martes, 25 de junio de 2019

PROFUNDO PÚRPURA

(Un relato de Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla
 
[Una vez, si mal no recuerdo, Sara Pérez escribió una serie de artículos que llevaron a la revista Rumbo a la quiebra. Eran artículos  graciosísimos sobre la más graciosa y regalada e intrigante vida de los príncipes de la jerarquía eclesiástica dominicana y los príncipes se resintieron.
Al poco tiempo, casi por arte de magia, los anuncios desaparecieron y la revista Rumbo  se convirtió en un folletín de pocas páginas y poco después dejó de existir. 
Yo, confieso, me di tremendo banquete con lo de Sara y empecé a elucubrar y rascarme y a pensar en escribir uno de esos relatos retorcidos e irreverentes a los que soy  propenso. Irremediablemente sentí que me había picado una mosca o el moscardón de la divina o diabluna inspiración y fabriqué un relato al que le puse provisionalmente el título de una película italiana: Profundo  púrpura.
Sara es, pues, la culpable y un poco coautora del relato, o por lo menos un poco cómplice. He ahí la razón de la dedicatoria que aparece al final: A Sara Pérez, por supuesto.
Confieso que no la conozco personalmente. El algoritmo de Facebook nos aleja de vez en cuando y de vez en cuando vuelve a juntarnos, o mejor dicho a reunirnos, pero abrigo la esperanza de que nos encontremos algún día, aunque sea, quizas, en el purgatorio. PCS]

Su Eminencia Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas, parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda -la ofrenda de la virgen- y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita delgadita, bañadita, desnudita –de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo-, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago –mano de Dios en cualquier caso- y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente -boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sabana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
Allí no había nada que hacer sino bañarla de nuevo porque la muchacha había sido pobre toda la vida y el olor no se le quitaba a pesar de cinco baños corridos. Olía a pobre serrana y el olor no se quitaba y quizás no se le quitaría a pesar de los baños ni se le quitaría en toda la vida, ni la pobreza. Su Eminencia Reverendísima hizo un gesto apenas perceptible apenas suficiente para indicar que la audiencia había terminado por el momento y las camareras y la virgen se retiraron hasta el próximo baño.
Media hora más tarde la corte de camareras solícitas, piadosas, volvió a entrar sin anunciarse en compañía de la virgen envuelta como quien dice en una nube de velos vaporosos. Y la exhibieron de nuevo, desnudita, a manera de ofrenda y de trofeo. Esta vez la habían estregado y enjuagado y exprimido varias veces como a un trapo, la habían sumergido en una bañera con agua más caliente que tibia de sales perfumadas, la habían ungido con cremas, aceites y afeites y la virgen parecía limpia, pura e inodora. Más bien parecía despedir un halo de gloria. Pero el Príncipe Piadoso no se distrajo de sus menesteres, firmaba papeles y papeles y no levantó la cabeza, no se dignó mirarla a pesar de que la virgen despedía un halo de gloria. El discreto movimiento de sus narices anunciaba, de nuevo, desaprobación. Huele a pobre.
Cuando la trajeron por última vez pasó la prueba. Ahora Estaba deslavada, deslucida, translucida, casi a punto de botar la piel, como si la hubieran restregado con lejía, pero olía verdaderamente a limpio, limpito. Y además no aguantaba más baños ni refregas.
El Príncipe Piadoso ordenó que la llevaran a su recamara y respiró satisfecho. Después hizo un alto en el trabajo y fue a mirarse al espejo, aquel espejo gigante del vestidor que lo retrataba de cuerpo entero. Mirarse al espejo, varias veces al día, era un ejercicio gratificante, una forma de relajarse y aliviar el estrés, una terapia. Mirábase, pues, complacido al espejo -de soslayo, para lucir más coqueto- y ocasionalmente demoraba en el trámite, inmerso en una especie de trance, el éxtasis de los místicos. En realidad se extasiaba en lo que veía. Era un príncipe, un verdadero príncipe, con el traje a la medida de Maquiavelo. Aquí se lo puede ver ahora, plantado frente al espejo que no miente, y desde aquí se pueden deducir los aspectos fundamentales de su personalidad en términos del ilustre florentino fundador de la ciencia política:
Si algo caracteriza su figura es la apostura, amén de la impostura. Si una palabra le cuadra de cuerpo entero es altanero. Si una cualidad lo define es la arrogancia. Si alguna vez un rasgo de soberbia fue típico de alguien, el hombre es, sin duda, típicamente soberbio. Jamás –en honor a la verdad- ha cometido este Príncipe pecado de humildad. La humildad que es al santo lo que a la mar el pez, no enturbia su conciencia. En un palacio vive este siervo de Cristo que nunca se rebaja en el amor al pueblo. Las masas que para uno eran ovejas, las tiene el otro por chusma. De la intolerancia ha hecho virtud, de la indolencia divisa. La ostentación es su vicio. Su moral es el poder, su única patria el poder, el único santo de su devoción es el poder. Amén del Vaticano, que es también, y sobre todo, el poder.
