sábado, 4 de mayo de 2019

EL BOTÍN

Un relato de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla

En la Fortaleza Ozama los constitucionalistas enfrentaron la esporádica resistencia de cascos blancos que no estaban dispuestos a rendirse y agotaron su última provisión de balas en el combate sólo porque temían que les iba a ir muy mal en manos de sus propios compañeros de armas y sobre todo en manos de los monstruosos comunistas, cosa que no fue así. No fue una masacre. No hubo venganzas ni atropellos. En media hora se habían entregado casi todos, unos setecientos, y los heridos habían sido llevados al Hospital Padre Billini.
El coronel Chestaro, en compañía de combatientes civiles y militares, condujo a los prisioneros al lugar más impensado y apropiado del mundo, el Instituto de Señoritas Salomé Ureña, fundado por la más avanzada discípula de Eugenio María de Hostos.

viernes, 3 de mayo de 2019

UN ANTES Y UN DESPUÉS

Último capítulo de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla
Milicianas del 65 con Aniana Vargas al frente
El día 15 junio, bajo un intenso tronar de artillería, salí de casa de la viuda para una misión de la que temía que no iba a regresar. A poco andar le dije a mis compañeros que había olvidado algo y me devolví a despedirme de la viuda, la viuda Pichardo. Doña Carmela Vicioso viuda Pichardo. Pero en realidad lo que quería era despejar una incógnita. La viuda estaba llorosa ese día, con los ojos aguados y desde luego vestida con su florido atuendo, el de las grandes ocasiones.

LA SOLUCIÓN FINAL

Un capítulo de 
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL 
Pedro Conde Sturla
Manifestación del 14 de junio de 1965

A partir de los trágicos reveses del mes de mayo, la debacle de mayo, con su trágico saldo de víctimas y fracasos, el imperio continuó jugando con los constitucionalistas al juego del gato y el ratón, que cada vez se hacía más pesado, un juego que incluía, como de costumbre, la cacería humana desde el edificio de Molinos Dominicanos por parte de francotiradores, ataques de morteros y cañones a cualquier hora del día y la noche, sin respetar las treguas acordadas a nivel diplomático. El más refinado sadismo, junto a la más burda diplomacia. 

LA DEBACLE

Un capítulo de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla

Rafael Fernández Domínguez y Juan Bosch 
El día jueves, 13 de mayo, regresó al país en circunstancias extraordinarias el coronel Rafael Fernández Domínguez, fundador del movimiento constitucionalista. Rafael Fernández Domínguez, a pesar de su discreción, había sido expatriado por haber llamado la atención de los servicios de seguridad del Triunvirato como conspirador en el cual recaían todas las sospechas, y el mando lo había dejado en manos del coronel Hernández Ramírez, que cumplió con el cometido hasta que se enfermó de hepatitis, salió del escenario de la guerra y fue sustituido por Caamaño, un Coronel Caamaño que nunca saldría de la guerra.

jueves, 2 de mayo de 2019

EL REPLIEGUE

Uu capítulo de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla

Comando  B-3

En el frenesí de ese período los sucesos precipitaban de tal manera que a veces era difícil distinguir unos de otros y había que readecuarse continuamente a las circunstancias.
Un día éramos perseguidos y otro día éramos perseguidores, un día nos dábamos por vencidos y otro día por vencedores, un día estábamos sitiando una fortaleza y al otro día estábamos sitiados por tropas del imperio y la ciu- dad era un pandemonio, el reino del desorden, el ruido, la confusión, las interminables balaceras, las bombas y cañonazos, el vinagroso olor a sangre, que es el olor de la muerte.

UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL

Un relato de 
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla



Uno de esos días de abril, el mismo fatídico y a la vez glorioso 30 de abril, los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado y al finalizar la jornada, al cabo de unas cruentas horas de lucha y luminoso triunfalismo, el panorama volvió de nuevo a ponerse color de hormiga.

