domingo, 30 de septiembre de 2018

LA ÚLTIMA NOCHE QUE PASÉ CONTIGO

Pedro Conde Sturla
10 de diciembre de 2009










A Jeannette Miller no le gustan los boleros. Lo dice en el título de su libro: “A mi no me gustan los boleros” (igual, quizás, que a su promotora Ruth Herrera). El bolero le parece despreciablemente machista, machista leninista, a pesar de que en muchos boleros, más bien la mayoría, siempre hay un hombre muriéndose de amor por una mujer y a veces por “aquellos ojos verdes” de otro hombre, que es la cosa menos machista de este mundo. 

El bolero, al parecer, nunca se ha convertido en parte de su alma y lo lamento. No cree en lo que dijo más o menos Cabrera Infante: que en el bolero, en la música romántica se encuentra parte de la mejor poesía latinoamericana. Seguramente no cree que “somos en nuestra quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el otoño.” Nunca, quizás, ha sentido la caricia de la “Niebla del riachuelo”, la magia que a muchos nos invade y sobrecoge cuando escuchamos en ritmo de bolero una de las siete versiones del famoso tango:

Turbios fondeaderos donde van a recalar / barcos que en los muelles para siempre han de quedar. / Sombras que se alargan en las noches del dolor, / náufragos del mundo que han perdido la ilusión. / Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que jamás han de zarpar; / turbio cementerio de las naves que, al morir, / sueñan, sin embargo, que hacia el mar han de partir.”

Hay que suponer que Jeannette Miller no aprecia esa especie de Biblia titulada “El Bolero. Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, la misma que escribieron los evangelistas Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Delgado Malagón y José del Castillo. Jeannette Miller no se siente atraída por esa pasión, jamás se ha dejado seducir por la religión del bolero. Es irreverente y atea, bolerísticamente hablando.

En cambio la brillante narradora cubana Mayra Montero, tan femenina y feminista como Jeannette Miller y Ruth Herrera, adora devoradoramente los boleros (“los boleros de antes, que no en balde han sido los boleros de siempre”). Sus personajes los bailan y los describen, los cantan y los mastican y los disfrutan sexualmente en un libro erótico maravilloso que quizás habría querido escribir Ligia Minaya: “La última noche que pasé contigo”.

Sin remilgos puritanos, uno de sus personajes define la utilidad del género:

Boleros, sí señor, para brillar hebilla, para poder demostrarte que más no puedo amar. Boleros para cortarnos las venas y para hacernos polvo, y para todas esas cosas salvajes y calientes para las que servían los boleros.”

Con títulos de boleros y a ritmo de bolero, Mayra Montero cuenta una historia, muchas historias que ocurren durante un crucero por el Caribe. En el monólogo de Celia -otro de los personajes-, ésta define su filosofía de la vida que es la filosofía del bolero. Una filosofía que casi adquiere cuerpo doctrinal.

Mayra Montero escribe que da envidia, con un dominio admirable de la palabra, el ritmo y las agudezas verbales. Definitivamente hay mucho que aprender de ella sobre el arte del bolero y el arte de la escritura. Y además, quizás por coincidencia, el título casi perverso del capítulo en que Celia da rienda suelta a su monólogo, viene como anillo al dedo:


AMOR, QUÉ MALO ERES


       Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo.

Julieta, que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando, porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde La noche anterior -les permití bailar un par de piezas-, la había notado muy apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto, al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier Locura, que antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y arrastrar a Fernando al camarote. El me siguió a regañadientes, la música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia, como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a qué.

En el fondo, a mi también me habría gustado quedarme. A estas alturas de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos, debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza par aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la gente viene a1 mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles, en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una música, como es mi caso, que aparece, y desaparece en los momentos culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por fuera, trata de averiguar como le están viendo a uno los demás. Yo era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba, corría a mi cuarto para poner e1 disco de Gatica (Lucho siempre fue mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama. Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara, no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la traquea. De ahí en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le retrasara la muerte ... Yo ponía una mano encima de la otra y con las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena, cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me pellizcaba los labios –los de abajo-, me arañaba los muslos, gemía su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivó jamás.



pcs, jueves, 10 de diciembre de 2009







 
 
 




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