lunes, 27 de mayo de 2019

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO. CUARTA PARTE (1-4).

La apoteosis del emperador

El querido Jefe lo decía y lo repetía en presencia de mi padre, el general Bonilla, y lo decía y lo repetía en presencia mía y de mis hermanas. Y lo decía y lo repetía también públicamente. No se cansaba de decirlo. Que no aceptaría otra nominación a la presidencia de la República. Que de ninguna manera se reelegiría. Que su mayor ambición era servir al pueblo y ya lo había servido, rescatando la democracia, rescatando de sus ruinas la ciudad de Santo Domingo, rescatando económicamente el país.
La única circunstancia en que consideraría volver a ser candidato era o parecía ser inconcebible. Sólo aceptaría si todo el pueblo dominicano se lo pedía. Sólo si todo el pueblo dominicano unánimemente se lo pedía. Y el pueblo se lo pidió.
Sí, el pueblo dominicano se lo pidió. Unánimemente se lo pidió de mil maneras diferentes. Se lo exigió amorosamente. Lo arrastró casi como quien dice a la fuerza, la fuerza del cariño, a optar por un nuevo periodo de gobierno.
Hoy resulta difícil imaginar cómo el aprecio, la devoción o veneración que la gente sentía por el Jefe pudiera expresarse en términos tan entusiastas y cómo el entusiasmo se traducía en un coro tan simultáneo de alabanzas. La gente hablaba y escribía, publicaba peticiones en todos los medios solicitando la continuidad del Jefe en el poder. El pueblo, todo el pueblo dominicano, no sólo quería la reelección del querido Jefe, expresaba un deseo de honrarlo como se merecía, con todo tipo de títulos, monumentos, con todos los medios posibles. Muchos exigían a gritos su nombramiento o designación como Grandeza Ilustrísima, Gran Ciudadano, Tutor de Generaciones… La comunidad pedía, no sin cierta (aunque justificada) exageración, la consagración, la glorificación, el ensalzamiento, la elevación del querido Jefe al rango de la divinidad.



Eleanor Roosevelt, María Martínez de Trujillo y Rafael Chapita Trujillo
Eleanor Roosevelt, María Martínez de Trujillo y Rafael Chapita Trujillo

