sábado, 1 de septiembre de 2018

Noche sin fondo (1-3)

Noche sin fondo

A esa hora de la noche, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, el viejo convertible conservaba intacta, en apariencia, toda su dignidad. Había algo imponente, venerable, en aquellas líneas realzadas del viejo Ford Galaxie rojo, los vivaces colores de fábrica, las impecables gomas banda blanca, el ronroneo felino del motor, la opulencia con que se desplazaba su mole silenciosa por la avenida desierta donde ya ni las almas se veían.
El Güero Padilla, al volante, manejaba con un porte que estaba a la altura de la situación. Brazo izquierdo apoyado discretamente sobre la ventanilla, la cara larga, afilada, casi tanto como la nariz, el gesto despectivo, el trago al alcance de la mano. Una especie de dandy blanco y rubio.

Gumersindo, a su lado, el imponente Gumer, sumergido en la oscuridad de su piel, mascullaba o masticaba entre dientes una especie de salmodia, el trago entre las piernas.
A espaldas de Gumer, en el asiento trasero -vaso con hielo y agua entre las manos-, Bonilla pronunciaba palabras ilegibles: Heidegger, Hegel, Kant, sein dasein. De vez en cuando decía Monterrey, Monterrey querido, hablaba solo de la debacle existencialista, del horario de los trenes, de su fascinación por los andenes, que son la imagen traslaticia y espacial de las despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos repletos de alegrías y de abrazos.
Willians, con la trompeta en el regazo, al otro lado, justo detrás del Güero, tarareaba una melodía, manicero. Willians acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. No la vayas a tocar, nos dejas sordos. La noche estaba creciendo en Monterrey querido y el frío comenzaba a apretar.
Hacía en realidad un frío de madre, de su maldita madre, y tenían la calefacción a todo dar, pero desde la última vez que bajaron la capota el convertible se había convertido en descapotado, solamente en descapotado y el maldito frío de Monterrey apretaba.
-¿Cómo pudo pasar esto? -preguntó el mecánico que intentó arreglarlo-. Parecería que alguien intentó bajar la capota con el coche a toda marcha y supongo que perdería el control, daría vueltas de trompo en la pista. El mecanismo está trabado, inservible. ¡Ay, Chihuahua!
El Güero Padilla y el imponente Gumer -dos de los cuatro dueños del vehículo- habían organizado en horas de la tarde uno de sus acostumbrados safaris urbanos, una expedición de caza o pesca que a veces daba buenos resultado y siempre causaba impresión.
Para los fines de lugar, montaban una especie de teatro. Gumersindo se vestía como un príncipe, con sus mejores galas, adoptaba un porte aristocrático y ponía cara de rico, más bien de alguien que estaba como podrido en dinero. El Güero se calaba una gorra, endosaba una especie de uniforme, simulaba ser el chofer, lo paseaba por la Plaza Zaragoza, le abría y cerraba la puerta, lo escoltaba con aire de matón como todo un guardaespaldas y cuando alguna chamaca se interesaba en el personaje decía en voz muy baja y misteriosa que era un príncipe de un país africano y prefería pasar de incógnito.