Al Vaticano apuntan sus ambiciones. Grupos de oración generosamente retribuidos, a Dios rogando y con el mazo dando, piden al Celestísimo la pronta conversión del Príncipe en heredero del trono de San Pedro. En corrillos y mentideros se hace correr la bola, en círculos generalmente bien informados se rumia, se rumora, se comenta que el Príncipe es papable, molto papabile.
Pero el Príncipe tenía un problema de imagen, una fractura en su imagen pública como decían los especialistas. La soberbia que ejercía, por supuesto, en nombre de Cristo y su fama de tenorio le habían creado una mala reputación. Por mucho que se esforzara, tenía más aspecto de dandy que de pastor de almas. Por mucho que practicaba –juntando las manos a la altura del pecho en actitud contrita- no lograba asumir convincentemente la típica pose de santo que era de rigor en su profesión, su profesión de fe. De hecho, nunca lucía más taimado que al tratar de fingir la perversa virtud de la inocencia.
Además, su Eminencia Reverendísima, candidato al solio papal, era como ya se podrá imaginar alérgico a la multitud, un secreto a voces. De la multitud –la chusma- emanaba el olor a pobre que su Eminencia reprobaba como si fuese el mismo olor del demonio y en una procesión de Semana Santa estuvo a punto de desmayarse. Pero fue en misa, una misa solemne en la Catedral, donde perdió el control un día que oficiaba transformando el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo en presencia de atildados funcionarios del gobierno de turno. La mayoría de los funcionarios habían dejado de ser pobres nada más tomar posesión de sus canonjías y andaban con escolta y vehículos de lujo, y trajes a la medida –por no mencionar el oro y los diamantes de los Rolex de doce mil dólares- pero algunos seguían oliendo a pobres por debajo y por encima de sus elegantes y costosas vestimentas. Durante la comunión, cuando su Eminencia Reverendísima, ofrecía la hostia consagrada, lo agredió un tufo agrio y salvaje, mezcla agraria y letal que aturdió sus sentidos: la sobaquina del senador de una provincia del sur, que no era adicto al baño y se había bañado en perfume de París de Francia. Y allí mismo, sobre sus fieles arrodillados y adinerados, vomitó su Eminencia la sangre y el cuerpo de Cristo.
La envidia, la maledicencia, los comunistas, el bajo clero e incluso el imperialismo tenían mucho que ver con su mala prensa en el país. Ya se sabe, por demás, que nadie es profeta en su tierra. Porque en Roma, lo que se dice Roma, es decir en el Vaticano, gozaba de inmenso prestigio y se encontraba por los menos entre los veinte favoritos a la sucesión del Santo Padre polaco, que no reparaba en chismes y nimiedades sino en el don de autoridad y ciega obediencia. Con la ayuda de ciertos capitales criollos depositados oportunamente en el Banco Ambrosiano, le bastaría quizás un empujón, un empujoncito para ceñir la tiara y lucir el anillo de Borgia, salvo que el Opus Dei –enquistado ahora en las más altas instancias eclesiásticas por obra del mismo polaco- no dictara otra cosa.
