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sábado, 9 de marzo de 2019

El traje nuevo del emperador

Pedro Conde Sturla

[“El traje nuevo del Emperador”, de Hans Christian Andersen, es unos de los relatos más admirables y agudos que se han escrito sobre la vanidad del poder y la estupidez humana.
El monarca adora los trajes nuevos y se pone uno para cada ocasión. Son trajes de estadista, trajes de mentirillas, trajes de falsas promesas, trajes de relumbrón, trajes que luce con orgullo en todos los eventos. Trajes de falsas virtudes, trajes de apariencias que “los ayudas de cámara” cepillan continuamente.

viernes, 9 de noviembre de 2018

EL ANTICRISTO EN PALACIO

(fragmento)
Pedro Conde Sturla

Su Santidad hizo a un lado el cálido edredón de plumas de ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano, y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo. El cardenal Wizchinsky, su ayudante de cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida, compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una copa vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo aprobaría, en el mismo trayecto del culo.

viernes, 17 de agosto de 2018

DE PROFUNDIS

(Un relato de Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla
De venta en:
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0


El llanto del padre se hacía eco del llanto de la madre, esposa amante, compañera ejemplar, imagen del dolor que no resigna. Junto a ella en cuerpo y alma -valle de lágrimas en el regazo tierno de la abuela- desahogaba su pena la menor de las hijas, y con la hija la abuela misma, la dulce abuela que era estatua de sal en su expresión doliente y, por contraste, muda.
Junto a la ventana, más que llorar gimoteaba el hijo varón, miraba lejos. Junto al hijo varón, y de rodillas ante un lienzo del Sagrado Corazón de Jesús, imploraba la tía solterona. Y junto al padre, el compadre, portador de la infausta noticia, también daba muestras de pesar y lo confortaba pidiéndole resignación, compadre, resignación. Y el llanto del padre arreciaba, aumentaba su desesperación, los ojos se le volvían rosas de sangre, mármol dolido su frente.
En el ámbito de la servidumbre reinaba por igual un aura luctuosa. Lloraba sin parar la vieja cocinera de manos callosas, más vieja a fuerza del trajín que por la edad. Lloraba la muchacha encargada de la limpieza, lloraban la lavandera y los peones, y hasta el jardinero, el apático y curtido jardinero, dejaba caer alguna que otra lagrimita, mostrándose sinceramente conmovido en su interior. Pero allí la manifestación de pesar era un reflejo pálido del drama que vivía la familia, doliente por el amor y por la sangre. La madre, que era la imagen viva del dolor, se había convertido en estatua de sal. El valle de lágrimas que era la hija se había secado. La abuela, que era estatua de sal, pegaba gritos que se oían en las puertas del cielo. El hijo varón había roto la ventana de vidrio con la frente. La tía solterona se daba golpes de tambor en el pecho. Y junto al padre, el compadre -su compañero de correrías de toda la vida- trataba de infundirle ánimos pidiéndole resignación compadre, resignación. Y el padre se anegaba en lágrimas, pedía justicia a Dios, si había Dios, y los ojos se le volvían rosas de sangre.
¿Cómo podía resignarse, compadre, cómo podía?
En el traspatio los perros aullaban cada vez más fuerte, casi como queriendo darle razón al amo en su queja. Y con los perros hasta las piedras duras y las flores más sensibles mostrabanse ofendidas de dolor. Por no decir de los gallos en la traba, las vacas en el establo, los potros en el potrero. En los alrededores, todo respiraba un aire de tristeza. El coro de dolientes, dentro y fuera de la casa, parecía elevarse al cielo en un crescendo infinito.
Junto al padre, el compadre mitigaba ahora la desazón y la pena apurando tragos de ron de una botella que traía en algún bolsillo de su uniforme de campaña, y después de cada trago le ofrecía al padre la misma medicina, que el padre no tocaba, y el compadre bebía en su lugar y volvía a repetir la cansona letanía: resignación, compadre, resignación. Y el llanto del padre arreciaba, y el coro de lamentaciones aumentaba su caudal sonoro.
El compadre, que no era hombre de mucha paciencia y comenzaba a perderla, volvió a repetir compadre y a repetir el trago y a repetir compadre, por última vez, compadre: mire que no es para tanto. Y el llanto del padre no arreció. Mas bien el padre se quedó mirando al compadre como a un extraño ¿Oí lo que había oído, compadre? Entonces bajó la guardia, que nunca había tenido muy en alto, y se tiró al suelo a dar pataletas de niño malcriado. El coro de dolientes hizo mutis. Y el compadre visiblemente irritado le gritó al padre que se dejara de ñoñerías, compadre, y el padre tampoco esta vez pudo creer lo que había oído. Desde el suelo, en posición claudicante, le replicó, compadre, ¿ñoñerías? ¿Qué no es para tanto, compadre? ¿Y le parece poco, compadre?
A pesar de su dureza exterior, el compadre era incapaz de ignorar la tragedia del amigo y compañero de armas, y pensó que en el fondo tenía razón. Por primera vez sintió la afrenta como una deuda propia. No, no era poco, compadre. Después de treinta y cinco años de servicio en la policía lo habían puesto en retiro y sólo le faltaban dos, apenas dos, únicamente dos muertitos para llegar a cien y empatar con el coronel.


