martes, 17 de abril de 2018

Elogio del mataburros

Pedro Conde Sturla
10/11/2013

 
Dejo en manos de los lectores esta pieza de antología que es el prólogo del diccionario Clave escrito por Gabriel García Márquez. Una pieza que destila magia  y debería ser estudiada como objeto de culto. Es una obra pequeña e inmensa del autor de Cien  años de soledad (con la “e” invertida en la primera edición por razones de cábala ). De ese libro dijo Bosch en la plena lucidez de su inteligencia fuera de serie: “Es la obra más importante escrita en español después de el Quijote” y no se equivocaba. 
Hay grandes escritores en America latina,  pero muy pocos escritos  producen el goce de la palabra de García Márquez, el destello, la explosión de significados, el despliegue de semejante fuerza telúrica.
El episodio, aparentemente trivial, en el que narra su visita en compañía del abuelo a un circo, su encuentro con un diccionario al que define como un juguete para jugar el resto de la vida solamente podía describirlo de esa manera un genio que convirtió la palabra en pura magia. 
PCS

De qué hablamos cuando hablamos de hablar
GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Tenía cinco años cuando mi abuelo el coronel me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca. El que más me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa. “Es un camello”, me dijo el abuelo. Alguien que estaba cerca le salió al paso. “Perdón, coronel”, le dijo. “Es un dromedario.” Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo de que alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto, pero lo superó con una pregunta digna:
–¿Cuál es la diferencia?
–No la sé –le dijo el otro–, pero éste es un dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la escuela. Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos.
Aquella tarde del circo volvió abatido a la casa y me llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil, asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y me dijo:
–Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto quiere decir -dijo mi abuelo– que los diccionarios tienen que sostener el mundo.” Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
–¿Cuántas palabras habrá? –pregunté.
–Todas –dijo el abuelo.
La verdad es que en ese momento yo no necesitaba de las palabras, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años dibujé al mago Richardine, que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo habíamos visto la noche anterior en el teatro. Una secuencia gráfica que empezaba con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza ensangrentada, y terminaba con la mujer, que agradecía los aplausos con la cabeza otra vez en su puesto. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero las conocí más tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces empecé a inventar historias dibujadas sin diálogos, porque aún no sabía escribir. Sin embargo, la noche en que conocí el diccionario se me despertó tal curiosidad por las palabras, que aprendí a leer más pronto de lo previsto. Así fue mi primer contacto con el que había de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.
Un gran maestro de música ha dicho que no es humano imponer a nadie el castigo diario de los ejercicios de piano, sino que éste debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él. Es lo que me sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida. Sobre todo desde que se me ocurrió buscar la palabra amarillo, que estaba descrita de este modo simple: del color del limón. Quedé en las tinieblas, pues en las Américas el limón es de color verde. El desconcierto aumentó cuando leí en el Romancero Gitano de Federico García Lorca estos versos inolvidables: En la mitad del camino cortó limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro. Con los años, el diccionario de la Real Academia -aunque mantuvo la referencia del limón– hizo el remiendo correspondiente: del color del oro. Sólo a los veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí, en efecto, los limones son amarillos. Pero entonces había hecho ya un fascinante rastreo del tercer color del espectro solar a través de otros diccionarios del presente y del pasado. El Larousse y el Vox –como el de la Academia de 1780– se sirvieron también de las referencias del limón y del oro, pero sólo María Moliner hizo en 1976 la precisión implícita de que el color amarillo no es el de todo el limón sino sólo el de su cáscara. Pero también ella había sacrificado la poesía del Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Academia en 1726, y que describió el amarillo con un candor lírico: Color que imita el del oro cuando es subido, y a la flor de la retama cuando es bajo y amortiguado. Todos los diccionarios juntos, por supuesto, no le daban a los tobillos al más antiguo, compuesto en 1611 por don Sebastián de Covarrubias, que había ido más lejos que ninguno en propiedad e inspiración para identificar el amarillo: Entre las colores se tiene por la más infeliz, por ser la de la muerte y de la larga y peligrosa enfermedad, y la color de los enamorados.
Estos escrutinios indiscretos me llevaron a comprender que los diccionarios rupestres intentaban atrapar una dimensión de las palabras que era esencial para el buen escribir: su significado subjetivo. Nadie lo sabe tanto como los niños hasta los cinco años y los escritores hasta los cien. Los sabores, los sonidos y los olores son los ejemplos más fáciles. Hace muchos años me despertó a media noche la voz de un cordero amarrado en el patio, que balaba en un tono metálico de una regularidad inclemente. Uno de mis hermanos menores, deslumbrado por la simetría del lamento, dijo en la oscuridad: “Parece un faro”. Una tisana hecha con hierbas viejas tenía el sabor inconfundible de una procesión de Viernes Santo. Cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: “Sabe a cucaracha”. Más tarde, en privado, fue más explícito: “Sabe a mierda”. ¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando: “¡Sabe a mujer!”. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda: sabía a Mozart.
Creo que este género de asociaciones tiene mucho que ver con las diferencias entre un buen novelista y otro que no lo es. En cada palabra, en cada frase, en el simple énfasis de una réplica puede haber una segunda intención secreta que sólo el autor conoce. Su validez tendrá que ser distinta de acuerdo con quien la lea y según su tiempo y su lugar. Cada escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner una letra después de la otra.
Para resolver estos problemas de la poesía, por supuesto, no existen diccionarios, pero deberían existir. Creo que doña María Moliner, la inolvidable, lo tuvo muy en cuenta cuando se hizo una promesa con muy pocos precedentes: escribir sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario de uso del español. Lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Lo que quería en el fondo era agarrar al vuelo todas las palabras desde que nacían. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos –según dijo en una entrevista– porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento.” En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida. Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los académicos en las academias, sino la gente en la calle. Los autores de los diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman por orden alfabético, y en muchos casos cuando ya no significan lo que pensaron sus inventores.
En realidad, todo diccionario de la lengua empieza a desactualizarse desde antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos que hagan sus autores no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el olvido. Pero María Moliner demostró al menos que la empresa era menos frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que las palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas, como es el caso de este diccionario nuevo que me ha llegado a las manos todavía oloroso a madera de pino y tinta fresca.
Y cuyo destino podría ser menos efímero que el de tantos otros, si se descubre a tiempo que no hay nada más útil y noble que los diccionarios para que jueguen los niños desde los cinco años. Y también, con un poco de suerte, los buenos escritores hasta los cien.