Los menos entusiastas, entre las más prestigiosas figuras públicas del país, sugerían un plebiscito para declararlo presidente vitalicio.
Uno de los que mejor expresó estos anhelos fue un prestigioso dentista y orador de barricada, el Dr. José E. Aybar, un hombre agradecido que le debía al querido Jefe todo lo que tenía. Aybar publicó un conciso documento que hizo llegar a la prensa y a las manos de más de doscientos dirigentes políticos y causó un grato revuelo.
Con toda la lucidez y la visión de futuro que lo caracterizaba, el Dr. Aybar señalaba en ese documento que una campaña electoral no sería mas que un inútil formalismo, un desperdicio, un gasto de tiempo y de recursos. En consecuencia, y a su atinado juicio, la Junta Central Electoral (o como quiera que se llamara entonces), el día16 de mayo de 1934 debía simplemente proclamar al querido Jefe como presidente electo sin necesidad de elecciones. Después de todo, argumentaba con su habitual agudeza el Dr. Aybar, el querido Jefe ya había sido reelegido en la conciencia de todos.
Don Arturo Logroño, el canciller de la República, uno de los funcionarios más admirados y queridos, también aportó su granito de arena al debate sobre la reelección que estremecía a todo el pueblo dominicano. El debate electoral.
Don Arturo era un hombre afable, simpático, dueño de una cultura enciclopédica. Era conocido por su fina inteligencia y sus ocurrencias, por su talento como abogado y periodista y por sus grandes dotes de orador. Las malas lenguas decían que era nieto del arzobispo Meriño y que de él heredaba el don de la palabra, pero eso es algo que no ha sido comprobado.
Lo cierto es que era un hombre moderado, que impartía siempre buenos consejos, y era también un hombre apasionado, tan adicto y tan leal al poder del Jefe como a la comida. Con frecuencia oí decir que en su habitación tenía un recipiente enorme, una especie de barril de aceitunas españolas para calmar su permanente sed de hambre, pero esto puede ser que forme parte de las muchas leyendas que inspiró el ilustre personaje. Muchos, por cierto, se burlaban de él porque era bajito y redondo, pero en su interior él se reía de todos y casi siempre era el último en reír.
Algunas veces, mis hermanas y yo lo encontrábamos en la calle y siempre nos distinguió con el más cordial y elegante saludo. Nunca se montó en un automóvil, ni siquiera en alguno de los muchos que estaban a disposición del querido Jefe. Y sus motivos tenía. Con su baja y corpulenta anatomía y las trescientas cincuenta libras de peso que le atribuían, Don Arturo se sentía más cómodo en el asiento trasero de un coche tirado por caballos, a la manera clásica o antigua, con el sol y el viento jugueteando en su rostro bonachón, repantingado dichosamente y con los brazos abiertos de par en par.
La continuidad del querido Jefe suscitaba tantas simpatías dentro y fuera del país que hasta la famosa Eleanor Roosevelt vino a darle su tácito apoyo en el mes de marzo de 1934, y fue don Arturo Logroño quien la recibió en esa ocasión, el mismo que desfiló con ella en su condición de canciller de la República. Los envidiosos de siempre se burlaron de la pareja tan dispareja que hacían, pero la verdad es que la señora Roosevelt era tan alta y desgarbada y tenía una dentadura tan prominente que no hacía buena pareja con nadie, ni siquiera con su amante esposo, el presidente de los Estados Unidos de América.
Pero la cordial y fructífera visita de la prestigiosa primera dama insufló en el animo de don Arturo Logroño una fuerza retórica impresionante, le inspiró, de hecho, una de las declaraciones más contundentes y lapidarias en torno al tema de la reelección. Sí, don Arturo Logroño pasó a la historia cuando desnudó su corazón ante toda la nación y declaró sin complejos, sin falso pudor, sin ningún tipo de reticencia su lealtad incondicional a la más noble causa del país, la del querido, bienamado y siempre Jefe.
“Todos mis esfuerzos -dijo más o menos Logroño en la que fue su mas vibrante declaración-, toda mi modesta capacidad intelectual y mis pocas fuerzas, mi lealtad personal y devoción política, mi cálida afección personal, mi alma, mi corazón y mis asuntos, el ritmo y el rumbo de mi vida pertenecen al Presidente Trujillo y a su gran obra de gobierno. A él debo mi presente político y sólo puedo concebir el futuro al amparo de su sombra magnánima y patricia…” Confieso que todavía me dan ganas de llorar cuando recuerdo esas palabras, quizás las más bellas que salieron de su boca. O de su pluma.
Lo único que faltaba por decir lo dijo en un editorial el periódico “La opinión”, un prestigioso medio de prensa que se hizo eco de todo el sentir nacional. En ese editorial, que es una de las cumbres del periodismo dominicano, se decía con orgullo que nuestro modelo de civilización y cultura estaba muy por encima del de muchos otros pueblos de la tierra y que cada vez que mirábamos en el horizonte la triste pintura de lo que estaba sucediendo en otros países, un grito jubiloso venía a nuestras gargantas: !Qué Dios preserve a nuestro emperador!
De cualquier manera, no fue fácil convencerlo, hacer cambiar al querido Jefe de opinión. Pero la presión popular no hizo desde entonces más que seguir en aumento. Finalmente, en el mes de abril de 1934, anunció a regañadientes que aunque era contrario a su deseo y a sus más íntimas convicciones, no tenía fuerzas ni corazón para negarse al inmenso clamor de tanta muchedumbre y aceptó la repostulación.
El Jefe, sin embargo, cumplió con todos los requisitos y formalismos legales, se sometió al rigor de una intensa campaña política y resultó ganador, junto a Jacinto Peynado como vicepresidente, por una inmensa mayoría de votos.
Dios había preservado a nuestro emperador.
Y nadie se mostró más feliz en esa ocasión que el coronel Andy Dauhajre.
(Historia criminal del trujillato [32]. Cuarta parte).
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”

