domingo, 5 de mayo de 2019

UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL (la novela)




Pedro Conde Sturla
Uno de esos días de abril
Santo Domingo,República Dominicana2016
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRILPedro Conde Sturla pedrocondestur@gmail.com pinchepedro65@yahoo.esPrimera edición, 2012Segunda edición, 2013Diagramación: Yris CuevasPortada: Gustavo Fermín Brens / Carla Brea Caricatura: Harold Priego©Pedro Conde Sturla, propietario de todos los derechos.ISBN-13: 978-1511839884 ISBN-10: 1511839880
Índice
Sábado, 24 de abril, 1965. . 13
En el palacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
El camino de Santiago. . 29
El puente. . 35
Los vencidos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
Los vencedores. . 45
La fortaleza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
El asalto al cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
El botín. . 75
Uno de esos días de abril. . 79
El repliegue. . 83
La trinchera del honor. . 89
La debacle. . 95
La solución final. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
Un antes y un después. . 111

a la grata memoria de amadeo conde sturla,
el camarón, y de alfredo conde pausas.

“Hay una dignidad que el vencedor
no puede alcanzar”.
Jorge Luís Borges



13
Sábado, 24 de abril, 1965
La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonudas
que he conocido. Tenía que serlo desde el momento
en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en
fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino.
Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jovencita,
viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole
en cierne.
Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48,
donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pichardo:
una amplia sala abarrotada de muebles de caoba,
vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados
de cachivaches, un espacio discreto a manera de
oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada
que comunica por afuera las habitaciones contiguas de paredes
ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y
pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la
cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso
todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta,
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una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un
perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba
como en un número de circo.
Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente
repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar
preferido de encuentro- estaba siempre invadida por multitud
de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes
de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los
compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los
compañeros de los hijos. La casa de la viuda –convertida
en comando de la viuda– era un lugar surrealista semejante
a un andén, una estación de tren o de aeropuerto,
recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente
armados y a deshora en aquellos días de la guerra.
En la casa de la viuda podía pasar cualquier cosa y en
efecto pasaba. Cuando la situación era normal, dentro
de la anormalidad de la situación, la viuda se desgastaba
alegremente, faenando en la cocina, preparando comida
como para un batallón y escuchando a veces a su segundo
hijo, Nicolás, en el piano, rodeado de admiradoras. Nicolás
interpretaba a menudo, o más bien maltrataba El
lago de Como, una de sus melodías favoritas, a la cual
atribuía gran valor afrodisíaco. Pero lo de Nicolás podía
ser una pantalla, una distracción a veces, para disimular o
despistar.
En la discreta oficina, casi al lado, se lleva a cabo en
estos momentos una reunión a puerta cerrada del Comité
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Central del Partido Socialista Popular, PSP, con participación
de los hermanos Docoudrey.
La solemnidad y el hermetismo de los cuadros dirigentes
contrastan con un bullicio, al extremo de la sala, donde
tiene lugar otra reunión, aunque de carácter abierto, numeroso
y vocinglero, típico de los miembros de la Comisión
de Cultura, que dirige Silvano Lora, aunque Silvano
no está presente.
La mesa del comedor reúne a una docena de compañeros
y sobre todo compañeras que trabajan en la compaginación
del último número de El popular, órgano del Partido
Socialista Popular. El nombre le queda largo a un folleto que
suma cuatro páginas mimeografiadas en total. Igualmente
pretencioso es el logotipo en grandes caracteres rojos, ostentosamente
comunistas.
A mano doblan los ejemplares, los empaquetan en paquetes
pequeños y los distribuyen entre los responsables
de venta de la zona de guerra, donde no hay riesgo alguno,
salvo los riesgos propios de la guerra. En cambio las compañeras
se juegan el pellejo en la tarea. Ellas ocultan los paquetes
entre las ropas íntimas y los pliegues y repliegues de
sus anatomías y se marchan a cumplir la difícil misión de
burlar el cerco militar, el infame cacheo, y poner a circular
los periódicos en territorio enemigo, que era el país entero,
con excepción de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva y
unas pocas cuadras al norte de la Avenida Mella.
Momentáneamente, el acceso al patio está terminantemente
prohibido por órdenes del Gallego, y la prohibi16
ción se justifica. En el área de la carbonera, junto al perro
prieto que mira con interés, se instruye clandestinamente
a unos combatientes imberbes en el uso, arme y desarme
y reparación de armas de fuego. Ahora el Gallego tiene en
sus manos una piña, una granada de fragmentación francesa
de color amarillo, desatornilla la espoleta del artefacto y la
enseña como trofeo, lanza al ruedo la granada desactivada
y la sangre de los combatientes imberbes se congela en sus
venas. Es inofensiva, dice, podemos jugar pelota o football
con ella. Luego procede a rearmarla con su envidiable pulso.
La operación no carece de riesgo, no es inofensiva. Si fallara
en el trámite, volarían todos.
La viuda pide ayuda para pelar unos plátanos y un
compañero con autoridad, entre los que compaginan periódicos,
señala a otros dos para que se ofrezcan de voluntarios.
De repente un obús de mortero revienta en el techo
de una casa vecina y se escucha un pesado tableteo de metralla
proveniente de las líneas del ejército imperial, luego
la débil respuesta de nuestras armas en la periferia de la
zona de combate. Inmediatamente se produce una movilización
general, Nicolás cierra el piano y agarra el fusil, las
admiradoras desaparecen y los demás combatientes toman
sus equipos bélicos, en minutos regresan a sus puestos en
los comandos de la resistencia. Un corre y corre.
Los compañeros del Comité Central continúan, en
cambio, su reunión sin inmutarse. Era el pan de cada día,
lo mismo daba quedarse que reunirse en cualquier otro
lugar bajo fuego de mortero, y el comando de la viuda
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daba ciertas garantías en aquella antesalita con puertas y
ventanas cerradas.
La viuda se acontece, se queda acontecida, desolada,
pensando en la comida que estaba casi lista, y va a la habitación
a cambiarse el vestido blanco –su uniforme de trabajo–
por uno más elegante con ramos y flores que usaba,
extrañamente, en ciertas ocasiones a manera de resguardo,
pensaba yo.
Las tropas del imperio norteamericano jugaban con
nosotros al gato y al ratón. Venía una comisión de la OEA
de vez en cuando, en representación del imperio, y dialogaba
con el estado mayor en el edificio Copello de la calle
El Conde, es decir, con el estado mayor, del presidente
Caamaño y los ministros del gobierno constitucionalista.
La comisión negociaba la rendición en términos humillantes
y el estado mayor y el presidente y los ministros no
aceptaban, se negaban y se negaban. Luego la comisión se
retiraba placidamente con su escolta, bajo la supervisión
de nuestras tropas. Temíamos que algo extraño, algo ajeno
a nuestros designios pudiera pasarles. Los flamantes delegados
de la OEA, los negociadores de la paz en nombre
del imperio, los miembros de la comisión ad hoc quizás
no lo sabían, pero eran material gastable, prescindible. El
imperio los habría sacrificado en caso necesario, como a la
tripulación negra del acorazado Maine en la Habana o a
los marines de Pearl Harbor, con tal de fabricar el pretexto
para una “causa justa” y jodernos tramposamente.
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Algún tiempo después de las negociaciones -ya era rutina-,
las fuerzas del imperio nos castigaban religiosamente
con lluvia de morteros, fuego de cañones y metralla, a
veces un pase de feria de helicópteros artillados, veinte o
treinta helicópteros con capacidad para reducir la zona a
un infierno, amén del capítulo de francotiradores que nos
cazaban como conejos desde el imponente edificio de Molinos
Dominicanos en la margen oriental del río, el fluente
Ozama.
La guerra, sin embargo, había comenzado con mejores
auspicios. Un sábado, 24 de abril de 1965, apenas después
de mediodía, o más bien entre la una y las dos de la tarde,
la voz tonante y detonante de José Francisco Peña Gómez
–el mayor dirigente de masas en la historia nacional– había
inundado la radio con una proclama insurreccional,
llamando a deponer el gobierno de facto y reponer el gobierno
legítimo de Juan Bosch y la constitución de 1963.
La conspiración contra el gobierno de facto, el llamado
Triunvirato de dos personas (porque uno había renunciado),
con el fatídico Donald Reid Cabral a la cabeza,
venía de lejos y había sido descubierta por los servicios
de seguridad del régimen. El jefe de las fuerzas armadas
intentó, personalmente, llevarse la gloria, la dudosa gloria
de desarticular el movimiento, y en un alarde de bravuconería
se presentó con un séquito de oficiales y soldados en
el campamento militar 16 de Agosto y puso bajo arresto a
varios cabecillas. Pero no contó con la reacción del capitán
Peña Taveras, el más radical entre todos los soldados radi19
cales en ese momento. Peña Taveras se insubordina al frente
de otros compañeros de conspiración, se declaran en
rebeldía y empuñan las armas contra sus superiores. Tras
un breve intercambio de disparos y palabras altisonantes,
los captores son reducidos a la condición de cautivos. En
el bautismo de fuego, y de sangre, cae herido de muerte
un oficial del bando gobiernista, apodado Nivalito. Es,
quizás, el primer muerto de la guerra, uno de los muchos
muertos de la guerra. El gesto heroico del insubordinado
capitán Peña Taveras había dado inicio a la insurrección
constitucionalista. Así comenzó todo.
El anuncio precipitado y jubiloso de Peña Gómez en
el programa radial Tribuna Democrática del PRD, ocurría
poco tiempo después de estos acontecimientos, cuando el
mismo capitán Peña Taveras lo llamó por teléfono para
darle una información escueta, necesariamente escueta y
alucinante. Que oficiales de las fuerzas armadas, coño, respaldados
por los alistados del campamento 16 de Agosto,
coño, habían hecho prisioneros al Jefe del Estado Mayor
y su escolta, coño, y se habían levantado en armas para
derrocar, coñazo, al Triunvirato. Tropas de elite del campamento
27 de Febrero de la Marina de Guerra, al mando
del Coronel Montes Arache y sus hombres rana se unirían
en breve al movimiento.
La noticia corrió, literalmente, como corre la pólvora y
sacudió al país con la intensidad de un terremoto. La gente
de la capital y otras ciudades tomó las calles como quien
dice en pie de guerra, con el caudal de un río desborda20
do, manifestando su vigoroso apoyo y reclamando a gritos
el retorno de Bosch a la presidencia y la constitución de
1963. El coro de consignas –millares de voces en concierto–,
era ensordecedor.
Muchos recuerdan ese día como el inicio de una especie
de renacimiento espiritual del pueblo dominicano.
De golpe, sí, de golpe, retoñaron las ilusiones brutalmente
tronchadas por el cuartelazo contra el gobierno de Bosch y
el posterior levantamiento y sofocamiento de las guerrillas
del indomable Movimiento Revolucionario 14 de Junio,
los catorcistas del 1J4.
Jóvenes oficiales y soldados asumían esta vez su papel
como garantes del orden constitucional y nacional, junto
a la inmensa masa de civiles provenientes, sobre todo, del
Partido Revolucionario Dominicano, el PRD, el partido
que Bosch había fundado en sus casi treinta años de exilio
y que lo había llevado, brevemente, al poder, aparte de la
izquierda intransigente que se había integrado en cuerpo
y alma al proceso. Para muchos, el mensaje de esa tarde
en la conocida voz perfectamente timbrada de José Francisco
Peña Gómez, flamante Secretario General del PRD
parecía haber descendido del firmamento con su llamado
a insurrección.
Esa misma tarde, un grupo de civiles y militares ocuparon
a Radio Santo Domingo, la emisora oficial del gobierno
que ahora serviría, transitoriamente, a una causa
noble, transmitiendo a los cuatro vientos un programa
incendiario en el que se exhortaba a la nación a apoyar
21
el retorno a la constitucionalidad, la democracia. Tropas
leales al Triunvirato recobraron la emisora que luego caería
de nuevo en nuestras manos. Más adelante sería el escenario
de casi tres semanas de fieros y desiguales combates
en los que los defensores se jugaron el todo por el todo.
Combates que los bragados locutores narraron minuto
por minuto, en directo y en vivo, hasta el último minuto,
hasta que la obstinada resistencia fue doblegada por tropas
criollas azuzadas por los invasores. A golpes de bazuca la
doblegaron, a golpes de cañones y tanques –y metralla de
la fuerza aérea de San Isidro.
La mayoría de los miembros de las células universitarias
del PSP nos congregamos espontáneamente en la casa
de la viuda Pichardo y de inmediato recibimos instrucciones
de tirarnos a la calle, pintura en mano, llenar la ciudad
de letreros, infinitos letreros y una consigna aterradora:
Armas para el pueblo, PSP.
Por experiencia sabíamos que la propaganda política
colocada en las esquinas de las casas, en el cruce de las
calles, tiene un efecto multiplicador, y la pintura roja multiplicaba
el efecto. Un día después no había casi un espacio
en la ciudad donde no resaltara la dichosa consigna. Armas
para el pueblo, Armas para el pueblo y armas para el pueblo,
PSP. De hecho, las armas comenzarían a fluir desde temprano,
más temprano que tarde.
En el curso atropellado y a veces confuso de aquellos
acontecimientos, el corrupto y cobarde Reid Cabral diri22
gió por todos los medios a su alcance una triste, lastimera
alocución, un ultimátum que sería prácticamente la última
medida de su desgobierno, dando un plazo a los rebeldes
para deponer las armas, amenazando y conminando en
vano a la rendición. El toque de queda, impuesto por su
vocecita y gobierno tambaleantes, por nadie fue respetado.
23
En el palacio
Al amanecer de un nuevo día, el domingo 25 de abril,
soldados rebeldes, constitucionalistas, al mando del
coronel Hernando Ramírez, entre otros, abandonaban los
cuarteles y tomaban sin resistencia una parte considerable
de la margen occidental de la ciudad junto a las masas
perredeístas y militantes de la izquierda revolucionaria. La
cabecera del puente Duarte, una amplia plazoleta a orillas
del río Ozama, se pobló de una multitud intransigente,
y fue reforzada con piezas de artillería en prevención de
un ataque de tropas gobiernistas de la base militar de San
Isidro, como en efecto ocurrió dos días después
En el transcurso de la jornada los constitucionalistas
ocuparon el palacio de gobierno, depusieron y arrestaron
cortésmente a los dos Triunviros, eligieron como presidente
provisional a un eminente cabecilla civil, que durante la
malograda experiencia democrática de Juan Bosch había
estado al frente del senado, y se reunieron con delegados
de las principales fuerzas beligerantes. El Triunvirato no
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tenía dolientes ni parientes más que en la derecha cavernaria
de San Isidro, sede del CEFA, el temido Centro de Enseñanza
de las Fuerzas Armadas, que disponía de tanques, artillería,
infantería y aviación, pero incluso la caverna de San
Isidro, con el cavernícola general Elías Wessin y Wessin a la
cabeza, estaba dispuesta a tranzarse, a negociar una fórmula
de compromiso que no incluyera el retorno de Bosch.
Cuando el coronel Hernando Ramírez y los demás
constitucionalistas dejaron claramente establecido que ni
el regreso de Bosch ni la constitución de 1963 serían objeto
de negociación, la caverna de San Isidro rompió las
hostilidades con un ataque de la fuerza aérea al palacio
donde todavía se encontraban varios de sus representantes.
El golpe constitucionalista, que prometía en principio
ser rápido e incruento, se había convertido de golpe en el
escenario de una mayúscula confrontación.
