiempo la casa que cuatro de sus cinco hijos -los varones y comunistas disociadores-, habían abandonado desde el primer momento para unirse a los insurrectos en el lado oeste del Ozama río. Para peor, Molina Ureña, durante su breve mandato como presidente provisional, lo nombró pomposamente por radio y televisión Procurador General de la República y allí quedaron mi padre y mi madre y una pareja de muchachos, hermanos de crianza, atrapados en territorio enemigo.

Mi padre cerró puertas y ventanas y no volvió a encender luces, tratando de simular que había dejado la propiedad, pero en algún momento cometió un descuido y se dejó ver de Guayubín Olivo que se había detenido al frente en su automóvil con ojo avizor. Vio, a su vez, la cara de Guayubín Olivo que hizo un gesto de júbilo y sorpresa y quince minutos después llegó una patrulla de guardias al mando de un sargento, probablemente. Dos perros maravillosos, amarrados en el fondo del patio, Dragón y Lobo, trataron inútilmente de romper las cadenas para agredir a los agresores. A golpes de culata, los guardias tocaron la puerta y mi padre abrió porque tenía que abrir. Levantaron colchones, rompieron armarios en busca de los hijos que no estaban y finalmente el suboficial ordenó a todos ponerse contra una pared para ejecutarlos. Mi padre se insolentó, enfrentó al militar y le dijo que el único culpable era él, que al único que tenían que fusilar era a él y no a su mujer y los niños.

No sé que pasó por la mente de aquel soldado en ese momento, pero el gesto de mi padre lo desarmó y ordenó la retirada de la tropa. Tengo entendido que en algún momento dijo en público que nunca había conocido a un hombre tan responsable y valiente. Nunca he sabido quién es, pero él lo sabrá y desde el fondo del alma le agradezco.

Mi padre y mi madre y los hermanos de crianza se salvaron gracias a los buenos oficios de un gran amigo que vivía en La Cruz de Mendoza, Juan Luís Castellano, que los trajo por caminos de pesadilla a un lugar seguro. Durante el gobierno constitucionalista del Presidente Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó mi padre fue designado Presidente de la Suprema Corte de Justicia, el más honroso cargo de su vida. Los designios de Guayubín y Wessin no eran esos.

Hoy Wessin y Wessin está enfermito, padece del corazón que nunca ha tenido y, el día en que se muera, Faraonel Fernández asistirá seguramente al duelo y lo sepultarán con lujo y honores militares, así como enterraron al golpista Donald Reid Cabral con honores de estado. No se hablará de genocidio, de la matanza del puente Duarte, de su proverbial cobardía. Pasarán seguramente por alto sus negras hojas al servicio de la imposible patria. Mandar a matar a mi familia fue una de ellas.

pcs, domingo, 01 de marzo de 2009


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