(1)
Pedro Conde Sturla.
Pocas veces un libro me ha
sorprendido tan agradablemente como “La loca de la casa”, de Rosa Montero. El
título remite a un pensamiento de Santa Teresa de Jesús: “La imaginación es la
loca de la casa.” Y es un libro loquísimo, dementísimo y sobre todo agudísimo, divertidísimo,
una especie de caja china dentro de la cual siempre hay otra y luego otra y
otra. Se supone que es una novela, pero en realidad es un poco de todo, un
colage, un libro de introspección, fantasía, psicología, y reflexiones sobre el
fenómeno literario, los críticos, los escritores y la trampa de la fama, la
trampa del éxito, la trampa de la vanidad.
Hay variaciones sobre este tema
en la novela de Rosa Montero, pero las páginas que dedica a Truman Capote me
cortan el aliento cada vez que las releo por la lucidez de sus juicios y la
capacidad de penetración, la manera de enfocar un tema que tiene mucho que ver
con el poder de los medios de comunicación y los persuasores ocultos, los
publicistas, los creadores de imágenes mediáticas “todas ellas falsas y
alienantes” que descosen “las costuras” de la identidad del escritor, del
artista.
Rosa Montero construye y desconstruye
con vehemencia analítica la figura, la trágica figura de un genio atormentado
de la literatura, del controversial, infeliz, travieso y a veces perverso Truman
Capote, los rasgos esenciales de su vida, pasión y muerte, el ascenso a la fama
y el descenso a la esterilidad, a la mitomanía, a la perdición por el alcohol y
las drogas.
En las manos de Rosa Montero se
modela esa personalidad inquietante, la de Capote, para quien la literatura era
una prolongación y realización de la vida, tal y como demuestra su dedicación y
entrega absoluta a la escritura poéticamente morbosa del libro que lo
consagró y lo consumió “a sangre fría”:
LA LOCA DE LA CASA
Rosa Montero
Que el fracaso enferma, que el
fracaso mata, es algo que nos resulta fácil de entender; pero el caso es que el
éxito también puede acabar contigo, como acabó con Truman Capote. He aquí un
perfecto ejemplo de un escritor enorme que, descerebrado por el éxito, termina
escribiendo cosas horribles. Capote poseía un talento descomunal; sus cuentos
me enloquecen, su “Desayuno en Tiffany’s” me parece perfecto, su “A sangre fría”
es un disparo en el corazón. ¿Cómo pudo un autor tan potente deteriorarse tanto
como para escribir los muy mediocres textos de “Plegarias atendidas”, su último
e inacabado libro? Probablemente porque se traicionó a sí mismo; y porque se
angustió.
El éxito angustia, porque no es
un objeto que uno pueda poseer ni encerrar en una caja de caudales. De hecho,
el éxito es un atributo de la mirada de los demás, quienes, de pronto, y de
manera en realidad bastante arbitraria, deciden contemplarte con placidez y
agrado, otorgándote el incierto regalo de creerte exitoso. Una vez situados
bajo ese haz de luz procedente de la mirada de los otros, los humanos solemos
desear que el foco no se apague, y eso nos coloca en una situación de debilidad
y dependencia, porque no sabemos muy bien qué es lo que tenemos que hacer para
que el reflector siga luciendo. Estas tribulaciones, que me parecen generales
en cualquier tipo de éxito, creo que son aún peores en el caso de los escritores,
primero porque ya hemos dicho que somos unos pobres tipos especialmente
necesitados de la mirada ajena, y en segundo lugar porque, cuando empezamos a
escribir para intentar complacer a esa mirada, en vez de seguir los dictados
del daimon, como decía Kipling, entonces todo nuestro posible talento, pequeño
o mediano, se hace fosfatina, y lo que escribimos se convierte en basura.
Y una última reflexión sobre por
qué triunfar puede destrozar de manera superlativa a los novelistas; porque el éxito,
en la sociedad mediática de hoy, ya no esta relacionado con la gloria, sino con
la fama; y la fama es la versión mas barata, inestable y artificial del
triunfo. La fama, “esa suma de malentendidos que se concentran alrededor de un
hombre”, como decía Rilke, es un vertiginoso juego de espejos deformantes que
te devuelven millones de imágenes de ti, imágenes todas ellas falsas y
alienantes, y esa multiplicación de yoes mentirosos puede resultar especialmente
dañina para alguien que, como ya hemos dicho que le ocurre al novelista, es un
ser que tiene las costuras de su identidad un poco rotas y que tiende a
sentirse disociado.
Eso fue lo que le sucedió a
Capote. Que se descosió.
Truman deseó demasiado el éxito.