PCS
(Los cuentos negros).

domingo, 10 de junio de 2018

LOS CUENTOS NEGROS

De venta en:
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Cuentos negros revertidos en humor negro. Visión satírica, entre risueña y amarga, de los aspectos más siniestros y podridos del poder. El poder en sus múltiples ramificaciones. El poder encarnado en el autoritarismo del estado seudodemocrático, el estado delincuente y sus capítulos represivos. El poder encarnado en las ejecuciones sumarias, en la aplicación rutinaria de medidas que vulneran el derecho de gente, en la impunidad del crimen, la impunidad de la corrupción, el racismo ordinario. El poder manifiesto en el autoritarismo político y el autoritarismo eclesiástico, que se apoyan y se complementan: el poder que se expresa en los privilegios irritantes de la clase dirigente, en el boato y la vida disipada de los príncipes de la iglesia.

     Libro negro sobre fondo negro, pero también un libro de contrastes. Juego de luz y sombra entre unos personajes abyectos y unos seres de excepción, idealistas que sólo viven por la poesía la revolución y el amor, al margen precisamente del poder, en la otra orilla.



viernes, 20 de abril de 2018

ESTA TARDE VI LLOVER

(Un relato del libro Monedas en la fuente)
 Pedro Conde Sturla

     Vagamente recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente haberte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la sonrisa  distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.