Cuando la ocasión era propicia sucedía un poco como con aquel pescador que tiró las redes y sacó tantos peces que estuvo a punto de hundir la barca. Es decir, llenaban el espacioso convertible de muchachas en flor, a veces media docena de muchachas en flor, las paseaban por la ciudad, revelaban al cabo de un tiempo su verdadera identidad, se daban a conocer como estudiantes del Tec, intercambian números de teléfonos, hablaban, reían, iban a veces a la farmacia a tomar helados y cervezas y a veces iban a bailar.
La pesca no había sido buena ese día y a eso de las ocho y media el príncipe y su chofer estaban haciendo fila en la boletería del cine teatro Florida y se juntaron con Willians y Bonilla. Era ese el lugar en que se presentaban los espectáculos que la Sociedad Artística Tecnológico ponía a disposición de sus estudiantes y personal docente. Esa noche estaba programada una función con un reducido núcleo del Ballet Bolshoi que dejó al público impresionado.
Después del maravilloso espectáculo, los del convertible y otros estudiantes se dirigieron a La Tranca. El popular cabaré -donde asistirían a otro tipo de espectáculo más o menos educativo- estaba en un segundo piso. Subieron por una angosta escalera, la única entrada y salida del local, y ocuparon varias mesas en una amplísima terraza al aire libre donde ya no cabía ni lugar a dudas.
Estaba repleta de estudiantes vociferantes en su mayoría, y el conjunto de Mike Laure tocaba una cumbia y lo que pasa es que la banda está borracha. De El lago de los cisnes en el Florida pasamos a lo que pasa es que la banda está borracha, está borracha, y a muchos parecía despertarles mayor entusiasmo que el dichoso lago de Chaikovski.
Después, en otra popular melodía, sucedió que cuando yo venía viajando, viajaba con mi morena y al llegar a la carretera se fue y me dejó llorando...Mi negra se fue llorando y a mí esa cosa me duele, se la llevó un maldito carro aquel 039... 039, 039, 039 se la llevó.
Cuando terminó la música ocurrió algo que nadie se esperaba, ocurrió lo peor de lo peor. Un cuate mal encarado se acercó a una mesa donde una bailarina hablaba con un bailarín y le pegó dos tiros.
El lío que allí se armó no es algo que pueda describirse cabalmente. Fue algo comparado a una estampida, algunos no se movieron de sus mesas, pero la mayoría de la gente gritó, saltó literalmente de sus sillas, y se dirigió en tropel hacia la angosta escalera, un callejón sin salida o con muy poca salida, donde muchos hubieran podido morir apachurrados.
En eso volvió a escucharse música, un furioso tambor que acompañaba la entrada en el escenario de seis jugosas bailarinas disfrazadas de esqueletos o calaveras que se acercaron al baleado difunto, lo cargaron en vilo y empezaron a bailar una especie de danza macabra.
A la atemorizada clientela le tomó un rato darse cuenta de que se trataba de un show de mal gusto y empezó a calmarse, pero mucha gente estaba irritada y magullada y manifestaba su descontento en voz alta con palabras generalmente alusivas a la chingada madre de los pinches organizadores de la chingada ocurrencia. Además, en el lugar casi no había vasos ni botellas que no estuvieran rotos, ni mesas ni sillas que no estuvieron patas arriba y la mayoría abandonó el lugar aprovechando el desorden para no pagar la cuenta.
Yo no estaba ahí. Esto me lo contó al otro día mi primo, el llamado Güero Culero.



