Pedro
Conde Sturla
8 de enero de 2010
Pedro
Henríquez Ureña y Emil Rodríguez Monegal, entre otros, exaltan su
obra y la sitúan entre las cumbres de la literatura continental.
Otros lo consideran, y sin duda lo es, “el más grande cultor de la
prosa modernista hispanoamericana.” Hoy no se estudia en nuestras
escuelas y universidades. Se leen los bodrios que publica Alfaguara
como material obligatorio que asignan los maestros, lectura
compulsiva que se impone desde Alfaguara.
Yo invito a leer a Rodó, y en particular un libro pequeñito de Rodó que se titula “Motivos de Proteo”, quizás el más pequeño y el más ambicioso que escribiera: “un libro (como dijo el autor) en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida”.
Por razones de espacio, invito a leer ese libro desde el capítulo VIII, “Mirando jugar a un niño”. Es un juego de niños para adultos, es una de las más celebradas y hermosas parábolas de Rodó, un himno a la creatividad, a la alegría. Así como los capítulos finales constituyen un reto, una apuesta por la preservación de los ideales y la esperanza. Algo que tanta falta nos hace en medio de tanta podredumbre.
Jugaba
el niño, en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en
el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un
prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra
un junco con el que golpeaba acompasadamente en la copa. Después de
cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras
las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se
desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires.
Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de
volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra,
recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la
fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó,
por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo
sin que quisiera volver a arrancar al cristal, su fresca resonancia;
pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su
diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión
al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso
de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso.
Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron
en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero
cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía
rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El
niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta
ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo
abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó
graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro,
asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había
sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite,
levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en
triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.
La
filosofía digna de almas fuertes es la que enseña que del mal
irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto de aquel
que cedió al golpe de la fatalidad: estímulo y objeto para un nuevo
sentido de la acción, nunca segada en sus raíces. Si apuras la
memoria de los males de tu pasado, fácilmente verás cómo de la
mayor parte de ellos tomó origen un retoñar de bienes relativos,
que si tal vez no prosperaron ni llegaron a equilibrar la magnitud
del mal que les sirvió de sombra propicia, fue acaso porque la
voluntad no se aplicó a cultivar el germen que ellos le ofrecían
para su desquite y para el recobro del interés y contento de vivir.
Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad, conviene imaginarla como una natural transformación, en la que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias, de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción resuelta y animosa!
Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien; en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida, entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el agua del cielo. (José Enrique Rodó, “Motivos de Proteo”).
8 de enero de 2010
José
Enrique Rodó (1871-1917), un gran escritor uruguayo que ya casi
nadie lee ni conoce, ejerció durante largo tiempo una notable
influencia en varias generaciones de admiradores. Obras como “Ariel”
(1900), “Motivos de Proteo” (1909), “El mirador de Próspero”
(1913) eran material de lectura que alimentaban los ideales
americanistas de una época y la crítica despiadada a “la
vulgaridad y el utilitarismo” de la cultura norteamericana.
Yo invito a leer a Rodó, y en particular un libro pequeñito de Rodó que se titula “Motivos de Proteo”, quizás el más pequeño y el más ambicioso que escribiera: “un libro (como dijo el autor) en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida”.
Por razones de espacio, invito a leer ese libro desde el capítulo VIII, “Mirando jugar a un niño”. Es un juego de niños para adultos, es una de las más celebradas y hermosas parábolas de Rodó, un himno a la creatividad, a la alegría. Así como los capítulos finales constituyen un reto, una apuesta por la preservación de los ideales y la esperanza. Algo que tanta falta nos hace en medio de tanta podredumbre.
-
VIII -
MIRANDO
JUGAR A UN NIÑO.
(…A
menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. SCHILLER.
Thecla. Voz de un espíritu).
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IX -
SENTIDO
DE ESTA PARÁBOLA.
-¡Sabia, candorosa filosofía!
-pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se
obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas
condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo
juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... ¿No hay aquí un polo
de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida
todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone
sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras
esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El
ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos
de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las
cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en
derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que
poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No
rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo
porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal
vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda
filosofía viril, viril por el espíritu que la anime, confirmará su
enseñanza fecunda.
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X -
ACTITUD
EN LA DESILUSIÓN Y EL FRACASO. TODO BIEN PUEDE SER SUSTITUIDO POR
OTRO GÉNERO DE BIEN.
En
el fracaso, en la desilusión, que no provengan del fácil desánimo
de la inconstancia; viendo el sueño que descubre su vanidad o su
altura inaccesible; viendo la fe que, seca de raíz, te abandona;
viendo el ideal que, ya agotado, muere, la filosofía viril no será
la que te induzca a aquella terquedad insensata que no se rinde ante
los muros de la necesidad; ni la que te incline al escepticismo
alegre y ocioso, casa de Horacio, donde hay guirnaldas para orlar la
frente del vencido; ni la que, como en Harold, suscite en ti la
desesperación rebelde y trágica; ni la que te ensoberbezca, como a
Alfredo de Vigny, en la impasibilidad de un estoicismo desdeñoso; ni
tampoco será la de la aceptación inerme y vil, que tienda a que
halles buena la condición en que la pérdida de tu fe o de tu amor
te haya puesto, como aquel Agripino de que se habla en los clásicos,
singular adulador del mal propio, que hizo el elogio de la fiebre
cuando ella le privó de salud, de la infamia cuando fue tildado de
infame, del destierro cuando fue lanzado al destierro.
Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad, conviene imaginarla como una natural transformación, en la que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias, de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción resuelta y animosa!
Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien; en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida, entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el agua del cielo. (José Enrique Rodó, “Motivos de Proteo”).
pcs,
viernes, 08 de enero de 2010
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