Desde unas horas antes de este inesperado acontecimiento,
mientras los oficiales constitucionalistas y los delegados
de la caverna se ponían en desacuerdo al más alto
nivel, un grupo heterogéneo de perredeístas e izquierdistas
merodeábamos con curiosidad por los pasillos y salones del
mismo Palacio Nacional, la sede del gobierno, que se había
convertido en tierra de nadie. Ni en sueños habíamos
previsto que alguna vez entraríamos a ese lugar y mucho
menos en olor de multitudes. La cantina había sido saqueada
por integrantes de la masa que nos había precedido
o quizás por los mismos que la administraban, y se veía
un reguero de papeles, cajas y sillas volteadas por todas
25
partes. Reinaba allí un silencio, un desorden relativamente
apacibles y poca seguridad, edecanes educadísimos que no
se metían con nadie y que acaso advertían gentilmente que
no pasáramos de tal sitio, que no violentáramos las entradas
de los despachos ejecutivos, que en el segundo piso se estaba
negociando y todo volvería, mañana, a la normalidad.
En el recorrido casi turístico alcanzamos a ver al fondo
de un pasillo a dos soldados palaciegos que custodiaban
una puerta, detrás de la cual se escuchaban voces para nosotros
conocidas, ignominiosamente conocidas. Al rato la
puerta se abrió y dejó pasar a un camarero con una bandeja
que sostenía con los dedos de la mano izquierda a la
altura de la cabeza y fue entonces que vimos lo que vimos,
los vimos claramente, vimos a los dos triunviros, charlando
despreocupadamente y sirviéndose bebidas de la bandeja,
comiendo aceitunas y otras picaderas, degustando un
aperitivo y brindando en deshonor a sus muertos.
Varios de los turistas de izquierda eran catorcistas, militantes
del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, el
1J4, y tenían malas pulgas. En sus rostros se dibujaba un
sentimiento de rabia e impotencia que los demás compartíamos.
Los compañeros del 1J4 habían pagado un
pesado tributo de sangre luchando contra el Triunvirato.
En el alzamiento de Manaclas y los demás campamentos
guerrilleros habían perdido a más de treinta combatientes,
incluido el máximo dirigente, y en la resistencia urbana
otros tantos, quizás más, la flor y nata, la crema de la juventud
revolucionaria.
26
El indignante cuadro de los triunviros que charlaban
y comían despreocupadamente nos provocó una sublevación
de los sentidos, la sangre hirviendo en las venas. Una
sola idea cruzaba entonces por nuestras cabezas: acercarnos
disimuladamente y sorprender a los guardias, desarmarlos
y entrarles a tiros al par de hijos de putas que custodiaban,
pero los guardias al parecer leyeron nuestras intenciones,
las interpretaron claramente y nos hicieron señas de mantener
la distancia. Portaban metralletas de paracaidistas, de
una marca para mí desconocida, y no venía al caso desafiarlos
a mano pelada.
Cuatro de los compañeros catorcistas y uno del PSP se
alejaron del grupo y entablaron una conversación soterrada.
Unos minutos después nos llamaron discretamente y
preguntaron si estábamos dispuestos a todo. De hecho
estábamos dispuestos a todo, pero no sabíamos lo qué
era el todo. Los compañeros informaron que había una
posibilidad, aunque remota, de conseguir armas cortas.
Ellos irían en procura de las armas mientras nosotros
permanecíamos merodeando, vigilando, haciéndonos los
desentendidos, pero con ojo avizor. La otra parte del todo
consistía en neutralizar, después de la llegada de las armas,
a los custodios de la puerta a punta de pistola y ajusticiar
piadosamente a los triunviros. La emoción ahora nos
embargaba.
Pasó una hora y otra hora y los compañeros no llegaron,
nunca llegaron, se habían perdido en la madeja de los
acontecimientos de ese día. Pero nosotros entonces no lo
27
sabíamos y seguíamos esperando, tercamente esperando.
Fue una carrera contra el tiempo que perdimos. Ni el
tiempo ni las circunstancias estaban a favor. Cuando
escuchamos el peculiar sonido de unas aspas, chop, chop,
chop, comprendimos que se iban a salir con las suyas.
Un helicóptero bajó a recoger a los triunviros y se elevó
de inmediato, los vimos elevarse, ausentarse, con un
sentimiento indefinido de frustración, fuera del alcance de
nuestras manos y de la justicia. Aquel par de miserables, de
viejos morirían, disfrutando de la inmensa fortuna robada
que legarían a su progenie y con honores de estadistas.
Unos minutos más tarde se producía el sorpresivo ataque
de los aviones de San Isidro al palacio. Escucharíamos
primero un lúgubre ronquido, como si de repente se estuvieran
descorriendo las puertas del infierno. Era el sonido
más siniestro que había oído, y provenía en efecto del infierno,
de las infernales voces roncas de los aviones artillados
con ametralladoras de gran calibre, sin mencionar el
silbido de los cohetes o bombas que arrojaban.
Los proyectiles de ametralladoras dejaron unos surcos
en los jardines del palacio y apenas rasguñaron las paredes,
y provocaron desde luego una estampida de los civiles
y militares que allí estaban congregados. Las bombas
también impactaron en el área del jardín, pero el brutal
estallido generó una onda expansiva que sacudió todos los
alrededores. Dos militares rezagados, entre los que corrían
a refugiarse en el palacio, fueron alcanzados antes de ganar
la puerta y quizás nunca supieron lo que les pasó. La furia
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los catapultó, los reventó en el acto contra el techo de la
marquesina. Cuando abandonamos el lugar yacían lastimosamente
al pie de los escalones en un charco de sangre,
aplastados y descoyuntados, ajenos para siempre a todo en
la extrema soledad de la muerte.
El impacto de aquellas bombas fue devastador en el
ánimo de muchos constitucionalistas y lo que se produjo
a continuación fue como un concierto de incertidumbre,
una desbandada en regla, si acaso tienen reglas las desbandadas.
Algunos uniformados cambiaron, literalmente, las
armas por un traje de civil y desaparecieron del escenario.
Algunos civiles se fueron sin deshonor a sus casas y otros a la
embajada norteamericana para congraciarse con el imperio,
con las gracias terrenales del imperio, llorando a lágrimas
vivas y traicionando la causa con acusaciones falaces.
Incluso el coronel Caamaño, uno de los oficiales de
elite que encabezaba el levantamiento, el valiente coronel
Caamaño flaqueó en ese momento. Se sintió anonadado,
desconcertado, derrotado quizás, se asiló en la embajada
de Ecuador una noche, solo una noche que lamentaría durante
el resto de sus días. Por esa debilidad se castigaría a
sí mismo llamándose cobarde frente a sus compañeros de
armas en voz alta (su primo Claudio Caamaño y el coronel
Montes Arache) cuando fueron a buscarlo para que obedeciera
al llamado de las armas. Pero nunca más volvería a
flaquear en su vida el coronel Caamaño.
29
El camino de Santiago
La casa de la viuda Pichardo se había convertido en un
hervidero humano aquel lunes de abril, el 26 de abril.
Gente que entraba y salía desorientada, nerviosa, sin saber
a qué atenerse, sin entender lo que estaba pasando ni lo
que podía pasar más adelante.
Los izquierdistas no confiaban en los militares constitucionalistas
que, en mayor o menor medida, habían formado
parte del aparato represivo de la tiranía trujillista y
del mismo Triunvirato, y los militares no podían ver ni en
pintura a los izquierdistas, que se habían forjado al calor
de la revolución cubana, pero la traicionera ofensiva de la
aviación daría en breve un giro inesperado a los acontecimientos
y a las relaciones entre unos y otros. Desde el día
anterior los ataques se habían extendido a todos los puntos
de importancia estratégica donde los constitucionalistas se
habían hecho fuertes, incluyendo los campamentos militares
insurrectos, y habían desencadenado de inmediato el
inicio de la resistencia popular, la construcción masiva de
30
barricadas, la organización de la defensa, la fabricación de
cocteles de la famosa marca molotov, la radicalización de
las proclamas radiales, la radicalización de la lucha.
Los heroicos pilotos de San Isidro comenzaron entonces
a masacrar a la población civil, causando estragos, sobre
todo, en los barrios populares de la parte alta, donde
las viviendas de madera y techo de zinc se desplomaban
bajo el fuego de metralla y ardían como piras, y también
en la Ciudad Colonial donde los techos antiguos de las
casas no resistían el impacto de las aterradoras balas de
impresionante calibre. Entre las primeras víctimas había
niños y niñas, amas de casa. Nadie era inocente para los
heroicos pilotos de San Isidro.
Los civiles desconfiaban, sobre todo, de la policía, la
Policía Nacional, que durante el Triunvirato había realizado
los peores atropellos, y que en aquellos momentos no
parecía manifestarse ni a favor ni en contra del movimiento,
pero mantenía en alto el espíritu represivo, tratando de
preservar un orden, una autoridad que ya nadie reconocía.
Cuando los miembros de un carro patrulla intentaron,
arbitrariamente, en plena calle El Conde, tomar preso al
distraído compañero Asdrúbal Domínguez (un prestigioso
dirigente estudiantil del PSP), una turba lo impidió a
pedradas y balazos y el carro patrulla de la policía salió
muy maltrecho del episodio, se dio a la fuga.
Para peor, en un gesto de abierto desafío, un grupo de
cabezas caliente del PSP rompió la puerta de vidrio, las
31
vitrinas de vidrio relucientes del local del periódico Prensa
Libre, el órgano de la reacción por excelencia al servicio
del Triunvirato y los peores intereses. Su director era el periodista
más odiado y abominable del país, Rafael Bonilla
Aybar, alias Bonillita, una basura humana que alguna vez
había celebrado con infinito júbilo en su programa radial
el asesinato de Manuel Aurelio Tavares Justo y sus compañeros
de armas después de haber sido hechos prisioneros a
raíz del levantamiento contra el Triunvirato en Manaclas.
Bonillita había salvado milagrosamente la vida unas horas
antes escapando a pie de una persecución de masas que le
pisaban los talones para lincharlo cristianamente, cosa que
evitó cuando logró ingresar a la embajada de sus amos.
Bonillita no estaba allí, lamentablemente. Estaba
Prensa Libre en su magnifico local, con oficinas despampanantes
para los altos ejecutivos y secretarias de lujo y
aire acondicionado central. Las maquinarias de primera,
nuevas, supermodernas, la rotativa de última generación
más flamante del país, todo perfectamente limpio, pulcro
y aceitado. Un patrimonio que a mi juicio, había que preservar
a toda costa.
Cuando mis vandálicos compañeros del PSP, que no
veían más allá de sus narices, arrojaron gasolina y periódicos
y prendieron fuego a las maquinarias, intenté apagar
el incendio y alertar contra el despropósito, contra la imprevisión
de reducir a cenizas una imprenta que nos habría
debido servir más adelante. Pero la mayoría de los compañeros
del PSP, sobre todo un corpulento abogado san32
tiaguero, no veían –como dije–, más allá de sus narices, más
allá de aquel momento, de aquel día, y me sacaron a empujones
y a cocotazos, como muchacho al fin medio malcriado,
coño. Luego llorarían lágrimas de sangre por estúpidos.
Durante el incendio, que fue grande, sólo lamenté que
Bonillita no estuviera en el medio. Él se merecía el infierno
que había creado participando en el derrocamiento del gobierno
democrático de Juan Bosch, y en los innumerables
crímenes de los cuales se había hecho cómplice.
La reacción de los militares constitucionalistas contra
los ataques de la aviación no se hizo esperar. Más temprano
que tarde comenzaron a proporcionar armas para
el pueblo y se inició un nuevo capítulo particularmente
violento: El asalto a los cuarteles policiales y varias grandiosas
jornadas de glorioso batallar. Fue, sin duda, la más
sangrienta etapa de la guerra.
El asalto a los cuarteles policiales se realizaba con todos
los medios disponibles, que no eran muchos, a veces con
piedras y palos y bombas molotov y pocas armas de fuego,
a veces a puros cojones. En general los policías no oponían
mayor resistencia y entregaban sus armas alegremente, sobre
todo en la medida en que más armas caían en manos
de insurgentes. Otros, excepcionalmente, fueron protagonistas
de episodios de resistencia y valor a toda prueba, y
en el trámite dejaron el pellejo. Los muertos se contaban
por centenares, la ciudad olía a sangre, el olor a vinagre
rancio y podrido, que es olor de la muerte y de la sangre, y
la aviación continuaba castigándonos duramente.
33
Pronto desaparecía la desconfianza entre los principales
y más radicales actores de la contienda y se producirían
cambios de lealtades políticas y alianzas coyunturales entre
militares, comunistas, perredeístas e incluso trujillistas.
Ante el incesante acoso de la aviación de San Isidro, un
grupo de veteranos pilotos que alguna vez habían servido
a un régimen de oprobio, se prestaron a realizar una operación
temeraria que hubiera cambiado en breve, o quizás
precipitado, el curso de los acontecimientos. Con la complicidad
de un sargento mayor de la base aérea de la ciudad
de Santiago, intentarían tomar unos aviones para devolver
el golpe a los agresores, golpe por golpe. La operación,
dirigida y organizada por un prestigioso trujillista, el célebre
y celebrado Vincho Castillo, contaba con el apoyo
casi simbólico de dos clandestinos comunistas del PSP y
terminó en un fracaso mayúsculo, rotundamente fracaso.
En el momento crucial, el sargento mayor de Santiago se
plumeó, se acobardó, y la complicidad se tradujo en traición
y en orden de arresto para los pilotos. El prestigioso
trujillista y los clandestinos comunistas pudieron escapar,
pero los pilotos fueron hechos prisioneros y enviados a San
Isidro. Durante varios meses nadie apostaba un centavo
por sus vidas.
Del prestigioso trujillista no volvió a saberse en mucho
tiempo, no dejó ni señales de humo. Volvió a aparecer en
olor de santidad en el gobierno del Dr. Joaquín Amparo
Balaguer Ricardo, el verdugo de los constitucionalistas,
impuesto por las tropas de ocupación del imperio durante
34
doce años, aunque jugó un papel moderado frente a la
barbarie.
En general, la vida estaba desvalorizada en esos días.
Desde el momento en que los constitucionalistas se negaron
a transigir con los gorilas de Wessin, los agentes
del imperio empezaron a mover los hilos de una trama
siniestra para ahogar en sangre a los miembros del movimiento
constitucionalista. Sólo se trataba de ganar tiempo
para desatar contra nosotros todos los perros de la guerra
del mencionado complejo militar de San Isidro, el temido
CEFA (Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas),
que integraba unidades blindadas, artillería, infantería y
aviones artillados para la masacre.
35
El puente
En la plazoleta del puente Duarte reinaba una gran
agitación desde las primeras horas del domingo 25
de abril. Hombres y mujeres, muchachos, niños y viejos
empezaron a congregarse en el lugar hasta formar la impresionante
muchedumbre que permaneció día y noche,
a sol y sereno, en actitud desafiante ante las fuerzas del
CEFA, que se encontraban a cierta distancia en la margen
opuesta, y ante los aviones que sobrevolaban la zona continuamente.
Durante la madrugada del mismo domingo, al amparo
de la confusión y las sombras, un grupo de artilleros del
ejército se estableció en posiciones estratégicas con piezas
de artillería más o menos pesadas: unos infelices cañones
Krupp alemanes de edad provecta y dos o tres ametralladoras
de calibre .30 y .50. Con esas pocas armas y el apoyo de
las masas enfrentarían la embestida de aviones y tanques.