Ya podía imaginarse, sin embargo -para envidia de todos los envidiosos- sentado en el trono de Pedro, pero a manera del Zeus o Júpiter de Fidias, a escala monumental. Imponente, macizo, cuadrado, pedante, engreído, envanecido. Lo último que se le podría imputar -como decía una periodista atea, comunista y disociadora-sería algún tipo de mansedumbre de espíritu. Y ni falta que le hacía Si no tenía la apariencia de un pescador de almas como el maestro y sus discípulos, a su manera pesca y peca mucho. Enfundado en su púrpura, por ejemplo, el príncipe enloquece a las infantas y muchas veces pesca y peca. A su Eminencia Reverendísima -su Eminencia Gris a no dudar- se le antojaba mejor ser un patriarca bíblico. Largos años de vida, dulce follar asaz, larga progenie, mucho pescar y pecar y después la redención. Judaísmo y cristianismo, a diferencia de otras religiones, no tienen sentido sin la redención del pecador. Había, pues, que pescar y pecar. ¿Qué otra cosa habían hecho David y Salomón? ¿Quién era él para oponerse al mandato divino?
La maledicencia, solamente la maledicencia, confundía su pasión por las vírgenes con concupiscencia cuando en realidad no era más que devoción, recordación o rememoración del culto mariano, virgo aparte que se perdía para siempre porque no era el Arcángel San Gabriel ni las tomaba como palomita ni como Espíritu Santo.
Su devoción por el culto mariano revestía, sin embargo, implicaciones más íntimas, profundas. Su Eminencia Reverendísima tenía fantasías eróticas con la Virgen. La Virgen se le aparecía en sueños con la figura de una corista escultural del Petit Châteu a la que había conocido durante una correría nocturna (de incógnito, por supuesto), y hacían y deshacían el amor toda la noche, la poseía y la desposeía, la desfloraba y volvía a florecer –por ser la Virgen- y su sueño se poblaba de murmullos y gemidos celestiales.
La primera vez que le sucedió se despertó temiendo por la salvación de su alma y estuvo casi a punto de pedir un confesor, pero tras breve reflexionar comprendió que sólo podía tratarse de otra manifestación de la gracia divina. Comprendió que era mejor, mucho mejor, dejar las cosas como estaban, entre él y la Virgen, y desechó la confesión por si acaso. Más adelante se impondría una penitencia, tantos Padre Nuestro, tantas Ave María, el cilicio estaba descartado.
No es que fuera un fanático creyente y ni siquiera un beato sincero de esos que veía dándose golpes de pecho como mazazos en misa, pero fingía serlo, tenía que fingirlo aunque fingía mal. Todo lo que tenía -aquel palacio, el poder, la cuantiosa fortuna- lo debía a la fe, a la ostentación de la fe. Había que ser discreto en todo caso, en materia de fe, prudente, mantener las apariencias en un mundo de abrojos y reptiles.
Monseñor Rosas, obispo de la diócesis de La Vega, era un diestro en esa materia. Dominaba en grado superlativo el arte de la simulación. Era, de hecho, el perfecto simulador que a su Eminencia le habría gustado ser. Nadie como él sostenía en público y en privado esa máscara de beatitud tan parecida a la estupidez. La ternura y bondad en el rostro, la sonrisa almidonada, la mirada almibarada detrás de los lentes bifocales, dulce, amable, complaciente. En el más estricto sentido, era un hombre de iglesia, uno que servía a la iglesia más que servirse de ella. Con la burguesía empresarial que financiaba los placeres mundanales de otros obispos, mantenía relaciones cordiales y distantes, no exigía contribuciones para la sustentación de la sede episcopal, no hacía vida social, estaba ausente en banquetes y recepciones. Montaba un carro, un automóvil de poca monta y se sentaba al lado del chofer para conversar, sin pretensiones de gran señor. Además, alguna vez apoyó la lucha del pueblo de Bonao contra una multinacional depredadora. Su Eminencia Reverendísima lo admiraba y le temía. El obispo combinaba su aparente mansedumbre con un concepto sicorrígido en materia de fe. Debajo de su lana de oveja vivía el inquisidor, un eclesiástico fundamentalista que reivindicaba para la iglesia católica el patrimonio absoluto de la verdad –en oposición, incluso, al Santo Padre, que optaba por la pluralidad de los tiempos- y tronaba desde el púlpito contra las sectas religiosas para las cuales pedía el fuego de las hogueras medioevales y renacentistas. A él no le habría confiado en otra época, y ni siquiera en la actual, sus amoríos con la Virgen.
