Pedro Conde Sturla
1 de mayo de 2009
1 de mayo de 2009
Hoy me he propuesto escribir
sobre un tema oscuramente oportunista, lúgubre y actual, el tema de las plagas,
la peste, las epidemias que han azotado a la humanidad y las huellas que han
dejado en la literatura y la crónica.
Curiosamente, de acuerdo a lo que
explica Juan
Miguel Zunzunegui en su artículo “Las grandes epidemias del siglo XX”, éstas no
son cosas del pasado como creemos todos los ignorantes en la materia. Las
enfermedades contagiosas como el paludismo, para el cual existe cura, matan
millones de personas al año, pero esas personas pertenecen al tercer mundo y
sólo cuentan como estadística y sus muertes no son motivo de alarma, a
diferencia de las víctimas de la fiebre porcina. Cuando la amenaza se cierne
sobre el mundo desarrollado la noticia ocupa todos los titulares. En cambio, la
pandemia del hambre, que es la peor de todas, pasa prácticamente desapercibida.
“A lo largo de la
historia –escribe Zunzunegui en el artículo de su muy interesente página Web– han
existido miles de ejemplos de epidemias desastrosas, pero quizás las que han
cobrado mayor cantidad de vidas se han presentado con mayor frecuencia durante
el presente siglo y han sido: el paludismo, viruela, cólera, tifus, fiebre
tifoidea, peste bubónica, fiebre amarilla, ébola y más recientemente el SIDA.
”No obstante la
enfermedad que más víctimas ha causado en la historia de la humanidad es la
malaria o paludismo, le sigue la peste, el tifo y la gripe.
”La malaria o
paludismo es una de las enfermedades que más estragos sociales y vidas ha
cobrado a lo largo del siglo XX. Es producida por la proliferación en la sangre
humana de un parásito que penetra en los glóbulos rojos para destruirlos
totalmente. Es una enfermedad que afecta a países de clima templado y cálido,
así como a las zonas pantanosas, ya que el paludismo no se contagia, se propaga
por la picadura de un mosquito llamado Anópheles o por la entrada de sangre
infectada al ser humano a través de algún tratamiento médico. Los síntomas más
frecuentes son: escalofrío violento, fiebre altísima y sudoración profunda, así
como aumento del volumen del bazo, anemia progresiva y deterioro físico que, de
no existir tratamiento adecuado, lleva incluso a la muerte. Se identifica
rápidamente mediante un análisis de sangre.
”Cada año cobra la
vida de un millón de niños, lo cual corresponde al 7% de las causas de
mortalidad en el mundo, y cuatro millones de adultos aproximadamente.
“Las enfermedades
infecciosas en el mundo desarrollado son responsables del 5% de las muertes, en
el Tercer Mundo en cambio constituyen el 45% de las defunciones totales.”
Particularmente
ingrata en la memoria histórica fue la pandemia de peste bubónica o muerte
negra, que redujo drásticamente la población de Europa Occidental en pocos
meses.
La peste o muerte negra –dice Zunzunegui- “antiguamente
producía epidemias de consecuencias catastróficas, sin embargo, hoy en día está
casi erradicada. Por primera vez apareció en China y se esparció por Europa en
el siglo XIV, su propagación logró todo
un desequilibrio político, social y económico, y no sólo eso, sino que también
surgieron ritos macabros como la llamada danza de la muerte y en Jaffa se
establecieron cimientos de una guerra bacteriológica al lanzar cadáveres dentro
de lugares amurallados por cristianos que fueron obligados a huir.