Eran soldados jóvenes y entusiastas, al mando de jóvenes
oficiales de carrera, entre los que recuerdo a un gordito
de carácter jovial que parecía inofensivo. El teniente Mi36
chel Peguero. Creo que estaba al frente de las tropas y era
valiente como abeja de piedra, al igual que sus compañeros
de armas.
Nunca entendí por qué habían emplazado dos de los
cañones al descampado en medio de la plazoleta, expuestos
al fuego enemigo, pero yo no estaba en esos momentos
para entender tácticas militares, sino para agitar y escribir
consignas pidiendo armas para el pueblo con mis compañeros
del PSP.
A eso de las siete de la mañana llegaron refuerzos. Toda
una compañía del ejército nacional que quedó al mando
del teniente Elías Bisonó Mera, un personaje heroico que
dejaría su vida en el combate.
Una de las primeras medidas que se tomaron fue bloquear
el puente atravesando dos camiones de transporte
de caña para dificultar el paso de los blindados y las tropas
de infantería. Los primeros enfrentamientos se produjeron
de inmediato, con esporádicos intercambios de artillería
desde uno y otro lado del río, casi como ejercicio de rutina
entre soldados de la misma escuela para afinar la puntería.
Mientras tanto, una serie de sangrientas escaramuzas se sucedían
sin interrupción en los alrededores. La dotación de
un cuartel de la policía, desde el cual dispararon contra los
civiles, fue masacrada literalmente, y los policías muertos
en otros encuentros se contaban por docenas.
Pero el verdadero inicio de la confrontación ocurrió
a mediados del martes 27 con un episodio devastador y
sorpresivo. Los aviones, que durante dos días habían so37
brevolado rutinariamente el lugar, tomaron altura y se organizaron
de repente en formación de combate y cargaron
en picada sobre la multitud, soltando bombas, cohetes y
metralla, reventando seres humanos (que desde el aire parecerían
hormiguitas) como si fueran globos de feria.
Subieron y bajaron en picada una vez y otra vez, masacrando
a la población y creando un pánico infinito, inutilizaron
los dos cañones colocados románticamente al descampado
en la amplia plazoleta, que ahora estaba sembrada
de cadáveres, y descojonaron la primera línea de defensa.
Al cabo de ese duro, interminable castigo o ablandamiento
(como se dice, eufemísticamente, en jerga militar),
cerca de las dos de la tarde se inició el asalto de las temidas
fuerzas del CEFA. Una columna de blindados (tanques e
infantería), avanzó pesadamente a través del puente.
La resistencia fue tan obstinada como inútil. El fuego
de los cañones y ametralladoras provocó destrozos en las
casas y edificios donde se habían parapetado las demás
piezas de artillería, el espantoso incendio de una gasolinera e
incontables víctimas entre los combatientes. Nada se resistía,
en ese espacio abierto, a la feroz ofensiva de las hordas del
CEFA, y al poco tiempo los constitucionalistas empezaron
a batirse en retirada, internándose en el populoso barrio de
Villa Francisca. Otra línea de defensa había sido arrollada.
Pero las bajas eran significativas en ambos bandos. El
teniente Bisonó Mera, un temerario, había empuñado desde
el primer momento del combate una de las ametralladoras
pesadas y había vendido caro el pellejo.
38
La batalla del puente Duarte y sus alrededores pertenece
más bien a la epopeya que a la historia. Todo estaba
perdido en apariencia, pero más allá del puente, en Villa
Francisca, la ciudad se articulaba en una intrincada red de
calles y callejuelas de difícil acceso. El combate seguiría
desde las azoteas, casa por casa, patio por patio, esquina
por esquina, metro por metro. Las tropas del CEFA nunca
anticiparon la feroz resistencia que iban a encontrar.
El más valioso recurso fue el material humano, soldados
y civiles inspirados en un combate a muerte, en un
frenesí de obstinación, en una lucha sin tregua, sin cuartel,
sin esperanza, en una lucha heroica que no esperaba
recompensa. Se combatiría con todos los medios, pero
quizás el arma decisiva fue el coctel molotov, el arma por
excelencia de los desarmados, la bomba de los pobres, de
los pueblos insurrectos. Sobre los tanques e infantería del
CEFA, encallejonados en los vericuetos de Villa Francisca,
lloverían como diluvio las eficaces bombas de fabricación
casera, los incendiarios cocteles molotov (botellas con gasolina
y aceite y un trapo a manera de mecha), y pronto
empezarían a arder los tanques y los soldados de infantería.
En lo que arreciaba el combate y cuando ya todo presagiaba
lo peor, el presidente provisional y los funcionarios
civiles y militares de su efímero gobierno acudieron
a la embajada del imperio para pedir al embajador que
detuviera la ofensiva del CEFA y abriera un espacio para
negociar una tregua. El arrogante embajador –el verdadero
hombre fuerte del país en su calidad de procónsul del
39
imperio–, sólo tuvo para ellos palabras despectivas cuando
no ofensivas, los declaró vencidos, derrotados, y proclamó
que lo único que podían pedir, en semejante condición,
era la rendición incondicional.
El presidente provisional y otros salieron de la embajada
para otra embajada y el exilio. El oficial de más alto
rango en ese momento, el sustituto de Hernando Ramírez
(que había enfermado de una hepatitis violenta), el coronel
Francisco Alberto Caamaño Deñó, el mismo que dos días
antes se había asilado en la embajada de Ecuador durante
una noche, salió en cambio con el espíritu sublevado, sin
ocultar su profundo sentimiento de indignación, de rabia.
Dijo que prefería la muerte a la rendición y la humillación.
Dijo que, de hecho, se consideraba oficialmente muerto e
invitó, más que ordenar, a sus subalternos a integrarse a la
lucha para responder a la afrenta del procónsul. Con ellos
marchó hacia el frente, donde persistían las hostilidades.
Si alguna vez se había asilado, ya no buscaría asilo. Si alguna
vez había vacilado, ya no vacilaría, si alguna vez temió
a la consecuencia de sus acciones, nunca más temería. El
procónsul del imperio recibiría en breve noticias de los
vencidos que se habían convertido en vencedores.
A eso de las cuatro de la tarde llegaron al escenario de
la contienda, que ya tal vez se decidía sin ellos, pero el refuerzo
inesperado causó un revuelo de júbilo, catapultó la
moral de los insurrectos y precipitó los acontecimientos. El
alto mando de los oficiales constitucionalistas y otro centenar
de soldados estaban presentes ahora, tomando parte
40
en la guerra que nunca habían imaginado ni en sus peores
sueños. Habían sido entrenados y uniformados para reprimir
al pueblo y ahora lucharían junto al pueblo contra sus
compañeros de armas, y luego contra el imperio.
Entre los recién llegados –al mando del intrépido coronel
Montes Arache–
había miembros de una unidad de
elite de la marina que llamaban poderosamente la atención.
Eran hombres de negro, con uniformes negros como
la muerte, entrenados para el combate en mar y tierra.
Formaban parte de la más aceitada máquina de guerra jamás
creada en la historia militar del país y otros países.
Cuarenta y seis piezas de relojería militar perfectamente
afinadas para el combate. Eran los hombres rana. Los temibles
hombres rana que pronto se convertirían en leyenda
y en el terror de las tropas yanquis. A uno de ellos lo
conocería y trataría personalmente en unas duras jornadas
de entrenamiento en el comando Argentina. Le decían
Santiaguito, Santiaguito el rana.
Otro que llamaba la atención –con su vistoso uniforme
de camuflaje–, era un oficial extranjero de carnes magras.
Flaco, desgarbado, elástico, puro nervio y pellejo. Era
veterano de varias guerras, más de las que podía contar
con los dedos de una mano, y era posiblemente el único
(o uno de los pocos), entre los constitucionalistas, que tenía
verdadera experiencia militar. Era el instructor de los
hombres rana, uno de ellos. Alto, afable, italiano. Un guerrero
excepcional. Quizás el más formidable condotiero
que alguna vez pisó esta tierra. El capitán Illio Capozzi.
41
Los vencidos
Al empezar la batalla del puente Duarte me encontraba
a una distancia prudente o más bien imprudente del
lugar, con una cuadrilla de compañeros del PSP, haciendo
lo que sabíamos hacer, agitando, pintando letreros, coreando
consignas.
Desde el lugar en que estábamos no podíamos ver la
multitud, pero cuando los aviones bajaron en picada y
desataron el pandemónium, su vómito de bombas y metralla,
el horror nos partió el alma, se nos quebró como un
vidrio, se nos enfrió el valor.
Caían bombas y más bombas y el ronco rugir de las
ametralladoras apenas se escuchaba. Lo del palacio había
sido solamente un ensayo, ahora parecía que se abría no
una puerta sino todas las compuertas del infierno.
Parecía el fin del mundo y para mucha gente lo era.
El generalito Wessin y Wessin, sus pupilos del CEFA –el
llamado Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas– y
los pilotos de San Isidro confirmaban su vocación de genocidas.
42
En ese momento tomamos una decisión de vida o
muerte, una decisión salomónica. Nos mandamos con el
rabo entre las piernas hacia la casa de la viuda en la Ciudad
Colonial, pero allí la situación no era mejor.
Para empezar, la flamante Marina de Guerra, que se
había declarado neutral al inicio del conflicto, se sumó a
la causa de los genocidas y varias de sus naves (destructores
y fragatas) se alinearon frente al malecón para castigar
a cañonazos a los constitucionalistas que quedaban en el
palacio, que no eran muchos.
Tan mal se manejaban con la artillería que pocos proyectiles
dieron en el blanco y sólo atinaron a destrozar viviendas
de los alrededores y a matar niños y amas de casas.
Para peor, la más importante fuerza militar de la ciudad
de San Cristóbal, el traicionero batallón Mella, también
se integró al bando de San Isidro. Un contingente de
alrededor de mil guardias bien armados y bien apertrechados,
marchaba ahora desde el oeste hacia la capital.
Lo peor de lo peor –aunque era más que previsible–,
fue el bestial viraje de los cascos blancos.
Los feroces cascos blancos de la policía, a bordo de
las perreras antimotines, habían mantenido una neutralidad
cómplice, más bien ambigua. Se desplazaban amenazantes,
lentamente, por esas calles, en sus funestos vehículos
cerrados –furgones policiales a manera de carros
fúnebres–, con un conductor y un oficial al frente, doce
tripulantes en la parte trasera y varias mirillas por flanco y
al frente para disparar desde todos los lados.
43
Apenas un día antes, durante el curso de una manifestación
en el Parque Independencia, uno de los nuestros
se había trenzado en una lucha cuerpo a cuerpo con un
teniente que había salido al mando de su tropa a responder
insultos y pretendía imponer el orden disparando contra
los manifestantes vociferantes. Al cabo de un breve forcejeo,
le arrebató la carabina y le dio muerte y puso en fuga
a los subalternos con unos disparos al aire.
Ahora la situación había cambiado brutalmente. Los
comandantes de las unidades de cascos blancos habían recibido
las apetecidas órdenes de abrir fuego sin contemplación,
fuego contra todos, sin importar quienes se encontraran
en el camino.
Se movilizaron entonces –envalentonados por el ataque
de las tropas de Wessin y Wessin sobre el puente
Duarte–, sin pérdida de tiempo, sin dudar un segundo,
en dirección este, de oeste a este, por calles paralelas, ametrallando
gente a mansalva con el propósito de empujar
a los sobrevivientes hacia la Fortaleza Ozama, donde sus
conmilitones los recibirían a balazos.
Al mismo tiempo, la radio de San Isidro, la voz de las
gloriosas fuerzas armadas (que había surgido como de la
nada desde el ataque del CEFA), anunciaba terroríficamente,
una vez y otra vez, el inicio de la Operación Limpieza,
quedarse todos en sus casas, no resistir. La limpieza
de las tropas wessinistas iba a disponer de insurrectos militares,
perredeístas y comunistas sin discriminación.
44
La mayoría de los miembros de la juventud universitaria
del PSP había estado alguna vez en prisión y estábamos
fichados y sabíamos a que atenernos. Nos mirábamos unos
a otros con las caras largas, afiladas y cobardes.
En principio, habíamos tenido en contra a la guardia y
los tanques y la aviación de San Isidro, y ahora se sumaban
la marina, los gorilas de San Cristóbal, los cascos blancos
de la policía y la voz de las gloriosas fuerzas armadas. Ni el
mar era una opción para los que sabían nadar, aunque muy
pocos sabían nadar. El ruido de metralla era estremecedor
y nos dábamos por perdidos. La viuda Pichardo, mientras
tanto, caminaba entre nosotros con su andar desenfadado
y su colorido vestido de ramos y flores.
45
Los vencedores
El veterano capitán Illio Capozzi, instructor de los
hombres rana, advirtió que la larga columna de tanques
e infantería del CEFA, hostigada por las masas y un
puñado de soldados, había avanzado más de lo prudente
por la Avenida Amado García Guerrero y era en extremo
vulnerable, y recomendó a Caamaño romperla en varios
puntos, dividirla en tantas partes como fuera posible, y
luego aislarlas, quebrarlas, desarticularlas de tal manera
que perdieran contacto con las posibles comunicaciones
de mando o no pudieran cumplirlas y se convirtieran en
presa fácil. Era la voz de la experiencia.
Inferior en rango, el condotiero italiano superaba a
todos sus superiores del momento en lo concerniente a
formación militar y experiencia en combate. Capozzi conocía
a fondo el “arte” de la guerra y era un guerrero nato.
Era el verdadero estratega. Y Caamaño se dejaba aconsejar.
Las fuerzas de los constitucionalistas se reorganizaron
entonces en tres unidades y fragmentaron en tres partes la
46
columna del CEFA con ataques de comandos integrados
por pequeños contingentes de militares y centenares de civiles
mal armados y desarmados. La maniobra fue dirigida
principalmente por el coronel Caamaño, el coronel Montes
Arache y sus hombres rana, y el coronel Fabio Chestaro.
Todos se destacaron por su valentía, pero el despliegue
de temeridad y habilidad que los hombres rana realizaron
en el combate, con aquellas volteretas de circo con las que
cruzaban las calles sin dejar de disparar y avanzando sin cesar
contra el enemigo, dejaron a quienes los vieron mudos
de asombro, admiración y asombro. Los hombres rana se
convirtieron, de hecho, en uno de los factores decisivos de
la batalla del puente.
Igualmente decisiva –inesperada, sorpresiva, casi providencial–
fue la incorporación de un grupo de marinos
que tenían ametralladoras y juegos pesados y le hicieron a
las hordas del CEFA un daño irreparable. Habían desembarcado
subrepticiamente a última hora en el puerto de
Santo Domingo, y sin hacerse notar, con la mayor celeridad
y discreción se colocaron a un costado, al otro flanco
de la columna de blindados y la castigaron duramente con
fuego de metralla de calibre .30 y .50. El comandante de
los tanques del CEFA (un conocido perro de presa) tenía
parte del cuerpo fuera de la torreta y cayó herido. Perdería
un ojo y salvaría milagrosamente la vida. Pero su batalla
no tenía salvación. Indudablemente fueron los providenciales
marinos de última hora quienes le pusieron la tapa al
pomo y dieron inicio a la etapa final de la contienda.
47
Sin embargo, nada de eso se sabía entonces en la Ciudad
Colonial y no lo sabíamos nosotros en la casa de la
viuda Pichardo.
Tampoco sabíamos, casi nadie sabía que un comando
armado del PSP con el Gallego a la cabeza, otro comando
con algunos hombres rana y un comando catorcista habían
tomado las azoteas de las zonas aledañas a la casa de la viuda
y tenían armas largas, muy largas. Entre los miembros
del Catorce, había un combatiente en luna de miel, Amín
Abel Hasbún, uno de los personajes más extraordinarios
que he conocido. Amín destilaba simpatía, inteligencia y
valor a flor de piel, y era uno de los más renombrados dirigentes
estudiantiles de la universidad en ese momento.
