Pedro
Conde Sturla
7 de junio de 2007
7 de junio de 2007
Alguna
vez aprendí a odiar a Atila con todas las fuerzas de mí ser. En la
escuela me enseñaron que era un personaje inicuo, que se hacía
llamar o lo llamaban “el azote de Dios”, y que decía con
jactancia: “Por donde pasa mi caballo no crece la hierba.”
Atila
era un bárbaro, es decir un extranjero, que vivía con su pueblo más
allá de las fronteras del civilizado imperio romano. En el siglo V
saqueó el norte de las Galias, y para contenerlo el imperio tuvo que
emplearse a fondo, librando una batalla terrible en los Campos
Cataláunicos, la llamada batalla de los pueblos. Atila se replegó
sin ser derrotado y un año después desató su furia sobre el norte
de Italia. Pero esta vez sus motivos eran razonablemente románticos.
Atila reclamaba la mano de Honoria, hermana del emperador
Valentiniano, y unos territorios que, coincidencialmente, venían con
su mano. En el Po recibió una embajada imperial encabezada por un
prefecto, un cónsul y el papa León I.
Tras el encuentro renunció a sus reclamaciones y emprendió la
retirada hacia sus dominios,
posiblemente a causa de una epidemia que afectaba a su ejército.
Murió poco después durante una orgía en el año 453.
El
bárbaro Atila ha sido objeto de mala prensa en todas las épocas,
pero en realidad no era más malo que los civilizados romanos, y en
algunas sagas y cantares germánicos aparece como figura legendaria.
Los civilizados romanos eran dueños de un imperio esclavista de 3
millones de kilómetros cuadrados y explotaban sin misericordia a la
inmensa mayoría de sus habitantes. El deporte nacional romano era la
crucifixión. Clavaban por diversión a seres humanos a una cruz, y a
veces por compasión les partían “metódicamente las tibias con
unas barras de hierro” para provocarles la muerte por embolia.
La
publicidad contra el bárbaro es obra, principalmente, de la iglesia
católica. Antes de reunirse con la embajada del imperio en el Po,
Atila humilló a sus representantes y en particular al papa León,
que había traído consigo cuantiosas ofrendas en oro, haciéndolos
esperar durante horas a la intemperie. La iglesia transformó la
humillación del papa en una victoria política, atribuyendo la
retirada de Atila a un repentino miedo al dios de los católicos,
producto de las emanaciones divinas de la fuerte personalidad del
papa y de la presencia mística de los apóstoles Pedro y Pablo, que
lo acompañaban desde lo alto.
No
voy a comparar el daño que le hacía a la hierba y a los árboles el
caballo de Atila con el que le hace el cómico del distrito, porque
la comparación se queda corta. El caballo de Atila no impedía
crecer la hierba, incluso la abonaba generosamente y la hacía crecer
más fuerte.
El
caballo del cómico del Distrito sí que en verdad no deja crecer la
hierba. Pasó por las amplias isletas de la Avenida Alma Mater, hace
unos años, y sacrificó árboles de caoba y cauchos memorables que a
todos los pasantes daban sombra sin producir el menor daño en la
calle, aceras o contenes. Sustituyó la grama por cemento estampado y
sobre el cemento sembró bancos de hierro y unas casetas ridículas y
seguramente costosas. Finalmente bautizó el lugar con el nombre de
Boulevard de la Juventud, en homenaje a los jóvenes que se quieran
calcinar a fuego lento. Allí, desde luego, no ha vuelto a crecer la
hierba. No es la obra del azote de Dios, es la obra del azote de la
Ciudad de Santo Domingo, primada de América, la misma que hace unos
años asombraba al mundo por su flamante cabellera verde, su arboleda
relativamente desordenada como deben ser las arboledas, abundantes,
copiosas. (Ahora tiemblo al pensar en el frondoso caucho de la José
Contreras a esquina Lincoln, el mismo que cobija desde hace años a
un frutero y mantiene alejado el calor, acondicionando el aire bajo
sus ramas).
En
las más anchas isletas intervenidas en todos los sectores de la
ciudad se perdió la oportunidad de crear verdaderos bosquecillos,
plantando nuevas plantas junto a las existentes, creando un colchón
ecológico que absorbiera el ruido y la contaminación. Ahora
tendríamos parques, pequeños parques, zonas sombreadas de
recreación a escala humana. No unas filas de palmas en pie de
guerra, al estilo fascista. El agudo comentario de un lector de mi
entrega anterior me recordó que “Eduardo Galeano critica el
alineamiento de los árboles, señalando que le parecen guardias en
un desfile militar.” De hecho, someter las palmas a un orden
innatural es una forma de violencia, una arbitrariedad y un símbolo
de poder falocráticamente político, que haría las delicias de la
famosa cineasta de Hitler.
Ante
la avalancha de críticas y protestas por parte de la población de
Santo Domingo, los defensores de lo indefendible, defensores del
arboricidio, han sacado a relucir un “Plan Estratégico de la
Ciudad”, una “normativa de arbolado urbano”, un “Plan
Regulador de la Ciudad Colonial trabajado de forma conjunta por las
instituciones con incidencia en el centro histórico y las juntas de
vecinos.” Si acaso los planes no se encuentran en el mismo estado
que los planos del metro de Diandino, uno se pregunta, carajo, ¿por
qué no comienzan a aplicarlos? ¿Por qué andarse, literalmente, por
las ramas? ¿Por qué no empezar por lo prioritario? ¿Por qué no
tratar de ponerle un orden al caos urbano?
Al
parecer las autoridades del Distrito no se han dado cuenta que la
basura arropa grandes sectores de la ciudad, que cada día son más
las aceras que se transforman en parqueos, que cada día son más los
edificios que se construyen en franca violación a las leyes y que
las aceras de la Avenida Independencia y muchas calles de Gazcue
están llenas de hoyos que podrían tragarse a una persona entera. Es
más, conozco el caso de un oficial médico, un general, que al salir
con sus compras de un supermercado cayó en uno de esos hoyos y
sufrió fracturas de consideración en una pierna y un brazo.
Cuando
el cómico de televisión, al cual muchos aprecian por su talento
histriónico, hable de tú a tú con los votantes que lo llevaron al
poder, antes de ejercerlo sin consulta, cuando comience a soterrar
los cables de la Ciudad Colonial, a ocuparse de los edificios en
ruina, la limpieza de las alcantarillas y los problemas reales de la
zona, entonces se convertirá en munícipe y otra será la reacción,
la respuesta de la población, la opinión pública.
Lamentablemente,
el orden de prioridades sigue invertido y lo que tenemos en
perspectiva para la Ciudad Colonial es un proyecto espantoso,
diandinescamente espantoso. Se habla ya de la construcción de un
parqueo soterrado en la Plaza de España y otro en la calle Las
Damas. Entraremos, pues, de lleno en la verdadera etapa de las
devastaciones. Lo peor no ha comenzado todavía. Que el señor nos
coja confesados y perdone a su descarriado siervo Atila, que tanto
daño no hizo después de todo.
pcs,
jueves 7 de junio de 2007
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