Pedro Conde Sturla
Julio González Herrera (1902-1961) tuvo
en común con Edgar Allan Poe una serie de rasgos biográficos en verdad poco
comunes. Por ejemplo, el don de una inteligencia privilegiada y un talento
natural para la literatura. También tuvieron en común la afición por la bebida,
si se puede llamar así a una desenfrenada vocación autodestructiva que a ambos
llevó por el camino de la degradación y el ridículo, e incluso a la muerte
temprana en el caso de Poe. Igualmente común fue el final sin gloria y la
existencia miserable, aún más miserable por tratarse de gente que destilaba
tantas luces. Cierto es que derrocharon la juventud con la misma generosidad
con que prodigaron el talento, y siempre resultó desproporcionado el contraste entre
su entrega al arte y el abandono de sí mismos.

Salvando las distancias, y el tiempo,
estas vidas paralelas constituyen modelo de lo que Goethe solía llamar
“afinidades electivas”, y son representativas de una cultura y una época. Poe,
desde luego, fue un “genio universal”. Julio González Herrera fue un muchacho
prodigio en su medio, bien dotado para la prosa pero limitado por las circunstancias.
Es fama que la universidad le retuvo el
título de abogado hasta que alcanzó la edad reglamentaria, que era de veintiún
años, y en el interín se desempeñó como diplomático en Argentina. Ocupó otros
cargos de cierta importancia en el gobierno de Horacio Vázquez y fue juez del
Tribunal de Tierras al inicio de la era de Trujillo. Casó, tuvo un hijo y viajó
por países de América representando a la República o dictando conferencias. Para
entonces brillaba como periodista, jurista, escritor, poeta, ensayista.