sábado, 16 de mayo de 2020

El regreso de las naves (1)

Pedro Conde Sturla
15 mayo, 2020



Réplica de la nao Victoria, primera embarcación que dio la vuelta al globo
El día 6 de septiembre del año 1522 entró la desvencijada nao Victoria en el puerto de Sanlúcar, España, con apenas dieciocho hombres a bordo. Estaba al mando de Sebastián Elcano y había dado la vuelta al mundo. Durante más de tres años, desde el 10 de agosto de 1519 hasta el 8 de septiembre de 1522, Antonio Pigafetta había documentado los pormenores de la azarosa travesía, pero en ningún momento menciona el nombre de Sebastián Elcano. Y además —como se verá más adelante— es posible que la crónica de Pigafetta que conocemos sea apenas un resumen, una apretada síntesis de todo lo que escribió.

sábado, 9 de mayo de 2020

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (5 de 5)

Pedro Conde Sturla
8 mayo, 2020
El 16 de marzo de 1521 llegó la expedición de Magallanes a lo que hoy llamamos Filipinas, en honor a Felipe II de España. Al parecer, desde el momento en que puso pie en tierra, o quizás antes, Magallanes se sintió dueño y señor de aquellas tierras, aquel archipiélago formado por 7107 islas que bautizó con el nombre de islas San Lázaro, como si de su propia criatura se tratase.

sábado, 2 de mayo de 2020

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (4)

Pedro Conde Sturla
1 mayo, 2020
Magallanes en "las islas de los ladrones".

Después de varios meses de azarosa travesía, sin probar alimentos frescos y sin tocar tierra, con la tripulación diezmada por el hambre y el escorbuto, las tres naves restantes de la expedición de Magallanes llegaron providencialmente a la isla de Guam, una de las quince paradisíacas islas asentadas sobre montañas volcánicas que forman el archipiélago de las Marianas. Con sus habitantes, los honrados expedicionarios al mando de Magallanes se mostraron a disgusto. Tenían malas costumbres, se apropiaban de lo ajeno con una habilidad insospechada y Magallanes y sus hombres no agradecían de ninguna manera la competencia. Despectivamente bautizaron el territorio como las “islas de los Ladrones”, a pesar de que sólo en una les habían robado.

lunes, 27 de abril de 2020

ALICIA


Pedro Conde Sturla
(Un relato de Monedas en la fuente)