En el extremo opuesto, diametralmente opuesto al modelo de conducta casto y sobrio que representaba monseñor Rosas, había otros personajes cuyo historial pertenecía al dominio de la dolce vita, y al de la opinión publica por supuesto. Entre todos ellos sobresalían el obispo de Santiago y monseñor Pipilino, dos rivales ostentosos cuyas pugnas ponían en entredicho el buen nombre de la iglesia.
El obispo de Santiago -el hombre del anillo- era adicto al whisky y a la opulencia. No era un cura de iglesia, era un cura de ricos, y además un rico empresario, pero los ricos no siempre agradecían su presencia, o mejor, su omnipresencia. De hecho no había ceremonia pública o privada, oficial o religiosa a la cual no asistiera. Se atiborraba de whisky en los banquetes de la alta sociedad y nadie le pasaba por el lado sin que tendiera la mano para que le besara el anillo. Si notaba que alguien se mostraba reacio, la bajaba más de lo normal para obligarlo a doblar la cerviz.
Gracias a sus notables influencias, el obispo imponía su presencia cuasi honorífica en la junta de directores de un banco y varias empresas privadas. Una de ellas –especializadas en el negocio de recogida de la basura- recibía mensualmente del gobierno una dádiva, una subvención millonaria. Y entre otros múltiples privilegios, el mismo gobierno le concedía cada año la exoneración de vehículos de lujo –los más lujosos de la ciudad, acordes con su condición de ministro del Señor- y además de la exoneración recibía desde luego jugosos descuentos de compra por parte de los empresarios y mantenimiento gratis en los talleres de mecánica, sin hablar de viáticos y combustible. Cuando viajaba en avión lo hacía en primera, con boletos costeados por la generosidad de los empresarios. Otras veces viajaba como invitado –o haciéndose invitar- en avión privado con la flor y nata de la oligarquía santiaguense, que tenía unos gustos sofisticados. Ir de compras a Miami o simplemente a cenar, asistir a partidos de pelota en Atlanta, esquiar en Aspen. Aparte de esas minucias el obispo requería cuantiosos óbolos para su manutención y el empresariado había comenzado a resentirse. Mientras tanto, bajo su mando y desidia, la diócesis languidecía, se desplomaba por incuria. Algunos escándalos financieros, las quejas de la burguesía, líos de faldas y alcahuetería mancillaban el esplendor de la púrpura, y el obispo famoso ya por su codicia estaba a punto de saltar del trono. De hecho, su caída era inminente. En las altas instancias vaticanas se habían hecho los aprestos. Su Eminencia Reverendísima estaba al tanto y lo deploraba profundamente, le harían falta sus servicios. En breve el obispo renunciaría a la preciosa, a la preciada sede por su propia voluntad públicamente, pero privadamente a petición del Vaticano. No renunciaría eso sí a la vida social, la dolce vita, realización de la gloria divina en el goce terrenal. Allí estaría, seguiría estando durante mucho tiempo el futuro obispo emérito (léase jubilado) en banquetes y recepciones, presente y repelente como la mosca en la sopa. Todo un personaje.
El otro personaje, monseñor Pipilino, ostentaba sin mérito el flamante cargo de director de una institución eclesiástica de estudios superiores, que en otras circunstancias habría correspondido, por ley, al mismo obispo en desgracia. Pipilino no se destacaba en público por su excesiva afición al whisky, pero compartía con el obispo la pasión por los autos de lujo. Con el mismo celo cultivaba relaciones al más alto nivel social –relaciones cautivas, de intercambio desigual-, y con el mismo desenfado reclamaba villas y castillas para el sostenimiento de su feudo.