Se había casado recientemente y estaba con su esposa en
el hotel Montaña de Jarabacoa, pasando la luna de miel.
Nada más enterarse del inicio de la guerra, regresó para
integrarse a la primera línea de combate, como lo haría
siempre durante su corta vida. Desde esa línea de combate
les esperaba a los cascos blancos de la perrera que avanzaba
por la calle Padre Billini –disparando a mansalva–, una
suerte muy negra.
El primer disparo alcanzó en la frente al conductor
y eso fue todo para él. Al oficial lo hirieron en el pecho y
trató desesperadamente de escapar, no tuvo tiempo, quedó
enganchado en la puerta, con la espalda reducida a un
colador. Luego la perrera aminoró su errática marcha y
se detuvo por inercia, exactamente en el cruce de la calle
Espaillat con Padre Billiini. La tropa, en la parte trasera,
48
seguía disparando sin cesar, pero está vez le devolvían el
fuego. Era un fuego cruzado, desde lo alto de cuatro esquinas,
y era un fuego maldito.
El grupo de refugiados que nos encontrábamos en la
casa de la viuda, apenas a una cuadra del lugar de los hechos,
pensábamos que se seguía llevando a cabo una masacre
de civiles, pero era una masacre de cascos blancos.
Algo que llamó entonces nuestra atención fue que al
empezar el tiroteo en la calle Espaillat, callaron por encanto
las metralletas y fusiles de las demás perreras. Los
comandantes nunca anticiparon una respuesta armada y
mucho menos organizada desde la altura de azoteas inexpugnables,
y se dejaron ganar por el pánico. Poco después
alcanzamos a escuchar el ruido de unos motores forzados
hasta el límite, a plena marcha, y el clarísimo ulular de
unas sirenas. Era el ruido de los motores de las perreras
vergonzosamente en fuga, con las sirenas aullando en señal
de que abrieran las puertas de la fortaleza para permitir la
precipitada entrada, una estampida.
Luego se produjo un silencio ensordecedor que duró
varios minutos y luego un estallido, un griterío de júbilo.
Salimos a la calle y nos unimos a otra gente que salía como
nosotros de sus resguardos, que celebraba sin saber a ciencia
cierta lo que celebraba. El furgón policial estaba rodeado
de curiosos y ya se nos habían adelantado en el saqueo
de las armas. Un soldado muy joven, con una leve herida
en la frente, volteó de una patada al oficial que había quedado
enganchado en la puerta y lo arrojó al pavimento. En
49
la parte trasera sólo quedaba un casco blanco vivo, al cual
nadie prestaba atención y tampoco se la merecía. Aquello
era un reguero de muertos sin apelación, un muerterío.
Llamé a Nicolás Pichardo para que me ayudara a transportar
al herido, y en el trámite se nos sumó Teobaldo
Rodríguez, un militante catorcista, noble y fornido, que
tendría una destacada participación en la contienda. En el
momento en que lo cargamos, un surtidor de sangre que
escapaba de una de sus venas me manchó copiosamente
la camisa. Fue mi bautismo de sangre. Taponé la herida
haciéndole presión con un dedo y lo llevamos de prisa al
Hospital Padre Billini, situado frente a la casa de la viuda y
lo dejamos en manos de los médicos. En el trayecto gritaba
como un niño, ay, comunitas, por favor, no me maten. Era
difícil explicarle que los constitucionalistas no eran, en su
inmensa mayoría, comunistas, y que los pocos comunistas
no éramos monstruos de dos cabezas como le habían enseñado
en la academia policial y que lo llevábamos al hospital
para que lo curaran, de modo que el desgraciado seguía
gritando, implorando, comunitas, por favor no me maten.
Cuando volví a verlo en el Padre Billini estaba junto a
su mujer y dos hijos y me dio un abrazo. Durante varios
días anduve con la misma camisa, durmiendo en azoteas,
sin bañarme ni asearme, sucio, hediondo, manchado de
sangre. Era sangre de casco blanco vivo, pero era sangre.
Mejor suya que mía.
En el momento en que culminaba la escaramuza de
la calle Espaillat, la batalla del puente Duarte tocaba a su
50
Carmela Vicioso viuda Pichardo
51
fin. Desde la parte alta de la ciudad provenía un rumor
emocionado, voces y más voces anunciaban lo increíble, la
extraordinaria noticia. Al cabo de unas horas de sangriento
combate las hordas de San Isidro se batían en retirada,
dejando tanques y otras armas en mano de los constitucionalistas.
Lo imposible se había realizado en una de la más
heroicas jornadas de la historia nacional. Un puñado de
soldados y el pueblo de Santo Domingo habían infligido
una derrota humillante a fuerzas combinadas de la aviación,
la guardia, la marina y la policía en la más grande
batalla jamás librada en suelo dominicano. Una sola voz
se escuchaba por doquiera, la voz de la victoria, dulce y
amarga a la vez. Fue el mayor momento de júbilo, de júbilo
y de sangre.
Cuando regresamos a la casa, Nicolás Pichardo Vicioso
se sentó al piano y tocó La internacional. La viuda Pichardo
–doña Carmela Vicioso viuda Pichardo–, entró a su
habitación y se cambió el vestido de ramos y flores por su
uniforme blanco de trabajo.

53
La fortaleza
Media hora después de los sucesos de la calle Espaillat,
el Gallego y los demás integrantes del comando
del PSP bajaron desde la azotea de una casa vecina al
patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera
del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a
buen recaudo.
Con admiración y respeto, y en estricto silencio, vimos
al Gallego demorar en el trámite, casi aposta, metiendo
en sacos y cubriendo con carbón tras carbón las preciosas
metralletas Cristóbal de doble gatillo que envidiábamos
con los ojos. No era difícil adivinar nuestras intenciones y
el Gallego era adivino.
Al terminar la operación de encubrimiento, el Gallego
nos encaró con mala cara, su cara habitual en esos casos,
nos advirtió que de ninguna manera habláramos de esas
armas, que de ninguna manera les pusiéramos las manos.
Estaban destinadas a compañeros que habían hecho entrenamiento
militar en cuba y no a carajetes universitarios
54
que podían matarse entre sí por falta de experiencia. La orden
era terminante: ¡Qué nadie, en su sano juicio, se atreva
a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.
Al día siguiente, miércoles 28 de abril, cuando el Gallego
volvió a buscar las armas a la carbonera sólo encontró
carbón, como era de esperar, y le dio un encojonamiento,
una rabieta de madre, pero a la larga tuvo que aceptar el
hecho cumplido, aunque no sin haber defecado, metafóricamente,
en las once mil vírgenes y todas las putas que
nos parieron.
Ese día, en horas de la mañana, se había iniciado el
asalto a la Fortaleza Ozama y los carajetes universitarios
habíamos tomado las armas de la carbonera y habíamos
formado un comando en la azotea de la panadería de Quico
al mando de Valentín Giró, un ex marino, hijo del poeta
homónimo, y nos habíamos fogueado por primera vez
en el combate acosando a cascos blancos que escapaban
de la fortaleza por la parte trasera y se rendían, salvo excepciones,
al primer disparo, entregando las armas. Ya no
éramos carajetes universitarios, sino combatientes que en
la refriega habíamos capturado enemigos y nos habíamos
hecho dueños de más armas que las que habíamos robado
al Gallego, todo un botín.
El Gallego no volvería a empatarse con las Cristóbal
de la carbonera y tampoco le harían falta. Cuando volví
a verlo portaba una Thompson que pesaba más que él y
luego la cambió por un fusil M1 que se adecuaba mejor a
su delgada, casi frágil anatomía, y a su vozarrón de mando.
55
Mientras tanto, comenzaron a llegar a la zona compañeros
procedentes de diferentes pueblos del país, quizás treinta
o cuarenta en total. El PSP era un partido de cuadros y
sus miembros cabían holgadamente en cualquier salón de
clases, pero la azotea de la panadería de Quico no era el
lugar ideal para operar un comando con tal número de integrantes,
y nos trasladamos a la casa del compañero Buenaventura
Johnson, una amplia y sólida edificación de tres
niveles en la calle Espaillat, que reunía todos los requisitos
para establecer un cuartel general. Sin embargo, en ese lugar
no duraríamos muchos días y la partida sería precipitada.
Los miembros de la comisión militar nos organizaron
en varios grupos destinados a cumplir distintas tareas con
ellos al frente. Unos se sumarían al ataque frontal que llevaban
a cabo los militares constitucionalistas y miembros
del Catorce contra la Fortaleza Ozama, y otros continuarían
hostigando a los cascos blancos fugitivos, cuyo número
era cada vez mayor.
El 29 de abril, en horas de la mañana, salí en una patrulla
comandada por Lisandro Macarrulla (uno de los
compañeros con mejor entrenamiento militar, según se
decía), para interceptar a cascos blancos que se escapaban
hacia el norte por el puerto, con el propósito de sumarse,
quizás, a las tropas del CEFA, si lograban pasar el puente.
Algunos cruzaron a nado el río en su desesperación, incluyendo
al comandante de la fortaleza, pero muchos de los
que lo intentaron perecieron en el trayecto.
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Tomando por la calle de Las Mercedes desembocamos
en la romántica calle Las Damas, la calle de la fortaleza,
donde las balas zumbaban como mosquitos. Con saltos de
canguro la atravesamos sin consecuencia y nos resguardamos
a un costado de la muy antigua Capilla de los Remedios,
al lado del viejísimo y siempre puntual reloj de sol.
Desde ese lugar, y a esa altura y distancia, se dominaban
todos los movimientos del puerto, pero no era mucho
lo que podíamos hacer para frenar la huida de los cascos
blancos y apropiarnos de las armas, que era el principal
objetivo.
Un solitario guardia constitucionalista, armado con un
Máuser, salió como de la nada y se acercó a conversar con
el comandante Macarrulla, a compartir una información
que resultaría muy valiosa, y al poco rato nos hicieron señas
de que los siguiéramos. Nos infiltramos, entonces, a
través de unos vericuetos, en unas polvorientas y amplísimas
oficinas del gobierno repletas de papeles desde el piso
hasta el techo: La otrora señorial casa de la familia Dávila,
la dueña de la Capilla de los Remedios en época de la colonia.
El guardia descerrajó de un tiro el candado de una respetable
puerta de hierro y nos condujo hacia abajo por una
ruta que al parecer conocía de memoria, hasta un recinto
amurallado con cañones coloniales que todavía surgían
amenazantes desde las troneras. Luego supe que se trataba
del fuerte que llaman El Invencible. Era el lugar ideal para
enfrentar a los cascos blancos en fuga.
57
Diez minutos más tarde, Lisandro Macarrulla y el solitario
guardia consticionalista, que al parecer tenían ojos
más afilados que los nuestros, divisaron una larga hilera de
cascos blancos sin uniformes y sin cascos, pero con armas
cortas y largas, y en número muy superior al nuestro, según
nos informó Macarrulla.
Sin embargo, nuestra posición en el fuerte El Invencible
era inmejorable y eso nos daba ventaja.
Yo no los vi, no recuerdo haber visto a los cascos blancos.
Lisandro nos ordenó bajar la cabeza y nadie los vio,
salvo Lisandro y el guardia.
Lisandro esperó a que se alejaran un poco para tenerlos
de espalda y no de frente, sacó el cuerpo y gritó ¡alto!, muy
alto, y los conminó a rendirse. Los cascos blancos tenían
miedo y tenían prisa, una combinación peligrosa.
Algunos soltaron las armas y echaron a correr, pero
otros respondieron con ráfagas de ametralladora, cosa que
era de esperar, y de inmediato Lisandro se agachó detrás de
un cañón colonial, bajo un diluvio de balas, y comenzó a
disparar casi a ciegas, igual que hicimos nosotros y el solitario
guardia. Disparar a ciegas, por encima de la muralla
arriesgando sólo las manos y no la cabeza, como nos había
instruido encarecidamente el comandante Macarrulla.
El tiroteo duró pocos minutos porque los cascos blancos
estaban más empeñados en huir que en combatir y
cuando nos dimos cuenta ya habían desaparecido. En el
lugar dejaron unas cuantas Cristóbal y algunos Máuser y
58
ni una mancha de sangre. El intercambio de disparos había
sido incruento, pero no infructuoso.
Más peligroso fue regresar al comando de Buenaventura
Johnson, trotando todo el tiempo en formación
compacta, como ordenó Macarrulla, para evitar el asalto
de cantidad de gente que reclamaba y estaba dispuesta a
quitarnos por la fuerza las armas que habíamos obtenido,
gente a la que arrollábamos puntualmente sobre la
marcha, sin romper filas, gracias a la firme determinación
del comandante, que iba al frente, repartiendo culatazos
cuando era necesario.
Lisandro Macarulla era un hombre hecho y derecho,
de unos treinta años quizás, casado y con hijos, y ejerció
sobre nosotros, muchachos de apenas veinte años cumplidos,
una autoridad más paternal que militar, y manifestó
en todo momento gran preocupación por nuestra seguridad.
Lo había conocido el día anterior, en el episodio de
la carbonera, junto al inolvidable Getulio de León, ya que
ambos formaban parte del comando que participó en el
ametrallamiento de la perrera de la Espaillat
Nuestra relación no duró más que la breve y extraña
expedición contra los cascos blancos que nunca vi, pero
nos unió para siempre, a pesar de que nunca volvimos a
encontrarnos. Su joven esposa vino en la tarde al comando
de Buenaventura, pasaron la noche juntos y al amanecer
partieron con rumbo para nosotros desconocido.
De eso me enteraría con sorpresa al cabo de un tiempo,
porque otras cosas ocupaban entonces mi atención,
59
múltiples cosas, y el sábado, 30 de abril, volví a vivir otra
experiencia extraña, casi surrealista. Casi, por poco, la última
de mi vida.
Edmundo García, un personaje irrepetible, único en
su especie, regresó de los alrededores de la fortaleza con la
noticia de que en el extremo sur del puerto, casi en la desembocadura
del río, había una embarcación abandonada
y llena de armas, y no tuvo que hacerse de rogar para que
una media docena de entusiastas partiéramos de inmediato
con él a la aventura, aunque ninguno estaba seguro de
que la información fuera cierta.
La embarcación, un pequeño yate, estaba en territorio
de nadie, demasiado cerca de la parte trasera de la fortaleza
y demasiado expuesta a los nidos de ametralladoras de la
base naval, en la ribera opuesta del Ozama, en Sans Souci,
y además tenía sueltas las amarras y se encontraba a un
metro del muelle, como quien dice a la deriva.
Por fortuna, había por todas partes contenedores, vehículos
y cajas con mercancía que nos servían de refugio,
pero para llegar al objetivo teníamos que atravesar un descampado.
Aún así, persistimos en el empeño y tras una
breve carrera para tomar impulso saltamos a bordo de la
nave.
Había muchas armas, en verdad, y los compañeros
más diligentes me aventajaron en la acción, las tomaron
y salieron a la carrera, pero yo me quedé rezagado. En un
camarote encontré una funda con una pistola Colt 45 y
60
varias granadas de fragmentación francesa, las típicas piñas
amarillas y una Cristóbal, y en el mismo momento
sentí que unas balas roncadoras perforaban el casco de la
embarcación.