sábado, 27 de abril de 2019

Curzio Malaparte: La piel

Curzio Malaparte: La piel

La descripción que hace Curzio Malaparte de la llegada de los ejércitos aliados a la ciudad de Nápoles durante la segunda guerra mundial es alucinante, surrealista, sombría, salpicada a veces, muchas veces, de un humor oscuro y retorcido y vitriólico. El típico humor de las obras de este extraño y polémico escritor que nació llamándose Kurt Erich Suckert. Hijo de madre italiana y un padre alemán al que parece que odiaba cordialmente.
Lo que describe Malaparte en el primer capítulo de su novela, el primer terrible capítulo de “La piel”, no es la alegría desbordada con la que un pueblo recibe a sus liberadores, sino la humillación vociferante con que se recibe a los vencedores.
Todo está a la venta. Las mujeres se venden, los hombres se venden, madres y padres venden a sus hijos. Dos dólares por la hija. Dos dólares por el hijo. El hambre convierte a los seres humanos en mercancía.
-Los soldados americanos -dice el protagonista- se creen que compran una mujer, pero lo que compran es su hambre. Se creen que compran amor, pero lo que compran es un pedazo de hambre. Si yo fuese un soldado americano, compraría un pedazo de hambre y me lo llevaría a América como regalo para mi mujer… Un pedazo de hambre es un buen regalo.
Como dice Rachel Kushner en una introducción que se ajusta como anillo al dedo a la novela de Malaparte, a éste “le interesaba la terrible materia de la que está hecha la vida real –la guerra, el sufrimiento, la crueldad, la degradación– y al mismo tiempo se sentía comprometido, de un modo histriónico, a llegar al quid de esa terrible materia de la ‘vida real’. Aunque tal vez lo que más le interesaba de todo era estar en el centro de las cosas, como está en ‘La piel’”.
Así, “en la presentación que Malaparte nos ofrece de la ocupación de Nápoles tanto la ciudad como su economía se reducen a la más básica de las mercancías, convertida en fetiche: el cuerpo que se vende. Las madres venden a sus hijos y los soldados los compran, y esas madres y esos hijos tienen tanta suerte de convertirse en los objetos de una transacción… Están salvando su propia piel”.
Quizás lo más impresionante de ésta y otras novelas de Curzio Malaparte es la frialdad, el distanciamiento o desprendimiento con el que narra los episodios más dantescos. En la célebre “Kaputt” hay una escena que pone los pelos de punta por esa forma de contar cosas terribles como si fueran anécdotas de salón.
Malaparte, en su calidad de corresponsal de guerra en el frente oriental, comparte en una cena con varios invitados entre los que se encuentra un jerarca nazi. Escuchan y hablan de música selecta, arte y literatura en el más refinado de los ambientes.
Luego salen a dar un paseo. Cuando un niño judío se atraviesa en el camino, el nazi le pega un tiro y al parecer no sucede nada. Simplemente había matado a un ratón, como le decían a los niños judíos que se arriesgaban a salir de sus escondites en busca de comida. Los ratones de “La piel” son napolitanos. Pasan cosas terribles y a la vez no pasa nada. La excesiva objetividad de la narración mitiga la tragedia, aparentemente no produce gran emoción en el narrador ni en los personajes, todos son un poco impermeables al dolor humano. Un brutal sarcasmo toma el lugar de lo que podría ser conmiseración o empatía.
La peste
