Pedro Conde Sturla
10 de diciembre de 2009
Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo.
10 de diciembre de 2009
A
Jeannette
Miller
no le gustan los boleros. Lo dice en el título de su libro: “A mi
no me gustan los boleros” (igual, quizás, que a su promotora Ruth
Herrera). El bolero le parece despreciablemente machista, machista
leninista, a pesar de que en muchos boleros, más bien la mayoría,
siempre hay un hombre muriéndose de amor por una mujer y a veces por
“aquellos ojos verdes” de otro hombre, que es la cosa menos
machista de este mundo.
El
bolero, al parecer, nunca se ha convertido en parte de su alma y lo
lamento. No cree en lo que dijo más o menos Cabrera Infante: que en
el bolero, en la música romántica se encuentra parte de la mejor
poesía latinoamericana. Seguramente no cree que “somos en nuestra
quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el
otoño.” Nunca, quizás, ha sentido la caricia de la “Niebla del
riachuelo”, la magia que a muchos nos invade y sobrecoge cuando
escuchamos en ritmo de bolero una de las siete versiones del famoso
tango:
“Turbios
fondeaderos donde van a recalar / barcos que en los muelles para
siempre han de quedar. / Sombras que se alargan en las noches del
dolor, / náufragos del mundo que han perdido la ilusión. / Puentes
y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que
jamás han de zarpar; / turbio cementerio de las naves que, al morir,
/ sueñan, sin embargo, que hacia el mar han de partir.”
Hay
que suponer que Jeannette
Miller
no aprecia esa especie de Biblia titulada “El Bolero. Visiones y
perfiles de una pasión dominicana”, la misma que escribieron los
evangelistas Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Delgado Malagón y José
del Castillo. Jeannette Miller no se siente atraída por esa pasión,
jamás se ha dejado seducir por la religión del bolero. Es
irreverente y atea, bolerísticamente hablando.
En
cambio la brillante narradora cubana Mayra Montero, tan femenina y
feminista como Jeannette Miller y Ruth Herrera, adora
devoradoramente los boleros (“los boleros de antes, que no en balde
han sido los boleros de siempre”). Sus personajes los bailan y los
describen, los cantan y los mastican y los disfrutan sexualmente en
un libro erótico maravilloso que quizás habría querido escribir
Ligia Minaya: “La última noche que pasé contigo”.
Sin
remilgos puritanos, uno de sus personajes define la utilidad del
género:
“Boleros, sí señor, para
brillar hebilla, para poder demostrarte que más no puedo amar.
Boleros para cortarnos las venas y para hacernos polvo, y para todas
esas cosas salvajes y calientes para las que servían los boleros.”
Con
títulos de boleros y a ritmo de bolero, Mayra Montero cuenta una
historia, muchas historias que ocurren durante un crucero por el
Caribe. En el monólogo de Celia -otro de los personajes-, ésta
define su filosofía de la vida que es la filosofía del bolero. Una
filosofía que casi adquiere cuerpo doctrinal.
Mayra
Montero escribe que da envidia, con un dominio admirable de la
palabra, el ritmo y las agudezas verbales. Definitivamente hay mucho
que aprender de ella sobre el arte del bolero y el arte de la
escritura. Y además, quizás por coincidencia, el título casi
perverso del capítulo en que Celia da rienda suelta a su monólogo,
viene como anillo al dedo:
AMOR, QUÉ MALO ERES
Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo.
Julieta,
que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando,
porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde La noche
anterior -les permití bailar un par de piezas-, la había notado muy
apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto,
al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta
de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier Locura, que
antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y
arrastrar a Fernando al camarote. El me siguió a regañadientes, la
música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada
que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia,
como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a
qué.
En
el fondo, a mi también me habría gustado quedarme. A estas alturas
de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que
duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos,
debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al
bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y
los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con
quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza par
aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que
viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en
Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la
gente viene a1 mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles,
en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una
música, como es mi caso, que aparece, y desaparece en los momentos
culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar
que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de
una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con
cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no
lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más
o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a
decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí
también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno
reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por
fuera, trata de averiguar como le están viendo a uno los demás. Yo
era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a
visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba,
corría a mi cuarto para poner e1 disco de Gatica (Lucho siempre fue
mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama.
Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara,
no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me
tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los
pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la traquea. De ahí
en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano
izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de
Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no
marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de
amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le
retrasara la muerte ... Yo ponía una mano encima de la otra y con
las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de
vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era
naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena,
cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me
pellizcaba los labios –los de abajo-, me arañaba los muslos, gemía
su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi
intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que
me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivó
jamás.
pcs,
jueves, 10 de diciembre de 2009
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