Pedro Conde Sturla
18 de octubre 2118
El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí
mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un
ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar
fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se
graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su
entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del
ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y
un caballero, un general y un humanista.
Gracias a él pudo cumplir el presidente Vásquez su período en el poder, algo excepcional en
la historia del país. Gracias a él se salvó luego la República de la dictadura
que intentó implantar el mismo Vásquez con sus veleidades continuistas, gracias
a él se preservó la continuidad democrática mediante elecciones libres, ejemplarmente libres. Eso no lo recuerdan ni
lo quieren recordar los detractores del ilustre Jefe. Nadie sabe ahora o
recuerda o parece haberse enterado de que la popularidad del Jefe era tan
abrumadora que la oposición se retiró de la contienda y que el Jefe ganó las
elecciones con una inmensa mayoría de votos.
La más bella revolución de America llamó el poeta Tomás
Hernández Franco al movimiento cívico y militar que impidió al presidente
Vásquez entronizarse en el poder e hizo posible la llegada providencial del
querido Jefe a la primera magistratura del estado. Un designio, sí,
providencial...
Se iniciaba una época de estabilidad y desarrollo como nunca
había conocido el país.
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La bestia había salido, como de costumbre a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche
lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito, Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat,
Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene),
Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de
las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al
grupo se sumaría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo
de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores,
aduladores, sicofantes...
Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en
su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y
sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se
acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus
fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser
infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas
no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos
conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa
noche y la bestia no lo sabía.
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La más bella revolución de América
(primera parte)
Horacio Vásquez había sido elegido presidente en 1924 (al
cabo de un paréntesis de ocho años de ominosa ocupación militar yanqui), y cuando estaba a punto de agotar su período de
cuatro años se inventó o hizo que sus más fieles servidores se inventaran (en
base a un mamotreto jurídico) una prórroga que le permitió extender dos años su
mandato. Cuando la extensión se estaba acabando se inventó o hizo que sus más
fieles servidores y aduladores se inventaran o más bien desempolvaran el
expediente de la reelección o el reeleccionismo. Nada nuevo bajo el sol.
Los afanes continuistas y reeleccionistas de Horacio
Vásquez, aparte de su miopía o ceguera en relación a las turbias maquinaciones
de Trujillo, le abrieron a éste último las puertas del poder político, el poder
absoluto, o por lo menos le dieron el pretexto para tomarlo por asalto.
Mientras los más fieles servidores y aduladores del
presidente vociferaban y escribían “Horacio o que entre el mar”, algunos
colaboradores y funcionarios del gobierno, incluyendo al vicepresidente
Federico Velázquez, renunciaron y pasaron abiertamente a la oposición o se negaron simplemente a secundar
las ambiciones del anciano y gastado y quizás decrépito caudillo.
Rafael Estrella Ureña, que había formado parte del gobierno
como Secretario de Estado, se puso al frente de un movimiento cívico militar
que surgió en Santiago y que era al mismo tiempo el instrumento de una conspiración de la
que formaba parte -o más bien dirigía-
el brigadier Trujillo.
En la atmósfera de incertidumbre que se creó en esos días
aciagos, no resultaba fácil distinguir quién trabajaba a favor o en contra de
quién. Trujillo -pensaba Estrella Ureña-, sería su catapulta al poder y lo
mismo pensaba Trujillo de Estrella Ureña.
Una cosa piensa el burro -dice el refrán- y otra quien lo va
montando. Pero Trujillo no era el burro.
Muchos se dieron cuenta, lo vieron venir, lo intuyeron, presintieron lo que iba a suceder, pero
otros, precisamente las partes más interesadas, permanecieron ciegas hasta que
fue demasiado tarde.
Cuando Vásquez, casi al final de la extensión de su mandato,
se vio obligado a ausentarse del país por razones de salud, el vicepresidente
Alfonseca, José Dolores Alfonseca (el sucesor de Federico Velázquez), lo
sustituyó interinamente en el cargo y al cabo de pocas horas recibió la visita
de quien era en ese momento uno de los más prestigiosos e influyentes
dirigentes políticos del Cibao, un partidario suyo y un amigo de confianza:
Virgilio Martínez Reyna.
A Martínez Reyna no le fue difícil convencer a Alfonseca de
aprovechar la ausencia de Horacio Vásquez para librarse o tratar de librarse de
Trujillo, pero la loable tentativa provocó un duro enfrentamiento en el que
poco faltó para que la sangre llegara al río. La legación norteamericana
intervino como mediadora y Trujillo se
salió con la suya, como tenía que salir con semejante mediación.
Trujillo permaneció en su redil, en la fortaleza Ozama, y
Martinez Reyna volvió al Cibao (afectado ya de una seria enfermedad pulmonar),
sin saber que había firmado (o anticipado) su sentencia de muerte. Trujillo no
le perdonó ni le perdonaría la iniciativa, el haber tratado de hacerlo saltar
de su cargo, y se la hizo pagar cara. A él y a su esposa embarazada: Altagracia
Almánzar.
Durante su convalecencia en el hospital, Horacio Vásquez
recibía reiterados informes sobre la deslealtad de Trujillo, su protegido y
niño lindo, pero nunca les concedió mayor crédito ni mayor importancia.
Cuando regresó al país al cabo de casi dos meses de ausencia
y con un riñón de menos, recibió la visita de Cucho Álvarez Pina, un pariente
de Trujillo que con el andar del tiempo sería uno de sus grandes colaboradores.
Pero en ese momento Álvarez Pina no era trujillista y había ido a informarle a
Vásquez que Trujillo lo había traicionado y estaba complotando contra él.
Horacio Vásquez no quiso darse por enterado, le concedió a la noticia apenas el
crédito de la duda y fue a la fortaleza a entrevistarse con Trujillo, a
escuchar de su boca si era verdad o mentira que lo estaba traicionando.
Trujillo sólo permitió la entrada a Horacio y dos acompañantes. Aun así, Horacio salió del recinto convencido de la lealtad de su protegido y de que las
informaciones recibidas no eran más que chismes de patio, intriga de políticos
y politicastros.
Muy confiado y seguro al parecer se sentía de las
manifestaciones de lealtad recibidas por parte del hombre a quien había
ascendido a general de brigada y jefe del ejército. Trujillo se había cuadrado
en su presencia, lo había reconocido como su presidente, había quedado
formalmente a la espera de sus órdenes y Horacio ordenó.
Fue tan incauto, ingenuo, desmaliciado o bruto que le ordenó
a Trujillo -precisamente al brigadier
Trujillo- que enviara tropas a detener la caravana de insurrectos del
movimiento cívico militar que encabezaba su cómplice Estrella Ureña. La
caravana de insurrectos que avanzaba amenazadora desde hacía varios días sobre
la capital.
Bibliografía
Robert D.
Crassweller, Trujillo :
the life and times of a caribbean dictator
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