Pedro Conde Sturla
Una hora más tarde Flaubert se
encontraba en las ofi-
cinas del director del periódico de más
abolengo, el más
influyente y de mayor circulación del
país, el Listín Diario.
Se encontraba, Flaubert, cómodamente sentado en un
amplio y lujoso despacho frente a don
Rafael Herrera, di-
rector vitalicio de un medio cuya
fundación se remontaba
al 1 de agosto de 1889. Herrera era uno
de los hombres de
más peso y mayor prestigio en la
opinión pública de todo
el país. Era, sin lugar a dudas, la
primera excelsa figura del
periodismo dominicano. El decano de la
prensa nacional.
Y era además un hombre de reconocida
cultura y dedica-
ción a los libros. No por nada era
dueño de una biblioteca
memorable cuya colección de Biblias
habían tratado de
comprarle sin éxito las principales
universidades y museos
del imperio norteamericano.
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domingo, 4 de marzo de 2018
FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA
EL COLMADÓN DE LOS FURUFOS
A la grata memoria de Joselín
Miniño.
El Filósofo
adopta un aire entre ecuménico y paternalista y pide calma y pide moderación y
pide orden y pide una soda amarga y pide hielo frío, bien frío, con una voz
rasgada y cordial que quiere ser autoritaria, pero el dependiente del colmadón
no se da por enterado y el Filósofo vuelve a reclamar hielo frío, bien frío,
por favor hielo frío, y una silla y un vaso para el ingeniero que acaba de
llegar. Siéntese, por favor, ingeniero, y toma un respiro y toma un trago corto
y toma de nuevo la palabra y reanuda el tema de la revolución francesa, el
papel de los furufos en la revolución francesa. Robespierre, por ejemplo, era
un furufo, un don nadie, un carajo a la vela, un descastado. Y Marat otro
furufo. Y Danton más furufo. Furufos todos y fusiladores.
EL VIAJE
Un relato del libro Monedas en la fuente
De venta en:
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Pedro Conde Sturla
En Florencia las cosas fueron diferentes, hacía frío, pero también hacía sol, como de costumbre en Florencia. La ciudad de Dante es una de las más impresionantes del mundo y caminar por sus calles amplias y luminosas es siempre un encanto, un ejercicio de rejuvenecimiento. El arte desborda todo el paisaje urbano y en especial los alrededores de la catedral de Santa María de las flores, plazas y parques. Todo está abierto a la admiración del viajero en aquel escenario renacentista, allí donde una vez se realizaron las más grandiosas obras del genio artístico, literario y científico en una atmósfera de horror político, de inenarrables y abominables acontecimientos.
Un día vi que, sin darme cuenta, estaba pisando una lápida en forma de círculo con una inscripción en mármol indeleble: la lápida que en Plaza de la Señoría conmemora la muerte en la hoguera, aparte de otras torturas, de Girolamo Savonarola y varios de sus seguidores. Savonarola había sido un rebelde y fanático cristiano que comparó a la iglesia papal de los Borgia con la corrupta Babilonia, y Babilonia no se lo perdonó.
Los datos estaban bajo mis pies en aquel círculo. Pero no eran datos para turistas. Todo en ese círculo hablaba de seres humanos que habían pagado con el martirio el precio de sus ideales. Evoqué la hoguera, la multitud arremolinada para disfrutar el espectáculo (Leonardo da Vinci observando científicamente), los anatemas solemnes, los insultos, el martirio de aquellos religiosos que lo
dieron todo a cambio de nada, y me alejé del círculo con extremo respeto y conmiseración.
Esa noche me desperté sobresaltado. En el lugar donde habían quemado a Savonarola estaban quemando rumanas y gitanas y en medio de la pira, con un gesto de asombro indescriptible, se encontraba el Filósofo. En la mano derecha sostenía un ejemplar del último libro de Stephen Hawking, The grand design. Luchaba por salvarlo de las llamas con el brazo en alto, trataba inútilmente de pasarlo a Leonardo da Vinci, que en medio de aquel gentío no podía acercarse, aunque hacía todo lo posible. Lo peor es que los demás compañeros del grupo contemplábamos
la escena como si fuera algo ajeno a nosotros, y los Siameses, que raras veces se separaban, tiraban fotos y posaban junto a la pira con las caras sonrientes, turnándose el uno al otro. La Siamesa posaba y sonreía y luego le pasaba la cámara al Siamés que posaba y sonreía. Luego me pasaban la cámara y posaban y sonreían y yo tomaba las lúgubres fotos con el Filósofo al fondo, quemándose en la hoguera, sin que nadie se compadeciera de su suerte.
