jueves, 2 de mayo de 2019

EL REPLIEGUE

Uu capítulo de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla

Comando  B-3

En el frenesí de ese período los sucesos precipitaban de tal manera que a veces era difícil distinguir unos de otros y había que readecuarse continuamente a las circunstancias.
Un día éramos perseguidos y otro día éramos perseguidores, un día nos dábamos por vencidos y otro día por vencedores, un día estábamos sitiando una fortaleza y al otro día estábamos sitiados por tropas del imperio y la ciu- dad era un pandemonio, el reino del desorden, el ruido, la confusión, las interminables balaceras, las bombas y cañonazos, el vinagroso olor a sangre, que es el olor de la muerte.
El Hospital Padre Billini, frente a la casa de la viuda  Pichardo, se había convertido en uno de los centros de mayor actividad y el lúgubre aullido de las ambulancias trayendo heridos y muertos no cesaba a ninguna hora del día o de la noche. 
Los verdaderos héroes de esas y muchas jornadas fueron los  médicos que se fajaron de campana a campana, de sol a sol, haciendo de tripas corazón con medios limitadísimos, desmayándose a veces, por agotamiento, al cabo de días sin dormir.
El imperio seguía agrediéndonos también con infundios, con desinformación, con calumnias que transmitían a los cuatro vientos y proyectaban una imagen infame del movimiento constitucionalista.
No sólo estábamos violando jovencitas y niñas en la santidad de sus hogares, y a estudiantes en las escuelas y colegios. En la catedral, por ejemplo, estábamos violando monjas y posiblemente curas, estábamos saqueando iglesias, embajadas, estábamos asaltando bancos y fusilando prisioneros por docenas.
Una y otra vez se repetía que la influencia de la izquierda era ya determinante en el movimiento. Una lista de cincuenta   comunistas (luego ampliada a ochenta), leída y releída hasta  
la saciedad, pretendía demostrar que el alto mando, todos los   oficiales constitucionalistas, habían sido arropados por la influencia de los ateos y disociadores.
En la casa de la viuda, el ir y venir de combatientes era incesante, y en la medida en que arreciaba el ataque la voz del imperio se hacía sentir en todas las emisoras de radio y televisión (que transmitían en cadena), en los altoparlantes de la zona periférica y en los altavoces de los helicópteros que sobrevolaban la zona, conminando inútilmente a la rendición y lanzando miles de volantes.
 El fuego de morteros, cañones, ametralladoras pesadas y francotiradores era el argumento más recurrente y sin duda el más convincente.
Lo que nunca habíamos esperado es que al despiadado ataque, que castigaba sobre todo a la población civil, se sumara un acto de barbarie que dio la vuelta al mundo como noticia que provenía del mismo corazón de las tinieblas.
Una ambulancia (en la cual prestaba servicio un joven 
estudiante de medicina que había conocido en el comando de
la Panadería de Quico), fue alcanzada por fuego de cañón en la calle Benito Gonzáles. La ambulancia había sido escogida, mejor dicho, para practicar al tiro al blanco desde el edificio de Molinos Dominicanos y dar el ejemplo, una lección para los incrédulos.
El vehículo quedó reducido a escombros, por supuesto, a una masa informe en la que se confundían los despojos sanguinolentos, toda la sangre derramada del chofer, el estudiante y los heridos que transportaba.
Un reportero del New York Times, con el que había cruzado algunas palabras, me pidió que lo llevara al sitio (a cierta distancia del sitio porque nadie se atrevía a acercarse), y desde allí tomó fotos de la ruina humeante y lloró como un niño. Nunca más volví a verlo.
Así aprendimos que el imperio, la patria del libre y del bravo, no respetaba Cruz Roja, ambulancias ni convención de Ginebra y que la población civil dominicana, incluyendo 
médicos paramédicos y heridos eran parte de sus objetivos militares.
 A un enemigo semejante no le daríamos el frente de frente.
Nuestra respuesta fue el repliegue a nuestras posiciones en los comandos de la resistencia, que habían surgido casi espontáneamente desde el inicio de la guerra, pero sobre todo a partir de la intervención de las tropas del imperio. Grupos de compañeros armados y desarmados se 
establecieron primero en azoteas y viviendas familiares que no fueron abandonadas, pero la organización posterior (con la llegada de nuevos combatientes desde el interior del país), requirió de lugares más amplios y mejor defendidos. El cine Independencia, el cine Lido, la robusta iglesia de San Lázaro, la de San Miguel, Santa Bárbara, la escuela Argentina, el viejo baluarte de San Antón, las ruinas de San Francisco, el local de los obreros del puerto (POASI), las dependencias de aduana, los almacenes del puerto, el imponente edificio donde se estableció el glorioso B3.
En los comandos más expuestos generalmente horadábamos las paredes de las casas contiguas para poder movilizarnos de una a otra, hacíamos trincheras dentro y fuera de las edificaciones, fortificábamos las posiciones más débiles, cavábamos zanjas para cruzar las calles, y todo aquello nos daba una extraordinaria agilidad de movimiento y de ocultamiento que al enemigo tomaría por sorpresa, algo elemental en la guerra de guerrilla urbana que habíamos aprendido sobre la marcha. Para sacarnos de ahí con armas convencionales hubieran tenido que hacerlo uno por uno y el costo habría sido terrible.


Toda la ciudad, la poca ciudad que nos quedaba, es- taba minada de comandos y había para todos los gustos. Había comandos civiles, militares y de obreros. Entre los primeros y más aguerridos se contaban el Bisonó Mera y el Pedro 
Cadena. Había un comando haitiano, uno del MPD, uno del PSP, varios del PRD y varios del Catorce de Junio que incluían milicianas bien entrenadas y dispuestas. Había, en fin, entre otros muchos, un comando de artistas e incluso un orgulloso comando de maricones que hizo historia por su valentía. Pero eso no es nada sorprendente. Desde Alejandro Magno sabemos que lo maricón no quita lo valiente.

No hay comentarios.: