sábado, 9 de mayo de 2020

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (5 de 5)

Pedro Conde Sturla
8 mayo, 2020
El 16 de marzo de 1521 llegó la expedición de Magallanes a lo que hoy llamamos Filipinas, en honor a Felipe II de España. Al parecer, desde el momento en que puso pie en tierra, o quizás antes, Magallanes se sintió dueño y señor de aquellas tierras, aquel archipiélago formado por 7107 islas que bautizó con el nombre de islas San Lázaro, como si de su propia criatura se tratase.

Magallanes, al igual que todos los soberbios capitanes al servicio de España o cualquier otra potencia de la época, acostumbraba a denominarse descubridor de todas las tierras que encontraba a su paso, aunque estuviesen ya descubiertas por sus habitantes, y a tomar posesión de ellas en nombre de su rey, de su majestad ilustrísima y del Dios al que servía. Acostumbraba imponerse de una u otra forma sobre los nativos, evangelizarlos, convertirlos de cualquier manera en cristianos vivos o en cristianos muertos, como decía Neruda.
Magallanes estaba a un paso de llegar a las islas de las especierias, que eran el objetivo de su misión, las islas Molucas, que se encontraban más adelante. Había llegado al Extremo Oriente, había realizado el sueño de Cristóbal Colón. Había descubierto el pasaje que permitía el acceso desde el Atlántico a los mares del sur y estaba a punto de colmar su sed de gloria y su ambición, la de todos los marineros que lo acompañaban y de los que habían financiado el viaje. Se haría y se harían inmensamente ricos. Pero Magallanes se entretuvo más de la cuenta, cristianizando salvajes, imponiendo la civilización por cualquier medio. Uno de los reyezuelos de las islas, un tal Lapu-Lapu o Lapulapu, le había salido malcriado, indócil, respondón. Le pasaba algo parecido a lo que cuenta Galeano que había sucedido con los indígenas que se encontraron por primera vez con Colón. Algo que Lapu-Lapu se negaba a aceptar:
“En 1492, los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado, descubrieron que debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo, y que ese dios había inventado la culpa y el vestido y había mandado que fuera quemado vivo quien adorara al sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que la moja.”
Lapu-Lapu era un incivil, no reconocía la autoridad del rey ni la de Magallanes y no estaba dispuesto a someterse, ni a convertirse, ni a pagar tributos a un extranjero. Sería probablemente el primer independentista Filipino.
Magallanes, por parte suya, estaba dispuesto a dar un ejemplo y lo dió. Un mes y pico después de su llegada, el 27 de abril de 1521, moriría en ejemplar combate.
Durante mucho tiempo circuló la leyenda de que Lapu-Lapu lo había matado en combate cuerpo a cuerpo, pero por lo que cuenta Pigafetta las cosas ocurrieron de otra manera. Magallanes actuó con prepotencia, muy confiado en las armaduras, ballestas y armas de fuego que tenía a su disposición. Se alistó para la batalla con apenas cuarenta y nueve hombres y pidió a los demás no intervenir. Mandó emisarios a exigir la rendición, pero ninguno regresó y Magallanes ordenó el ataque. El mismo Pigafetta, que participó en el combate, estuvo a punto de dejar el pellejo y eso sí que hubiera sido una tragedia:
“Encontramos a los isleños en número de mil quinientos, formados en tres batallones, que en el acto se lanzaron sobre nosotros con un ruido horrible, atacándonos dos por el flanco y uno por el frente. Nuestro comandante dividió entonces su tropa en dos pelotones: los mosqueteros y los ballesteros tiraron desde lejos durante media hora sin causar el menor daño a los enemigos, o al menos muy poco, porque aunque las balas y las flechas penetrasen en sus escudos, formados de tablas bastante delgadas, y aun algunas veces los herían en los brazos, eso no les detenía, porque tales heridas no les producían una muerte instantánea, según se lo tenían imaginado, y aun con eso se ponían más atrevidos y furiosos.
Por lo demás, fiándose en la superioridad del número, nos arrojaban nubes de lanzas de cañas, de estacas endurecidas al fuego, piedras y hasta tierra, de manera que nos era muy difícil defendernos. Hubo aun algunos que lanzaron estacas enastadas contra nuestro comandante, quien para alejarlos e intimidarlos, dispuso que algunos de los nuestros fuesen a incendiar sus cabañas, lo que ejecutaron en el acto. La vista de las llamas los puso más feroces y encarnizados: algunos aun acudieron al lugar del incendio, que devoró veinte o treinta casas, y mataron en el sitio a dos de los nuestros. Su número parecía aumentar tanto como la impetuosidad con que se arrojaban contra nosotros.
“Una flecha envenenada vino a atravesar una pierna al comandante, quien inmediatamente ordenó que nos retirásemos lentamente y en buen orden; pero la mayor parte de los nuestros tomó precipitadamente la fuga, de modo que quedamos apenas siete u ocho con nuestro jefe.
“Habiendo notado los indígenas que sus tiros no nos hacían daño alguno cuando los dirigían a nuestras cabezas o cuerpos, a causa de nuestra armadura, pero que teníamos sin defensa las piernas, en adelante sólo dirigieron a éstas sus flechas, sus lanzas y sus piedras, en tal cantidad que no nos fue posible resistir. Las bombardas que teníamos en las chalupas no nos servían de nada a causa de que los bajíos no permitían a los artilleros aproximarse a nosotros.
“Siempre combatiendo nos retiramos poco a poco, y estábamos ya a la distancia de un tiro de ballesta, teniendo el agua hasta las rodillas, cuando los isleños, que nos seguían siempre de cerca, empezaron de nuevo el combate, arrojándonos hasta cinco o seis veces la misma lanza.
“Como conocían a nuestro comandante, dirigían principalmente los tiros hacia él, de suerte que por dos veces le hicieron saltar el casco de la cabeza; sin embargo, no cedió, combatiendo nosotros a su lado en reducido número. Esta lucha tan desigual duró cerca de una hora. Un isleño logró al fin dar con el extremo de su lanza en la frente del capitán, quien, furioso, le atravesó con la suya, dejándosela en el cuerpo. Quiso entonces sacar su espada, pero le fue imposible a causa de que tenía el brazo derecho gravemente herido. Los indígenas, que lo notaron, se dirigieron todos hacia él, habiéndole uno de ellos acertado un tan gran sablazo en la pierna izquierda que cayó de bruces; en el mismo instante los isleños se abalanzaron sobre él. Así fue cómo pereció nuestro guía, nuestra lumbrera y nuestro sostén. Cuando cayó y se vio rendido por los enemigos, se volvió varias veces hacia nosotros para ver si habíamos podido salvamos. Como no había ninguno de nosotros que no estuviese herido, y como nos hallábamos todos en la imposibilidad de socorrerle o de vengarle, nos dirigimos en el acto a las chalupas que estaban a punto de partir. Fue así cómo debimos la salvación a nuestro comandante, porque en el instante en que pereció, todos los isleños se dirigieron al sitio en que había caído.
“El rey cristiano habría podido socorremos y sin duda lo habría hecho, mas el comandante, lejos de prever lo que acababa de suceder, tan luego como puso pie en tierra con los suyos, le ordenó que no se moviese de su balangay y que permaneciese como mero espectador del combate. Cuando le vio sucumbir lloró amargamente.
“Pero la gloria de Magallanes sobrevivirá a su muerte. Estaba adornado de todas las virtudes, mostrando siempre una constancia inquebrantable en medio de las más terribles adversidades. A bordo se condenaba a privaciones más grandes que cualquiera de los de la tripulación.
“Versado como ninguno en el conocimiento de las cartas náuticas, poseía a la perfección el arte de la navegación, como lo probó dando la vuelta al mundo, que nadie antes que él había osado tentar.
Esta desgraciada batalla se libró el 27 de abril de 1521, en un sábado, día que el comandante había elegido porque lo tenía en particular devoción. Perecieron con él ocho de los nuestros y cuatro indios bautizados, y pocos de nosotros regresamos a las naves sin estar heridos. Los que habían quedado en las chalupas pensaron hacia el fin protegernos con las bombardas, pero a causa de la distancia en que se hallaban, nos hicieron más daño que a los enemigos, quienes, sin embargo, perdieron quince hombres”.



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