lunes, 16 de abril de 2018

MANUEL CUANDO YA ES TIEMP0







 (versión corregida y ampliada de la original de 1995)
Pedro Conde Sturla

a luis carvajal, devoto de manuel


Leí en libros añejos / que niños otra vez se hacen los viejos; 
/ más yo diré, si a la verdad me ciño, / 
que al hombre la vejez sorprende aún niño.
 Goethe, Fausto

domingo, 15 de abril de 2018

Manuel cuando ya es tiempo


Leí en libros añejos / que niños otra vez se hacen los viejos; / más yo diré, si a la verdad me ciño, / que al hombre la vejez sorprende aún niño. (Goethe, “Fausto”)
A pesar de su dilatada existencia, de los tantos fructíferos años que vivió (1907-1999), Manuel del Cabral no fue nunca un anciano: fue siempre un muchacho viejo, con el don de una cierta juventud. De la juventud conservó, en efecto, hasta una edad provecta, signos vitales, a juzgar por la exuberancia del carácter.
El ingenio y gran parte de su potencial intelectual se mantuvieron intactos, o por lo menos en buen estado. Intacto permaneció, por ejemplo, su espíritu festivo, intacta su capacidad de inventiva y fantaseo, intacta la desfondada vanidad, intacto el ego. Intacta, desde luego, la lujuria.
Como la moral de un poeta no se divorcia necesariamente de la moral de su poesía, Manuel del Cabral permaneció fiel a su obra, que es una manera de permanecer fiel a sí mismo. Por eso los ingredientes de su personalidad son comunes a sus textos. Textos festivos, imaginativos, fantasiosos, ególatras, lujuriosos.
A través de su brillante carrera por el peligroso mundo de las letras, Manuel del Cabral se vio coronado, precisamente, como el más glorioso poeta festivo de este parte de la isla, y el más rico en ingenio y en humor. Rico -inmensamente rico- en inventiva, en fantaseo y en recursos que dieron fama continental a su obra.
La producción de Manuel del Cabral es abundante, es copiosa, es refrescante, es regocijante. Ninguna otra obra poética ofrece un registro tan amplio, variado, disímil y enriquecedor de la realidad dominicana en sus múltiples facetas.
A través de su brillante carrera por el peligroso mundo de las letras, Manuel del Cabral se vio coronado, precisamente, como el más glorioso poeta festivo de este parte de la isla, y el más rico en ingenio y en humor
Con la misma soltura, el mismo desenfado, Manuel del Cabral recorre los caminos del eros, incursiona en política o intenta la epopeya del macho cibaeño. Igual se da a la poesía amorosa, confesional, de asunto íntimo, que a la poesía social. Igual se detiene a reflexionar sobre le paternidad sublime que sobre los aspectos mas escabrosos del sexo. Desciende, como Dante, a los abismos, para mostrar en toda su doliente humanidad al negro antillano sometido e los horrores de un infierno real, pero también se mete y se refugia, como Dante, en honduras filosóficas (la metafísica, su adorada metafísica).
Lo espiritual y lo escatológico van de la mano en su obra, una obra que es, en muchos aspectos, espiritualmente escatológica y viceversa. Una obra, en fin, que toca los más altos y bajos niveles de la existencia, sexo y destino, sexo y explotación, sexo e historia, sexo y deceso. Nada es sagrado ni es tabú para este duende travieso y juguetón. Su imaginería, su atrevimiento, su aventurerismo verbal desborda límites y convenciones. Del Cabral es, quizás, el más desbordante, desbocado y desmesurado poeta dominicano, un bardo por excelencia. Si algo hay que elogiarle, por amor a la desmesura, es la desmesura misma.
