domingo, 4 de marzo de 2018

FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA (fragmento)

       Un relato del libro Ritos ancestrales 
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     Pedro Conde Sturla

     Visiblemente contrariado y aparentemente sorprendi-
do, Balaguer lo miró y no lo miró, permaneció indeciso
unos segundos, mirándolo y no mirándolo, cavilando. Por
alguna razón pasó por alto el exabrupto de Flaubert y con-
sultó en voz baja con uno de sus generales que dijo que
no con la cabeza. El general consultó a su vez con otros
generales que dijeron que no de igual manera, moviendo
a uno y otro lado con gran esfuerzo y voluntad de ánimo
las cabezotas, todas las cabezotas. Luego, casi al oído, el
doctor Balaguer le habló a su amigo el ministro, que puso
cara de asombro, cara de circunstancias, se echó hacia
atrás, negó enfáticamente. Todos los funcionarios civiles
y militares adoptaron entonces una actitud perpleja, aflo-
jaron las mandíbulas, pestañaron al unísono, sonrieron al
mismo tiempo como los chicos de un coro, se pusieron las
máscaras de inocencia de los culpables.

FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA

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Pedro Conde Sturla

Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes pájaros rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien dice chuecos, diezmados en la paz de una memoria que acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos, apestosos, simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes – todos a la vez lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose frecuente con más frecuencia, agravándose con inaudita frecuencia. De la ventana del balcón los pájaros pasaron a morirse a la sala, de la sala a la antesala, de la antesala al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de la terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las habitaciones (incluyendo la de los huéspedes), y de aquí al cuarto de servicio y al área de lavado, al depósito de carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el salón de música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert vivía fastidiado por el estropicio de plumas y el olor a carne chamusquina en todos los rincones, cuando no manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes del recinto militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a la luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos. ¿No se podía pedir un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los disparos provenientes del recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros contra las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la pintura y la madera se deterioraban por obvias razones de lógica aristotélica. Peor si en su vuelo final los pájaros caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo con tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor si caían sobre el piano durante las prácticas de piano y defecaban, aleteaban, se sacudían sobre sus papeles de música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor que peor si se metían a morir al desván por los huecos del cielo raso o en los intersticios de las paredes, porque nada era peor que el olor de la descomposición de los cuerpos atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de madera –inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.

UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL

Pedro Conde Sturla

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La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonu­das que he conocido. Tenía que serlo desde el momen­to en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jo­vencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.                          
    Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pi­chardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios aba­rrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de pa­redes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo. 
     Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por mul­titud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compañeros de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda– era un lugar surrealista seme­jante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuente­mente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.

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El perrito pinto

Un relato del libro Ritos ancestrales
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Pedro Conde Sturla

[Existir en toda su intensidad, con el despliegue
de alegría, dolor, angustia y gozo que la existencia
conlleva, no es una opción, es la definición de estar
vivo, y es tan ineludible, afortunadamente, como
respirar. O cooperamos con lo inevitable y le sacamos
partida, o nos colocamos de espalda a nuestra propia
potencialidad de ser plenamente.
Ginny Taulé]

A
hora que despierto un poco al soplo de un breve resoplido, abro los ojos y me enfrento a los ojillos dulces y marrones del perrito  pinto que acerca su nariz a mi nariz, la expresión risueña, la cabeza del foxterrier perfectamente triangulada, las orejas gachas o tumbadas a mitad, en forma de v invertida, las motas marrones en la frente a manera de contraste con su color blanco y negro, su corpulenta anatomía y al final un rabito que se mueve como un péndulo enloquecido, sonriéndome con el rabito y con los ojos, alertándome para que me despierte y juegue con él, resoplando y acercando cada vez más su nariz a mi nariz.

TRES MONEDAS EN LA FUENTE

Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla

Parecería, Palma, que al correr de la vida -al paso de las horas,  los días, los decenios-, tu imagen se alimenta de esa informe, esa leve y aleve materia que es el tiempo. Te veo allí sentada, aún te veo, sentada casualmente, platicando sonriente con Ennio aquella tarde, en un abril remoto que casi ya no ocupa lugar en la memoria.

Era la vieja Roma, eran los años jóvenes -mis años de estudiante- los cines de segunda, los sueños de primera, los amoríos fugaces, los paseos nocturnos por el Pincho, las parejas de amantes a la luz de la luna.
Era la época de la guerra ominosa de Vietnam y las protestas masivas de estudiantes y obreros, eran los meses finales de mi estadía romana, Hemingway y Pavese, la tesis que escribía sobre el primero. Era el grupo de amigos y amigas que los años y la distancia se han tragado y era Palma Ferrante en la casa de Ennio y era La Niña Veras -la paisana-, que compartió conmigo lo de Palma.

LOS COCODRILOS

Pedro Conde Sturla


 


Bajo la mirada implacable de un crítico de mala leche, asistimos en las páginas de este libro al escenario de las venturas y desventuras de un grupo de poetas en viaje memorable a Puerto Rico. Al discurrir de una tertulia pantagruélica en la que dominicanos y boricuas dan rienda suelta a la imaginación, al relajo, a la gula, a la afición etílico literaria.
Un libro que fue dicho, antes de ser escrito, por el más prominente y ponzoñoso de sus personajes –el célebre Federico.
 Sátira irreverente y despiadada de una cierta bohemia intelectual, a la cual pertenece el propio autor.

DE MONEDAS EN LA FUENTE

Pedro Conde Sturla

Esta tarde vi llover
VAGAMENTE recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente ha­berte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la son­risa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.

En el palacio

Un relato del libro Ritos ancestrales 

  

 
Pedro Conde Sturla

    Salir. ¿Pero adónde?
    Siempre hay un lugar o unos pocos lugares que te
atrapan en una ciudad, no importa que sea una gran ciu-
dad. En Monterrey, muchas veces, era la Nevería Roma y
otras veces la Plaza Zaragoza. Ocasionalmente la Plaza de
la Purísima con muchachas que circulaban en un senti-
do y los muchachos que circulaban a la inversa para verse
las caras.
   

TOTÁGORAS DE SANTÁGUNOS Y LA PARTÍCULA FANTASMA (fragmento)


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En la inmensa biblioteca de la abadía de Montecassino  (hoy convertida en Monumento Nacional después de su destrucción y milagrosa reconstrucción), saciaría parcialmente Totágaras de Santágunus sus inquietudes, se nutriría de toda la sabiduría de su tiempo y marcharía luego a temprana edad, anticipadamente, tras los presentidos pasos de Humbold hacia el
continente americano para repetir su andar, calcar las huellas y ejercer su curiosidad, aplacar su hambre de conocimientos casi dos siglos antes que Humbold. 

FÁBULA DEL FABULADOR (fragmento)

Un relato del libro Los cuentos negros
De venta en:



Pedro Conde Sturla

Lo de marquesa es otra historia. Ahora Dato está
en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la
llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana.
El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo
en dirección a la memoria feliz de aquel encguentro,
se prepara para darle largas a un relato y
relata. Era la primera vez que cometía adulterio por
teléfono...