Salí despavorido, con la funda en la mano izquierda y
la Cristóbal en la derecha y vi que la embarcación estaba
ahora más lejos de lo prudente para saltar al muelle, pero
salté, de cualquier manera, impulsado por la fuerza de la
desesperación que me invadía y casi de puro milagro alcancé
la orilla, atravesé a grandes zancadas el descampado
y me puse a salvo detrás de unas cajas, pero en el salto dejé
caer la funda con la Colt y las granadas.
Allí pasé varias horas en solitario, escuchando el pesado
tableteo de las ametralladoras y el zumbido de las
balas que reventaban contra la pared del fondo. No podía
moverme y no pensaba moverme, desde luego, hasta
que ocurrió un hecho inesperado. Una manada de cascos
blancos en fuga avanzaba al galope, en estampida, y todos
avanzaban hacia mí.
Ahora estaba entre el fuego y la sartén y sólo había una
cosa que hacer. Corrí como un demonio, como un poseso,
como una bicicleta, bajo el fuego de metralla, en dirección
al malecón y quince minutos más tarde, sin aliento, sin
resuello, regresé al comando de Buenaventura, donde ya
nadie me esperaba vivo.
Era la segunda gran carrera que daba y no sería la última.
Casi siempre, en esos días, me recuerdo corriendo
61
y casi siempre en dirección contraria al combate, combatiendo
de espaldas.
En el ínterin, la Fortaleza Ozama había sido tomada a
sangre, a fuego, a puros cojones, y yo me había perdido el
magno evento.
Una semana después de la proclama en que José Francisco
Peña Gómez llamaba al pueblo a insurrección, los
constitucionalistas habían obtenido su última victoria. La
última victoria de la revolución de aquel abril. La Fortaleza
Ozama, símbolo de opresión durante siglos, había caído
para constituirse en símbolo de rebeldía y libertad y en la
radio constitucionalista se escuchan las notas gloriosas de
La Marsellesa.

63
El asalto al cielo
El asedio de la Fortaleza Ozama empezó en la mañana
del miércoles 28 de abril y terminó el viernes 30 de
abril en las tempranas horas de la tarde.
El coronel Lora Fernández, que había ganado fama en
múltiples episodios de la resistencia en el puente Duarte,
estaba al frente de la operación, con Claudio Caamaño
como segundo al mando. Algunas tropas regulares de infantería
y un grupo de hombres rana componían la principal
fuerza de choque.
Esta vez el coronel Caamaño, cansado de deslealtades,
traiciones y deserciones, se había reunido, horas antes,
con los izquierdistas del Catorce de Junio que lo habían
secundado en la batalla del puente Duarte, y había pedido
la integración de toda las fuerzas de izquierda al combate,
incluyendo al MPD y al PSD. Ya era otro Caamaño. El
Caamaño que pedía la integración de todas las fuerzas a
la lucha sin reparar en banderías políticas.
64
Caamaño informó a los catorcistas que en la Fortaleza
Ozama había más de mil quinientas ametralladoras Cristóbal,
fusiles Máuser y abundantes municiones, granadas
de mano y lacrimógenas a granel, bazucas y unas treinta
ametralladoras pesadas, algunas tan anticuadas que tenían
que ser enfriadas por agua, conectadas a una manguera, y
eran prácticamente obsoletas, pero no inservibles.
Caamaño sabía de lo que hablaba. A raíz del golpe de
estado contra el gobierno de Juan Bosch, el 25 de septiembre
de 1963, los estudiantes de la UASD, la Universidad
Autónoma de Santo Domingo, nos declaramos en rebeldía
y armamos una protesta multitudinaria.
Caamaño era el jefe de los cascos blancos de la fortaleza
en esa época y nos atacó con sus fuerzas por los cuatro
costados, pero sobre todo desde la entrada principal
que da al Este. Nos castigó con sus cascos blancos durante
un día y una noche con bombas lacrimógenas a las cuales
respondíamos con pedradas e insultos, y eventualmente
devolvíamos antes de que se activaran, cosa que no servía
para nada, aparte de hacerlos rabiar. Los cascos blancos
usaban máscaras antigás que, además de protegerlos,
les daban un cierto aspecto repelente y monstruoso, casi
como de criaturas extraterrestres.
Luego cambiamos perversamente de táctica y empezamos
a relanzar las bombas contra el hospital militar de
las fuerzas armadas que quedaba a un costado de la puerta
principal y provocamos un éxodo masivo de médicos, en65
fermeras y enfermos. Desde ese momento no se arrojaron
más bombas en esa área, pero el acoso recrudeció en los
demás puntos y había momentos en que el aire se tornaba
irrespirable y muchos se desmayaban, con riesgo de
asfixia, y tenían que ser evacuados en ambulancias de la
Cruz Roja.
La mejor manera de defenderse en el campus era tirarse
al suelo, donde la densidad de los gases era menor, y protegerse
ojos y nariz con un pañuelo empapado en agua y vinagre,
que muy pocos tenían. Algunos se refugiaban desesperados
en los baños para enjuagarse la cara en los lavamanos,
y cuando el agua se puso escasa, no faltó quien se lavara con
agua de los tanques de los inodoros y otros hasta con agua
contaminada de las tazas, sin pensarlo dos veces, porque la
necesidad, como se sabe, tiene cara de hereje. Muy hereje.
La persona que salió más lesionada de aquel lance, la
que se llevó, sin duda, la peor parte fue la mamá de Caamaño.
Durante horas, la respuesta masiva de los estudiantes
a la agresión de los cascos blancos fue gritar una y
otra vez a coro, ininterrumpidamente Caamaño, hijo de
puta, una y otra vez Caamaño hijo de puta, hasta quedarnos
afónicos, casi mudos y casi sordos, hijo de puta. Al día
siguiente se retiraron las tropas de cascos blancos dirigidos
por Caamaño hijo de puta y nos dejaron salir sin mayores
consecuencias.
El Caamaño que se reunió con los compañeros del Catorce
de Junio para integrarlos al combate de la fortaleza
66
no era el mismo de aquella vez. La mayoría de los compañeros
del Catorce y del resto de la izquierda le habíamos
voceado, maldecido, lanzado oprobios alguna vez, lo habíamos
odiado todos casi tanto como el nos había aborrecido,
y ahora lo reconocíamos por sus méritos como
el comandante supremo de la insurrección. Los izquierdistas
nos habíamos convertido en soldados del coronel
Caamaño y combatiríamos al mando del coronel Juan
María Lora Fernández en el asalto al cielo, la casi inexpugnable
Fortaleza Ozama, La Fuerza, como se le había
llamado en otra época.
El coronel Juan María Lora Fernández, primo hermano
de Rafael Fernández Domínguez, el fundador del movimiento
constitucionalista, que estaba en el exilio junto a
Bosch, era uno de los mejores soldados del estado mayor
de Caamaño, quizás el mejor. Estaba dispuesto a no fracasar
en la difícil empresa y no fracasaría, por más que pareciera
imposible. Sus fuerzas disponían de un tanque AMX,
ametralladoras pesadas y quizás algunos bazucas. Pero eso
no era nada en relación a lo que teníamos al frente.
La Fortaleza Ozama, con su castillo de estilo medieval
y su flamante Torre del Homenaje, un polvorín a distancia
prudente, un aljibe monumental, una muralla baja y otra
muralla alta, y alguna capilla de rigor para purificar los
pecados, había sido construida en los primeros años del
siglo XVI en el extremo suroeste de lo que sería la ciudad
de Santo Domingo, enclavada sobre un arrecife que daba
67
al río y el mar, y no mostraba el menor signo de vejez ni
de cansancio.
En el año de 1797 se erigió el Portal de Carlos III, la
actual puerta de entrada de la fortaleza, con madera de
ébano verde africano, según se dice, una joya arquitectónica,
flanqueada por espigadas columnas dóricas. Sobre la
almenada y no tan alta muralla original que estaba al frente,
levantaron otra muralla que hacía juego con la altura
y el estilo del portal, varios metros de altura. Fueron las
últimas obras de ingeniería militar que construyeron los
españoles en Santo Domingo.
Detrás del portal y sus gloriosos ornamentos arquitectónicos,
hay una guarnecida, amplia terraza, recinto
amurallado con espacio suficiente para emplazar, como en
efecto se emplazaron, las más mortíferas armas de fuego.
Nadie hubiera sacado de la fortaleza a los cascos blancos
si hubieran tenido voluntad de combatir.
Ante la Fortaleza Ozama no había prácticamente un
resquicio, una sola rendija para parapetarse y atacar de
frente, una cualquier protección o amparo para ocultarse
o disimularse que no estuviera expuesto de alguna manera
al fuego enemigo.
Sobre la línea de defensa de la puerta de entrada, el
magnífico Portal de Carlos III, que da a la calle Pellerano
Alfau, (la antigua y señorial calle de los Nichos), los cascos
blancos habían construido un nido de águilas, nido de
buitres, emplazando bazucas y cañones ametralladoras que
68
dominaban un reducido espacio estratégico y vital: una calle
de una sola cuadra que termina en la parte trasera de la
Catedral Primada, un espacio desolado, de unos cien metros
de largo, entre fastuosas edificaciones coloniales, desprotegido
en su totalidad, salvo por los bajos muros que
circundan los jardines del ábside de la catedral. El portón
de madera de La Fuerza era, paradójicamente el espacio
más vulnerable, y la más artillada y perfecta trampa para
los atacantes, una perfecta ratonera.
Desde las terrazas almenadas de la Torre del Homenaje,
que duplican en altura a casi todas las edificaciones de
los alrededores, sobresalían los cañones ametralladoras de
calibre .30 y .50, todas las ametralladoras del mundo.
Los cascos blancos habían tomado también los techos
de las viviendas contiguas a la fortaleza, como la Casa de
Bastidas y allí habían instalado ametralladoras y habían
infiltrado francotiradores en casas de la vecindad como
primera línea de defensa.
A todo lo largo de la muralla frontal, que corre hasta
la parte final de la calle Las Damas, había cascos blancos
apostados con las mejores armas en la posición más ventajosa.
Desde la parte sur, frente a las calles José Gabriel
García y Hostos y desde la parte baja del malecón, no había
posibilidad de enfrentarlos.
El corredor de la calle Padre Billini estaba igualmente
bajo el dominio de ametralladoras y bazucas emplazadas
sobre las imponentes murallas, y cubrían todo el escenario
69
a lo largo de la Ciudad Colonial hasta la última calle en
esa ruta, la Palo Hincado, donde le habría costado trabajo
a un mosquito atravesarla y salir vivo, porque los cascos
blancos no ahorraban municiones y disparaban como posesos,
una forma de demostrar su superioridad militar e
intimidar a sus adversarios.
Algunos combatientes se posicionaron en los techos
de los palacetes de las calles cercanas, a prudente distancia
frente a la fortaleza, y emplazaron ametralladoras en
los pocos sitios disponibles, pero siempre en desventaja
respecto a la artillería de la Torre del Homenaje, que los
superaba en altura y en volumen de fuego. Era poco lo
que podían hacer frente al infierno que desataban los cascos
blancos sitiados en las elevadas terrazas almenadas de
La Fuerza, y el acercamiento lateral estaba prohibido por
el fuego de los francotiradores que disparaban desde los
techos vecinos, de arriba abajo, cazando a los imprudentes
como conejos, igual que harían después los francotiradores
yanquis desde el edificio de Molinos Dominicanos, en
la margen opuesta del río Ozama.
Una gran parte de los combatientes eran mirones, la
mayoría de ellos sin armas y se refugiaban en la calles paralelas
de los alrededores, sin intervenir en el conflicto más
que como espectadores, confiando en que alguien cayera
para tomar el fusil o esperando el desenlace para hacerse
de un arma después de la toma de la fortaleza, si acaso se
tomaba. La mayoría de los combatientes armados y sin
experiencia tampoco asomaban las narices más allá de las
70
esquinas que les daban protección y eventualmente disparaban
una ráfaga ciega que no servía para nada. Era lo más
que podía hacerse, y aún así a riesgo de perder la cabeza.
Pero en general, los hombres rana, los soldados regulares
y los catorcistas entrenados en el combate en Cuba, los
pocos que habían logrado ubicarse en lugares estratégicos
en los techos, en algunos patios y recovecos, detrás de algún
portal, una ventana providencial con vista a la fortaleza
empezaron a hacerle un daño terrible al enemigo. Ellos
no desperdiciaban balas, disparaban un solo tiro cuando
había algún blanco visible y se apartaban de inmediato del
lugar para no ser ubicados. Poco a poco, las bajas que causaban
los combatientes constitucionalistas empezaron a
ser altas, sobre todo entre los artilleros, que eran las presas
más codiciadas y la vez más vulnerables porque el poder de
fuego de sus armas pesadas les daba una falsa sensación de
seguridad y se exponían más de lo prudente en la acción.
Al cabo de largas horas de combate, sobre la líneas de
defensa de La Fuerza había bazucas y ametralladoras abandonadas,
y no aparecían voluntarios para hacerse cargo de
ellas. Para peor, algunas ráfagas de metralla habían castigado
a los cascos blancos parapetados en las terrazas privilegiadas
de la Torre del Homenaje y al primer golpe abandonaron
cobardemente sus posiciones. El volumen de fuego
había cesado considerablemente, y esto permitía escuchar
con mayor claridad el lúgubre contraste entre el sonido de
la ráfaga de metralla disparada al azar y el solitario sonido
de un solo golpe de fusil, el golpe seco de una bala certera
71
que disparaba un combatiente constitucionalista y causaba
una baja.
Al anochecer cesaron las hostilidades y se hizo un silencio
espeso como una niebla, un silencio de mal augurio,
que se cumplió puntualmente. Desde hacía rato había empezado
a esparcirse un rumor, un rumor maligno, al que
en principio no le dimos mucho crédito, pero era cierto.
Unos cuantos cientos de marinos norteamericanos estaban
desembarcando en el puerto de Haina desde las cinco o
seis de la tarde. Era el primero de muchos desembarcos,
pero la noticia no iba a tumbarnos el ánimo ni a socavar el
espíritu combativo.
Durante el segundo día de combate ya era evidente que
los cascos blancos estaban vencidos, atemorizados ante las
maniobras militares cada vez más audaces que desplegaban
los sitiadores, presionando sin cesar sobre la plaza. Y
lo que más temor infundía era la presencia del tanque,
que hasta el momento no había entrado realmemente en
acción.
El comandante del tanque AMX, un hombre sin nombre
o poco conocido, prácticamente anónimo, un héroe
fuera de serie, el que manejaba la mejor arma posible para
reducir a los cascos blancos, movía su pieza como en un
tablero de ajedrez, con extrema prudencia, ocultándola,
disimulándola para no perderla a golpes de bazuca, jugando
a la defensa siciliana en una calle donde estaba expuesto,
muy cercanamente expuesto a su destrucción. Un par
72
de veces disparó contra el frente de la fortaleza insinuando
apenas el cañón desde una esquina de la calle Pellerano
Alfau y retrocedió enseguida para preservar el arma con
gran inteligencia. Los disparos no fueron muy efectivos
pero llenaron de terror a los sitiados.
Los cascos blancos combatieron más o menos dignamente
durante un tiempo prudente, pero fueron cayendo
víctimas de abatimiento, del infinito miedo que los derrumbó
moralmente, y el miedo los venció.
El último día, cuando la resistencia y el volumen de artillería
de los cascos blancos estaban flaqueando a vista de
ojos, dos cabrones pilotos de San Isidro hicieron un vuelo
rasante y ametrallaron la fortaleza para “motivarlos” a seguir
peleando, y dejaron un saldo irrepetible de muertos y
un caos en el mando.