Pipilino no era un cura cultivado y de finas manera como el obispo, era más bien un cura rústico, iletrado y preparlante, pero tenía un corazón de oro y, a pesar de sus limitaciones, cierta amplitud de miras y habilidades insospechadas. Dueño de empresas y haciendas, aparte de la riqueza y el boato amaba a los perros de raza, la política y las mujeres, aunque no necesariamente en ese orden ni en ese número. Como buen cristiano eran múltiples sus intereses. Los perros, sin embargo, y las mujeres eran su pasión primaria, y después la política. En cuanto a la crianza de perros -y de mujeres- se había hecho de fama. Nadie en el país tenía mejores castas de Pastor Alemán –ni mejores hembras. A los perros los educaba con mimos, con esmero, los mandaba a curar a una clínica especializada en Nueva York cuando se enfermaban, pero las mujeres tenían que conformarse con la medicina local. Esa discriminación aparente tenía una justificación ética. En su dedicación a los perros de esa raza Pipilino veía una especie de parábola o referencia al Gran Pastor de ovejas, nuestro Señor Jesucristo, mientras que las mujeres eran un hobby, una afición, un entretenimiento no exento de filantropía.
Pipilino no era un tenorio sino más bien una víctima de la tentación de la carne, un mujeriego compulsivo. De ahí que fuera poco discreto, además. En sociedad con un jerarca del Partido Reformista mantenía un harem, un serrallo en una finca del kilómetro 22 de la autopista Duarte, tenía cantidad de queridas en las cuatro esquinas del territorio nacional, salía frecuentemente con secretarias jovencitas y se dejaba ver en los fastuosos balnearios mejicanos de Cozumel y Cancún en compañía de mujeres con cuerpos de apaga y vete, cuerpos monumentales cubiertos apenas por tiritas y tirantes. Pero el tema era tabú. Público y tabú. Nadie en su sano juicio, en la prensa radial, televisada o escrita se atrevía a tocarlo bajo pena de exclusión, expulsión o censura, aparte de la posible perdición del alma. El poder terrenal de Pipilino, gracias a su larga hoja de servicios a la política criolla, iba más allá del poder espiritual. Su protagonismo político ponía rojo de envidia a su Eminencia Reverendísima. Muchas cosas no se movían en el país sin la intervención y anuencia del gran mediador que era Pipilino, el árbitro por excelencia, el hombre clave para redimir entuertos y diferencias entre las cúpulas mafiosas de los partidos del sistema. Su Eminencia Reverendísima era la máxima autoridad eclesiástica -inferior sólo al papa-, pero en materia de política esa autoridad la suplantaba, la ejercía muchas veces su subalterno, el monseñor Pipilino. De hecho, Pipilino llegó al punto de creerse imprescindible en el manejo de tales asuntos, y su vanidad lo movió a cabildear un helicóptero (con el gobierno, primero, y los empresarios después) para cubrir sus frecuentes desplazamientos sobre la media isla, pero la iniciativa fue desestimada, rechazada de plano por desproporcionada y absurda.
A su Eminencia Reverendísima –envidia aparte- le preocupaban menos las aventuras galantes de Pipilino que las últimas noticias sobre el párroco de frontera en Jimaní. El pueblo era tolerante en muchos sentidos y había multitud de curas discretamente amancebados que no llamaban a escándalo. Pero el pecado nefando era otra cosa. Las aberraciones del párroco de Jimaní eran alarmantes y las cartas de quejas, protestas, denuncias y querellas judiciales se amontonaban sobre su escritorio de caoba centenaria. El párroco se había cogido, literalmente, con los niños. Tenía predilección por los varoncitos y ya había derrengado a dos haitianos y cuatro o cinco criollos con un falo desmesurado que utilizaba, al parecer, a manera de ariete. Habría que tomar medidas, por supuesto, a su debido tiempo. Por lo pronto una reprimenda, un cambio de sede.
Sin embargo, el problema peor que confrontaba la jerarquía eclesiástica era el de los curas enganchados a comunistas, curas rebeldes, pendencieros, desobedientes, enfrentados a la autoridad terrenal y espiritual, curas idealistas de la peor ralea, ingenuos que se tomaban en serio lo del amor al prójimo, y para más peor, insobornables. El párroco de Cristo Rey, por ejemplo, un barrio populoso de la ciudad capital, era un incordio. Vivía agitando siempre a favor de los pobres, criticando a los ricos, atacando al gobierno, incumpliendo órdenes superiores, fomentando huelgas y protestas y hasta lanzando piedras contra inocentes y mansos policías. Jodiendo todo el tiempo con la vaina de los pobres –pobres por aquí, pobres por allá, como si los pobres no hubieran existido siempre-, pidiendo para los pobres, reclamando para los pobres y además oliendo a pobre. A él no lo habría recibido en audiencia sin vomitar las tripas. El muy fanático no reparaba en el hecho de que Jesucristo había sido pobre y que el mejor homenaje a Jesucristo era ser pobre. Si a la iglesia la había colmado de riquezas era para mejor servirlo, desde luego.
