viernes, 19 de octubre de 2018

SIETE AL ANOCHECER (7)

Pedro Conde Sturla
18 de octubre 2118

El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y un caballero, un general y un humanista. 
Gracias a él pudo cumplir el presidente Vásquez  su período en el poder, algo excepcional en la historia del país. Gracias a él se salvó luego la República de la dictadura que intentó implantar el mismo Vásquez con sus veleidades continuistas, gracias a él se preservó la continuidad democrática mediante elecciones libres,  ejemplarmente libres. Eso no lo recuerdan ni lo quieren recordar los detractores del ilustre Jefe. Nadie sabe ahora o recuerda o parece haberse enterado de que la popularidad del Jefe era tan abrumadora que la oposición se retiró de la contienda y que el Jefe ganó las elecciones con una inmensa mayoría de votos.
La más bella revolución de America llamó el poeta Tomás Hernández Franco al movimiento cívico y militar que impidió al presidente Vásquez entronizarse en el poder e hizo posible la llegada providencial del querido Jefe a la primera magistratura del estado. Un designio, sí, providencial...
Se iniciaba una época de estabilidad y desarrollo como nunca había conocido el país.

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La bestia había salido, como de costumbre a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito,   Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se sumaría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes...
Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía.

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La más bella revolución de América
(primera parte)

Horacio Vásquez había sido elegido presidente en 1924 (al cabo de un paréntesis de ocho años de ominosa ocupación  militar yanqui),  y cuando estaba a punto de agotar su período de cuatro años se inventó o hizo que sus más fieles servidores se inventaran (en base a un mamotreto jurídico) una prórroga que le permitió extender dos años su mandato. Cuando la extensión se estaba acabando se inventó o hizo que sus más fieles servidores y aduladores se inventaran o más bien desempolvaran el expediente de la reelección o el reeleccionismo. Nada nuevo bajo el sol.
Los afanes continuistas y reeleccionistas de Horacio Vásquez, aparte de su miopía o ceguera en relación a las turbias maquinaciones de Trujillo, le abrieron a éste último las puertas del poder político, el poder absoluto, o por lo menos le dieron el pretexto para tomarlo por asalto.
Mientras los más fieles servidores y aduladores del presidente vociferaban y escribían “Horacio o que entre el mar”, algunos colaboradores y funcionarios del gobierno, incluyendo al vicepresidente Federico Velázquez, renunciaron y pasaron abiertamente a la  oposición o se negaron simplemente a secundar las ambiciones del anciano y gastado y quizás decrépito caudillo.
Rafael Estrella Ureña, que había formado parte del gobierno como Secretario de Estado, se puso al frente de un movimiento cívico militar que surgió en Santiago y que era al mismo tiempo el  instrumento de una conspiración de la que  formaba parte -o más bien dirigía- el brigadier Trujillo.
En la atmósfera de incertidumbre que se creó en esos días aciagos, no resultaba fácil distinguir quién trabajaba a favor o en contra de quién. Trujillo -pensaba Estrella Ureña-, sería su catapulta al poder y lo mismo pensaba Trujillo de Estrella Ureña.
Una cosa piensa el burro -dice el refrán- y otra quien lo va montando. Pero Trujillo no era el burro.
Muchos se dieron cuenta, lo vieron venir, lo intuyeron,  presintieron lo que iba a suceder, pero otros, precisamente las partes más interesadas, permanecieron ciegas hasta que fue demasiado tarde.
Cuando Vásquez, casi al final de la extensión de su mandato, se vio obligado a ausentarse del país por razones de salud, el vicepresidente Alfonseca, José Dolores Alfonseca (el sucesor de Federico Velázquez), lo sustituyó interinamente en el cargo y al cabo de pocas horas recibió la visita de quien era en ese momento uno de los más prestigiosos e influyentes dirigentes políticos del Cibao, un partidario suyo y un amigo de confianza: Virgilio Martínez Reyna.
A Martínez Reyna no le fue difícil convencer a Alfonseca de aprovechar la ausencia de Horacio Vásquez para librarse o tratar de librarse de Trujillo, pero la loable tentativa provocó un duro enfrentamiento en el que poco faltó para que la sangre llegara al río. La legación norteamericana intervino como mediadora  y Trujillo se salió con la suya, como tenía que salir con semejante mediación.
Trujillo permaneció en su redil, en la fortaleza Ozama, y Martinez Reyna volvió al Cibao (afectado ya de una seria enfermedad pulmonar), sin saber que había firmado (o anticipado) su sentencia de muerte. Trujillo no le perdonó ni le perdonaría la iniciativa, el haber tratado de hacerlo saltar de su cargo, y se la hizo pagar cara. A él y a su esposa embarazada: Altagracia Almánzar. 
Durante su convalecencia en el hospital, Horacio Vásquez recibía reiterados informes sobre la deslealtad de Trujillo, su protegido y niño lindo, pero nunca les concedió mayor crédito ni mayor importancia. 
Cuando regresó al país al cabo de casi dos meses de ausencia y con un riñón de menos, recibió la visita de Cucho Álvarez Pina, un pariente de Trujillo que con el andar del tiempo sería uno de sus grandes colaboradores. Pero en ese momento Álvarez Pina no era trujillista y había ido a informarle a Vásquez que Trujillo lo había traicionado y estaba complotando contra él. Horacio Vásquez no quiso darse por enterado, le concedió a la noticia apenas el crédito de la duda y fue a la fortaleza a entrevistarse con Trujillo, a escuchar de su boca si era verdad o mentira que lo estaba traicionando. Trujillo sólo permitió la entrada a Horacio y dos acompañantes. Aun así, Horacio salió del recinto convencido de la lealtad de su protegido y de que las informaciones recibidas no eran más que chismes de patio, intriga de políticos y politicastros.
Muy confiado y seguro al parecer se sentía de las manifestaciones de lealtad recibidas por parte del hombre a quien había ascendido a general de brigada y jefe del ejército. Trujillo se había cuadrado en su presencia, lo había reconocido como su presidente, había quedado formalmente a la espera de sus órdenes y Horacio ordenó.
Fue tan incauto, ingenuo, desmaliciado o bruto que le ordenó a Trujillo  -precisamente al brigadier Trujillo- que enviara tropas a detener la caravana de insurrectos del movimiento cívico militar que encabezaba su cómplice Estrella Ureña. La caravana de insurrectos que avanzaba amenazadora desde hacía varios días sobre la capital.

Bibliografía

Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator









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