Pedro
Conde Sturla
6 de noviembre de 2009
Los
tres volúmenes de “Memoria del fuego”, de Eduardo Galeano, son
como un modelo para armar, unos libros para leer y releer, para abrir
y cerrar en cualquier página, una colección de fragmentos,
nostalgias y recuerdos, libros “de voces”, “vasto mosaico”.
No
son libros de cuentos ni de cuentas, pero cuentan una historia,
centenares de historias del continente americano que quieren unirse
en una sola historia de glorias y vergüenzas, agravios y dolores,
lealtades y traiciones y heroísmos sin nombre.
No
son libros de historia. El autor se basa en datos históricos pero
quita y pone datos a su antojo y se imagina las cosas poéticamente.
Es más bien una obra de género indefinido, la obra de un escritor
que quiere “contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda
América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y
entrañable”.
En
el primer volumen de la trilogía, “Memoria del fuego I. Los
nacimientos”, Eduardo Galeano recoge primero unos débiles ecos de
las “Primeras voces” del continente, la explicación mitológica
común a tantas culturas sobre la creación, el origen de mundo,
Dios, el viento, la lluvia, el fuego y el tiempo:
“El tiempo de los mayas nació
y no tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado
todavía la tierra.
Los días partieron del oriente
y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus
entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera
por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los
ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.
El quinto día decidió que
todos trabajaran.
…………….
El décimo tercer día mojó la
tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.”
La
segunda parte del libro, “Viejo Nuevo Mundo”, empieza con una
descripción alucinante del temido viaje por el mar tenebroso en
1492:
“Están los
aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la
mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y
vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan,
en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco.
Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche
sobre las carabelas. ¿Adónde los arrojará el viento? Salta a bordo
un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica
el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un
poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los
alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza
el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar? (…) ¿A que fauces
arrojaran los vientos alisios a estos hombrecitos? Ellos miran las
estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como
esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre
mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna,
tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan
y quieren rezar y balbucean: ‘Esta noche nos caemos del mundo, esta
noche nos caemos del mundo’”
El
episodio de Colón en Guanahaní arranca risas y lágrimas. El
descubridor de tierras cubiertas por millones de seres humanos
bendice su suerte:
“Cae
de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose, porque
lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada
derriba unos ramajes.
”Después,
alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los
nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de
Toledo, hombre de letra lenta, levanta el acta.
”Todo
pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las
arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos, y
estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la
culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.”
A
Colón también le pertenece todo, dispone de todo a su antojo, vidas
y haciendas. Las indígenas se comparten y reparten, se regalan
graciosamente como objetos de placer, aunque algunas salen agrias:
“Desde
el castillo de popa de una de las carabelas, Colón contempla las
blancas playas donde ha plantado, una vez más, la cruz y la horca.
Este es su segundo viaje. Cuanto durará, no sabe; pero su corazón
le dice que todo saldrá bien, ¿y como no va a creerle el Almirante?
¿Acaso él no tiene por costumbre medir la velocidad de los navíos
con la mano contra el pecho, contando los latidos?
”Bajo
la cubierta de otra carabela, en el camarote del capitán, una
muchacha muestra los dientes. Miquele de Cuneo le busca los pechos, y
ella lo araña y lo patea y aúlla. Miquele la recibió hace un rato.
Es un regalo de Colón.
”
La azota con
una soga. La golpea duro en la cabeza y en el vientre y en 1as
piernas. Los alaridos se hacen quejidos; los quejidos, gemidos. Por
fin, solo se escucha el ir y venir de las gaviotas y el crujir de la
madera que se mece. De vez en cuando una llovizna de olas entra por
el ojo de buey.
”Miquele
se echa sobre el cuerpo ensangrentado y se remueve, jadea, forcejea.
E1 aire huele a brea, a salitre, a sudor. Y entonces 1a muchacha, que
parecía desmayada o muerta, clava súbitamente 1as uñas en la
espalda de Miquele, se anuda a sus piernas y lo hace rodar en un
abrazo feroz.
”Mucho
después, cuando Miquele despierta, no sabe dónde está ni qué ha
ocurrido. Se desprende de ella, lívido, y la aparta de un empujón.
”Tambaleándose,
sube a cubierta. Aspira hondo la brisa del mar, con la boca abierta.
Y dice en voz alta como comprobando:
”-Estas
indias son todas putas.”
Cientos
de historias como estas forman parte de esa cumbre borrascosa que es
“Memoria del fuego”, una obra alucinante de la que ofrezco a
renglón seguido otros botones de muestra, pero este viaje a las
entrañas del continente americano continuará.
LEONCICO
Pujan
los músculos por romper la piel. Jamás se apagan los ojos
amarillos. Jadean. Muerden el aire a dentelladas. No hay cadena que
los aguante cuando reciben la orden de ataque. ,
Esta
noche, por orden del capitán Balboa, los perros clavarán sus
dientes en la carne desnuda de cincuenta indios de Panamá.
Destriparán y devoraran a cincuenta culpables del nefando pecado de
la sodomía, que
para ser mujeres solo les faltan tetas y parir.
El espectáculo tendrá lugar en este claro del monte, entre los
árboles que el vendaval de hace unos días arrancó de cuajo. Los
soldados disputan los mejores lugares a la luz de las antorchas. .
Vasco
Núñez de Balboa preside la ceremonia. Su perro, Leoncico, encabeza
a los vengadores de Dios. Leoncico, hijo de Becerrillo, tiene el
cuerpo cruzado de cicatrices. Es maestro en capturas y
descuartizamientos. Cobra sueldo de alférez y recibe su parte de
cada botín de oro y esclavos.
Faltan
dos días para que Balboa descubra el Océano Pacífico.
A PLENA LUZ
Echando
humo bajo su traje de hierro, atormentado por las picaduras y las
llagas, Alvar Núñez Cabeza de Vaca se baja del caballo y ve a Dios
por primera vez.
Las
mariposas gigantes aletean alrededor. Cabeza de Vaca se arrodilla
ante las cataratas del Iguazú. Los torrentes, estrepitosos,
espumosos, se vuelcan desde el cielo para lavar la sangre de todos
los caídos y redimir a todos los desiertos, raudales que desatan
vapores y arcoiris y arrancan selvas del fondo de la tierra seca:
aguas que braman, eyaculación de Dios fecundando 1a tierra, eterno
primer día de 1a Creación.
Para descubrir esta lluvia de
Dios ha caminado Cabeza de Vaca la mitad del mundo y ha navegado la
otra mitad. Para conocerla ha conocido naufragios y penares; para
verla ha nacido con ojos en la cara. Lo que le quede de vida será de
regalo.
EL
SACRILEGIO
Bartolomé
Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de
carne humana.
Seis
hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis
están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra
las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pané les había
dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había
enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternoster y a
invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la
muerte.
Nadie
les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban
que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca,
boniatos y frijoles.
El
fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia
fuerte.
CAMINOS
DE SANTO DOMINGO
La
rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha
sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego
Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda
la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los
negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y
palos y lanzas de cana que se quebraron, furiosas, inútiles, contra
las armaduras.
De
las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y
hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante,
cuelgan los pies. Por los pies, el caminante podría reconocer a los
castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre
estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies
del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que
bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.
pcs,viernes,
06 de noviembre de 2009
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