miércoles, 14 de agosto de 2019

ATILA, EL CALUMNIADO

Pedro Conde Sturla
7 de junio de 2007


Alguna vez aprendí a odiar a Atila con todas las fuerzas de mí ser. En la escuela me enseñaron que era un personaje inicuo, que se hacía llamar o lo llamaban “el azote de Dios”, y que decía con jactancia: “Por donde pasa mi caballo no crece la hierba.”

Atila era un bárbaro, es decir un extranjero, que vivía con su pueblo más allá de las fronteras del civilizado imperio romano. En el siglo V saqueó el norte de las Galias, y para contenerlo el imperio tuvo que emplearse a fondo, librando una batalla terrible en los Campos Cataláunicos, la llamada batalla de los pueblos. Atila se replegó sin ser derrotado y un año después desató su furia sobre el norte de Italia. Pero esta vez sus motivos eran razonablemente románticos. Atila reclamaba la mano de Honoria, hermana del emperador Valentiniano, y unos territorios que, coincidencialmente, venían con su mano. En el Po recibió una embajada imperial encabezada por un prefecto, un cónsul y el papa León I. Tras el encuentro renunció a sus reclamaciones y emprendió la retirada hacia sus dominios, posiblemente a causa de una epidemia que afectaba a su ejército. Murió poco después durante una orgía en el año 453.

El bárbaro Atila ha sido objeto de mala prensa en todas las épocas, pero en realidad no era más malo que los civilizados romanos, y en algunas sagas y cantares germánicos aparece como figura legendaria. Los civilizados romanos eran dueños de un imperio esclavista de 3 millones de kilómetros cuadrados y explotaban sin misericordia a la inmensa mayoría de sus habitantes. El deporte nacional romano era la crucifixión. Clavaban por diversión a seres humanos a una cruz, y a veces por compasión les partían “metódicamente las tibias con unas barras de hierro” para provocarles la muerte por embolia.

La publicidad contra el bárbaro es obra, principalmente, de la iglesia católica. Antes de reunirse con la embajada del imperio en el Po, Atila humilló a sus representantes y en particular al papa León, que había traído consigo cuantiosas ofrendas en oro, haciéndolos esperar durante horas a la intemperie. La iglesia transformó la humillación del papa en una victoria política, atribuyendo la retirada de Atila a un repentino miedo al dios de los católicos, producto de las emanaciones divinas de la fuerte personalidad del papa y de la presencia mística de los apóstoles Pedro y Pablo, que lo acompañaban desde lo alto.

No voy a comparar el daño que le hacía a la hierba y a los árboles el caballo de Atila con el que le hace el cómico del distrito, porque la comparación se queda corta. El caballo de Atila no impedía crecer la hierba, incluso la abonaba generosamente y la hacía crecer más fuerte.

El caballo del cómico del Distrito sí que en verdad no deja crecer la hierba. Pasó por las amplias isletas de la Avenida Alma Mater, hace unos años, y sacrificó árboles de caoba y cauchos memorables que a todos los pasantes daban sombra sin producir el menor daño en la calle, aceras o contenes. Sustituyó la grama por cemento estampado y sobre el cemento sembró bancos de hierro y unas casetas ridículas y seguramente costosas. Finalmente bautizó el lugar con el nombre de Boulevard de la Juventud, en homenaje a los jóvenes que se quieran calcinar a fuego lento. Allí, desde luego, no ha vuelto a crecer la hierba. No es la obra del azote de Dios, es la obra del azote de la Ciudad de Santo Domingo, primada de América, la misma que hace unos años asombraba al mundo por su flamante cabellera verde, su arboleda relativamente desordenada como deben ser las arboledas, abundantes, copiosas. (Ahora tiemblo al pensar en el frondoso caucho de la José Contreras a esquina Lincoln, el mismo que cobija desde hace años a un frutero y mantiene alejado el calor, acondicionando el aire bajo sus ramas).

En las más anchas isletas intervenidas en todos los sectores de la ciudad se perdió la oportunidad de crear verdaderos bosquecillos, plantando nuevas plantas junto a las existentes, creando un colchón ecológico que absorbiera el ruido y la contaminación. Ahora tendríamos parques, pequeños parques, zonas sombreadas de recreación a escala humana. No unas filas de palmas en pie de guerra, al estilo fascista. El agudo comentario de un lector de mi entrega anterior me recordó que “Eduardo Galeano critica el alineamiento de los árboles, señalando que le parecen guardias en un desfile militar.” De hecho, someter las palmas a un orden innatural es una forma de violencia, una arbitrariedad y un símbolo de poder falocráticamente político, que haría las delicias de la famosa cineasta de Hitler.

Ante la avalancha de críticas y protestas por parte de la población de Santo Domingo, los defensores de lo indefendible, defensores del arboricidio, han sacado a relucir un “Plan Estratégico de la Ciudad”, una “normativa de arbolado urbano”, un “Plan Regulador de la Ciudad Colonial trabajado de forma conjunta por las instituciones con incidencia en el centro histórico y las juntas de vecinos.” Si acaso los planes no se encuentran en el mismo estado que los planos del metro de Diandino, uno se pregunta, carajo, ¿por qué no comienzan a aplicarlos? ¿Por qué andarse, literalmente, por las ramas? ¿Por qué no empezar por lo prioritario? ¿Por qué no tratar de ponerle un orden al caos urbano?

Al parecer las autoridades del Distrito no se han dado cuenta que la basura arropa grandes sectores de la ciudad, que cada día son más las aceras que se transforman en parqueos, que cada día son más los edificios que se construyen en franca violación a las leyes y que las aceras de la Avenida Independencia y muchas calles de Gazcue están llenas de hoyos que podrían tragarse a una persona entera. Es más, conozco el caso de un oficial médico, un general, que al salir con sus compras de un supermercado cayó en uno de esos hoyos y sufrió fracturas de consideración en una pierna y un brazo.

Cuando el cómico de televisión, al cual muchos aprecian por su talento histriónico, hable de tú a tú con los votantes que lo llevaron al poder, antes de ejercerlo sin consulta, cuando comience a soterrar los cables de la Ciudad Colonial, a ocuparse de los edificios en ruina, la limpieza de las alcantarillas y los problemas reales de la zona, entonces se convertirá en munícipe y otra será la reacción, la respuesta de la población, la opinión pública.

Lamentablemente, el orden de prioridades sigue invertido y lo que tenemos en perspectiva para la Ciudad Colonial es un proyecto espantoso, diandinescamente espantoso. Se habla ya de la construcción de un parqueo soterrado en la Plaza de España y otro en la calle Las Damas. Entraremos, pues, de lleno en la verdadera etapa de las devastaciones. Lo peor no ha comenzado todavía. Que el señor nos coja confesados y perdone a su descarriado siervo Atila, que tanto daño no hizo después de todo.





pcs, jueves 7 de junio de 2007

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