La variedad temática corre pareja con su destreza en el manejo de diversos modos de versificación. Del Cabral se desempeña, en efecto, con envidiable maestría, tanto en el ejercicio del verso libre como en el empleo de moldes clásicos. En general, lo mejor de su obra resulta de una feliz combinación de metros y estilos en la que alternan versos de arte menor y arte mayor, No se arredra, por cierto, ante el soneto, aunque lo cultiva poco y a desgano. Como dato curioso, hay que notar que un epigrama –género en desuso, de muy antigua data- , se cuenta entre sus más famosas y celebradas composiciones:
Trópico mira tu chivo, / después de muerto cantando. / A palos lo resucitan… / La muerte aquí, vida dando.
El texto se realiza tan felizmente que encaja de maravilla en la definicion de la Real Academia: “Composición poética breve, en que con precisión y agudeza se expresa un solo pensamiento principal, por lo común festivo o satírico.” Es más, salvando las diferencias entre un chivo y una abeja, el epigrama de Manuel del Cabral rivaliza en gracia y soltura con el clásico de Iriarte:
A la abeja semejante / para que cause placer, / el epigrama ha de ser / pequeño, dulce y punzante.
En materia de ideales estéticos, a veces el poeta mira más al oriente que al poniente. La magia del haiku lo seduce, conoce sus secretos. Stefan Baciu fue, por cierto, el primero en advertir esta influencia del haiku en “Motivos de Mon”, pero el fenómeno va mas allá de los mismos. No en una, sino en varias zonas de la obra de Manuel del Cabral, el haiku libre,  tropicalizado, desprovisto de los rigores de la preceptiva -no de su  esencia- parece crecer y florecer por generación espontánea:
(En el fondo del río, si esta el cielo, / siempre se queda el cielo y pasa el río)
En cuanto al uso de recursos propios (propiamente poéticos), Del Cabral se destaca en el oficio por el inconfundible tono de su voz. El sello personal que imprime a su obra dimana de  su capacidad para discernir imágenes y metáforas potencialmente explosivas.
En sus mejores entregas, la carga semántica se mantiene en un punto critico, al borde del estallido, si es que no estalla. De ahí su inmenso caudal sonoro, su poderosa artillería verbal, sus alumbramientos insólitos, desconcertantes (descabellados a veces). Son estos -no se dude- los elementos que producen la chispa que vuela en su poesia. Porque se trata  -no se dude- de una poesía chispeante.
El potencial explosivo se desprende, ocasionalmente, de títulos como “Pedrada planetaria” o “Los relámpagos lentos”, pero también se materializa con descargas reales que implican el uso y el abuso literal de armas de fuego y producen efectos sonoros. Además de sonoro, el efecto puede ser gráfico a la vez, es decir, audiovisual. Nótese en los siguientes versos como el disparo de Compadre Mon y la visión fugaz de un pueblo son una misma cosa:
Compadre Mon, y tu primer suspiro / fue despertar al pueblo con un tiro.
Su habilidad para producir tales deslumbramientos gráficos-sonoros es tan notable que raya en el virtuosismo y constituye uno de los aspectos mas señeros de su obra, el modus operandi. Por la naturaleza volátil de esta poesia, muchas cosas están por los aires, revientan o vuelan, que es lo mismo.
Casi nunca faltan paginas con “familia de balas y de peces”, con “amapolas / que nacen de repente en las pistolas”, con “colibríes de plomo”. Sobre todo, casi nunca faltan páginas con pájaros, con bandadas de pájaros, con algarabía  de pájaros, y a veces con repique de campanas. En cualquier circunstancia, esta poesía reivindica su condición gráfica y sonora, alada y canora, que es lo mismo:
déjame que te saque mariposas del cuerpo / tal como el campanero que de súbito pone / loca de golondrinas la mañana. (PCS, 1995).
pcs, jueves 24 de mayo de 2012