Desde pequeñito anheló con desesperación ser rico y famoso, y estuvo dispuesto
a vender su alma para conseguirlo. Y, de hecho, la vendió. Ya era muy conocido
(triunfó como escritor siendo muy joven) cuando emprendió la que sería su opera
magna, el reportaje novelado “A sangre fría”, una magistral reconstrucción del
absurdo asesinato de una familia de granjeros, el padre, la madre y los dos
hijos adolescentes, a manos de dos veinteañeros medio tarados de vida tan
triste y tan precaria que ni siquiera habían llegado a desarrollar de modo
suficiente su conciencia del mal. Capote investigó el caso durante tres años;
conoció a los asesinos, que estaban en la cárcel condenados a muerte, e intimó
con ellos. Escribió la obra casi en su totalidad, y luego esperó durante otro
par de años a que ejecutaran a los criminales para poner el capítulo final y
publicar el libro. Durante todo ese tiempo, Capote se veía y se escribía con
los condenados, que le mandaban cartas angustiadas pidiéndole que intercediera
por ellos ante las autoridades, que pidiera el indulto, que les ayudara a
salvar el cuello. Él les contestaba con buenas palabras y aseguraba que había
llegado a tomarles cierto cariño, pero en el fondo mas oscuro de sí mismo
estaba deseando que los jueces rechazaran todos sus recursos y que les mataran
de una vez, para poder sacar el libro y disfrutar de la gloria, porque él sabía
que era lo mejor que había hecho. Capote escribió a su amiga Mary Louise: “Como
puede que hayas oído, el Tribunal Supremo ha rechazado las apelaciones (por
tercera puñetera vez), así que puede que pronto suceda algo en un sentido u
otro. Me he 1levado ya tantas decepciones que casi no me atrevo a confiar. Pero
¡deséame suerte!”. Truman no hizo nada por Dick y Perry, y lo cierto es que se horrorizó
pero también se regocijó cuando al fin les colgaron; y no creo que esa miseria
moral se pueda alcanzar impunemente.
Ésta debió de ser, por lo tanto,
una de las causas de la caída de Capote: sacrificó la vida de dos hombres al
idolillo bárbaro de su propia fama, y eso tiene que dejarte el ánimo revuelto.
Por Cierto que nunca he entendido muy bien por que se metió en ese basurero
emocional y por que esperó hasta el cumplimiento de las penas capitales para
publicar el libro, porque “A sangre fría” no necesitaba terminar con la ejecución
para ser una obra redonda; de hecho, lo que Truman escribió tras el
fallecimiento de los asesinos es con diferencia lo peor del relato, que podría
haber acabado (y habría quedado mejor) con Dick y Perry en el corredor de la
muerte. Pero, probablemente, le perdió de nuevo la ambición, es decir, un exceso
de ambición: Capote quiso hacer El Mejor Libro Del Mundo, y se le debió de
meter en la cabeza que, para ser perfecto, tenía que terminar con la agonía de
los asesinos, de la misma manera que había empezado con la agonía de los granjeros.
Pero se equivocó. Se equivocó éticamente y, lo que era para él aún peor,
también literariamente.
pcs, viernes, 07 de noviembre de
2008
(2)
Pedro Conde Sturla
En su lúcido análisis sobre el
descenso, o más bien la aparatosa caída de Truman Capote desde las altas cimas
de la celebridad, Rosa Montero explora el fenómeno de la fama y sus efectos en
la carrera de un escritor. Esto, para Capote, fue fatal. De hecho Truman Capote
inició el descenso casi en el mismo momento en que llegaba a la cúspide, y él
mismo tuvo conciencia de que todo se debía al hecho de haber alcanzado “la fama
demasiado joven”, de haberse convertido precisamente en una “celebridad” que no
es más que una especie de tortuga “boca arriba”, un juguete de los medios de
comunicación y de los admiradores, un juguete que puede pasar de moda, del que
puede prescindirse a voluntad.
La vanidad juega, desde luego, un
papel de primer orden en la desconstrucción del personaje célebre. Una
celebridad es al fin y al cabo alguien que sucumbe, “que se mete “en el pozo
sin fondo de la vanidad que nunca se sacia.” Para Rosa Montero, “La vanidad del
escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad”, una
falsa imagen proyectada sobre una imaginaria pantalla. En la hoguera de la
vanidad –parece decirnos Rosa Montero a continuación- el fuego siempre es fatuo
y no calienta:
LA LOCA DE LA CASA
Rosa Montero
Desde el primer momento de su
publicación, “A sangre fría” fue un éxito tremendo. Capote estaba en lo mejor
de la vida, había escrito un libro maravilloso, la gente se lo quitaba de las
manos, el dinero le entraba a espuertas, se había convertido en ese chico riquísimo
y famosísimo que siempre quiso ser. ¿Y qué le sucedió entonces? Pues que se fue
a pique con todas las banderas desplegadas. Vivió diecinueve años más tras la
aparición de “A sangre fría”, pero durante ese tiempo sólo publicó el puñadito
de cuentos de “Música para camaleones”. A todo el mundo le decía que estaba
trabajando en una novela monumental titulada “Plegarias atendidas”, la novela
perfecta que le convertiría en el nuevo Proust, pero a su muerte sólo se
encontraron tres capítulos y desde luego no eran dignos ni de Proust ni del
propio Capote. En esos años finales de bloqueo y angustia, Truman se convirtió
en un alcohólico y se tragó todas las pastillas del mundo. Estaba drogado, embrutecido,
enloquecido, desesperado. Murió a los cincuenta y nueve años, tan deteriorado
como un octogenario mal cuidado. Poco antes del final, declaró: “Miles de veces
me he preguntado, ¿por qué me ha pasado esto? ¿Que es lo que he hecho mal? Y
creo que alcancé la fama demasiado joven, Apreté demasiado, demasiado pronto.