 Eran días de lluvia y de infortunio. En aquel tiempo de lluvia adolescente, la diminuta lumbre de las tardes florecía en tus trenzas como una dulce rosa enrevesada. En aquel tiempo, vagamente lluvioso, recuerdo que te amaba y recuerdo que amabas como yo los días de lluvia. Amo los días de lluvia, esos días morosos y cordiales en que el leve contorno de las cosas adquiere una doble presencia en el perfil del agua y la atmósfera de la ciudad se siente densa, cargada de poesía.
     Había algo de magia en la ciudad lluviosa de aquellos días, un aura de misterio, la melancólica lluvia que caía suavemente sobre los mansos atardeceres de abril y finales de mayo, el contraste entre la pesarosa bruma y el encanto de los robles venezolanos de la Avenida Bolívar en flamante explosión de colores a veces malva y azulados a veces. 
     Después de mayo, en cambio, aquel incierto mayo, empezó a percibirse en ese ambiente bucólico, engañosamente apacible, un violento contraste con el toque casi siniestro, el aire reservado de ciertas residencias de lujo, ventanas caídas, puertas cerradas, casonas cerradas que parecían deshabitadas. Una densa impresión patibularia. El terror. Metáfora del terror que invadía los más íntimos espacios. El filo de un terror que cortaba como el hielo. Toque de queda y ley marcial. La cacería humana. La soldadesca del régimen agonizante tumbando puertas y  ventanas, arrestando opositores, torturando, realizando ejecuciones sumarias. El terror en lecho de muerte después de mayo.
     Parecía que el mundo hubiera enloquecido de repente y nos rechazaba de repente con una brutalidad que no habíamos anticipado. El fuego de metralla. El lúgubre movimiento nocturno de las fuerzas de seguridad del estado. El ladrido de los perros.
     De aquella época preservo una imagen trágica en el momento de nuestra despedida en el aeropuerto. Estás tú en esa imagen, tomada del brazo de tu madre, el brazo enlutado de tu madre. El luto de tu madre. El llanto de tu madre. Los grandes ojos rojos encendidos, glaciales y vacíos. Fue un simple adiós entre adolescentes al doblar de la infancia, uno de esos episodios que carecen,  aparentemente, de importancia y sin embargo se graban para siempre y vuelven una vez y otra vez en la vigilia y vuelven en el sueño una vez y otra vez.
     Volví a verte después, muchos años después, durante un breve retorno, cuando ya casi no éramos amigos y casi nos habíamos olvidado. El encuentro fue más bien un desencuentro. Los años y la vida y la distancia hacen cosas terribles como esa. El abismo del tiempo, muchas veces, convierte amigos y amantes en extraños. Se había apagado el eco de nuestras conversaciones y nuestro idilio platónico en la sala de tu casa de la calle Cervantes era cosa pasada, agua pasada. Nuestra relación estuvo siempre circunscrita a ese espacio que ahora estaba abandonado, ahora en venta.  El humo de tu rostro estaba como ausente en el humo difuso de otros rostros. Salvo cosas triviales, no teníamos nada que decirnos.
     Ya no eras la chica de las trenzas ni volverías a serlo. Se había dibujado en tu sonrisa una amargura aleve, y en tus ojos, negrísimos, se había consumido el brillo de otra época, la voz desencantada, tristísima la voz, la chispa que encendían tus palabras. Aparte de ciertos detalles, para quien no te hubiera conocido en tu vasto esplendor, lucías y relucías, pero no eras la misma. Te parecías un poco, lentamente a un otoño. Parecías levemente, dignamente marchita. 
     Algún giro de tuerca, un vuelco del destino te jugó una trastada, convirtió tu carita de rosa encendida en esa grave máscara de soledad, ungida de soledad. Quizás las huellas de un amor incurable.
        Ahora he vuelto a verte y ya no eres. Apenas treinta años y ya no eres ni serás para siempre. Ahora al verte así, perdida entre los sórdidos espacios de la muerte, pienso en días de abril, pienso en la lluvia, la memorable lluvia de aquella adolescencia, pienso en aquellos mansos atardeceres de abril, las veces que juramos que al caer de la tarde, como al caer de la vida, desde las ventanas de tu casa veríamos llover. (Al poeta y amigo Ramón Tejera Rosas, por “El humo de los rostros”).

pcs, santo domingo 23/01/20

miércoles, 11 de abril de 2018

DE LOS CUENTOS NEGROS

DE VENTA EN:
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0
YO ADIVINO EL PARPADEO

EL IMPERATIVO gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo,
con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo.
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones.
Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de
mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante.

(Los cuentos negros).



 EL ANTICRISTO EN PALACIO

SU SANTIDAD hizo a un lado el cálido edredón de plumas de ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano, y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo. El cardenal  Wizchinsky, su ayudante de cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida, compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una
copa vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo  aprobaría, en el mismo trayecto del culo. 

(Los cuentos negros).