http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0
Los padres ahora te reciben con esa fría cortesía que ha suplantado la confianza, el cariño casi familiar de otra época. Aceptan con la misma frialdad las sentidas condolencias, el pésame por la muerte de su hija y tú te alejas, te alejas simplemente de la fila que desfila para expresar con pálidas palabras, con efusión de abrazos un dolor que no sienten como tú, que nadie puede sentir como los padres. Esos padres que ahora no te quieren a su lado. Tú lo sabes, sabes que no te quieren a su lado y te pierdes entre la numerosa concurrencia, saludas a un conocido, no son muchos, aparte de la familia no son muchos y al hermano de Alicia, tu amigo de otro tiempo, no lo encuentras. No está en ese momento. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, te hubiera preguntado. Nadie sabe cómo contrajo esa enfermedad.
Al fondo del salón, entre el incesante movimiento de la gente, los murmullos y las manifestaciones de pesar, alcanzas a ver el ataúd, los despojos de Alicia, te acercas y la miras, el rostro demacrado, te la quedas mirando fijamente, hipnotizado por la extraña fascinación de la muerte y empiezas poco a poco a recobrar el sentido de la realidad, o de la irrealidad pasada que confundes con la realidad presente, y la sigues mirando fijamente sin poder apartar los ojos de esa imagen, la imagen que ahora se funde en la pantalla de tus ojos, como en una vieja película, la imagen que da paso a otra Alicia, plena de mocedad, el rostro angelical de Alicia que miraba hacia el parque desde aquella terraza de la casa del segundo piso donde siempre te recibía con un beso.
Ahora lo recuerdas claramente, subes a la casa rodeada por esa gran terraza con vista al parque y los padres te reciben como a un hijo y el hermano te recibe como a un hermano y Alicia con un beso en el cachete. Eran novios o algo así, creían los padres, pero nunca pasaron de un beso en el cachete y un apretón de manos. Novios de mentirillas, de mucho hablar de cine y literatura. Sólo los padres y el hermano pensaban que aquella relación superficial tenía raíces más profundas y tuviste que pagar por ese equívoco cuando te fuiste sin avisar, sin despedirte de nadie, sin dar noticias de tu paradero durante años. Una ausencia injustificable, sin duda, que te rebajó para siempre en el afecto familiar.
Plena de mocedad, el rostro angelical, así era Alicia. No la marchita cera de un rostro demacrado por meses de sufrimiento que ahora miras, que no puedes dejar de mirar fijamente, todavía hipnotizado por la fascinación de la muerte, de una muerte que te toca tan de cerca en ese ambiente funerario tan parecido a un jolgorio, y piensas contra tu voluntad en cosas en que no quieres pensar, en cosas que no quieres recordar y recuerdas.
A veces Alicia no estaba cuando llegabas y te ponías a esperarla en la terraza, charlando con el hermano o leyendo un libro. Alicia solía salir frecuentemente a caminar, salía a trotar y regresaba al poco rato, ardiendo como una tea, a veces tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud: subía de dos en dos los escalones y te plantaba un beso en la mejilla y se iba a bañar.
Tú la idealizabas, tú la venerabas, tú pensabas en ella como algo inalcanzable, excepcional, un sueño irrealizable, algo intocable. Alicia era una criatura espiritual que vivía al margen de todas las cosas mundanas.
La última vez que fuiste a visitarla ella no estaba en la terraza. Alicia ya no estaba. Había salido a caminar, a trotar como de costumbre y tú bajaste, bajaste a comprar cigarrillos en el colmado de abajo, junto al taller de mecánica. La puerta entreabierta al fondo.
De repente empezaste bruscamente a sentir que la sangre se helaba en tus venas, te convertías en hielo, en estatua de hielo.
No podías creer lo que creíste cuando ibas a comprar cigarrillos y pasaste frente al taller de mecánica con la puerta entreabierta al fondo. Era la voz de Alicia, apenas perceptible para ti, apenas reconocible en medio del barullo, a través de una puerta entreabierta, inequívocamente la voz de Alicia en la parte trasera del taller de mecánica, aullidos de placer de una gata en calor, aullidos de placer de Alicia.
Te asomaste con discreción a la puerta entreabierta. Alicia casi desnuda, Alicia al revés y al derecho en manos de dos mecánicos tiznados y desnudos, Alicia como una gata loca gozando en cuatro patas con los mecánicos, Alicia pidiendo más, Alicia insaciablemente pidiendo más y los mecánicos complaciéndola hasta el cansancio. Alicia sobre una mesa gozando como una loca, dando gritos de loca complacida, ofreciéndose a mecánicos que la gozaban como un pedazo de carne, ofreciéndose como pura piltrafa gozosa a gente que la trataba como piltrafa.
Tú atontado, sin resuello, el semblante descolorido, sin poder creer lo que habías visto y oído, con el peso infamante de un dolor y una confusión sin límites. Tú subiendo las escaleras mecánicamente paso a paso y esperándola mientras te fumabas un cigarrillo. Al poco rato Alicia subiendo por la escalera de dos en dos los escalones, alegre como una pascua, tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud, plantándote como siempre un beso en la mejilla antes de irse a bañar.