Me gustaría que alguien escribiera lo que de verdad significa ser una
celebridad (...) para lo único que sirve es para que te acepten un cheque en un
pueblo. Los famosos se convierten a veces en tortugas vueltas boca arriba. Todo
el mundo achucha a la tortuga: los medios de comunicación, pretendidos amantes,
todo el mundo, y ella no puede defenderse. Le cuesta un enorme esfuerzo darle
la vuelta a su ser” (todo esto lo recoge Gerard Clarke en su estupenda biografía
sobre Capote).
Y sí, seguro que la fama tuvo su parte de culpa en
el destrozo, así como en el supremo egocentrismo con que despachó a Dick y
Perry. Pero además hubo un tercer motivo por el que Truman se rompió, y es que,
tras el enorme éxito de público y de ventas de “A sangre fría”, los críticos,
esas raras criaturas a menudo tan envidiosas, tan equivocadas y tan esnobs,
decidieron que algo que triunfaba tanto no podía ser bueno ni digno de sus
gustos exquisitos, y por consiguiente no le dieron a Capote ni el National Book
Award ni el Pulitzer, los dos premios mas prestigiosos del año. De hecho, luego
se supo que uno de los jurados del National, Said Maloff, critico de Newsweek y
una de esas boas constrictor a las que se refería Walser, convenció a los demás
jurados de que el galardón debía ir a un libro menos “comercial” que “A sangre
fría”. Sin embargo, un par de años más tarde no tuvieron ningún problema en
otorgar ambos premios a Norman Mailer por “Los ejércitos de la noche”, un libro
mediocre que imita de algún modo el tratamiento realista de “A sangre fría”.
No cabe duda de que el trato que
Capote recibió por parte de la crítica oficial fue estúpido e injusto, pero,
por otra parte, Truman dejó que ese suceso miserable le afectara demasiado.
Esto es, se metió en ese pozo sin fondo de la vanidad que nunca se sacia, del
requerimiento interminable, y no le fue suficiente el éxito monumental que había
logrado su libro. Capote quería más. Lo quería todo. Y querer todo es lo mismo
que no querer nada; es algo tan grande que no puede abarcarse. “Cuando vi que
no me daban aquellos premios, me dije: voy a escribir un libro que os va a
dejar a todos avergonzados de vosotros mismos. Vais a ver lo que un escritor
verdaderamente, verdaderamente dotado, puede hacer si se lo propone”, explicó
años después Capote. Y ahí está definido todo su infierno. La vanidad del escritor
no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete
en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al centro de la Tierra. Si caes en el
pozo, da igual que dos millones de lectores te digan que les ha encantado tu
novela: basta con que un crítico cretino de la Hoja Parroquial de
Valdebollullo escriba que tu libro es horroroso para que te sientas angustiadísimo.
Yo no se de dónde sale esa fragilidad idiota, esa necesidad constante de una
mirada que te acepte, pero es semejante a la ceguera del enamorado que se
siente solo, desgraciado y poco querido cuando el objeto de su amor no le hace
caso, aunque tenga a su alrededor otras veinte mujeres que estén rendidamente
enamoradas de él: pero a esas ni las tiene en consideración, esas no cuentan. Sea
como fuere, Capote, para conseguir el amor imposible de la crítica esquiva,
decidió hacer un libro maravilloso que les dejara pasmados, con lo cual se
equivocó doblemente: primero, porque puso el listón tan alto que todo lo que
escribiera tendría que parecerle insuficiente; y segundo, porque intentó
escribir lo que suponía que los críticos querían leer, en vez de fiarse de su
daimon. Y ya sabemos que es la mejor manera de perderse.
Pero el éxito y el fracaso no son
las únicas causas que acaban o silencian o entontecen a un narrador. E1 poder,
lo hemos visto antes, también corrompe fácilmente a los escritores. Tengo 1a sensación
de que uno no puede escribir bien si convierte su vida en una mentira; hay autores
que en su existencia han sido unos verdaderos miserables y que sin embargo han
producido obras maravillosas, pero probab1emente no se mentían a si mismos: debían
de ser malvados, pero consecuentes; o sea, es posible que 1a mentira sea el
verdadero antídoto de 1a creación. Aunque a lo mejor es al revés: a 1o mejor lo
que sucede es que tu vida se va al garete porque conviertes tu obra en una mentira.
24/10/08
2 comentarios:
No deja de maravillarme el estilo impecable, limpio que brota de la pluma de mi viejo maestro Pedro Conde Sturla. Cada frase suya parece el tallado de un escultor sobre la piedra, para entregarnos un trabajo de indudable valor.
Excelente exposición sobre Capote que me ha dado a conocer aspectos claves del escritor ¿monoescritor? que no conocía, Gracias Pedro por tan buen trabajo
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