MÁS CAFÉ, PORFAVOR,
INFINITAMENTE CAFÉ

EN SU despacho del Palacio de la Esquizofrenia —Cafetería Restaurante El Conde por más señas— Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica. Pide un café.  
El hombre mejor informado de La Ciudad Colonial no compra periódicos: está suscrito al basurero de un edificio de apartamentos, donde tiene apalabreado a un conserje, en un barrio pudiente. Allí los botan sin leer, apenas hojeados, a veces precintados y vírgenes. Con este material bajo el brazo, Gómez Doorly asiste puntualmente a su despacho del Palacio de la Esquizofrenia. Un aire ministerial lo distingue: el aire y el porte ministeriales, la cabeza en alto ministerio, el gesto de tipo ministerial, la formalidad de un ministro, la mirada eventualmente ministeriosa, el rostro siempre alegre. Pide un café, otro café —otro café para la mesa 22—, y empieza el arduo proceso de selección. Minuciosamente hojea cada periódico, todos los periódicos, minuciosamente periódicos. A partir de los recortes de periódicos anotados y subrayados, Gómez Doorly construye la revista Cacibajagua, edición clandestina, con más de 300 números publicados. Cacibajagua es su creación original. Para eso vive. Un café, por favor, más café, infinitamente café.
Ministro, pues, sin sueldo y sin cartera, al servicio de su propia empresa de ideales románticos, Gómez Doorly administra cuantiosos recursos oníricos. Entre la vigilia y el sueño, dirige la Fundación Cultural Cacibajagua, un emporio en miniatura del cual depende la revista homónima, o viceversa. Al frente de la fundación, Gómez Doorly se involucra en múltiples actividades. Organiza encuentros artísticos y literarios, emite boletines de información, promueve espacios culturales y participa en peñas y tertulias en las que se debaten con carácter de seriedad los más espinosos temas. El tema de hoy, por ejemplo, versaba sobre un artículo de Enrique Lengüemime, poeta tangencial de la lengua, en el que éste demuestra con pelos y señales su valor mandinga.
Con singular destreza, Gómez Doorly se maneja en el área de las relaciones públicas y en el terreno diplomático. De esta suerte, en su despacho y sala de redacción del Palacio de la Esquizofrenia, el hombre concede entrevistas, ofrece asesoría gratuita, firma autógrafos, firma convenios, aunque no firma nunca un cheque, y asimismo recibe y agasaja a visitantes distinguidos, distrayendo, apenas, su atención del asunto de los periódicos, que ocupa su más valioso tiempo.
Llega, por ejemplo, el maestro Villegas sin anunciarse y sin cita previa y lo recibe en la silla correspondiente a su alto linaje poético, donde le brinda un trato magnánimo, que es lo único que brinda, y vuelve a leer y subrayar periódicos. Llega Rafael Abréu Mejía y discuten sobre un proyecto editorial y vuelve a los periódicos. Llega Díaz Carela y entablan una conversación soterrada y vuelve, otra vez, a los periódicos. Llega Carlos Lebrón Saviñón y poetizan, declaman, producen rumores que tienen que ver con la poesía y vuelve, nueva vez, a la tarea de leer y subrayar periódicos. Pasa, en fin, por coincidencia, Mariano Lebrón Saviñón y lo distingue con un saludo respetuoso. Abréu, por favor, otro café. Y vuelve Gómez Doorly a los periódicos.
Pero si de repente Gómez Doorly se enfrasca en la escritura de un texto, en un poema, y baja la cabeza y baja la mirada y baja la guardia y se encierra como quien dice metafóricamente en su despacho, entonces ya no está para nadie, no recibe. El ministro no está en este momento, no responde al teléfono ni atiende reclamos. Simplemente no está aunque siga estando. Está fuera de la ciudad. El lunes vuelve. El celular fuera de servicio, la limosina en el taller. Llámelo más tarde, diría la secretaria. Simplemente no
está. Café no, por ahora, ni siquiera café.
Sólo cuando el ministro se recupera del trance y vuelve a la realidad, el despacho cobra vida de nuevo y queda abierto al público. Gómez Doorly gira la cabeza como quien se pregunta qué ha sido del mundo mientras tanto y fija la mirada en la taza vacía de café. Pide un café, la cuenta del café, ordena sus enseres en la valija diplomática. Después se levanta el ministro, se despide de sus colaboradores, sale al Conde, mira el reloj, el chofer como siempre retrasado. Se irá en taxi esta vez, mejor a pie.
Cualquier parroquiano puede ocupar la mesa en este momento y la ocupa, pero el despacho de Gómez Doorly está cerrado, definitivamente cerrado. La mesa ahora es sólo mesa, hasta que el huésped habitual —huésped vital— vuelva mañana. Imprima en
ella su magia. 

