martes, 21 de mayo de 2019

PEQUEÑAS ALEGRÍAS DE HERMANN HESSE

Pedro Conde Sturla


Hermann Hesse vivió, leyó, escribió y pintó entre 1876 y 1962, y es autor de una serie de obras famosísimas como “Demian”, “Siddhartha” y “El lobo estepario” que lo convirtieron en narrador de culto. En los años sesenta sus libros se vendían como pan caliente y ejercían una gran influencia sobre la juventud.

En 1978 apareció el volumen “Pequeñas alegrías”, una recopilación de setenta y cinco textos sobre literatura y arte y meditaciones filosóficas que retratan al escritor en cuerpo y alma. Entre ellos destaca el que da título al volumen, que fue escrito en 1899 y sin embargo palpita de actualidad. Hess deploraba, sin duda, la imposición de un estilo de vida alienante, regido por un implacable mecanismo de relojería que glorifica la prisa como fundamento de la existencia, impidiendo el disfrute de la misma.


Muchos de sus pensamientos traen a la memoria aquel famoso libro de Paul Lafargue titulado “El derecho a la pereza”, escrito en 1880. Una obra en la que proclama la necesidad de todo ser humano de disponer de un espacio de ocio, la necesidad de una cierta dosis de dignificante pereza para el esparcimiento físico y mental.

Hermann Hess parece anticiparse de alguna manera y lamentar los efectos de la cadena de montaje que idearía más adelante Henry Ford, la misma que en la famosa película “Tiempos modernos”, de Charles Chaplin, se traga literalmente al obrero que en un descuido se rasca la nariz y pierde el ritmo del trabajo.

Previene, en fin, sobre la pérdida de la capacidad de la alegría de vivir, sobre todo de las pequeñas alegrías: del placer de cortar una flor, de dedicar todos los días un tiempo a comulgar con la naturaleza, al pensamiento creativo. Previene amargamente sobre las “tendencias actuales hacia el pretendido cambio de los momentos de ocio y de descanso por la hiperactividad y el frenesí.”


(Premio Nobel de Literatura en 1946).
En nuestro tiempo una gran parte del pueblo vive en estado de insensibilidad y apatía. Los espíritus delicados sienten dolorosamente el impacto de nuestras formas de vida y se inhiben frente a la actualidad.
En arte y en poesía, tras un breve período de realismo, se advierte por todas partes un clima de insatisfacción, cuyos síntomas más claros son la nostalgia del Renacimiento y el neorromanticismo. "Os falta la fe", clama la Iglesia; "Os falta el arte", clama Avenarius. Es posible. Pero entiendo que nos falta ante todo alegría.
El anhelo de una vida superior, la visión de la vida como algo jovial, como una fiesta, es lo que, en el fondo, tanto nos seduce en el Renacimiento. La sobreestimación aritmética del tiempo, la prisa como principio y fundamento de nuestro estilo de vida, es el más peligroso enemigo de la alegría.
Este carácter vertiginoso de la vida actual ha ejercido sobre nosotros su nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste, pero es inevitable. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha apoderado de nuestras escasas parcelas de ocio; nuestra forma de gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y azacanada que la barahúnda de nuestro trabajo. "La mayor cantidad posible y la mayor celeridad posible", es la consigna. La consecuencia de ello es el aumento constante del placer y la disminución progresiva de la alegría.
El que ha asistido a una gran fiesta en ciudades o incluso en capitales, o ha observado los tipos de diversión en la urbe moderna, no puede menos de evocar con dolor y repugnancia los rostros enfebrecidos y los ojos vidriosos de la gente. Y este estilo de diversión patológico, aguijoneado por un perpetuo hastío, se ha implantado también en los teatros, en la ópera, en las salas de concierto y en las galerías de arte. La visita a una exposición moderna rara vez suele resultar un auténtico placer.
El rico tampoco se ve libre de estos males. Podría escapar a ellos, en teoría, pero en realidad no puede. Hay que participar, hay que estar al corriente, es necesario no perder altura.
Yo no dispongo de una receta universal, como no dispone nadie, contra esta situación deplorable. Pero quiero traer a la memoria una consigna nada moderna, muy vieja: el disfrute moderado es doble disfrute. Y: no desatendáis las pequeñas alegrías.
Moderación, por tanto. En determinados círculos se necesita tener valor para dejar de asistir a un estreno. En otros círculos, hace falta valor para confesar que no se conoce una novedad literaria a las pocas semanas de su aparición. En muchos ambientes uno queda en ridículo si no ha leído el periódico del día. Pero yo sé de algunas personas que no se arrepienten de haber tenido este valor.
Con el hábito de la moderación se encuentra estrechamente vinculada la capacidad de goce para las "pequeñas alegrías". Pues esta capacidad, que originariamente es innata en toda persona, presupone ciertas cosas que en la vida moderna están atrofiadas y se han volatizado, a saber, un cierto acopio de serenidad, de amor y de poesía. Estas pequeñas alegrías, que le son regaladas al pobre de un modo particular, son de tan poca apariencia y se hallan tan desparramadas en la vida cotidiana, que los sentidos embotados de innumerables trabajadores apenas llegan a percibirlas. No llaman la atención, no son apreciadas, no cuestan dinero (paradójicamente, ni los pobres saben que las más bellas alegrías son siempre las que no cuestan dinero).
Entre estas alegrías están en primer lugar las provenientes de nuestro contacto diario con la naturaleza. Especialmente nuestros ojos, estos ojos tan maltratados, tan sobrecargados, del hombre moderno, pueden ser, si queremos, fuente inexhausta de delicias.
Un trozo de cielo, una tapia de jardín desbordada de verde ramaje, un brioso caballo, un hermoso perro, un grupo de niños, un bello rostro de mujer... son espectáculos que no debemos dejar escapar. El que se ha iniciado en este ejercicio es capaz de descubrir en la ruta diaria cosas preciosas, sin necesidad de perder un minuto de tiempo. Este ejercicio no fatiga nuestros ojos, sino que los fortalece y los renueva, y no sólo ellos salen ganando. Todas las cosas poseen una faceta bella, aun las cosas feas o desprovistas de interés; sólo hace falta saber mirar.
Vivir cada día el máximo posible de pequeñas alegrías y reservar los goces mayores y más fatigosos para los días solemnes y los buenos momentos, es lo que yo aconsejaría a todo aquel que padece de desazón y falta de tiempo. Son las pequeñas alegrías, y no las grandes, las que nos sirven para el descanso, la liberación y el relajamiento de cada día.

pcs,viernes, 16 de octubre de 2009


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