Las mieles del poder

El régimen de la bestia permaneció más o menos igual en todos los períodos. Nada cambiaba de una administración a otra excepto las caras y la suerte de algunos funcionarios. Trujillo seguía apretando las tuercas, todas las tuercas del aparato que lo mantenía en el poder, creando nuevos y más sofisticados organismos de inteligencia y mecanismos de represión, organizando el país como si fuera una finca, una empresa, una industria de su propiedad, y hasta cierto punto lo era.
La bestia ponía un empeño particular en reclutar los peores hombres para desempeñar las tareas más brutales contra sus opositores y al mismo tiempo trataba de atraerse y se atraía por cualquier medio (con ofrecimientos o amenazas, o quizás ambas cosas), a todos los que de alguna manera se destacaban socialmente por su fortuna, en su profesión u oficio.
Dice Crassweller que la mera existencia de alguien que poseyera brillo intelectual y distinción social y económica y que no formara o quisiera formar parte del gobierno, era para la bestia una especie de afrenta personal.
A Horacio Vásquez, Américo Lugo y unos pocos intentó conquistarlos inútilmente. Una gran parte, como se sabe, se ofreció voluntariamente, otros se resistieron durante un periodo y unos cuantos durante toda la tiranía. Paradójicamente, algunos que durante un tiempo se mostraron más reacios a ponerse al servicio de la bestia y manifestaron la más firme oposición se convirtieron luego en trujillistas a ultranza.
Entrar al servicio de la bestia por voluntad propia o ajena no era precisamente una garantía de estabilidad emocional y económica. Los funcionarios civiles y militares del régimen de la bestia, y sobre todo los altos funcionarios, estaban expuestos a los caprichos y rabietas del voluble mandatario. Trujillo era un sádico, tenía la ingrata costumbre de  encumbrar a sus funcionarios, colmarlos a veces de honores y luego degradarlos, pisotearlos, humillarlos públicamente. Los mantenía en la cuerda floja para que nunca se sintieran seguros, y en el momento menos pensado los arrojaba al vacío, los despeñaba, les suministraba una especie de
sacudida, el equivalente político de una terapia de electroshock para mejorar el rendimiento. De esa terapia algunos no se recuperaban. Se quedaban mentalmente cojos. Se volvían frágiles, quebradizos, asustadizos. Sobre todo en su presencia.



Arturo Logroño Cohén

En realidad no había forma de no sentirse atemorizado en una reunión y sobre todo en una fiesta en la que Trujillo participara. La tensión, por muchas razones, era siempre enorme. La bestia podía insultar a cualquiera en cualquier momento o podía antojarse, por ejemplo, de la mujer o la hija o de la hermana o la novia e incluso de la mamá de algún invitado. Para peor, tampoco estaba permitido -bajo pena de muerte por lo menos- manifestar alegría o tan siquiera alivio cuando el todopoderoso mandatario se iba del lugar. Había que mostrarse decorosamente compungido. Había que disipar la tensión disimuladamente.
Una de sus bromas pesadas favoritas consistía en saludar a una persona con el título de un cargo que no tenía en el momento en que se encontraba frente a la persona que estaba designada en ese cargo. Un nombramiento y una  destitución a la vez.
Con el mismo desenfado, la bestia pronunciaba a veces públicamente una sentencia de muerte. Preguntaba simplemente, casi al desgaire, en voz calma y audible para los miembros de su celosa escolta: “!Y Fulano está vivo?” Era una pregunta que parecía ingenua, casual, desmaliciada, pero era una sentencia de muerte.
Crassweller cuenta que Federico C. Álvarez, un prominente abogado, fue uno de los primeros notables que la bestia incorporó a su gobierno y también uno de los primeros que degradó y desconsideró. Con su retorcido sentido del humor, si acaso alguna vez lo tuvo, nombró al abogado en la Secretaría de obras públicas, le encargó construir un puente y lo destituyó por incompetente.
A Arturo Logroño lo quitaba y ponía en un cargo casi por capricho, aunque nunca lo sometió a las vejaciones que sufrieron otros funcionarios. Además, Logroño tenía un temperamento, una especie de coraza, una manera especial de tomarse un poco las cosas en broma y una habilidad inmejorable para reconciliarse con el poder. Sin embargo, dicen que cuando cayó enfermo para no levantarse más, la bestia ni siquiera fue a visitarlo. Cuando murió hizo que le rindieran, desde luego, los debidos honores.
El caso de Peña Batlle es parecido y a la vez diferente. Manuel Arturo Peña Batlle se mantuvo unos doce años en la oposición. Luego descubrió que Trujillo era un gran nacionalista y entró como una tromba al servicio del régimen, se convirtió rápidamente en alabardero e ideólogo del trujillismo, inauguró en parte el fundamentalismo antihaitiano. Fue él quien diseñó la estructura ideológica seudonacionalista de un régimen que carecía de principios y sólo se sustentaba en la fuerza.
Cayó en desgracia cuando lo vincularon a un complot en el que seguramente no tenía arte ni parte, luego pasó por las manos del brutal Fausto Caamaño durante un largo interrogatorio y finalmente fue destituido de su alto cargo. Desde entonces no volvería a levantar cabeza. Antes y después tuvo que soportar, eso sí, humillaciones, vergüenzas y desplantes de antología.