(Los cuentos negros).





FÁBULA DEL FABULADOR

LO DE MARQUESA es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana.
El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre como él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición
con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una belleza implacable y de tal modo experta en artes amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control —a sus años— y allí lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató,
mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero en esta ocasión Dato estaba pre venido —ya lo hemos visto— y le soltó un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le
alborotó gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer y dio por terminado el asunto. Pero
la marquesa se repuso en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul.
Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz —su único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza
inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en La Ilíada . Halagó su inteligencia, su vanidad —por supuesto— su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era primero místico antes que sensual y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado del teléfono.
La experiencia del diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono
abierto, por si acaso.
Fue entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora —pensó— le sacaría la sangre,
porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, sin embargo, lo que nadie habría podido imaginarse a esas alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la
cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el golpe —¡Misericordia, Señor, misericordia!— antes de verse arrastrado
al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.

(Los cuentos negros).


PROFUNDO PÚRPURA

SU EMINENCIA Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas,
parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda —la ofrenda de la virgen— y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita, delgadita, bañadita, desnudita —de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo—, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era
un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago —mano
de Dios en cualquier caso— y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa, el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente —boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sábana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el Papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
(Los cuentos negros).





martes, 20 de marzo de 2018

LOS CUENTOS NEGROS

De venta en:
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0
Pedro Conde Sturla


YO ADIVINO EL PARPADEO

EL IMPERATIVO gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo,
con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo.
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones.
Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de
mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante.

(Los cuentos negros).


EL NAZIONALISTA

Pedro Conde Sturla

El nazionalista despertó con el rostro inundado de felicidad. Había tenido un sueño feliz. Había soñado que en la calle Hostos de la Ciudad Colonial se había instalado un asadero haitiano, tipo argentino. Bueno, no exactamente tipo argentino porque los haitianos no asaban sino que eran asados. Vendían allí haitianitos al horno, costillitas de haitianitos a la parrilla, pipián de hígado de haitianitos, patitas de haitianitos a la veneciana, rabo de haitianito encendido, pichirrí de hatianito encebollado, seso de haitianitas a la vinagreta, haitianitas lechales rellenas de alcachofas y trufas.
Y lo mejor de todo, los comensales podían elegir en el muestrario su haitianito o haitianita viva. Allí estaban en vitrinas refrigeradas con las caritas despavoridas y daba gusto verlas. Bastaba señalar con el dedo su preferencia y podía uno ver cómo el encargado la degollaba con una pequeña incisión para que se desangrase lentamente y conservara la textura, en el mejor estilo de la cocina kosher. Luego podía uno sentarse a la mesa y esperar por la comida salpicada con abundante vino chileno.
(Un relato del libro Los cuentos negros)


(mayo 2003).

domingo, 4 de marzo de 2018

MÁS CAFÉ, POR FAVOR, INFINITAMENTE CAFÉ

Un relato del libro Los cuentos negros
Pedro Conde Sturla

En su despacho del Palacio de la Esquizofrenia -Cafetería Restaurante El Conde por más señas- Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica. Pide un café.