El párroco de Cristo Rey –como todos los partidarios de la llamada teología de la liberación con la cual el Santo Padre polaco había barrido felizmente en América Latina- era a su juicio un detritus social, un resentido, una escoria, un estorbo, un cuerpo extraño, un indeseable, un tipo zafio, mendaz, desaguisado, entre otras cosas, y tenía asegurado ya su pasaje al caño de las aguas negras. Las medidas, en este caso, serían enérgicas y no se harían esperar. A Namibia lo iban a mandar en calidad de sedicioso, al sur de África. Allí había más pobres que gentes, allí estaría entre los suyos, allí se hartaría de joder a favor de los pobres, allí terminaría de ponerse hediondo a pobre de por vida en nombre de Cristo. Aunque Cristo –por razones de santidad y sentido común- no olía a pobre. Olía a incienso y mirra como la Virgen. ¿La Virgen? Su Eminencia Reverendísima movió la cabeza para sacudirse del pensamiento la imagen del párroco y recordó que en su recámara lo esperaba la otra virgen bien lavada. La pasaría esa noche por las armas.
En realidad la virgen sintió esa noche como si le hubiera pasado un rodillo por encima. Aquel hombrote cuadrado, macizo, se acercó a su lecho y sin mediar palabras hizo la señal de la cruz y la bendijo, se quitó la sotana -debajo de la cual no usaba ropa interior- y se le vino encima con una espada caliente y la ensartó como a una salchicha. La dejó estrujada, maltrecha, con la sensación de no tener un hueso sano. Fiel al mandato de la iglesia, su Eminencia no usaba condón.
En las horas siguientes durmió como un corderito junto a la corderita -que no pegó los ojos-, entre sábanas manchadas en testimonio del sacrificio de la inocencia. Se despertó temprano con la conciencia limpia, alegre y ligerito. Lo despertaron, mejor dicho, sus ayudantas de cámara. El baño estaba listo y lo bañaron y lo perfumaron y masajearon como el atleta que era, y al terminar sus oraciones y volver a la recámara ya habían dispuesto de las sábanas manchadas y de la virgen. 
También estaban dispuestos en sus percheros de caoba centenaria -con aquel brillo celestial- los ornamentos litúrgicos de la Eucaristía Dominical que celebraría, en breve, en la Catedral, y a la que asistiría el Presidente y su gabinete. Los ministros del gobierno habían sido advertidos o amonestados con relación a la delicada cuestión de los olores corporales, en especial un alto funcionario de la Secretaría de Cultura a quien se le había prohibido la entrada por incorregible.
Sobre el robusto cuerpo de su Eminencia Reverendísima se colocó el hábito y sobre el hábito el alba, el lienzo blanco, sinónimo de pureza ritual y despojamiento de toda corrupción. Sobre el alba la estola y la casulla de color rojo púrpura encendido, una especie de manto a modo de poncho indígena, el elemento litúrgico por excelencia para oficiar la Santa Misa. Sobre la casulla luciría la gran cruz pectoral, el anillo pastoral en la mano diestra, el báculo o cayado en la siniestra, la mitra de púrpura encendida coronando la testa. Símbolos del poder episcopal en las grandes celebraciones.
Por un túnel discreto bajo el palacio arzobispal pasó a la Catedral, envuelto como quien dice en la magia de los cantos antifonales que anunciaban el Rito de Entrada, con el cual se inicia la ceremonia sacra. Radiante estaba y bello como un sol, y su sola presencia iluminó la nave. Con una inclinación teatral y un beso saludó el altar venerado. Levantó en alto los brazos volviéndose, para saludar, hacia la numerosa congregación de fieles, y en un gesto consuetudinario compuso, sin proponérselo su mejor mueca de desprecio. Dominus vobiscum. El Señor esté con vosotros. Y en efecto, allí estaba.
A Sara Pérez, por supuesto
Diciembre 2003/enero 2004

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