sábado, 18 de abril de 2020

DEL AMOR Y LOS TIEMPOS DEL CÓLERA


Pedro Conde sturla
8 de mayo de 2009.
“El amor en los tiempos del cólera” es quizás el único libro en el que Gabriel García Márquez vuelve a asomarse a la grandiosidad estilística y a la magia de “Cien años de soledad”, al humor y la gran poesía que caracterizan sus mejores trazos, la fina introspección sicológica, el lujo de detalles, su afición por el dato más minucioso y preciso, la capacidad para describir la escena más enmarañada y tortuosa, la irreversible tendencia a la desmesura, la adjetivación convicta (que a veces se pone pesada, empalagosa), la nunca desmentida fidelidad a los vastos espacios de una geografía donde todo ocurre a escala monumental,  
La trama es absurda, surrealista, una especie de “Madame Bovary” al revés. Un hombre espera por el amor de  su vida durante “cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días”, y al cabo de la espera abandona una amante de catorce por una vieja de setenta y dos. Me recuerda otras grandes y absurdas historias de amor, como la de King Kong, que es quizás la más absurda y tierna de todas, y una de las más trágicas, tan trágica como la del Conde Drácula que persigue y es perseguido por su obsesión más allá de la muerte y de la sangre, algo parecido a lo que ocurre en “Cumbres borrascosas”. 
En cuanto a la trama, sin embargo, no hay nada de que sorprenderse, es el amor en los tiempos del cólera, tiempos de calamidades de proporciones insospechadas como los que vivimos en la actualidad (8 de mayo de 2009), bajo la amenaza de una pandemia esencialmente mediática. 
Entre las muchas cosas notables de esa notable novela, hay un pasaje, unas páginas en las que García Márquez se insinúa con fina inteligencia en los intersticios de la vida matrimonial, escarbando en la cotidianidad, en el lado oscuro de una convivencia con apariencia de felicidad, en las relaciones de atracción y rechazo que están  presentes muchas veces en la vida conyugal. Es un cuento dentro del cuento, dentro de los muchos cuentos que componen la novela Aquí los dejo, en manos de García Márquez, con este difícil “amor domesticado” en los tiempos del cólera:

“Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día. Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante años, 1os amaneceres jubilosos del marido. Se aferraba a sus últimos hilos de sueño para no enfrentarse al fatalismo de una nueva mañana de presagios siniestros, mientras él despertaba con la inocencia de un recién nacido: cada nuevo día era un día más que se ganaba. Lo oía despertar con 1os gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara. Lo oía rezongar, solo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad. Al cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía regresar a vestirse todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron como se definía a si mismo, y el había dicho: «Soy un hombre que se viste en las tinieblas». Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo. Los motivos de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida, como en esos minutos de zozobra. 
”No había nadie mas elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse dormida cuando ya no 1o estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se 1o habría agradecido para tener a quien echarle la culpa de despertar a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: «Las dejaste anoche en el baño». Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía: 
”-La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir. 
”Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero fue por uno de esos juegos triviales que 1os primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño. 
”Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a bañarse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, 1os ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo:
”-Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón-dijo.     
”Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido 1o mismo. En realidad, no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando: 
”-Pues yo me he bañado todos estos días –gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón. 
”Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y solo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio: Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, 1o único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño: y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
”El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico: 
”¡A la mierda el señor arzobispo!
………………………………….
“El no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que estos se dieran cuenta de que no se hablaban. 
Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. El despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la cama de pluma de los bisabuelos, que prefirió capitular:
“-Déjame aquí –dijo-. Sí había jabón.”

pcs, viernes, 08 de mayo de 2009.

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