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sábado, 28 de julio de 2018





Noche sin fondo (2)

28 julio, 2018







Avenida Francisco Madero, Monterrey. Fuente externa
Lo que ocurrió en La tranca esa noche me lo contaron después de muchas maneras y en la medida en que me lo contaban el relato crecía en sus dimensiones épicas y dramáticas. Una de las versiones incluía a un público despavorido que se arrojaba desesperadamente desde la terraza a la calle para escapar de una balacera interminable entre dos bandas rivales de mariachis.
A unos cuantos estudiantes les fue mal porque salieron del lugar con magulladuras y daños menores y sobre todo porque tomaron el camión, el autobús equivocado y fueron a parar a un par de cuadras del lugar en que vivían, la Colonia Roma.
En la ciudad de Monterrey de esa época, el odio o la envidia de clases se manifestaban con fuerza, sobre todo en los barrios marginales que colindaban con los residenciales. Había, en las calles de la Colonia Roma, una pared invisible que no podíamos atravesar impunemente. A nadie se le ocurría ir a comprar bebidas o cigarrillos en los estanquillos que estaban al otro lado. Un paso más allá de esa pared significaba entrar en territorio hostil, y fue allí, en territorio hostil, donde el camión dejó a los estudiantes, que vestían, por cierto, elegantemente con sacos y corbatas, cosa que representaba toda una provocación. En ese mismo lugar los recibieron, nada más bajar del camión, a pedradas, los obligaron a emprender la fuga a toda madre, a morderse la lengua en la carrera, a ensuciarse de lodo, a correr y correr hasta llegar a la Colonia Roma con un poco más de lengua que corbata y milagrosamente incólumes.
Los felices propietarios del Ford Galaxie rojo salieron, sin embargo, de La tranca sin un rasguño y al poco rato se encontraban navegando en la portentosa nave por la Calzada Madero.
El Güero Padilla, al volante, había adoptado un extraño aire de perdonavidas que no hacía juego con el porte principesco de Gumersindo. Bonilla repasaba mentalmente los principales acontecimientos de la larga noche y aludía a cada momento en voz baja al sein dasein heideggeriano, Willians se moría de ganas de tocar la trompeta, pero no se lo permitían.
Cincuenta años después, Frank Villalba recordaría que Gumersindo tenía muchas amigas y lo invitaba a pasear con cierta frecuencia en el coche, pero haciendo el papel de chofer y no de príncipe, y lo presentaba a las agraciadas diciendo que era su hermano. A veces, cuando las muchachas preguntaban por qué había entre ambos tanta diferencia de color, Gumersindo respondía que todo se debía al hecho de que Frank había nacido de día y él de noche.
Lo que no podían entender y no entendieron nunca era lo relativo a la definición del color que aparecía en sus documentos de identidad. Indio claro, indio oscuro.
Lo de oscuro se nota a leguas, decían, pero el indio no lo veían en parte. Algunas ignorantonas preguntaban incluso si acaso eran así los indios de su país, tan diferentes, por cierto, a los de México, y se alborotaban a veces con solo oírlos hablar en aquel español caribeño que irrespetaba las eses y la integridad de todas las palabras en general. El habla y el pelo crespo de los dominicanos podía hacer furor.
-Qué padre hablan -decían-. Y el pelo chino, qué padre.
Lo único que empañaba el recuerdo de aquellos momentos encantadores tenía que ver con el desaire, la puñalada trapera que les había infligido el perverso Cartagena. Cartagena era un tipo ocurrente, que andaba solo por lo general o en compañía de Barón, y Barón solía ser un tipo suave como agua mansa (de la que uno pide que lo libre Dios), aunque no menos ocurrente. Pero las ocurrencias de Cartagena no eran siempre graciosas y podían ser pesadas. Un día Frank y Gumersindo lo vieron pasar con aire distraído por la plaza de La Purísima, cerca del lugar en que se encontraban, compartiendo alegremente con un manojo de chamacas a bordo del Ford Galaxie rojo.
Gumersindo lo llamó con su habitual camaradería y le dijo Cartagena, ven a conocer estas flores. Cartagena no se dignó mirar. Paró la nariz y dijo, casi al descuido, gracias no, están casi todas marchitas.
Bonilla y Villalba conservaron también la amistad a través de un chingón de años y un día, mucho tiempo después de la dorada epopeya estudiantil, el primero recibió una carta del segundo que parecía jubilosa. Villalba le anunciaba, desde Baja California (casi desde otro planeta, muy parecido a Marte), que iba en pos de su segundo millón de dólares. Bonilla le respondió para felicitarlo y Villalba le dijo que no, que no era el caso, que no lo felicitara, que si iba en busca de su segundo millón de dólares era porque se había pasado la vida buscando el primero y no lo hallaba en parte.
Ahora, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, y a bordo del sigiloso Ford Galaxie rojo, lo que ocupaba la atención de los pensamientos de Bonilla no era Villalba sino Dinapoles, que se enfrentaba a una difícil encrucijada, la circunstancia más dramática de su vida.
Dinapoles era un genio, un matemático puro, un filósofo puro, y era, como todo genio, incomprendido.
Después de tantos años de esfuerzos y desvelos, después de tanto empeño en el estudio, estaba a punto de graduarse y no graduarse.
Acababa de presentar una enjundiosa y muy celebrada tesis, “Filosofía de las matemáticas”, pero no aparecía entre los profesores del Tecnológico un matemático que entendiera tanta filosofía ni un filosofo que entendiera las matemáticas.



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https://acento.com.do/2018/opinion/8602174-noche-sin-fondo-3/

Willians cerró los ojos para recordar y recordaba bien. En el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, justo detrás del Güero Padilla, el aire gélido de la noche de Monterrey lo mantenía despabilado.