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miércoles, 11 de abril de 2018

LOS RAROS: Ensayo de interpretación de las obras poéticas de Miguel Alfonseca, René del Risco y Bermúdez y Norberto James Rawlings

Pedro Conde Sturla
  

A pesar de sus limitaciones, el movimiento literario de los sesenta arrancó con tantas fuerzas que pocos autores lograron sustraerse a su influencia, hasta 1974 por lo menos, el año de la algarabía pluralista. Los nombres de narradores y poetas se cuentan, ciertamente por docenas, y adocenados permanecerán en muchos casos frente a la historia literaria que se respete como historia. En un juicio benévolo, sin prejuicios de amiguismo o simpatía proclives, se salva un reducido número. Para fines de estudio y valoración -y no ya de simple mención honorífica- el número se reduce aún más, a unos cuantos raros, rarísimos.

Prueba 2

Pedro Conde Sturla
9 de abril de 2018

https://acento.com.do/2018/opinion/8553797-el-gatopardo-en-politica/

En el sustrato narrativo de “El Gatopardo” está presente -omnipresente- el tema político. La obra es, como se ha dicho, parcialmente un gran fresco de la decadencia de una clase social, la refinada agonía de la refinada y holgazana aristocracia que cede el paso a una burda burguesía de prestamistas, usureros y comerciantes de menor cuantía. Todo ello en el marco de un ambiente cultural y clerical inconfundible, el de la isla de Sicilia, que debe todas sus desgracias históricas a su importancia geográfica y a sus codiciados puertos.
En la simple y atinada descripción de la pesada huella arquitectónica conventual de la ciudad de Palermo está implícita una clave de interpretación de la luminosa y oscura realidad de la isla:
“La calle descendía ahora en una ligera pendiente y se veía Palermo muy cerca y completamente a oscuras. Sus casas bajas y apretadas estaban oprimidas por las desmesuradas moles de los conventos. Había docenas, gigantescos todos, a menudo asociados en grupos de dos o tres, conventos para hombres y conventos para mujeres, conventos ricos y conventos pobres, conventos nobles y conventos plebeyos, conventos de jesuitas, de benedictinos, de franciscanos, de capuchinos, de carmelitas, de ligurinos, de agustinos…

Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale en El Gatopardo

DE LOS CUENTOS NEGROS

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YO ADIVINO EL PARPADEO

EL IMPERATIVO gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo,
con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo.
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones.
Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de
mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante.

(Los cuentos negros).