En ese momento privilegiado, el tercer día de combate,
el comandante del tanque AMX, salió de su refugio y
marchó de frente contra la puerta de la fortaleza a toda
marcha por la calle Pellerano Alfau, apoyado por infantería
armada y suicidas sin armas. Tantos eran los nervios
como la inexperiencia y mala puntería, que a fuerza de
cañonazos abrió un hueco en la muralla, justo al lado derecho
del portal, pero el portal de madera quedó intacto
a pesar de su tamaño monumental. Aún así, el hueco fue
providencial. El fuego de infantería eliminó lo poco que
quedaba de la resistencia sobre el portal. Pocos minutos
después se abrían de par en par las puertas de la fortaleza
y el tanque y la infantería realizaron una entrada triunfal.
73
Detrás del tanque venían masas irredentas armadas
y desarmadas y lo que ocurrió después fue un pandemónium.
Se produjeron balaceras terribles cuerpo a cuerpo,
pero en general los cascos blancos estaban más interesados
en rendirse que en pelear y se rindieron finalmente a
los soldados regulares y hombres rana, salvo excepciones.
Entre muchos de ellos se produjeron episodios de histeria,
de incontrolable terror, pero no tardaron mucho en
apaciguarse y entregarse como angelitos que nunca habían
hecho nada para merecer la muerte.

75
El botín
En la Fortaleza Ozama los constitucionalistas enfrentaron
la esporádica resistencia de cascos blancos que
no estaban dispuestos a rendirse y agotaron su última provisión
de tiros en el combate sólo porque temían que les
iba a ir muy mal en manos de sus propios compañeros de
armas y sobre todo en manos de los monstruosos comunistas,
cosa que no fue así. No fue una masacre. No hubo
venganzas ni atropellos. En media hora se habían entregado
casi todos, unos setecientos, y los heridos habían sido
llevados al Hospital Padre Billini.
El coronel Chestaro, en compañía de combatientes civiles
y militares, condujo a los prisioneros al lugar más impensado
y apropiado del mundo, el Instituto de Señoritas
Salomé Ureña, fundado por la más avanzada discípula de
Eugenio María de Hostos.
Me consta que, en general, los cascos blancos no fueron
maltratados y durante los varios meses que estuvieron
presos comían lo que comíamos nosotros, arroz con aren76
que casi siempre, y hasta se les permitía visita de familiares
y amigos.
Sólo sufrían torturas sicológicas de cierta consideración
cuando algunos compañeros del Frente Cultural (escritores,
pintores, poetas y poetisas) iban a dictar charlas
sobre el realismo socialista o a leer versos y relatos de su
propia cosecha. Fue una suerte que esos odiosos episodios
por lo regular tenían lugar un par de veces a la semana,
pues de lo contrario el efecto hubiera sido devastador.
Durante la toma de la fortaleza, la gran masa de combatientes
desarmados e inexpertos prestaba poca atención a los
cascos blancos vencidos y capturados y se daban al saqueo
puro y estúpido de armas que no sabían manejar y se mataban
entre ellos, muchas veces, accionando fusiles y ametralladoras
y granadas de mano cuyo mecanismo no entendían.
Algunos miembros del PSP, que habían estado al frente
y a la retaguardia del combate, con una mínima instrucción,
con mayor experiencia y conocimiento de causa e inteligencia,
se aplicaron a la búsqueda selectiva de las mejores
armas. El compañero Rabochi, (seudónimo de obrero
o trabajador en ruso), con 17 años no cumplidos, bajito y
cabezón (el mismo que muchos años después sería Rector
de la UASD con el nombre de Porfirio García), se desempeñó
valientemente en la refriega, y ganó fama, justificada
fama en el combate y sobre todo en el saqueo.
Él y otros militantes del PSP, trajeron al comando de
Buenventura Johnson en la Espaillat una cantidad im77
presionante de armas. Recuerdo una habitación enorme
repleta de cajas que contenían granadas de mano, proyectiles,
cintas de ametralladoras, varias ametralladoras pesadas,
docenas de fusiles Máuser y metralletas Cristóbal,
revólveres y pistolas semiautomáticas, cascos alemanes de
la segunda guerra, máscaras antigás, morteros, obuses de
mortero y unos insuperables fusiles Cetme y G3 de fabricación
española. Había también una subametralladora
belga, creo que de marca Hopsking, con la cual me obsesioné
durante un tiempo y nunca logré poner a funcionar,
a pesar de que acudí a los buenos oficios de los compañeros
del comando haitiano, que eran buenos armeros.
Ese día, viernes 30 de abril, habíamos obtenido una gran
victoria y teníamos armas para librar grandes batallas, pero el
enemigo ya no era el mismo. El imperio había desembarcado
en parte lo mejor de sus tropas y desembarcaría en breve al
mejor de sus generales, Bruce Palmer, y parte de lo peor de su
inmensa maquinaria de persuasión y destrucción.
De hecho, el implacable enemigo no nos permitiría
disfrutar la breve fiesta de la victoria y ni siquiera del merecido
reposo del guerrero. Por la emisora radial de las
fuerzas intervencionistas se intensificó una campaña de
amenazas y calumnias, y desde el aire los aviones y helicópteros
lanzaban panfletos conminando a la rendición, al
abandono de las armas y la sedición.
A Manolo González y González, el Gallego, lo denunciaban
desde los primeros días como contrabandista, co78
munista y veterano de la guerra civil española, a pesar de
que había dejado a España a los 12 años. La mayoría eran
tildados de terroristas, que era sinónimo de comunistas,
y de muchos otros se contaban historias del mismo corte
propagandista.
Todo eso era normal dentro de la anormalidad de la
situación, y en el comando Buenaventura a nadie le quitaba
el sueño, pero de repente, durante la misma noche
del 30 de abril, desde la emisora del imperio empezaron
a dar nombres y apellidos de varios de los integrantes del
comando y detalles de su ubicación, de las operaciones
militares que se realizaban y de la cuantiosa cantidad de
armamentos que habíamos almacenado.
De allí había que salir a la carrera si no queríamos ser
víctimas de un ataque demoledor, y a la carrera salimos
aquella noche llevando con nosotros una buena provisión
de granadas, municiones y las armas ligeras.
En manos de los militares y de los compañeros del Catorce,
que nos ayudaron en el desalojo, dejamos los morteros
y las ametralladoras pesadas que, de cualquier manera,
no sabíamos usar.
Éramos cuarenta gatos los de PSP y nos distribuimos
sin problemas en algunos de los comandos de la resistencia
donde teníamos cierta influencia. Yo fui a parar a San
Lázaro, bajo las órdenes del Gallego y del legendario Justino
José del Orbe, el querido viejo Justo, compañero de
Mauricio Báez durante el más heroico período de lucha de
la clase obrera contra la tiranía de Trujillo.
79
Uno de esos días de abril
Uno de esos días de abril, el mismo fatídico y a la vez
glorioso 30 de abril, los acontecimientos tomaron
un rumbo inesperado y al finalizar la jornada, al cabo de
unas cruentas horas de lucha y luminoso triunfalismo, el
panorama volvió de nuevo a ponerse color de hormiga.
Mientras culminaba el asedio de la fortaleza de Ozama,
militares y civiles continuábamos atacando los cuarteles
policiales que quedaban a nuestro alcance, que no eran
muchos.
La unidad de transportación del ejército, situada en la
parte norte de la ciudad, también se convirtió en objetivo de
un tenaz hostigamiento, –con pronósticos muy claramente
definidos a favor de los constitucionalistas–, y en la mente
de algunos estrategas ya se cocinaban planes para un ataque
a San Isidro. Se combatía también en la defensa de Radio
Santo Domingo donde un grupo de locutores mantenía
viva nuestra única voz, mientras un grupo de soldados y
oficiales defendían la plaza.
80
Pero al final las cosas iban a suceder de otra manera.
Los dioses de la guerra, los amos del mundo, nos reservaban
una sorpresa, una ingrata sorpresa.
Ante el inminente derrumbe de la reacción y el avance
de los constitucionalistas sobre las tropas en fuga –o acorraladas–
de la policía y la guardia, cuando todo el aparato
represivo que el imperio había creado durante la primera
intervención estaba a punto de colapsar, unos cuantos centenares
de marines empezaron a desembarcar en el puerto
de Haina en horas de la tarde el 28 de abril.
Un segundo desembarco de comandos de élite de la más
prepotente y ágil fuerza de intervención norteamericana –la
82d Airbone Division–, se produjo en la base de San Isidro
y con el correr de los días, pocos días, el número de
integrantes de la fuerza de ocupación se contaba por miles,
más de cuarenta mil soldados en misión humanitaria, como
anunciaban descaradamente los portavoces de la operación.
Más tarde se produciría el desembarco de quien era
catalogado entonces como el mejor general del Pentágono,
el Teniente General Bruce Palmert, comandante en jefe de
todas las fuerzas de intervención de aire, mar y tierra. Una
figura casi mitológica.
Con el noble propósito de salvar vidas y cercar al movimiento
constitucionalista, sustituyeron a las acobardadas
milicias criollas en el campamento 27 de febrero y en la
cabecera oeste del puente Duarte, y de paso tomaron el estratégico
edificio de Molinos Dominicanos, desde el cual
81
se dominaba y se domina toda la Ciudad Colonial y sus
alrededores.
Al mismo tiempo empezaron a crear un corredor para
dividir la ciudad y nuestras fuerzas y establecieron una
llamada Zona Internacional para proteger la siniestra
embajada norteamericana, se asentaron en los predios
acogedores del flamante hotel Embajador y otras partes
de la ciudad, y de repente, casi de repente, el paisaje marítimo
se pobló de ominosas siluetas funerarias del gris
trascendental de acorazados intrépidos.
El control de los medios de prensa, la censura periodística
o la eliminación pura y simple de la disidencia y la
poderosa arma de la mentira, formarían por igual parte del
cerco por aire, mar y tierra al que nos veríamos sometidos
en lo sucesivo.
Así, milagrosamente (salvo Radio Santo Domingo y
una emisora local de la Ciudad Colonial), todas las emisoras
de radio y televisión del país, se convertirían en una
sola emisora, en la voz de la ocupación al servicio del imperio
y de las más groseras desinformaciones.
La presencia de soldados del imperio no contuvo, sin
embargo, el ímpetu de los ataques de los constitucionalistas.
Los cuarteles policiales que quedaban en nuestra zona
de influencia cayeron uno por uno y la fortaleza de Ozama
fue tomada por la armas dos días después del primer desembarco.
La defensa de Radio Santo Domingo y el asedio
a la unidad de transportación y la lucha en la parte norte
de la ciudad continuarían todavía por dos semanas.
82
A las pocas horas del resonante triunfo sobre la Fortaleza
Ozama, algunos compañeros trajeron informaciones
de los primeros enfrentamientos de los combatientes constitucionalistas
contra un ejército que no podíamos vencer.
De repente estábamos combatiendo contra la primera
potencia del mundo. La insurrección constitucionalista se
había convertido en guerra patria. En adelante no pelearíamos
por la victoria militar. Pelearíamos por dignidad,
por la más cierta y honrosa de todas batallas.
83
El repliegue
En el frenesí de ese período los sucesos precipitaban
de tal manera que a veces era difícil distinguir unos
de otros y había que readecuarse continuamente a las circunstancias.
Un día éramos perseguidos y otro día éramos perseguidores,
un día nos dábamos por vencidos y otro día por
vencedores, un día estábamos sitiando una fortaleza y al
otro día estábamos sitiados por tropas del imperio y la ciudad
era un pandemonio, el reino del desorden, el ruido,
la confusión, las interminables balaceras, las bombas y cañonazos,
el vinagroso olor a sangre, que es el olor de la
muerte.
El Hospital Padre Billini, frente a la casa de la viuda
Pichardo, se había convertido en uno de los centros de
mayor actividad y el lúgubre aullido de las ambulancias
trayendo heridos y muertos no cesaba a ninguna hora del
día o de la noche.
84
Los verdaderos héroes de esas y muchas jornadas fueron
los médicos que se fajaron de campana a campana, de
sol a sol, haciendo de tripas corazón con medios limitadísimos,
desmayándose a veces, por agotamiento, al cabo de
días sin dormir.
El imperio seguía agrediéndonos también con infundios,
con desinformación, con calumnias que transmitían
a los cuatro vientos y proyectaban una imagen infame del
movimiento constitucionalista.
No sólo estábamos violando jovencitas y niñas en la
santidad de sus hogares, y a estudiantes en las escuelas y
colegios. En la catedral, por ejemplo, estábamos violando
monjas y posiblemente curas, estábamos saqueando iglesias,
embajadas, estábamos asaltando bancos y fusilando
prisioneros por docenas.
Una y otra vez se repetía que la influencia de la izquierda
era ya determinante en el movimiento. Una lista de
cincuenta comunistas (luego ampliada a ochenta), leída y
releída hasta la saciedad, pretendía demostrar que el alto
mando, todos los oficiales constitucionalistas, habían sido
arropados por la influencia de los ateos y disociadores.
En la casa de la viuda, el ir y venir de combatientes era
incesante, y en la medida en que arreciaba el ataque la voz
del imperio se hacía sentir en todas las emisoras de radio y
televisión (que transmitían en cadena), en los altoparlantes
de la zona periférica y en los altavoces de los helicópteros
que sobrevolaban la zona, conminando inútilmente a
la rendición y lanzando miles de volantes.
85
El fuego de morteros, cañones, ametralladoras pesadas
y francotiradores era el argumento más recurrente y sin
duda el más convincente.
Lo que nunca habíamos esperado es que al despiadado
ataque, que castigaba sobre todo a la población civil, se sumara
un acto de barbarie que dio la vuelta al mundo como
noticia que provenía del mismo corazón de las tinieblas.
Una ambulancia (en la cual prestaba servicio un joven
estudiante de medicina que había conocido en el comando
de la Panadería de Quico), fue alcanzada por fuego de
cañón en la calle Benito Gonzáles. La ambulancia había
sido escogida, mejor dicho, para practicar al tiro al blanco
desde el edificio de Molinos Dominicanos y dar el ejemplo,
una lección para los incrédulos.
El vehículo quedó reducido a escombros, por supuesto,
a una masa informe en la que se confundían los despojos
sanguinolentos, toda la sangre derramada del chofer, el
estudiante y los heridos que transportaba.
Un reportero del New York Times, con el que había
cruzado algunas palabras, me pidió que lo llevara al sitio
(a cierta distancia del sitio porque nadie se atrevía a acercarse),
y desde allí tomó fotos de la ruina humeante y lloró
como un niño. Nunca más volví a verlo.
Así aprendimos que el imperio, la patria del libre y
del bravo, no respetaba Cruz Roja, ambulancias ni convención
de Ginebra y que la población civil dominicana,
incluyendo médicos paramédicos y heridos eran parte de
sus objetivos militares.
86
A un enemigo semejante no le daríamos el frente de
frente.
Nuestra respuesta fue el repliegue a nuestras posiciones
en los comandos de la resistencia, que habían surgido casi
espontáneamente desde el inicio de la guerra, pero sobre
todo a partir de la intervención de las tropas del imperio.
Grupos de compañeros armados y desarmados se establecieron
primero en azoteas y viviendas familiares que no
fueron abandonadas, pero la organización posterior (con
la llegada de nuevos combatientes desde el interior del
país), requirió de lugares más amplios y mejor defendidos.
El cine Independencia, el cine Lido, la robusta iglesia de
San Lázaro, la de San Miguel, Santa Bárbara, la escuela
Argentina, el viejo baluarte de San Antón, las ruinas de
San Francisco, el local de los obreros del puerto (POASI),
las dependencias de aduana, los almacenes del puerto, el
imponente edificio donde se estableció el glorioso B3.