01/04/2011

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Pedro Conde Sturla
9 de abril de 2008



En un país imaginario, completamente imaginario, un grupo de personajes de ficción se disputa alegremente el poder en unas elecciones circenses en las que habrá un solo ganador y nueve o diez millones de perdedores.
El muestrario de los principales candidatos es multicolor, variopinto, de reluciente pelaje, pero todos tienen en común algo que no tienen: prendas morales, principios éticos, valores en los que se debería fundar la conciencia social. No hay en ellos ni sombra de integridad, probidad, honradez, ni el menor asomo de decoro, ni siquiera respeto a sí mismos.
Uno de esos personajes imaginarios (que se imagina, por cierto, como instrumento del destino), es un virtuoso de la demagogia, un profesional de la mentira y un mago del cinismo, un prestidigitador, un hombre de palabra y solamente de palabra, ante cuyo despacho no se detiene la corrupción. 
Otro candidato, inverosímil desde luego, calificaría para representar en cualquier película un papel estelar como capo de la mafia.
Un tercer candidato, quizás más meritorio –reputado empresario, promotor de viajes turísticos ilegales con destino a Puerto Rico y gran exportador de sustancias controladas con destino al imperio-, es un ser surrealista, caricaturesco, amigo de lo ajeno en grado superlativo, el más ostentoso político que la imaginación pueda edificar. Exactamente un politiCastro. Él no esconde las plumas de las gallinas que se roba, como aconsejaba Lilís, las exhibe impúdicamente con el orgullo de quien se las ha ganado con el sudor de otra gente.
En la lista hipotética de candidatos de aquel inexistente país imaginario, necesariamente, imaginario, figura también un nazi que en la llamada lucha contra la delincuencia mandó a más de seiscientas personas al cementerio y con el sueldo de policía construyó una mansión en la más exclusiva zona turística de La Romana.
La gente del país imaginario piensa que hay varios candidatos, pero en realidad todos los candidatos son el mismo candidato.





pcs,miércoles, 09 de abril de 2008



domingo, 26 de abril de 2020

RECUERDOS DEL GENERAL

Pedro Conde Sturla
1 de marzo de 2009


En el mes de abril del año 1965, durante el régimen del fatídico Triunvirato encabezado por Donald Reid Cabral, mi familia vivía en el kilómetro siete y medio de la carretera Mella que conduce a San Isidro, cuna del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA). Vivíamos, exactamente, aunque a cierta distancia, entre dos altos militares al servicio de la dictadura, Elías Wessin y Wessin y Pedro Benoit. Otro de los vecinos era el célebre pelotero Guayubín Olivo, concuñado de Wessin, si no yerro. Su canchanchán y su cómplice.

Mi dilecto padre, Alfredo Conde Pausas, había renunciado a su condición de Juez de la Suprema Corte de Justicia a raíz del golpe de estado que puso fin al gobierno de Juan Bosch en 1963 y estaba sin empleo, pero eso no le quitaba el sueño. Conspiraba alegremente en el Ensanche Ozama con miembros del movimiento cívico-militar que organizaba el destronamiento del Triunvirato y el regreso de Juan Bosch al poder.

Sin embargo, el súbito estallido de la revolución de abril lo desconcertó y no tuvo tino para abandonar a tiempo la casa que cuatro de sus cinco hijos -los varones y comunistas disociadores-, habían abandonado desde el primer momento para unirse a los insurrectos en el lado oeste del Ozama río. Para peor, Molina Ureña, durante su breve mandato como presidente provisional, lo nombró pomposamente por radio y televisión Procurador General de la República y allí quedaron mi padre y mi madre y una pareja de muchachos, hermanos de crianza, atrapados en territorio enemigo.

Mi padre cerró puertas y ventanas y no volvió a encender luces, tratando de simular que había dejado la propiedad, pero en algún momento cometió un descuido y se dejó ver de Guayubín Olivo que se había detenido al frente en su automóvil con ojo avizor. Vio, a su vez, la cara de Guayubín Olivo que hizo un gesto de júbilo y sorpresa y quince minutos después llegó una patrulla de guardias al mando de un sargento, probablemente. Dos perros maravillosos, amarrados en el fondo del patio, Dragón y Lobo, trataron inútilmente de romper las cadenas para agredir a los agresores. A golpes de culata, los guardias tocaron la puerta y mi padre abrió porque tenía que abrir. Levantaron colchones, rompieron armarios en busca de los hijos que no estaban y finalmente el suboficial ordenó a todos ponerse contra una pared para ejecutarlos. Mi padre se insolentó, enfrentó al militar y le dijo que el único culpable era él, que al único que tenían que fusilar era a él y no a su mujer y los niños.

