martes, 18 de abril de 2017

Flaubert se fue a la guerra


Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes
pájaros rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien
dice chuecos, diezmados en la paz de una memoria que
acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos, apestosos,
simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes –
todos a la vez lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose frecuente
con más frecuencia, agravándose con inaudita
frecuencia. De la ventana del balcón los pájaros pasaron
a morirse a la sala, de la sala a la antesala, de la antesala
al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de
la terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las
habitaciones (incluyendo la de los huéspedes), y de aquí
al cuarto de servicio y al área de lavado, al depósito de
carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el
salón de música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert
vivía fastidiado por el estropicio de plumas y el olor
a carne chamusquina en todos los rincones, cuando no
manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes
del recinto militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a la
luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos.
¿No se podía pedir un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los disparos provenientes del
recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros contra
las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la
pintura y la madera se deterioraban por obvias razones
de lógica aristotélica. Peor si en su vuelo final los pájaros
caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo con
tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor
si caían sobre el piano durante las prácticas de piano y
defecaban, aleteaban, se sacudían sobre sus papeles de
música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor
que peor si se metían a morir al desván por los huecos del
cielo raso o en los intersticios de las paredes, porque nada
era peor que el olor de la descomposición de los cuerpos
atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de
madera –inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.

RITOS ANCESTRALES

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