Manuel Arturo Peña Batlle

Con el propósito de mortificar en lo más hondo su fundamentalismo antihaitiano, Trujillo lo nombró una vez embajador en Haití. Pero la mayor desconsideración se la hizo en Nueva York, cuando Peña Batlle se presentó, como parte de su séquito, en una cena de gala. Trujillo lo paró en seco al entrar, le espetó en voz alta que no estaba invitado y lo echó del lugar.
En la misma Nueva York, Peña Batlle recibió un diagnóstico terrible para su salud. Moriría  en 1954, enclaustrado y despreciado en su hogar, pero el gobierno lo despediría con unas pomposas honras fúnebres y nombraría una calle en su honor.
Virgilio Álvarez Pina, el célebre don Cucho, fue uno de los que tampoco se rindió desde el primer momento a los encantos de la bestia.
Era su pariente lejano y fue su amigo de infancia. Pero fue además un ferviente y leal horacista, alguien que, según dice Crassweler, era de los que le llevaba el desayuno a la cama. Ese mismo Cucho le había advertido en su debido momento a Horacio Vásquez que Trujillo estaba conspirando y le aconsejó destituirlo, cosa que dio lugar a un celebre episodio en la Fortaleza Ozama, un encuentro en el que Horacio no dejó de darse cuenta de que era más un prisionero que un presidente en presencia del brigadier Trujillo.
Después de haber sufrido persecución y cárcel, don Cucho se ablandó, se enterneció, perdonó a la bestia por la traición, por el golpe de estado que le había dado a Horacio y entró por fin a su servicio en el año 1934. Desde entonces, con sus altas y sus bajas, con períodos de bonanza y otros más y menos tormentosos, fue su más fiel consejero. Uña y carne. Uña y mugre. Tuvo además la suerte de sobrevivirlo, de vivir para contarlo. Y lo contó a su manera en un libro infame.
(Historia criminal del trujillato [33]. Cuarta parte).
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