En los comandos más expuestos generalmente horadábamos
las paredes de las casas contiguas para poder movilizarnos
de una a otra, hacíamos trincheras dentro y fuera
de las edificaciones, fortificábamos las posiciones más débiles,
cavábamos zanjas para cruzar las calles, y todo aquello
nos daba una extraordinaria agilidad de movimiento y de
ocultamiento que al enemigo tomaría por sorpresa, algo
elemental en la guerra de guerrilla urbana que habíamos
aprendido sobre la marcha. Para sacarnos de ahí con armas
convencionales hubieran tenido que hacerlo uno por uno y
el costo habría sido terrible.
87
Toda la ciudad, la poca ciudad que nos quedaba, estaba
minada de comandos y había para todos los gustos.
Había comandos civiles, militares y de obreros. Entre los
primeros y más aguerridos se contaban el Bisonó Mera y
el Pedro Cadena. Había un comando haitiano, uno del
MPD, uno del PSP, varios del PRD y varios del Catorce
de Junio que incluían milicianas bien entrenadas y dispuestas.
Había, en fin, entre otros muchos, un comando
de artistas e incluso un orgulloso comando de maricones
que hizo historia por su valentía. Pero eso no es nada sorprendente.
Desde Alejandro Magno sabemos que lo maricón
no quita lo valiente.

89
La trinchera del honor
Aquel sábado primero de mayo la moral de los combatientes
en el comando de la viuda Pichardo no estaba
particularmente alta. La viuda, en cambio, se mostraba indiferente,
ajena a la situación. No se inmutaba. Se paseaba
por la casa con su uniforme blanco de faena, no con el
elegante vestido de ramos y flores, que era el de las ocasiones
especiales. Brindaba jugo, cuando había, café, agua,
comida, brindaba todas sus amables atenciones.
Al llegar la noche se produjo un acontecimiento que
estábamos esperando, algo aparentemente rutinario que
insufló, sin embargo, en muchos ánimos decaídos una
oportuna dosis de adrenalina.
Desde Radio Habana Cuba empezó a escucharse en la
voz de Fidel su alocución del primero de mayo, que dedicó
a Vietnam y Santo Domingo, y en las azoteas de la ciudad
donde se habían establecido inicialmente los comandos de
la resistencia, en las casas y en las calles a oscuras la atmósfera
adquirió un aura mágica.
90
Nadie a mí alrededor tenía radio, pero la voz del héroe
del Gramma se escuchaba en todos los rincones, como si
saliera de la nada, gravitaba sobre nuestras cabezas junto
a los aplausos estremecedores de la multitud que desde
La Habana nos hacía llegar la más grandiosa expresión de
solidaridad.
Fue uno de los momentos estelares de la contienda.
En su esperado discurso Fidel Castro exaltaba con viva
emoción la epopeya que en esos momentos los constitucionalistas
estaban escribiendo en la tierra de Santo Domingo,
a la vez que execraba la intervención del imperio
calificándola como una de las acciones más vandálicas, criminales
y bochornosas del siglo, una de tantas.
Fidel era joven, la revolución cubana era joven todavía
y las ilusiones que suscitaban nos llenaban de esperanza en
esa época. Con su voz poco timbrada, más bien aflautada,
Fidel describía con admiración e indignación a la vez un
suceso que para la mayoría era desconocido. A saber, que
en los primeros enfrentamientos entre combatientes constitucionalistas
y soldados del imperio en el puente Duarte,
tres infantes de marina y dos paracaidistas yanquis habían
muerto, aquí, en Santo Domingo, y más de quince habían
sido heridos. Que en el desigual combate, a los dominicanos
les cabía la honrosa gloria de haber comprobado una
vez más que los soldados mercenarios del imperialismo
son de carne y hueso, y que si venían a matar, bien merecían
morir como murieron.
91
El estruendo de las masas, tanto en Santo Domingo
como en La Habana, duró largos minutos, y en la vastedad
de esa noche, oscura como pocas, por primera vez no nos
sentimos tan solos y desamparados.
Al día siguiente las fuerzas del imperio prosiguieron su
ofensiva, y avanzaron desde el puente Duarte con apoyo de
tanques, helicópteros e infantería hacia la zona de la embajada
norteamericana y –con el propósito de crear un corredor
de seguridad y dividir la ciudad, dividir nuestras fuerzas, ya
de por sí menguadas–, se apoderaron de una estratégica franja
que garantizaba la comunicación con San Isidro y el aeropuerto
internacional.
Para peor, desde el mismo miércoles 28 de abril, mientras
estábamos enfrascados en otras operaciones militares,
los guardias de San Cristóbal, el batallón Mella, tomaron
sin ninguna resistencia el Palacio Nacional, un hecho que
en poco tiempo tendría trágicas consecuencias.
Con el fin de no dejar cabos sueltos, los estrategas del
imperio ordenaron a las hordas criollas bajo su mando proseguir
la terrible Operación Limpieza que en los barrios pobres
de la parte norte, y al cabo de fieros combates e infinitas
atrocidades, culminaría, aunque no de inmediato, con la
derrota de la resistencia. La limpieza, en cambio, seguiría su
curso durante mucho tiempo. Casa por casa, se inició una
cacería humana. Centenares de jóvenes moradores de esos
barrios, que ni siquiera habían tomado parte en la lucha,
por el simple hecho de ser jóvenes eran considerados sospechosos
y fusilados sumariamente en las calles.
92
Al mismo tiempo el imperio apretaba el cerco en la
zona sur y fue empujando hacia atrás, paulatinamente a
bombazos, a los constitucionalistas que defendían su espacio
con una tenacidad digna de mejor suerte.
En el fragor de la contienda se escuchaba por radio la
voz del Coronel Juan María Lora Fernández.
La arenga, la proclama, el llamado a la lucha de Lora
Fernández se inscribe en una de las páginas memorables de
la historia de la dignidad.
Desde la trinchera del honor –decía el cojonudo coronel
que había estado en todas las trincheras– los saludo
en este día glorioso en que la patria pequeña se agiganta al
enfrentar con sus hombres a la fuerza bruta de los Estados
Unidos, pero si grande es nuestro enemigo mayor es nuestro
arrojo y decisión de salvar a la patria y de volver limpia
sin manchas y bochornos la dignidad de su bandera y la
pureza de su escudo.
Al final todo fue un poco inútil y quedamos reducidos
al ámbito de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva, unas
pocas cuadras al Norte y otras hacia el Oeste, y el mar, al
Sur, poblado de acorazados intrépidos, como en el poema
de Pedro Mir, y el Ozama, al Este, poblado de artillería
infernal. Así nos convertimos en el despectivamente llamado
gobiernito de las veinte cuadras que sin embargo
daría mucho que hablar al mundo. Siete mil combatientes
mal armados contra cuarenta y dos mil soldados del imperio
en tierra, aire y mar. No había muchas posibilidades
93
de vencer, pero la posibilidad de un triunfo, así fuera un
triunfo moral, nos embargaba.
Permaneceríamos allí hasta el final, junto a la población
civil que nunca nos abandonó. Otros, muchos otros,
habían desaparecido del mapa de la insurrección. Los demás
pelearían, aunque fuera simplemente por orgullo, tozudez
y orgullo, a las órdenes de un dirigente excepcional
que ya se había consagrado como la primera figura entre
los militares insurrectos.
Para llenar el vacío constitucional que había dejado el
mandatario fugitivo el mismo día de la batalla del puente,
fue elegido ese personaje como nuevo presidente y el 4 de
mayo fuimos convocados a la toma de posesión frente al
Altar de la Patria, allí donde termina la calle El Conde, en
el entonces bucólico parque Independencia. La convocatoria
no atrajo a un gran público, quizás un centenar de
personas. Los acontecimientos de los días anteriores habían
espantado a mucha gente, sin duda, pero la mayoría
ni siquiera se había enterado de la noticia.
No obstante, a pesar del escaso público, entendí que
estábamos viviendo uno de los grandes momentos de
nuestra historia. Frente al Altar de la Patria se habían congregado
militares, comunistas, perredeístas, algunos diplomáticos
que simpatizaban con la causa, mi querido tío
Tomás Rodríguez Nuñez, combatientes haitianos, los legendarios
hombres rana y algunos miembros de la cámara
de representantes del gobierno de Bosch.
94
Uno de ellos procedió a juramentar al nuevo presidente.
Ahora no era un tribuno, era un guardia, un policía.
Era calvo, era decidido, era aguerrido, era valiente entre
todos los valientes.
A cada requerimiento, a cada pregunta del juramento
de lealtad, obediencia, servicio y amor a la patria respondía
con un juro solemne. Juro y juro, decía. Y se juramentaba
con gestos enérgicos en los que parecía empeñar y
empeñaba todo su ser, gestos firmes, decididos, que daban
plena fe del juramento. Era un hombre excepcional. Era
el coronel Caamaño, Francisco Alberto Caamaño Deñó.
Fue la primera vez y la última vez en mi vida que vi a
un presidente de mi país juramentándose en el deber a la
patria y cumplir con ese juramento hasta el glorioso fin de
sus días.
95
La debacle
El día jueves, 13 de mayo, regresó al país en circunstancias
extraordinarias el coronel Rafael Fernández
Domínguez, fundador del movimiento constitucionalista.
Rafael Fernández Domínguez, a pesar de su discreción,
había sido expatriado por haber llamado la atención de
los servicios de seguridad del Triunvirato como conspirador
en el cual recaían todas las sospechas, y el mando lo
había dejado en manos del coronel Hernández Ramírez,
que cumplió con el cometido hasta que se enfermó de
hepatitis, salió del escenario de la guerra y fue sustituido
por Caamaño, un Coronel Caamaño que nunca saldría de
la guerra.
A Fernández Domínguez lo conocía y lo conocí solamente
por una foto en la que aparece junto al entonces
presidente Juan Bosch, un radiante Juan Bosch, varios
soldados, un camarógrafo al fondo y el guabinoso padre
Sicard. Bosch le tiende el brazo sobre la espalda y apoya la
mano cordialmente sobre el hombro derecho, como sobre
96
un hijo, y él agradece el gesto del presidente como un hijo,
con un gesto orgulloso en extremo por el cariño y la confianza
que en él deposita el presidente.
Viste de verde olivo, la verde gorra militar y el verde
uniforme, la mano diestra sobre la pistola, la izquierda con
el pulgar en el bolsillo izquierdo y la mirada luminosa.
Todo en su rostro habla de una nobleza militar fuera de
serie en esa foto fuera de serie, que no se quién tomó. Su
figura destila extrema nobleza y gallardía y una contagiosa
simpatía.
Corrían días infames cuando regresó el inspirador de
los constitucionalistas y ya casi estábamos a punto de batirnos
en retirada. Perdíamos la batalla de la parte norte y
la defensa de Radio Santo Domingo era insostenible.
En una especie de sainete, el imperio nombró presidente
del Gobierno de Reconstrucción Nacional a Antonio
Imbert Barreras, personaje heroico que se jugó la vida
en el feliz atentado del 30 de mayo contra Trujillo y había
sido uno de los pocos sobrevivientes. Imbert Barreras descendió
de la escala de héroe al de traidor y vende patria y
se prestó a todas las infamias del imperio Se hizo, entre
otras cosas, responsable de la Operación Limpieza. En su
discurso, de toma de posición del cargo, al que no acudieron
cincuenta personas, se refirió a los constitucionalistas
como agentes del Kremelín, y nosotros le llamábamos jocosamente
Buchito Kremelín, aunque había poco de jocoso
en su entrega como títere al servicio del imperio. Es el
héroe que más caro le ha salido al país.
97
Coronel Rafael Fernández Domínguez junto a Juan Bosch y otros.
98
La Operación limpieza, gracias a la brutalidad de sus
ejecutores y ejecuciones, produjo resultados a corto plazo
en un período de pocas semanas. Uno por uno, precipitaron
los acontecimientos que nos conducían a la debacle.
Radio Santo Domingo, la voz y oídos del movimiento
constitucionalista, era la pieza más codiciada por la necesidad
de reducirnos al silencio e impedir las denuncias de
las atrocidades que cometían los invasores y sus tropas de
cipayos. Diariamente era objeto de ataques que los propios
locutores describían con el mismo valor que sus defensores
combatían.
El 14 de mayo se produjo una ofensiva mas violenta,
que aunque fue rechazada, anunciaba algo peor y lo peor
ocurrió cinco días después: un ataque relámpago en horas
de la mañana que en poco tiempo doblegó la resistencia.
Ese día, 19 de mayo, perdimos la voz, una de ellas.
Dos días antes, a raíz de la salida del número 107 de la
revista ¡Ahora!, dos voces del periodismo libertario habían
sido silenciadas brutalmente.
La revista ¡Ahora! –que operaba bajo la dirección de
Rafael Molina Morrillo en territorio enemigo–, cubría con
extrema dignidad y profusión de fotos y comentarios todos
los sucesos y ese número 107 era una espada de fuego
contra la barbarie de la intervención.
En represalia, la tarde del quince de mayo fue tomado
por asalto el local y asesinados dos de sus funcionarios
mientras realizaban sus tareas habituales, como reza la noti99
cia que tengo en mis manos. Diógenes Ortiz Cassò y Juan
Arias Contreras (Papito), el Administrador y el Encargado
de Circulación fueron las víctimas, dos jóvenes mártires del
periodismo dominicano a los cuales ningún homenaje digno
se ha rendido.
Contra la revista ¡Ahora! persistió el acoso en la medida
en que Rafael Molina Morillo persistía con terquedad en
su empeño, hasta que posteriormente, el día 5 de octubre,
la redujeron al polvo del silencio por varios meses con el
estruendo de una bomba de alto poder. Esa fue otra voz
que perdimos durante los meses cruciales del conflicto.
Pero resucitó de alguna manera en pie de guerra con el
número 111 del 6 de diciembre y seguiría combatiendo la
ocupación, que duró varios años.
Mientras tanto, durante el curso de tales eventos, y sin
que muchos nos enteráramos, el coronel Montes Arache
había asumido posturas reprochables que luego producirían
estupor entre las filas. Montes Arache, había negociado
u otorgado graciosamente la libertad de esbirros y
asesinos que manteníamos bajo celosa custodia en prisión
con el propósito de hacerles justicia cuando llegara el momento.
Uno de ellos era el principal asesino de las hermanas
Mirabal, Alicinio Peña Rivera, condenado a treinta
años, otro era el monstruoso Felix W. Bernardino, que tenía
en su finca del Este un cementerio privado. Algunos,
como Octavio Barcácer y el general José María Alcántara
eran torturadores de fama. Otros treinta eran connotados
asesinos del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). Mon100
tes Arache no sólo impidió su ajusticiamiento sino que los
puso en libertad entregándolos personalmente al ejército
imperial y todos murieron de viejos y en sus camas. Fue
la primera derrota de la revolución, una dolorosa y traumática
derrota moral, el inevitable subproducto de una
alianza coyuntural con trujillistas que nunca dejarían de
serlo, como demostraría la historia más adelante.
Pero lo peor no había pasado todavía.
Fue el día miércoles, 19 de mayo, cuando se conjugaron
todas nuestras desgracias.
La resistencia en la parte norte se había desmoronado
al cabo de unos cruentos combates que tuvieron por escenario
el cementerio y sus alrededores frente a las tropas de
transportación auxiliadas, ahora, por tropas del desgobierno
de reconstrucción y con el apoyo moral y de artillería
del ejército imperial. Es decir, todos contra uno.