 EL ANTICRISTO EN PALACIO

SU SANTIDAD hizo a un lado el cálido edredón de plumas de ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano, y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo. El cardenal  Wizchinsky, su ayudante de cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida, compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una
copa vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo  aprobaría, en el mismo trayecto del culo. 

(Los cuentos negros).


MÁS CAFÉ, PORFAVOR,
INFINITAMENTE CAFÉ

EN SU despacho del Palacio de la Esquizofrenia —Cafetería Restaurante El Conde por más señas— Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica. Pide un café.  
El hombre mejor informado de La Ciudad Colonial no compra periódicos: está suscrito al basurero de un edificio de apartamentos, donde tiene apalabreado a un conserje, en un barrio pudiente. Allí los botan sin leer, apenas hojeados, a veces precintados y vírgenes. Con este material bajo el brazo, Gómez Doorly asiste puntualmente a su despacho del Palacio de la Esquizofrenia. Un aire ministerial lo distingue: el aire y el porte ministeriales, la cabeza en alto ministerio, el gesto de tipo ministerial, la formalidad de un ministro, la mirada eventualmente ministeriosa, el rostro siempre alegre. Pide un café, otro café —otro café para la mesa 22—, y empieza el arduo proceso de selección. Minuciosamente hojea cada periódico, todos los periódicos, minuciosamente periódicos. A partir de los recortes de periódicos anotados y subrayados, Gómez Doorly construye la revista Cacibajagua, edición clandestina, con más de 300 números publicados. Cacibajagua es su creación original. Para eso vive. Un café, por favor, más café, infinitamente café.
Ministro, pues, sin sueldo y sin cartera, al servicio de su propia empresa de ideales románticos, Gómez Doorly administra cuantiosos recursos oníricos. Entre la vigilia y el sueño, dirige la Fundación Cultural Cacibajagua, un emporio en miniatura del cual depende la revista homónima, o viceversa. Al frente de la fundación, Gómez Doorly se involucra en múltiples actividades. Organiza encuentros artísticos y literarios, emite boletines de información, promueve espacios culturales y participa en peñas y tertulias en las que se debaten con carácter de seriedad los más espinosos temas. El tema de hoy, por ejemplo, versaba sobre un artículo de Enrique Lengüemime, poeta tangencial de la lengua, en el que éste demuestra con pelos y señales su valor mandinga.
Con singular destreza, Gómez Doorly se maneja en el área de las relaciones públicas y en el terreno diplomático. De esta suerte, en su despacho y sala de redacción del Palacio de la Esquizofrenia, el hombre concede entrevistas, ofrece asesoría gratuita, firma autógrafos, firma convenios, aunque no firma nunca un cheque, y asimismo recibe y agasaja a visitantes distinguidos, distrayendo, apenas, su atención del asunto de los periódicos, que ocupa su más valioso tiempo.
Llega, por ejemplo, el maestro Villegas sin anunciarse y sin cita previa y lo recibe en la silla correspondiente a su alto linaje poético, donde le brinda un trato magnánimo, que es lo único que brinda, y vuelve a leer y subrayar periódicos. Llega Rafael Abréu Mejía y discuten sobre un proyecto editorial y vuelve a los periódicos. Llega Díaz Carela y entablan una conversación soterrada y vuelve, otra vez, a los periódicos. Llega Carlos Lebrón Saviñón y poetizan, declaman, producen rumores que tienen que ver con la poesía y vuelve, nueva vez, a la tarea de leer y subrayar periódicos. Pasa, en fin, por coincidencia, Mariano Lebrón Saviñón y lo distingue con un saludo respetuoso. Abréu, por favor, otro café. Y vuelve Gómez Doorly a los periódicos.
Pero si de repente Gómez Doorly se enfrasca en la escritura de un texto, en un poema, y baja la cabeza y baja la mirada y baja la guardia y se encierra como quien dice metafóricamente en su despacho, entonces ya no está para nadie, no recibe. El ministro no está en este momento, no responde al teléfono ni atiende reclamos. Simplemente no está aunque siga estando. Está fuera de la ciudad. El lunes vuelve. El celular fuera de servicio, la limosina en el taller. Llámelo más tarde, diría la secretaria. Simplemente no
está. Café no, por ahora, ni siquiera café.
Sólo cuando el ministro se recupera del trance y vuelve a la realidad, el despacho cobra vida de nuevo y queda abierto al público. Gómez Doorly gira la cabeza como quien se pregunta qué ha sido del mundo mientras tanto y fija la mirada en la taza vacía de café. Pide un café, la cuenta del café, ordena sus enseres en la valija diplomática. Después se levanta el ministro, se despide de sus colaboradores, sale al Conde, mira el reloj, el chofer como siempre retrasado. Se irá en taxi esta vez, mejor a pie.
Cualquier parroquiano puede ocupar la mesa en este momento y la ocupa, pero el despacho de Gómez Doorly está cerrado, definitivamente cerrado. La mesa ahora es sólo mesa, hasta que el huésped habitual —huésped vital— vuelva mañana. Imprima en
ella su magia. 