”Durante el
Renacimiento y la Edad
Moderna , Europa soportó otras epidemias de peste, la última
que se recuerda fue en Barcelona a fines del siglo pasado, pero ninguna tuvo
tanta trascendencia social como aquella que marcó una profunda huella en la
historia. La peste es transmitida al hombre a través de las pulgas, ratas y
ratones”
Pienso ahora en Albert Camus y su
célebre novela “La peste”, que es más que nada una alegoría sobre la condición
humana, pero también en Giovanni Boccaccio. En el grupo de tres amigos y siete amigas
que se refugian en una quinta palaciega para escapar del flagelo de la peste que
diezmaba a Florencia. Allí, en la acogedora casa de recreo en el campo
empezaron a contar cuentos, uno cada uno, diez cada día durante diez días hasta
llegar al número mágico de cien (en realidad ciento uno). Son los cuentos de
“El Decamerón” (literalmente “Diez días”), del más vivo, palpitante y glorioso
texto narrativo de la literatura italiana.
Pienso en García Márquez, desde
luego, en “El amor en los tiempos del cólera”, del cual escribiré en otra
ocasión. Y pienso, sobre todo, para finalizar, en el aterrador testimonio que
nos ofrece Rosa Montero en “La loca de la casa”:
“Voy a contar otra historia de
supervivencia y de palabras, aunque muy distinta. Para ello tenemos que
trasladarnos a los helados confines de la Gran Peste de 1348, la mayor pandemia que jamás
ha existido. EI mal comenzó en Asia, de donde no se tienen datos fiables,
aunque sin duda causó una carnicería horrible. De allí pasó a Europa, y se
calcula que, en menos de un año, murieron entre uno y dos tercios de la población.
En la España
de hoy, por ejemplo, esto hubiera supuesto entre trece y veintiséis millones de
victimas en menos de doce meses. París perdió a la mitad de sus ciudadanos,
Venecia dos tercios, Florencia las cuatro quinta partes… Los vivos no daban abasto
para enterrar a los muertos. Los padres abandonaban a sus hijos agonizantes por
miedo a contagiarse, los hijos abandonaban a sus padres, cundió la miseria
moral. Era un mundo lleno de cadáveres en descomposición, de moribundos dando
alaridos. Porque morían de peste bubónica, una enfermedad atroz, deformante,
muy dolorosa, que te pudría en vida y te hacía sudar sangre.
”Muchos pueblos desaparecieron
para siempre, los campos cultivados fueron engullidos por la maleza, los rebaños
murieron de abandono, los caminos se llenaron de asesinos y bandoleros, hubo
hambrunas y caos. Y sobre todo hubo una indecible tristeza, el duelo descomunal
por lo perdido. Agniola di Tura, un cronista de Siena, ciudad en la que
falleció más de la mitad de la población, escribió: «Enterré con mis propias
manos a cinco hijos en una sola tumba... No hubo campanas. Ni lágrimas. Esto es
el fin del mundo». En aquel tiempo crepuscular y aterrador vivió también John
Clyn, un fraile menor que residía en Kilkenny, Irlanda. Clyn vio morir uno tras
otro, entre crueles sufrimientos, a todos sus hermanos de congregación. Entonces,
en su soledad de momentáneo superviviente, describió con meticulosidad todo lo
sucedido, «para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de 1os
que vendrán tras nosotros». Y al final de su trabajo dejó espacio en blanco y
anadió: «Dejo pergamino con el fin de que esta obra se continué, si por ventura
alguien sobrevive y alguno de la estirpe de Adán burla la pestilencia y prosigue
la tarea que he iniciado». Clyn también cayó abatido por la enfermedad, como
una mano anónima se encargó de anotar en los márgenes del manuscrito; pero la estirpe
de Adán sobrevivió y hoy conocemos lo que fue la Gran Peste , entre otras
cosas, gracias al minucioso trabajo de John Clyn. Eso es la escritura: el
esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de
unirnos con 1os demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al
dolor, al caos y a la muerte. En 1o más profundo de las tinieblas, Clyn mantuvo
una pequeña chispa de esperanza y por eso se puso a escribir. Nada se pudo
hacer para detener la peste; sin embargo, a su humilde manera, ese fraile irlandés
consiguió vencerla con sus palabras.” (Rosa Montero, La loca de la casa).
pcs,viernes, 01 de mayo
de 2009
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