En el momento más crítico, los combatientes se vieron
virtualmente cercados. Varios de PSP, muchos del Catorce
y del PRD, hombres ranas y soldados constitucionalistas
sólo buscaban en las últimas horas una salida para burlar
la seguridad del corredor internacional controlado por los
yanquis y lo hicieron, milagrosamente, abandonando las
armas y vistiendo trajes de paisanos los militares. A todos
no les fue bien pero una parte considerable regresó al
nido y vivió para contarlo en el disminuido escenario de la
Ciudad Colonial y sus alrededores, donde continuaría el
combate varios meses.
101
La lucha en la parte norte terminó, pues, el 19 de mayo
para los que no vivían en esos predios o habían logrado
escapar. En cambio, para sus habitantes comenzó la verdadera
pesadilla. Un ejército humillado y rabioso por las
pérdidas que le habían causado los constitucionalistas, con
la derrota a cuestas, con el odio al comunismo inoculado
en los cuarteles y al mando de oficiales vesánicos, sedientos
de sangre como Chinino y el tenebroso Enrique Pérez y
Pérez, entre otros, inició una operación casa por casa en
busca de armas, de combatientes heridos o rezagados, en
busca de cualquier señal, cualquier atisbo de complicidad
o colaboración con los constitucionalistas. En unos pocos
días fusilaron a docenas de sospechosos bajo la mirada
complaciente de los soldados del imperio que habían preparado
el terreno para que otros hicieran el trabajo sucio,
para que los soldados criollos entrenados como perros de
presa cumplieran su cometido. Todo eso fue parte de que
se llamó, cínicamente. Operación Limpieza. Una limpieza
a fondo que no distinguía entre culpables e inocentes.
La derrota de la insurgencia en la parte norte y el inicio
de la represión a vasta escala no fueron los únicos episodios
sombríos de ese trágico miércoles 19 de mayo. Lo
que ocurrió después, en horas de la tarde, fue quizás una
reacción irracional a la derrota, a todas las derrotas, un
episodio como del teatro del absurdo y la más inspirada
locura quijotesca. Rafael Fernández Domínguez planeó y
llevó a cabo el asalto al Palacio Nacional y lo planeó bien.
Pero todo salió mal, peor que mal.
102
Caamaño –según se dice– no estaba de acuerdo con
el proyecto y al parecer trató de disuadir a Fernández Domínguez,
pero Fernández Domínguez era un soldado y
había venido a combatir, igual que habían combatido sus
compañeros de armas junto al pueblo en condiciones cada
vez más desfavorables.
El quería combatir, y el Palacio Nacional en manos
enemigas lo molestaba como una piedra en el zapato.
Creía, como muchos, en la necesidad de incorporarlo al
terreno constitucionalista a toda costa. No fue la decisión
ni la idea de un hombre solo. Tuvo el apoyo del temerario
Montes Arache y sus hombres rana, tuvo el apoyo de Ilio
Capozzi y sus rana y tuvo el apoyo de la elite militar del
Catorce de Junio que prestó sus mejores hombres.
Baiby Mejía, un testigo de excepción que sobrevivió
al asalto, escribió una relación detallada de los hechos. En
primer lugar, explica el sobreviviente, se situaron múltiples
francotiradores en todas las casas que rodeaban al palacio.
Sólo después de haber consolidado sus posiciones se procedió
al ataque en tres columnas con un total de doscientos
hombres, un tanque y varias unidades móviles provistas de
ametralladoras pesadas. Eran las dos y media de la tarde.
Una de las columnas estaba al mando del capitán Ilio
Capozzi que atacaría el frente del palacio con apoyo del
tanque. Otra estaba al mando de Montes Arache y otra al
mando de Rafael Fernández Domínguez y los catorcitas.
Esas atacarían de flanco, por la calle 30 de Marzo y darían
apoyo a Capozzi. Pero todo salió torcido.
103
Un helicóptero de las fuerzas de ocupación levantó
vuelo quizás antes de comenzar el ataque y ubicó a la columna
de Fernández Domínguez, que cayó en una emboscada,
bajo intenso bombardeo de morteros. Cuando
intentaron atravezar la calle 30 de Marzo para proseguir el
avance, un traicionero fuego de metralla imperial sorprendió
por detrás a Fernández Domínguez y a Juan Miguel
Román.
El resto no pudo hacer nada, quedó varado, a merced
del fuego de artillería hasta el anochecer.
Seis días después de su llegada, Rafael Fernández Domínguez
estaba muerto. Juan Miguel Román –el más carismático
dirigente del Catorce– estaba muerto. Euclides
Morillo –un cuadro excepcional– estaba muerto. Habían
muerto otros miembros del Catorce y habían muerto dos
combatientes haitianos.
Entre otros muertos había un italiano. Lo habían acribillado
en los jardines del Palacio Nacional después de
cruzar la cerca. Era el Capitán Illio Capozzi. El hombre
más valiente que he conocido.
Había combatido en Europa a favor de las peores
causas, había venido a Santo Domingo, junto con otros
oficiales mercenarios, a servir a Trujillo. Había venido a
entrenar una tropa de elite destinada a reprimir al pueblo
y había muerto al frente de esa tropa combatiendo por la
mejor de las causas posibles. La lucha del pueblo dominicano
contra la opresión y el imperialismo.
Aquí había muerto y aquí había nacido por segunda
vez.

105
La solución final
Apartir de los trágicos reveses del mes de mayo, la debacle
de mayo, con su trágico saldo de víctimas y fracasos,
el imperio continuó jugando con los constitucionalistas
al juego del gato y el ratón, que cada vez se hacía más
pesado, un juego que incluía, como de costumbre, la cacería
humana desde el edificio de Molinos Dominicanos por
parte de francotiradores, ataques de morteros y cañones a
cualquier hora del día y la noche, sin respetar las treguas
acordadas a nivel diplomático. El más refinado sadismo,
junto a la más burda diplomacia.
En tan precarias condiciones nos quedaba poco por
negociar, y el honor no estaba incluido. La trinchera del
honor sólo negociaba una salida digna y honrosa, como en
efecto se lograría, con un glorioso discurso de Caamaño en
la Fortaleza Ozama: su despedida del poder.
El imperio, mientras tanto, presionó a la dócil Organización
de Estados Americanos (OEA) para que creara
un organismo que legitimara el atropello y garantizara,
106
desde luego, la supuesta imparcialidad del proceso a seguir.
Así, de la noche a la mañana, el día 23 de mayo, las tropas
de intervención se convirtieron, nominalmente, en Fuerza
Interamericana de Paz (FIP), compuesta en su mayoría por
países regidos por atroces dictaduras, con Brasil a la cabeza.
El mando de la FIP se le dio precisamente a un general
gorila brasileño, Panasco Alvim. Bruce Palmer, el mejor
general del pentágono, quizás del mundo, se convirtió en
el segundo al mando, en un vulgar subordinado. El imperio
se cambiaba el traje de lobo por el de Caperucita, pero
no era convincente.
Así pasó casi un mes y medio, entre negociaciones y
presiones y llegó el día 14 de junio, un nuevo aniversario
de la repatriación armada que intentó derrocar a Trujillo en
1959 (y en cuyos ideales se inspiraba el movimiento catorcista).
Ese día tuvo lugar en el Altar de la Patria del parque
Independencia una de las mayores concentraciones de masa
de la historia del país. Los manifestantes habían llegado de
todas partes, a pesar del cerco y los chequeos, y ocupaban
el parque Independencia, la calle Palo Hincado en su totalidad,
El Conde de principio a fin, las azoteas aledañas.
Docenas de corresponsales y medios de prensa de muchos
países cubrieron el evento que era un abierto desafío,
casi una provocación, una imprudencia, pero teníamos
que mostrarle al mundo que seguíamos vivos, coleando,
en pie de guerra, y que teníamos el apoyo de multitudes
que arriesgaban la vida para demostrarlo.
107
Habló mucha gente en la manifestación, habló Caamaño,
varios compañeros del Catorce, funcionarios del gobierno,
y recuerdo en especial –de un modo particularmente
vivo– que habló también un personaje con aura de leyenda,
casi desconocido, un casi olvidado símbolo nacional, la
encarnación del honor patrio. Había nacido en 1898 y se
llamaba Gregorio Urbano Gilbert.
En 1916, durante la primera intervención armada del
imperio, ya era un muchacho de recia determinación, del
tipo que se juega la vida a una sola carta, y sintió la sangre
hervir cuando se enteró del desembarco de tropas norteamericanas
en el puerto de San Pedro de Macorís. En ese
momento tomó la decisión más trascendental de su vida.
Con un pequeño revolver y unas cuantas municiones
se presentó en el muelle, estudió brevemente la situación,
y se acercó a un grupo de oficiales que desembarcaban alegremente.
Alegres y arrogantes desembarcaban hasta que vieron
a aquel muchacho solitario que los encañonaba con tan
firme determinación, gritando palabras que no entendían
y disparando con tan buena puntería, tumbándoles la alegría
y la arrogancia, matando a un oficial, hiriendo a tres,
provocando un desorden, un pánico mayúsculo, una desbandada
tan aparatosa que le permitió escapar a la carrera,
salir vivo sin un solo rasguño.
Después de mucho aventurar, en 1928 se integró a las
guerrillas de César Augusto Sandino que combatían con108
tra los norteamericanos en Nicaragua. Se distinguió en la
refriega con grado de capitán y fue miembro del mando
superior del ejército sandinista. En una memorable foto,
aparece junto al estado mayor del bien llamado general de
hombres libres. César Augusto Sandino.
Aquel 14 de junio estaba allí, en la tribuna, armado y
decidido a continuar su lucha. A los sesenta y siete años,
Gregorio Urbano Gilbert había regresado a las filas. Es
uno de los más bragados y afortunados de nuestros héroes.
La manifestación irritó la sensibilidad de los halcones
del imperio y terminó con la paciencia de Bruce Palmer
que no entendía ni podía entender la terquedad, la absurda
determinación de los constitucionalistas de no negociar
la rendición a cualquier precio ante fuerzas tan superiores.
Y se propuso una solución final, una solución militar –la
toma de la ciudad– que se cumpliría en un plazo de pocas
horas.
A partir de las ocho de la mañana, durante los días del
15 y 16 de junio el imperio desató el infierno en todos los
frentes. La lluvia de morteros, el pesado tableteo de las
ametralladoras el estruendo de los cañones, y bazucas se
mantuvieron por más de veinte horas casi sin interrupción.
Presionaron, sobre todo, a los comandos de primera
línea de la parte norte y a los comandos de los almacenes
de aduana con el apoyo de tropas de infantería en una
operación de pinzas. En pocas horas lograron un avance
notable hasta las defensas amuralladas de Santa Bárbara, y
109
avanzaron un importante tramo por el muelle, después de
haber reducido a cenizas todos los almacenes. Allí perdieron
mucha tropa en un inesperado enfrentamiento contra
los combatientes del comandante Pichirilo, el legendario
timonel del Gramma.
Pero fue frente a los comandos de los fortines coloniales
de Santa Bárbara y San Antón donde el ímpetu se
frenó. Una patrulla se internó imprudentemente por unos
callejones y fue sorprendida por fuego cruzado, un fuego
tan cruzado y efectivo que fueron pocos los marines que
salieron con vida.
Por esa intrincada red de calles y callejas sólo podían
pasar barriendo todo al suelo. El imperio tenía poder para
hacerlo, para borrarnos del mapa en cuestión de minutos
(como hicieron hace unos años en Faluya, donde quemaron
a todos los habitantes con bombas de fósforo vivo),
pero la correlación de fuerzas en esa época era diferente y
la opinión pública tenía puestos los ojos en esa batalla que
se libraba en esa primeriza ciudad de Santo Domingo.
En una gran parte de esa zona, refugiados en nuestras
madrigueras bajo techo, con la extraordinaria capacidad
de movimiento que nos permitía pasar de casa en casa y
emprender la huida hacia otro puesto de defensa en caso
necesario, resistíamos el bombardeo con una frialdad que
había reemplazado al miedo y una determinación irremplazable.
El bombardeo era un arma de doble filo. Mientras
continuara el bombardeo, no avanzaría la infantería y
110
si cesaba el bombardeo y la infantería imperial avanzaba
se enfrentaría a tiradores en centenares de puertas y ventanas
y en todas las mirillas posibles desde donde vendría
el disparo fatal proveniente de cualquier casa de la Ciudad
Colonial. Toda la ciudad era una trampa y ante ella se metieron
en miedo los soldados del imperio.
Más de veinte horas después del plazo prefijado, Bruce
Palmer, el mejor general del pentágono, no había podido
doblegar a siete mil combatientes mal armados en unos
cientos catorce comandos. Nuestros muertos se contaban
por docenas, sobre todo entre los miembros de la población
civil, y ese día perdimos a otro de los entrenadores de
los hombres rana, un francés, esta vez, Andrés Riviere. Su
destino había sido el mismo que el de Illio Capozzi. Había
combatido a sueldo en varias guerras infames, había sido
reclutado como mercenario y aquí había encontrado una
causa por la que vivir y morir. Recuerdo que fue enterrado
en la misma caja junto a un niño semidesnudo, que posiblemente
había caído junto a él, víctima de los francotiradores
del edificio de Molinos Dominicanos. Unos días
después, a consecuencia de heridas de mortero, falleció el
entrañable poeta dominico-haitiano Jacques Viau Renaud.
La trinchera del honor había recibido un nuevo y brutal
embate y seguía de pie. La trinchera y el honor seguían
de pie. En pie de guerra. El mensaje, para el mundo, era
claro y definitivo, un solo y único y lacónico mensaje para
que el mundo lo escuchara para siempre:
¡Santo Domingo no se rinde! ¡No se rinde, no se rinde!
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Un antes y un después
El día 15 junio, bajo un intenso tronar de artillería, salí
de casa de la viuda para una misión de la que temía
que no iba a regresar. A poco andar le dije a mis compañeros
que había olvidado algo y me devolví a despedirme
de la viuda, la viuda Pichardo. Doña Carmela Vicioso viuda
Pichardo. Pero en realidad lo que quería era despejar
una incógnita. La viuda estaba llorosa ese día, con los ojos
aguados y desde luego vestida con su florido atuendo, el de
las grandes ocasiones.
Se sorprendió al verme regresar y, como no había tiempo
que perder le hice a boca de jarro una pregunta que
hacía tiempo tenía en la punta de la lengua y me picaba
como un ají caribe.
Doña Carmela, quíteme una curiosidad, por favor.
¿Por qué, Doña Carmela, cada vez que se arma un lío
usted se pone ese vestido tan bonito, tan floreado, como si
fuera a una fiesta?
112
Ella se echó a reír alegremente, al tiempo que me puso
cariñosamente la mano derecha en la gorra y me dijo ay
Perico (un mote familiar), no se lo digas a nadie, Perico,
pero en este vestido tengo cosidos los pocos cuartos, todo el
dinerito que tengo ahorrado por si hay que salir huyendo.
El día 16, a mediodía, después que las aguas volvieron
más o menos a su nivel, la viuda vestía nuevamente su traje
blanco de faena. Pero yo guardé la confidencia y creo que
ni los hijos se enteraron hasta muchos años después.
pcs, santo domingo,
abril 2007/ octubre 2011
Mi sincero agradecimiento a Hamlet Hermann y Fidelio Despradel –protagonistas y testigos de excepción de estos hechos– por los valiosos datos que me proporcionaron sus libros (Francis Caamaño y Abril) para escribir este relato, cuyo verdadero autor es el pueblo dominicano.




1 comentario:

Callecuba dijo...

Veraz. Patriótico. Excelente y sincero relato.