Willians Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra, con una inteligencia despejada que no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen. 
En Monterrey, Willians se ambientó en todos los ambientes que había conocido, como pez en el agua, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otras géneros musicales menos gastronómicos.
En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.
Casi todos, sin contar a Willians, se vieron en serios aprietos económicos. Willians se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de “El manicero” (o manisero). 
Durante ese periodo especial tuvo lugar una famosa apuesta en la que, según se dice, participó de alguna manera Willians. Otros señalan a dos de los estudiantes que vivían en Los grises, un conjunto de apartamentos en la cercanía del Tecnológico. También se atribuye la ocurrencia a dos habitantes de La silla, otro conjunto de apartamentos para estudiantes, pero el hecho es que ahora ninguno de los responsables reconoce la paternidad del suceso. 
Nadie, en principio, tomó en serio la apuesta, de la cual se habló con varios días de antelación, pero era ya un principio de apuesta. Se apostó a que lo harían y lo hicieron. Una noche de diciembre de 1965, durante las fiestas del Señor que es hijo del Señor, se llevó casi felizmente a cabo.
Encuerados, calatos, en pelotas, desnudos como peces (a excepción de las gorras que cubrían sus cabezas) y con suficiente alcohol en la sangre, dos estudiantes anónimos  salieron trotando de su apartamento a la calle, al frío punzante -un suavísimo trote-, y emprendieron la vuelta a la manzana dejando atrás las miradas relativamente incrédulas de sus compañeros y cómplices. 
Al amparo de la noche, la sombra o la penumbra, en el ambiente casi bucólico del área y en la atmósfera de recogimiento de esos días, habrían debido pasar y pasaron desapercibidos durante la mayor parte del trayecto, pero en la penúltima etapa encontraron una inmensa familia que entre libaciones y fuegos artificiales celebraba en la galería el nacimiento del niño Dios.
Los trotadores no se inmutaron. Al pasar frente a la galería saludaron cortésmente, amablemente, quitándose las gorras y en ese mismo instante se armó la pelotera, el griterío de las mujeres escandalizadas y el júbilo de la chiquillada, las posibles llamadas a la policía.
Un corto trecho más adelante, al doblar la última esquina terminaba el trayecto e ingresaron de nuevo al apartamento, a la tibieza del nido, entre aplausos y risas, y vasos de tequila y de ron y de cerveza. 
En otra memorable ocasión, después que se regularizó la  llegada de los cheques y las aguas volvieron a su nivel, Barón contrató los servicios gratuitos de Willians y sus músicos para darle una serenata a una chamaca de la cual cierto amigo creía estar perdidamente enamorado o por lo menos infatuado.
Parece que fue ayer, diría Barón alguna vez, recordando el episodio.
En lontananza, parece que fue ayer. El valle de la primera canción que iban a cantar estaba plateado de luna y la serenata estaba a punto de empezar, pero no tan románticamente como se había planificado, sino a perdigonazos. Los serenateros tenían un buen tiempo ensayando poemas y canciones y ensayando tragos para darse calor y se saltaron una verja del jardín para acercarse a la ventana de la gentil doncella que dormía plácidamente. Y se acercaron tanto que cuando la voz aguardentosa y rompiente del enamorado, cuando aquel vozarrón trasnochado se hizo sentir como un trueno en la profundidad del silencio para dedicar la serenata y un poema, la  desgraciada agraciada pegó el grito al cielo y se metió despavorida bajo la cama clamando ayuda. Y en su ayuda acudió la voz del padre, apagada y legañosa, pero audible, rapidito mi vieja la escopeta, que hay ladrones, mi vieja, rapidito.
Tratando de remediar lo irremediable, igual de rapidito y un poco cagandito los músicos se hicieron señas para iniciar la velada y aclarar el equívoco, pero el tiempo apremiaba y por un momento temieron lo peor y se dieron a la fuga. Aquel valle plateado de luna y aquel sendero de mis amores que apenas iban a comenzar a cantar, hubieran podido teñirse de otro color. Pero la sangre no llegó al río. Apenas por un pelito el valle plateado de luna no se plateó de rojo. En cambio el  sendero de mis amores quedó intransitable por varios días.
Willians sonreía... Desde el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría, Willians sonreía al recordar que en ese episodio había participado un estudiante de ingeniería eléctrica a quien llamaban cariñosamente el Trípode.
Al Trípode le decían así por cierta mayúsculación sexual, una tercera pierna o pata que portaba con tanto orgullo como el apodo.
De acuerdo a fuentes no confirmadas, pero tampoco desmentidas, el Trípode entró en una ocasión a un sanitario del Tecnológico y se paró frente a un mingitorio a mingir, cerca de un profesor conocido por sus ocurrencias y buen humor. El profe, al parecer, echó una mirada involuntaria, indiscreta, al equipo colgante del Trípode y se sobresaltó, se espantó teatralmente, se echó hacia atrás como si temiera que pudieran morderlo.
¡Válgame Dios!, exclamó bruscamente con los ojos brotados, desorbitados, ¿usted trajo ese animal a orinar o a beber agua?



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