Eran los días de la “peste, de Nápoles. Todas las tardes a las cinco, después de media hora de punching ball y una ducha caliente en el gimnasio de la PBS, la Peninsular Base Section, el coronel Jack Hamilton y yo bajábamos a pie hacia San Ferdinando, abriéndonos paso a codazos entre la multitud que, desde el alba hasta el toque de queda, se agolpaba tumultuosa en vía Toledo.
Limpios, aseados y bien alimentados, Jack y yo avanzábamos entre la terrible multitud napolitana, mísera, sucia, hambrienta y andrajosa, a la que pelotones de soldados de los ejércitos liberadores, compuestos por todas las razas de la tierra, atropellaban e injuriaban en todas las lenguas y todos los dialectos del mundo. Entre todos los pueblos de Europa, al pueblo napolitano le había tocado en suerte el honor de ser liberado el primero; y para celebrar tan merecido galardón, mis pobres napolitanos, después de tres años de hambre, epidemias y feroces bombardeos, habían aceptado de buena gana y por caridad hacia la patria la tan codiciada y envidiada gloria de representar el papel del pueblo vencido, de cantar, batir palmas, saltar de alegría entre las ruinas de sus casas, ondear banderas extranjeras, enemigas hasta el día anterior, y arrojar desde las ventanas flores a los vencedores.
No obstante, y a pesar de ese universal y sincero entusiasmo, no había en toda Nápoles un solo napolitano que se sintiese vencido. No sé decir cómo nació ese extraño sentimiento en el ánimo del pueblo. Estaba fuera de toda duda que Italia, y por lo tanto también Nápoles, había perdido la guerra. Por supuesto, es mucho más difícil perder una guerra que ganarla. Todo el mundo sirve para ganar una guerra, pero no todo el mundo es capaz de perderla. Sin embargo, no basta con perder la guerra para obtener el derecho a sentirse un pueblo vencido. Con su ancestral sabiduría, nutrida por la dolorosa experiencia de varios siglos, mis pobres napolitanos no se arrogaban el derecho de sentirse un pueblo vencido. Esto era, sin duda, una grave falta de tacto. Pero ¿acaso podían pretender los aliados liberar a los pueblos y obligarlos al mismo tiempo a sentirse vencidos? O libres o vencidos. Sería injusto culpar al pueblo napolitano de que no se sintiera ni libre ni vencido.
Cuando caminaba junto al coronel Hamilton, yo me sentía maravillosamente ridículo con mi uniforme inglés. Los uniformes del Cuerpo Italiano de Liberación eran viejos uniformes ingleses de color caqui cedidos por el mando británico al mariscal Badoglio y teñidos, quién sabe si para intentar ocultar las manchas de sangre y los orificios de los proyectiles, de verde oscuro, color lagarto. De hecho, eran los uniformes de los soldados británicos caídos en El Alamein y Tobruk. En mi guerrera eran visibles los orificios de tres proyectiles de ametralladora. Mi camiseta, mi camisa y mis calzoncillos estaban manchados de sangre. Hasta mis zapatos procedían del cadáver de un soldado inglés. La primera vez que me los puse, sentí una punzada en la planta del pie. Al principio pensé que alguno de los huesecillos del muerto se habría quedado en el interior del zapato. Era un clavo. Tal vez hubiera sido mejor que fuera un huesecillo del muerto: habría sido más fácil sacarlo. Tardé media hora en encontrar unas tenazas y arrancar el clavo. Huelga decirlo: para nosotros aquella estúpida guerra había terminado francamente bien. Desde luego, no podía terminar mejor. Nuestro amor propio de soldados quedaba a salvo; ahora combatíamos junto a los aliados, para ganar con ellos su guerra después de haber perdido la nuestra, y por lo tanto era natural que nos vistiéramos con los uniformes de los soldados aliados a quienes nosotros mismos habíamos dado muerte.



