lunes, 12 de febrero de 2018

LA PESTE


         Pedro Conde Sturla
          1 de mayo de 2009


Hoy me he propuesto escribir sobre un tema oscuramente oportunista, lúgubre y actual, el tema de las plagas, la peste, las epidemias que han azotado a la humanidad y las huellas que han dejado en la literatura y la crónica.
 Curiosamente, de acuerdo a lo que explica Juan Miguel Zunzunegui en su artículo “Las grandes epidemias del siglo XX”, éstas no son cosas del pasado como creemos todos los ignorantes en la materia. Las enfermedades contagiosas como el paludismo, para el cual existe cura, matan millones de personas al año, pero esas personas pertenecen al tercer mundo y sólo cuentan como estadística y sus muertes no son motivo de alarma, a diferencia de las víctimas de la fiebre porcina. Cuando la amenaza se cierne sobre el mundo desarrollado la noticia ocupa todos los titulares. En cambio, la pandemia del hambre, que es la peor de todas, pasa prácticamente desapercibida.
“A lo largo de la historia –escribe Zunzunegui en el artículo de su muy interesente página Web– han existido miles de ejemplos de epidemias desastrosas, pero quizás las que han cobrado mayor cantidad de vidas se han presentado con mayor frecuencia durante el presente siglo y han sido: el paludismo, viruela, cólera, tifus, fiebre tifoidea, peste bubónica, fiebre amarilla, ébola y más recientemente el SIDA.
”No obstante la enfermedad que más víctimas ha causado en la historia de la humanidad es la malaria o paludismo, le sigue la peste, el tifo y la gripe.  
”La malaria o paludismo es una de las enfermedades que más estragos sociales y vidas ha cobrado a lo largo del siglo XX. Es producida por la proliferación en la sangre humana de un parásito que penetra en los glóbulos rojos para destruirlos totalmente. Es una enfermedad que afecta a países de clima templado y cálido, así como a las zonas pantanosas, ya que el paludismo no se contagia, se propaga por la picadura de un mosquito llamado Anópheles o por la entrada de sangre infectada al ser humano a través de algún tratamiento médico. Los síntomas más frecuentes son: escalofrío violento, fiebre altísima y sudoración profunda, así como aumento del volumen del bazo, anemia progresiva y deterioro físico que, de no existir tratamiento adecuado, lleva incluso a la muerte. Se identifica rápidamente mediante un análisis de sangre.
”Cada año cobra la vida de un millón de niños, lo cual corresponde al 7% de las causas de mortalidad en el mundo, y cuatro millones de adultos aproximadamente.
“Las enfermedades infecciosas en el mundo desarrollado son responsables del 5% de las muertes, en el Tercer Mundo en cambio constituyen el 45% de las defunciones totales.”
Particularmente ingrata en la memoria histórica fue la pandemia de peste bubónica o muerte negra, que redujo drásticamente la población de Europa Occidental en pocos meses.
 La peste o muerte negra –dice Zunzunegui- “antiguamente producía epidemias de consecuencias catastróficas, sin embargo, hoy en día está casi erradicada. Por primera vez apareció en China y se esparció por Europa en el siglo XIV,  su propagación logró todo un desequilibrio político, social y económico, y no sólo eso, sino que también surgieron ritos macabros como la llamada danza de la muerte y en Jaffa se establecieron cimientos de una guerra bacteriológica al lanzar cadáveres dentro de lugares amurallados por cristianos que fueron obligados a huir.
”Durante el Renacimiento y la Edad Moderna, Europa soportó otras epidemias de peste, la última que se recuerda fue en Barcelona a fines del siglo pasado, pero ninguna tuvo tanta trascendencia social como aquella que marcó una profunda huella en la historia. La peste es transmitida al hombre a través de las pulgas, ratas y ratones”
Pienso ahora en Albert Camus y su célebre novela “La peste”, que es más que nada una alegoría sobre la condición humana, pero también en Giovanni Boccaccio. En el grupo de tres amigos y siete amigas que se refugian en una quinta palaciega para escapar del flagelo de la peste que diezmaba a Florencia. Allí, en la acogedora casa de recreo en el campo empezaron a contar cuentos, uno cada uno, diez cada día durante diez días hasta llegar al número mágico de cien (en realidad ciento uno). Son los cuentos de “El Decamerón” (literalmente “Diez días”), del más vivo, palpitante y glorioso texto narrativo de la literatura italiana.
Pienso en García Márquez, desde luego, en “El amor en los tiempos del cólera”, del cual escribiré en otra ocasión. Y pienso, sobre todo, para finalizar, en el aterrador testimonio que nos ofrece Rosa Montero en “La loca de la casa”:
“Voy a contar otra historia de supervivencia y de palabras, aunque muy distinta. Para ello tenemos que trasladarnos a los helados confines de la Gran Peste de 1348, la mayor pandemia que jamás ha existido. EI mal comenzó en Asia, de donde no se tienen datos fiables, aunque sin duda causó una carnicería horrible. De allí pasó a Europa, y se calcula que, en menos de un año, murieron entre uno y dos tercios de la población. En la España de hoy, por ejemplo, esto hubiera supuesto entre trece y veintiséis millones de victimas en menos de doce meses. París perdió a la mitad de sus ciudadanos, Venecia dos tercios, Florencia las cuatro quinta partes… Los vivos no daban abasto para enterrar a los muertos. Los padres abandonaban a sus hijos agonizantes por miedo a contagiarse, los hijos abandonaban a sus padres, cundió la miseria moral. Era un mundo lleno de cadáveres en descomposición, de moribundos dando alaridos. Porque morían de peste bubónica, una enfermedad atroz, deformante, muy dolorosa, que te pudría en vida y te hacía sudar sangre.
”Muchos pueblos desaparecieron para siempre, los campos cultivados fueron engullidos por la maleza, los rebaños murieron de abandono, los caminos se llenaron de asesinos y bandoleros, hubo hambrunas y caos. Y sobre todo hubo una indecible tristeza, el duelo descomunal por lo perdido. Agniola di Tura, un cronista de Siena, ciudad en la que falleció más de la mitad de la población, escribió: «Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba... No hubo campanas. Ni lágrimas. Esto es el fin del mundo». En aquel tiempo crepuscular y aterrador vivió también John Clyn, un fraile menor que residía en Kilkenny, Irlanda. Clyn vio morir uno tras otro, entre crueles sufrimientos, a todos sus hermanos de congregación. Entonces, en su soledad de momentáneo superviviente, describió con meticulosidad todo lo sucedido, «para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de 1os que vendrán tras nosotros». Y al final de su trabajo dejó espacio en blanco y anadió: «Dejo pergamino con el fin de que esta obra se continué, si por ventura alguien sobrevive y alguno de la estirpe de Adán burla la pestilencia y prosigue la tarea que he iniciado». Clyn también cayó abatido por la enfermedad, como una mano anónima se encargó de anotar en los márgenes del manuscrito; pero la estirpe de Adán sobrevivió y hoy conocemos lo que fue la Gran Peste, entre otras cosas, gracias al minucioso trabajo de John Clyn. Eso es la escritura: el esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de unirnos con 1os demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al dolor, al caos y a la muerte. En 1o más profundo de las tinieblas, Clyn mantuvo una pequeña chispa de esperanza y por eso se puso a escribir. Nada se pudo hacer para detener la peste; sin embargo, a su humilde manera, ese fraile irlandés consiguió vencerla con sus palabras.” (Rosa Montero, La loca de la casa).
pcs,viernes, 01 de mayo de 2009


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