EL COLMADÓN DE LOS FURUFOS


            Pedro Conde Sturla
            Un relato de Ritos ancestrales 
            De venta en:
            http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

A la grata memoria de Joselín Miniño.

         El Filósofo adopta un aire entre ecuménico y paternalista y pide calma y pide moderación y pide orden y pide una soda amarga y pide hielo frío, bien frío, con una voz rasgada y cordial que quiere ser autoritaria, pero el dependiente del colmadón no se da por enterado y el Filósofo vuelve a reclamar hielo frío, bien frío, por favor hielo frío, y una silla y un vaso para el ingeniero que acaba de llegar. Siéntese, por favor, ingeniero, y toma un respiro y toma un trago corto y toma de nuevo la palabra y reanuda el tema de la revolución francesa, el papel de los furufos en la revolución francesa. Robespierre, por ejemplo, era un furufo, un don nadie, un carajo a la vela, un descastado. Y Marat otro furufo. Y Danton más furufo. Furufos todos y fusiladores.

CRÓNICAS TARDÍAS DESDE EL PALACIO DE LA ESQUIZOFRENIA

Pedro Conde Sturla

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El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.
Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada,  incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.

TRES MONEDAS EN LA FUENTE

Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla

Parecería, Palma, que al correr de la vida -al paso de las horas,  los días, los decenios-, tu imagen se alimenta de esa informe, esa leve y aleve materia que es el tiempo. Te veo allí sentada, aún te veo, sentada casualmente, platicando sonriente con Ennio aquella tarde, en un abril remoto que casi ya no ocupa lugar en la memoria.

Era la vieja Roma, eran los años jóvenes -mis años de estudiante- los cines de segunda, los sueños de primera, los amoríos fugaces, los paseos nocturnos por el Pincho, las parejas de amantes a la luz de la luna.
Era la época de la guerra ominosa de Vietnam y las protestas masivas de estudiantes y obreros, eran los meses finales de mi estadía romana, Hemingway y Pavese, la tesis que escribía sobre el primero. Era el grupo de amigos y amigas que los años y la distancia se han tragado y era Palma Ferrante en la casa de Ennio y era La Niña Veras -la paisana-, que compartió conmigo lo de Palma.

DE MONEDAS EN LA FUENTE

Pedro Conde Sturla

Esta tarde vi llover
VAGAMENTE recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente ha­berte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la son­risa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.

domingo, 31 de diciembre de 2017

El humo de los rostros

    
        Pedro Conde Sturla
                                                                                  
     No había, en principio, mucho en común, salvo unos viernes de cerveza en el colmado D’León, detrás del Hotel Continental. Cerveza y poesía -ya se sabe- con música para ver pasar a las muchachas. Ramón Tejera Rosas, el escurridizo, fue paradójicamente el factor aglutinante. La amorosa tertulia en torno a un poema suyo, dio sentido a aquellas tardes bohemias. ¿Que otra cosa podían hacer, juntos, dos poetas de mala leche y un critico de mala fama? Poetizar, criticar, cervecear y fumar.
     Poco a poco, en el humo de infinitos cigarrillos había ido tomando cuerpo la idea de “El humo de los rostros”: una publicación conjunta, partiendo del titulo y del poema de Ramón Tejera Rosas. Corría el año de 1989, los últimos meses de 1989.

sábado, 19 de agosto de 2017

CAPERUCITA ROJA

(versión popular)
Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla

Caperucita Roja llega a casa de la abuela y se encuentra al lobo feroz vestido de abuela y le pregunta, abuelita, y esos ojos tan grandes, y el lobo responde, para mirarte mejor. Después le pregunta, abuelita, y esa boca tan grande, y el lobo le responde, para besarte mejor. Finalmente le pregunta abuelita, y ese rabo tan grande, y el lobo feroz se sonríe torcidamente y le dice, je, je, ese no es el rabo.



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