No sé que pasó por la mente de aquel soldado en ese momento, pero el gesto de mi padre lo desarmó y ordenó la retirada de la tropa. Tengo entendido que en algún momento dijo en público que nunca había conocido a un hombre tan responsable y valiente. Nunca he sabido quién es, pero él lo sabrá y desde el fondo del alma le agradezco.

Mi padre y mi madre y los hermanos de crianza se salvaron gracias a los buenos oficios de un gran amigo que vivía en La Cruz de Mendoza, Juan Luís Castellano, que los trajo por caminos de pesadilla a un lugar seguro. Durante el gobierno constitucionalista del Presidente Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó mi padre fue designado Presidente de la Suprema Corte de Justicia, el más honroso cargo de su vida. Los designios de Guayubín y Wessin no eran esos.

Hoy Wessin y Wessin está enfermito, padece del corazón que nunca ha tenido y, el día en que se muera, Faraonel Fernández asistirá seguramente al duelo y lo sepultarán con lujo y honores militares, así como enterraron al golpista Donald Reid Cabral con honores de estado. No se hablará de genocidio, de la matanza del puente Duarte, de su proverbial cobardía. Pasarán seguramente por alto sus negras hojas al servicio de la imposible patria. Mandar a matar a mi familia fue una de ellas.

pcs, domingo, 01 de marzo de 2009


sábado, 25 de abril de 2020

ROQUE DALTON: OFICIÓ DE POETA

Pedro Conde Sturla
23 de marzo de 2014 | 12:41 pm 

Roque Dalton: Oficio de poeta (1)

[El Salvador. Revista Cultura 89, e n e r o – a b r i l 2005El crítico dominicano Pedro Conde Sturla nos envió este texto, que sirvió como prólogo a la edición de “Taberna y otros lugares” aparecida en su país,  en 1980. Conde Sturla se enfrenta lucidamente a uno de los libros más indóciles del poeta salvadoreño, tomándolo desde sus ángulos más espinosos, desconfiando de las posibles trampas que el poeta tiende a los lectores desprevenidos y entrando en diálogo crítico con Roberto Armijo e Italo López Vallecillos.
Nota: En este número conmemorativo de Roque Dalton figuran, entre otras, notables colaboraciones de Claribel Alegría, Ernesto Cardenal y Mario Benedetti.]

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (3)

Cuando la expedición de Magallanes llegó al estrecho que hoy lleva su nombre, la tripulación comenzó a desesperarse. Se encontraban en uno de los lugares más inhóspitos del mundo, un lugar frío, escabroso, tormentoso, buscando un pasaje desde el Atlántico al Pacífico por un conjunto de islotes que formaban una especie de laberinto que desorientaba a los marineros.

miércoles, 22 de abril de 2020

EL ESTIGMA DE CAÍN



Pedro Conde Sturla
4 de diciembre de 2009





A través de los tiempos la leyenda de Caín -y los fratricidios en general- han horrorizado y fascinado a la humanidad, a pesar de ser tan recurrentes en la lucha por el poder y la riqueza. Rómulo y Cleopatra, por ejemplo, son parte de una larga lista de conspicuos personajes que se convirtieron en reyes derramando la sangre de los hermanos, a veces de todos los hermanos y demás familiares, incluyendo padre, madre, tíos, sobrinos.