El teatro del horror

En el teatro del horror que describen los cronistas e historiadores, las cárceles más temidas en los primeros años de la era gloriosa eran las de la Fortaleza Ozama y la de Nigua. La fortaleza había sido construida en un sitio alto, salubre, junto al río y el mar, y estaba expuesta al salitre, la brisa fresca,  los vientos del norte y del sur.
La cárcel de Nigua había sido construida por las tropas de ocupación yanquis (tal vez de maldad, con premeditación y alevosía), en un terreno pantanoso cerca de la desembocadura del río del mismo nombre, y estaba expuesta a todas las calamidades del trópico.
La vida allí quizás era en verdad tan horrorosa como lo cuenta Crassweller. La plaga endemoniada de mosquitos, las bandadas de mosquitos desde el atardecer al amanecer, la inmensa nube negra de mosquitos que enrarecían el aire, los malditos mosquitos que saturaban, envenenaban el cielo, ennegrecían la noche, los  mosquitos que caían como una inmensa telaraña con aquel pavoroso zumbido, el infernal zumbido de mosquitos que picaban sin cesar, que parecían más bien devorar a sus víctimas. La aparición de la malaria. El contagio, la manifestación de los primeros síntomas en un hombre tras otro, a veces en medio de brutales labores, escalofríos violentos, fiebre, descomposición y vómitos, insoportables dolores de cabeza, sudores, un sudor frío, el sudor empapando las cobijas, el delirio de la fiebre y las voces delirantes hasta alcanzar el climax. Luego el alivio, lentamente el alivio, el regreso al mundo de los vivos, el pausado recobrar de la conciencia. Luego una sucesión del mismo episodio, la repetición de todos los episodios de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia, de episodios cada vez menos separados, secuencias casi continuas de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia.
No había doctor -dice Crassweler-, ni enfermeras ni enfermería. Había sólo quinina si la familia podía conseguirla, si se podía sobornar a un carcelero.
La vida en la cárcel de Nigua estaba hecha de gritos y susurros, de alaridos, gemidos, de aullidos repentinos en la noche y gritos de dolor, de voces que imploraban y lloraban, de gente que suplicaba inútilmente por el amor de Dios, por compasión, de gente que sufría la tortura y gente que gozaba torturando, de un infierno de voces que se acallaban a veces, las ahogaban a  veces los disparos de fusiles cuando estaban fusilando.
Crassweller cuenta que los presos se veían obligados a bañarse con agua sucia, agua ya usada por otros presos enfermos de tuberculosis. Convivían los sanos con enfermos terminales, con gente que no podía valerse por sí misma, que permanecía tumbada todo el tiempo en el duro lecho, malmuriendo, gente todavía viva que emitía un olor fétido a cadáver, sin poder defenderse ni siquiera de los mosquitos que se alimentaban de la poca sangre que les quedaba. Si acaso les quedaba.
No era poco frecuente que los presos, a fuerza de torturas y de encierros solitarios, perdieron la razón. Le sucedió a Ellobín Cruz y a muchos otros. El infeliz Ellobín Cruz, lo que quedaba de él, estaba recluido en solitaria y estaba ya perdido en las nieblas de la locura, muerto en vida, sin saber siquiera quien era ni que estaba haciendo en ese lugar.
Otros se consumían literalmente, se quebraban y se consumían como un pabilo, los devoraban las pulgas, los piojos y los chinches, por no hablar de los mosquitos y las niguas. Eduardo Vicioso, un   profesor y decano de la facultad de derecho de la única universidad, se redujo a un estado cadavérico, macilento. Todo su cuerpo estaba salpicado, como lo describe Crassweller, de rojizos pinchazos de piojos y otros bichos y su piel adquirió la apariencia del papel de lija.
Las desgracias de Eduardo Vicioso habían comenzado cuando se opuso públicamente a una propuesta política para legitimar en el poder a la bestia sin necesidad de elecciones. La iniciativa se debía al Dr. José E. Aybar, un cínico y corrupto cortesano, un sacamuelas que había hecho fortuna al amparo del tirano, uno que sustentaba la opinión de que la popularidad de la bestia era tan grande que  hacia innecesaria, inútil y dispendiosa cualquier consulta electoral. La bestia presidía en todos los corazones del mismo modo que debía presidir en el gobierno, en todos los gobiernos.
Eduardo Vicioso tachó de absurda la desvergonzada propuesta del sacamuelas y la vida empezó a ponérsele difícil. Tiempo después sería acusado de perpetrar crímenes contra el gobierno, de excitar a los ciudadanos a rebelarse y armarse contra la autoridad legalmente constituida. Se lo acusó también de tentar de provocar una guerra civil, de asociación o concierto de crímenes contra las personas, incluyendo al muy honorable señor presidente de la República. Vicioso era además culpable, supuesto culpable de posesión y tráfico y tenencia irregular de armas. Sólo por casualidad no lo acusaron por el delito de haber nacido.
A la cárcel de Nigua, probablemente la más concurrida y la menos popular del país, habían ido a parar muchos de los implicados en la conspiración de Leoncio Blanco  (Blanquito) y los conspiradores de Santiago, los que se habían atrevido a planificar la muerte de Trujillo y José Estrella en un atentado, los que habían puesto las bombas y escrito pasquines infamantes contra la bestia.
A todos estos se sumarían los responsables de una nueva conspiración o conspiraciones que se produjeron esta vez en Santo Domingo. Junto a Eduardo Vicioso fue apresado un nutrido grupo de capitaleños compuesto por Juan de la Cruz Alfonseca (Niño), Ramón de Lara, Rafael Ramón Ellis Sánchez (Pupito), Buenaventura Báez Ledesma, Ulises Pichardo Pimentel, Juan José y Dionisio Caballero y muchos otros. Todos fueron condenados a penas que nadie cumplir, a las que nadie podía sobrevivir en el infierno de la cárcel de Nigua, forzados a trabajo público, a construir caminos y carreteras con pico y pala. Otros serían asesinados.
En algunas de las tantas conspiraciones se vieron por primera vez involucrados personajes de alcurnia que le dieron a la disidencia política y a las cárceles del régimen otro nivel, una nueva connotación y distinción de clase.
Esos personajes, dos de los más conspicuos o encumbrados del país, eran Amadeo Barletta y Oscar Michelena. Ambos eran reconocidos hombres de negocio de mucho prestigio social y solidez económica. Ambos estuvieron inplicados en lo que alguien llamó la conspiración de los empresarios.
(Historia criminal del trujillato [34]. Cuarta parte.
BIBLIOGRAFÍA:
Ángela Peña, Un luchador antitrujillista ignorado por la historia oficial
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator

https://acento.com.do/2019/opinion/8685649-la-conspiracion-de-los-empresarios-1/

La conspiración de los empresarios (1)

En 1935, cuando la bestia apenas estaba estrenando el segundo año de su segundo mandato, se destapó en Santo Domingo una escandalosa conspiración en la que estaban envueltos dos conocidos empresarios: Amadeo Barletta y Óscar Michelena.





Amadeo Barletta 

Era la tercera conspiración importante, después de la de Leoncio Blanco y la de Santiago de los caballeros, y tuvo una enorme cobertura de prensa y cierta repercusión internacional. De hecho, enfrentó al patriótico tirano con dos potencias extranjeras y puso en alto, muy alto, los intereses de la nación, o por o menos los del tirano. Dio, en fin, al mundo una idea de la clase de mandatario que estaba al frente del gobierno. Mostró metafóricamente en público el equipo colgante del hombre fuerte del país. Los enormes timbales de la bestia, de la serpiente emplumada.
Amadeo Barletta era un personaje de alto vuelo, alguien que brillaba y brillaría en el firmamento de la industria y las finanzas. Un cuarentón de buena apariencia, elegante, fornido, dotado de un cierto o más bien incierto encanto y talento, capacitado, afable, posiblemente afable. Era el representante en el país de la General Motors y era presidente de la Dominican Tobacco Company, era cónsul honorario de Italia en el país y era extranjero, o por lo menos italiano.
A pesar de todo, en el mes de abril del año 1935, Barletta fue a dar con sus huesos a la cárcel y estuvo preso y mal preso durante  casi dos meses. Sobre sus hombros pesaba una grave acusación de la que el gobierno tenía o decía tener pruebas. Estaba envuelto en una trama para tumbar y matar a Trujillo por supuesto. De modo que lo encerraron sin contemplaciones, lo trancaron con llave de chocolate en condiciones de incomunicación y aislamiento hasta mediados o finales de mayo. Para peor, el mismo día de su arresto se activaron procedimientos judiciales arbitrarios en perjuicio de la Dominican Tobacco Company, una compañía por acciones cuyo capital era en parte propiedad de ciudadanos usamericanos y que competía casualmente con la Compañía Tabacalera que había adquirido recientemente la bestia.
Un periódico de Washington, “The Evening Star”, se hizo eco de la noticia  el 3 de mayo de 1935 publicando un artículo firmado por Constantine Brown con el título “U.S. Sales Agent Jailed by Trujillo”  (Agente de ventas de Estados Unidos encarcelado por Trujillo).
La información proporcionada por el diario informaba que Barleta era un ciudadano italiano que, además de cónsul honorario de Italia, era representante de dos negocios norteamericanos, la Dominican Tobacco Company, subsidiaria de la Penn Tobacco Company, y la Santo Domingo Motors Company, agencia distribuidora de la General Motors.
A Barlettta se lo acusaba, según el diario de Washington, de haber proporcionado un vehículo de la General Motors a un grupo de sediciosos, enemigos del gobierno que planificaban alguna acción inconfesable. Probablemente un atentado.