De venta en:
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Pedro Conde Sturla
En Florencia las cosas fueron diferentes, hacía frío, pero también hacía sol, como de costumbre en Florencia. La ciudad de Dante es una de las más impresionantes del mundo y caminar por sus calles amplias y luminosas es siempre un encanto, un ejercicio de rejuvenecimiento. El arte desborda todo el paisaje urbano y en especial los alrededores de la catedral de Santa María de las flores, plazas y parques. Todo está abierto a la admiración del viajero en aquel escenario renacentista, allí donde una vez se realizaron las más grandiosas obras del genio artístico, literario y científico en una atmósfera de horror político, de inenarrables y abominables acontecimientos.
Un día vi que, sin darme cuenta, estaba pisando una lápida en forma de círculo con una inscripción en mármol indeleble: la lápida que en Plaza de la Señoría conmemora la muerte en la hoguera, aparte de otras torturas, de Girolamo Savonarola y varios de sus seguidores. Savonarola había sido un rebelde y fanático cristiano que comparó a la iglesia papal de los Borgia con la corrupta Babilonia, y Babilonia no se lo perdonó.
Los datos estaban bajo mis pies en aquel círculo. Pero no eran datos para turistas. Todo en ese círculo hablaba de seres humanos que habían pagado con el martirio el precio de sus ideales. Evoqué la hoguera, la multitud arremolinada para disfrutar el espectáculo (Leonardo da Vinci observando científicamente), los anatemas solemnes, los insultos, el martirio de aquellos religiosos que lo
dieron todo a cambio de nada, y me alejé del círculo con extremo respeto y conmiseración.
Esa noche me desperté sobresaltado. En el lugar donde habían quemado a Savonarola estaban quemando rumanas y gitanas y en medio de la pira, con un gesto de asombro indescriptible, se encontraba el Filósofo. En la mano derecha sostenía un ejemplar del último libro de Stephen Hawking, The grand design. Luchaba por salvarlo de las llamas con el brazo en alto, trataba inútilmente de pasarlo a Leonardo da Vinci, que en medio de aquel gentío no podía acercarse, aunque hacía todo lo posible. Lo peor es que los demás compañeros del grupo contemplábamos
la escena como si fuera algo ajeno a nosotros, y los Siameses, que raras veces se separaban, tiraban fotos y posaban junto a la pira con las caras sonrientes, turnándose el uno al otro. La Siamesa posaba y sonreía y luego le pasaba la cámara al Siamés que posaba y sonreía. Luego me pasaban la cámara y posaban y sonreían y yo tomaba las lúgubres fotos con el Filósofo al fondo, quemándose en la hoguera, sin que nadie se compadeciera de su suerte.
Los cortesanos de Vargas Llosa
Un capítulo del libro
El chivo de Vargas Llosa
De venta en :
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Pedro Conde Sturla
30/7/2000
En la novela de
Vargas Llosa se alude repetidas veces, y no por casualidad, a un personaje
histórico que es, también, un personaje de novela. Es el Petronio de la Roma
imperial, un rico terrateniente, propietario de miles de esclavos. (Ese
Petronio es el autor de Satiricón,
una obra con la cual me identifico por razones de complicidad y de apellido).
Pero es, además, el Petronio de Quo
vadis?, el Petronio de la novela de Enrique Sienkiewicz que alguna vez se
vendía como pan caliente. Es el Petronio árbitro de la elegancia, el arbiter elegantiorum, el áulico por
excelencia. Un personaje emblemático, sin duda.
El chivo de Vargas Llosa
De venta en :
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Pedro Conde Sturla
CRÓNICAS TARDÍAS DESDE EL PALACIO DE LA ESQUIZOFRENIA
Pedro Conde Sturla
1
El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.
Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada, incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.
FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA (fragmento)
Un relato del libro Ritos ancestrales
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no con la cabeza. El general consultó a
su vez con otros
generales que dijeron que no de igual manera,
moviendo
a uno y otro lado con gran esfuerzo y voluntad
de ánimo
las cabezotas, todas las cabezotas. Luego,
casi al oído, el
doctor Balaguer le habló a su amigo el ministro,
que puso
cara de asombro, cara de circunstancias,
se echó hacia
atrás, negó enfáticamente. Todos los funcionarios
civiles
y militares adoptaron entonces una actitud
perpleja, aflo-
jaron las mandíbulas, pestañaron al unísono,
sonrieron al
mismo tiempo como los chicos de un coro,
se pusieron las
máscaras de inocencia de los culpables. |
FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA
![]() |
De venta en: http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0 |
Pedro Conde Sturla
Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes pájaros rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien dice chuecos, diezmados en la paz de una memoria que acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos, apestosos, simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes – todos a la vez lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose frecuente con más frecuencia, agravándose con inaudita frecuencia. De la ventana del balcón los pájaros pasaron a morirse a la sala, de la sala a la antesala, de la antesala al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de la terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las habitaciones (incluyendo la de los huéspedes), y de aquí al cuarto de servicio y al área de lavado, al depósito de carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el salón de música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert vivía fastidiado por el estropicio de plumas y el olor a carne chamusquina en todos los rincones, cuando no manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes del recinto militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a la luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos. ¿No se podía pedir un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los disparos provenientes del recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros contra las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la pintura y la madera se deterioraban por obvias razones de lógica aristotélica. Peor si en su vuelo final los pájaros caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo con tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor si caían sobre el piano durante las prácticas de piano y defecaban, aleteaban, se sacudían sobre sus papeles de música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor que peor si se metían a morir al desván por los huecos del cielo raso o en los intersticios de las paredes, porque nada era peor que el olor de la descomposición de los cuerpos atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de madera –inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla
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La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que serlo desde el momento en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.
Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo.
Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por multitud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compañeros de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda– era un lugar surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.
.
El perrito pinto
Pedro
Conde Sturla
[Existir en toda su intensidad, con
el despliegue
de
alegría, dolor, angustia y gozo que la existencia
conlleva,
no es una opción, es la definición de estar
vivo, y
es tan ineludible, afortunadamente, como
respirar.
O cooperamos con lo inevitable y le sacamos
partida,
o nos colocamos de espalda a nuestra propia
potencialidad
de ser plenamente.
Ginny
Taulé]
A
|
hora que despierto un poco al soplo
de un breve resoplido, abro los ojos y me enfrento a los ojillos dulces y
marrones del perrito pinto que acerca su nariz a mi nariz, la expresión
risueña, la cabeza del foxterrier perfectamente triangulada, las orejas gachas
o tumbadas a mitad, en forma de v invertida, las motas marrones en la frente a
manera de contraste con su color blanco y negro, su corpulenta anatomía y al
final un rabito que se mueve como un péndulo enloquecido, sonriéndome con el
rabito y con los ojos, alertándome para que me despierte y juegue con él, resoplando
y acercando cada vez más su nariz a mi nariz.
TRES MONEDAS EN LA FUENTE
Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla
Parecería, Palma, que al correr
de la vida -al paso de las horas, los días, los decenios-, tu imagen se alimenta
de esa informe, esa leve y aleve materia que es el tiempo. Te veo allí sentada,
aún te veo, sentada casualmente, platicando sonriente con Ennio aquella tarde, en
un abril remoto que casi ya no ocupa lugar en la memoria.
Era la vieja Roma, eran los
años jóvenes -mis años de estudiante- los cines de segunda, los sueños de
primera, los amoríos fugaces, los paseos nocturnos por el Pincho, las parejas
de amantes a la luz de la luna.
Era la época de la guerra ominosa
de Vietnam y las protestas masivas de estudiantes y obreros, eran los meses
finales de mi estadía romana, Hemingway y Pavese, la tesis que escribía sobre
el primero. Era el grupo de amigos y amigas que los años y la distancia se han
tragado y era Palma Ferrante en la casa de Ennio y era La Niña Veras -la
paisana-, que compartió conmigo lo de Palma.
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