Pedro Conde Sturla
Juan José Arreola, a manera de presentación, escribió en uno de sus libros una “confesión melancólica” que he siempre valorado como una pieza de ingeniería literaria que define el oficio de escritor y el oficio de lector:
“Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka”.
Yo confieso que, al margen de mis creencias he sido un enamorado y visitador asiduo de iglesias y catedrales. Admiro sinceramente la pintura y la escultura religiosa moderna, y entre mis favoritas se cuentan La Piedad, de Miguel Ángel y el Orgasmo de Santa Teresa, de Bernimi. Amo como Arreola el lenguaje, aunque no sobre todas las cosas, y aprecio, al margen de mis creencias, ciertas zonas de la poesía religiosa, como se puede notar en mi entrega anterior sobre El Cántico de las criaturas de Francisco de Asís.

Sobre el primero (en un artículo titulado “San Juan de la Cruz y César Vallejo, grandes poetas universales”) dice Manuel Piquera:
“Noche oscura, de San Juan de la Cruz (1542- 1591), uno de los poemas más bellos de la literatura universal, nos conduce a una experiencia de contemplación del misterio del sufrimiento humano, de su naturaleza paradojal: la noche oscura me guiaba más cierta que la luz del mediodía”.
“Como en el poema de César Vallejo (Voy a hablar de la esperanza), Juan de la Cruz nos revela el gran arte poético que la humanidad ha creado, la mayor lucidez de que es capaz la especie humana en la Tierra y el universo. El pensador poético, tal como nos lo manifestó Walter Benjamin, permite mirar lejos, como un Amadeus de la lengua de La Mancha.”