(Los cuentos negros).





FÁBULA DEL FABULADOR

LO DE MARQUESA es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana.
El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre como él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición
con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una belleza implacable y de tal modo experta en artes amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control —a sus años— y allí lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató,
mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero en esta ocasión Dato estaba pre venido —ya lo hemos visto— y le soltó un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le
alborotó gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer y dio por terminado el asunto. Pero
la marquesa se repuso en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul.
Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz —su único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza
inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en La Ilíada . Halagó su inteligencia, su vanidad —por supuesto— su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era primero místico antes que sensual y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado del teléfono.
La experiencia del diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono
abierto, por si acaso.
Fue entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora —pensó— le sacaría la sangre,
porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, sin embargo, lo que nadie habría podido imaginarse a esas alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la
cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el golpe —¡Misericordia, Señor, misericordia!— antes de verse arrastrado
al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.

(Los cuentos negros).


PROFUNDO PÚRPURA

SU EMINENCIA Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas,
parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda —la ofrenda de la virgen— y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita, delgadita, bañadita, desnudita —de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo—, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era
un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago —mano
de Dios en cualquier caso— y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa, el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente —boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sábana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el Papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
(Los cuentos negros).





martes, 10 de abril de 2018

MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO




Poesía de la guerra y la posguerra
(edición no corregida)

PEDRO CONDE STURLA



Toda crítica, aun la adversa, encierra un elemento de solidaridad, puesto que se rehúsa a la complicidad del “ninguneo” y del chisme maloliente.”
Octavio Paz
Las peras del Olmo

           
 


        ÍNDICE
Introducción
Surgimiento de los equipos de producción
El nuevo realismo
         Los poetas de choque
         Del nuevo realismo a la poesía sobre la pólvora
         Epígonos y sepultureros
         La asonada pluralista
         La vertiente experimentalista
         La máquina del consenso
         Identidad de una crisis
         Poética de los ochenta

domingo, 8 de abril de 2018

EL YOLOCAUSTO

Resultado de imagen para naufragos en el mediterraneoEl yolocausto no es mentira y lo sabemos. Lo saben los familiares de los miles de millares que pierden la vida en yolas y otras frágiles embarcaciones.

EL HOLOCAUSTO

Pedro Conde Sturla


El holocausto no es mentira, la guerra se cobró 60 millones de muertos, la mayoría rusos, chinos y luego alemanes. 

El holocausto, en los campos de concentración nazis, se tragó un mínimo de once millones de personas, entre ellas un millón habrían sido niños y luego polacos, comunistas, prisioneros de guerra, homosexuales, gitanos, discapacitados físicos y mentales. 

Pero fue suplantado por el de los judíos.

Efecto sinécdoque llamo a eso, una figura de dicción en la que la parte representa al todo. La misma parte que hoy propicia el holocausto del pueblo palestino.




Holocausto palestino

viernes, 6 de abril de 2018

LA QUEJA DE UNA AMIGA

Una amiga se queja de que la ropa que le queda bien no es para su edad.

Yo le digo que si le queda bien es para su edad.

Para vestir bien una mujer de edad solo tiene que fijarse en Fefita la grande.

Y hacer todo lo contrario.