Amadeo Barletta en La Habana

Al día siguiente, soldados de la presidencia de la República se apersonaron a la casa de Barletta, lo arrestaron y lo mantenían incomunicado.
La verdadera razón para el arresto de Barletta, decía en “The Evening Star”, se debía a haberse negado a vender la Dominican Tobacco Company a un allegado de Trujillo. Un posible testaferro. En consecuencia, se le acusó de intentar derrocar a Trujillo y esto sirvió de pretexto para que las autoridades arrestaran a Barletta y confiscaran sus propiedades.
Quizás la falta más grave que denunciaba el periódico era que desde que Barletta había sido privado de su libertad, los ingresos de la Dominican Tobacco Company estaban siendo depositados en un banco del gobierno dominicano. Esto quería decir que las autoridades dominicanas estaban confiscando ingresos que en parte pertenecían a ciudadanos norteamericanos.
Esta denuncia no contribuyó, por  cierto, a mejorar la situación de Barletta y el proceso en su contra no se detuvo.
En un juicio sumario que duró una especie de cuarto de hora, y en el cual -según dice Crassweller-, al acusado no se le permitió defenderse, la Corte Penal de Primera Instancia evacuó (sí, evacuó) un veredicto  prefabricado y lo sentenció a dos años de cárcel y fuerte multa. Algo realmente risible dada la gravedad de las acusaciones.
En la embajada del imperio sonaron desde el primer momento las alarmas y hubo mucho interés en el caso. Se estabanperjudicando, como decía “The Evening Star”, los intereses de ciudadanos de la patria del libre y el bravo, y el Departamento de Estado, a través de Cordell Hull y Sumner Welles, ejerció su benéfica influencia a favor del empresario.
Pero también se estaban afectando los intereses o por lo menos el pundonor de la patria del Duce. El cónsul honorario de Italia había sido irrespetado y el Duce no lo podía pasar por alto, no. Don Benito Mussolini era un hombre de malas pulgas y envió primero un representante que, tras mucho cabildear, a duras penas pudo entrevistarse con el prisionero, pero igual hubiera podido Mussolini mandar un acorazado y una flotilla de buques de guerra para liberar a su admirador, correligionario y paisano, su compatriota Amadeo o Amedeo Barletta.
En fin que, el enviado del Duce hizo causa común con Cordell Hull y Sumner Welles y la bestia tiró la toalla. El 29 de mayo, la Corte de Apelación revocó la sentencia y el cónsul honorario italiano recuperó la libertad y marchó a Cuba, donde vivió quizás los años más glamorosos y de bonanza económica de su vida. En Cuba estableció relaciones políticas inmejorables con los gobernantes de turno, fundó organizaciones financieras, adquirió bancos y se convirtió en dueño de importantes empresas de importación, emisoras de radio y televisión y periódicos de gran prestigio en los que laboraba un buen grupo de  periodistas de renombre al servicio de su imagen pública. Pero a la larga le iría mal con Fidel…
La gente de la embajada quiso hacer parecer en todo momento que el desagradable incidente (el affaire Barletta), se debía más que nada a un conflicto de intereses comerciales, pero Crassweller se muestra en desacuerdo. Trujillo -a su juicio- no se habría aventurado a provocar un roce o enfrentamiento con dos grandes potencias  por razones comerciales. Crassweller sostiene que Barletta realmente estaba implicado en una conspiración para remover a Trujillo y que el gobierno estaba en posesión de todas las pruebas.
BIBLIOGRAFÍA:
Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.






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