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO

Pedro Conde Sturla
8 de enero de 2010


José Enrique Rodó (1871-1917), un gran escritor uruguayo que ya casi nadie lee ni conoce, ejerció durante largo tiempo una notable influencia en varias generaciones de admiradores. Obras como “Ariel” (1900), “Motivos de Proteo” (1909), “El mirador de Próspero” (1913) eran material de lectura que alimentaban los ideales americanistas de una época y la crítica despiadada a “la vulgaridad y el utilitarismo” de la cultura norteamericana.
         Pedro Henríquez Ureña y Emil Rodríguez Monegal, entre otros, exaltan su obra y la sitúan entre las cumbres de la literatura continental. Otros lo consideran, y sin duda lo es, “el más grande cultor de la prosa modernista hispanoamericana.” Hoy no se estudia en nuestras escuelas y universidades. Se leen los bodrios que publica Alfaguara como material obligatorio que asignan los maestros, lectura compulsiva que se impone desde Alfaguara.
         Yo invito a leer a Rodó, y en particular un libro pequeñito de Rodó que se titula “Motivos de Proteo”, quizás el más pequeño y el más ambicioso que escribiera: “un libro (como dijo el autor) en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida”.
          Por razones de espacio, invito a leer ese libro desde el capítulo VIII, “Mirando jugar a un niño”. Es un juego de niños para adultos, es una de las más celebradas y hermosas parábolas de Rodó, un himno a la creatividad, a la alegría. Así como los capítulos finales constituyen un reto, una apuesta por la preservación de los ideales y la esperanza. Algo que tanta falta nos hace en medio de tanta podredumbre.


- VIII -

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO.


(…A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. SCHILLER. Thecla. Voz de un espíritu).
Jugaba el niño, en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal, su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.


- IX -

SENTIDO DE ESTA PARÁBOLA.


-¡Sabia, candorosa filosofía! -pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... ¿No hay aquí un polo de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda filosofía viril, viril por el espíritu que la anime, confirmará su enseñanza fecunda.


- X -

ACTITUD EN LA DESILUSIÓN Y EL FRACASO. TODO BIEN PUEDE SER SUSTITUIDO POR OTRO GÉNERO DE BIEN.


En el fracaso, en la desilusión, que no provengan del fácil desánimo de la inconstancia; viendo el sueño que descubre su vanidad o su altura inaccesible; viendo la fe que, seca de raíz, te abandona; viendo el ideal que, ya agotado, muere, la filosofía viril no será la que te induzca a aquella terquedad insensata que no se rinde ante los muros de la necesidad; ni la que te incline al escepticismo alegre y ocioso, casa de Horacio, donde hay guirnaldas para orlar la frente del vencido; ni la que, como en Harold, suscite en ti la desesperación rebelde y trágica; ni la que te ensoberbezca, como a Alfredo de Vigny, en la impasibilidad de un estoicismo desdeñoso; ni tampoco será la de la aceptación inerme y vil, que tienda a que halles buena la condición en que la pérdida de tu fe o de tu amor te haya puesto, como aquel Agripino de que se habla en los clásicos, singular adulador del mal propio, que hizo el elogio de la fiebre cuando ella le privó de salud, de la infamia cuando fue tildado de infame, del destierro cuando fue lanzado al destierro.
La filosofía digna de almas fuertes es la que enseña que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto de aquel que cedió al golpe de la fatalidad: estímulo y objeto para un nuevo sentido de la acción, nunca segada en sus raíces. Si apuras la memoria de los males de tu pasado, fácilmente verás cómo de la mayor parte de ellos tomó origen un retoñar de bienes relativos, que si tal vez no prosperaron ni llegaron a equilibrar la magnitud del mal que les sirvió de sombra propicia, fue acaso porque la voluntad no se aplicó a cultivar el germen que ellos le ofrecían para su desquite y para el recobro del interés y contento de vivir.
Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad, conviene imaginarla como una natural transformación, en la que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias, de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción resuelta y animosa!
Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien; en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida, entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el agua del cielo. (José Enrique Rodó, “Motivos de Proteo”).



pcs, viernes, 08 de enero de 2010