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Pedro Conde Sturla

La descripción que hace Curzio Malaparte de la llegada de los ejércitos aliados a la ciudad de Nápoles durante la segunda guerra mundial es alucinante, surrealista, sombría, salpicada a veces, muchas veces, de un humor oscuro y retorcido y vitriólico. El típico humor de las obras de este extraño y polémico escritor que nació llamándose Kurt Erich Suckert. Hijo de madre italiana y un padre alemán al que parece que odiaba cordialmente.
Lo que describe Malaparte en el primer capítulo de su novela, el primer terrible capítulo de “La piel”, no es la alegría desbordada con la que un pueblo recibe a sus liberadores, sino la humillación vociferante con que se recibe a los vencedores.
Todo está a la venta. Las mujeres se venden, los hombres se venden, madres y padres venden a sus hijos. Dos dólares por la hija. Dos dólares por el hijo. El hambre convierte a los seres humanos en mercancía.
-Los soldados americanos -dice el protagonista- se creen que compran una mujer, pero lo que compran es su hambre. Se creen que compran amor, pero lo que compran es un pedazo de hambre. Si yo fuese un soldado americano, compraría un pedazo de hambre y me lo llevaría a América como regalo para mi mujer… Un pedazo de hambre es un buen regalo.
Como dice Rachel Kushner en una introducción que se ajusta como anillo al dedo a la novela de Malaparte, a éste “le interesaba la terrible materia de la que está hecha la vida real –la guerra, el sufrimiento, la crueldad, la degradación– y al mismo tiempo se sentía comprometido, de un modo histriónico, a llegar al quid de esa terrible materia de la ‘vida real’. Aunque tal vez lo que más le interesaba de todo era estar en el centro de las cosas, como está en ‘La piel’”.
Así, “en la presentación que Malaparte nos ofrece de la ocupación de Nápoles tanto la ciudad como su economía se reducen a la más básica de las mercancías, convertida en fetiche: el cuerpo que se vende. Las madres venden a sus hijos y los soldados los compran, y esas madres y esos hijos tienen tanta suerte de convertirse en los objetos de una transacción… Están salvando su propia piel”.
Quizás lo más impresionante de esta y otras novelas de Curzio Malaparte es la frialdad, el distanciamiento o desprendimiento con el que narra los episodios más dantescos. En la célebre “Kaputt” hay una escena que pone los pelos de punta por esa forma de contar cosas terribles como si fueran anécdotas de salón.
Malaparte, en su calidad de corresponsal de guerra en el frente oriental, comparte en una cena con varios invitados entre los que se encuentra un jerarca nazi. Escuchan y hablan de música selecta, arte y literatura en el más refinado de los ambientes.
Luego salen a dar un paseo. Cuando un niño judío se atraviesa en el camino, el nazi le pega un tiro y al parecer no sucede nada. Simplemente había matado a un ratón, como le decían a los niños judíos que se arriesgaban a salir de sus escondites en busca de comida. Los ratones de “La piel” son napolitanos. Pasan cosas terribles y a la vez no pasa nada. La excesiva objetividad de la narración mitiga la tragedia, aparentemente no produce gran emoción en el narrador ni en los personajes, todos son un poco impermeables al dolor humano. Un brutal sarcasmo toma el lugar de lo que podría ser conmiseración o empatía.
La peste
Eran los días de la “peste, de Nápoles. Todas las tardes a las cinco, después de media hora de punching ball y una ducha caliente en el gimnasio de la PBS, la Peninsular Base Section, el coronel Jack Hamilton y yo bajábamos a pie hacia San Ferdinando, abriéndonos paso a codazos entre la multitud que, desde el alba hasta el toque de queda, se agolpaba tumultuosa en vía Toledo.
Limpios, aseados y bien alimentados, Jack y yo avanzábamos entre la terrible multitud napolitana, mísera, sucia, hambrienta y andrajosa, a la que pelotones de soldados de los ejércitos liberadores, compuestos por todas las razas de la tierra, atropellaban e injuriaban en todas las lenguas y todos los dialectos del mundo. Entre todos los pueblos de Europa, al pueblo napolitano le había tocado en suerte el honor de ser liberado el primero; y para celebrar tan merecido galardón, mis pobres napolitanos, después de tres años de hambre, epidemias y feroces bombardeos, habían aceptado de buena gana y por caridad hacia la patria la tan codiciada y envidiada gloria de representar el papel del pueblo vencido, de cantar, batir palmas, saltar de alegría entre las ruinas de sus casas, ondear banderas extranjeras, enemigas hasta el día anterior, y arrojar desde las ventanas flores a los vencedores.
No obstante, y a pesar de ese universal y sincero entusiasmo, no había en toda Nápoles un solo napolitano que se sintiese vencido. No sé decir cómo nació ese extraño sentimiento en el ánimo del pueblo. Estaba fuera de toda duda que Italia, y por lo tanto también Nápoles, había perdido la guerra. Por supuesto, es mucho más difícil perder una guerra que ganarla. Todo el mundo sirve para ganar una guerra, pero no todo el mundo es capaz de perderla. Sin embargo, no basta con perder la guerra para obtener el derecho a sentirse un pueblo vencido. Con su ancestral sabiduría, nutrida por la dolorosa experiencia de varios siglos, mis pobres napolitanos no se arrogaban el derecho de sentirse un pueblo vencido. Esto era, sin duda, una grave falta de tacto. Pero ¿acaso podían pretender los aliados liberar a los pueblos y obligarlos al mismo tiempo a sentirse vencidos? O libres o vencidos. Sería injusto culpar al pueblo napolitano de que no se sintiera ni libre ni vencido.
Cuando caminaba junto al coronel Hamilton, yo me sentía maravillosamente ridículo con mi uniforme inglés. Los uniformes del Cuerpo Italiano de Liberación eran viejos uniformes ingleses de color caqui cedidos por el mando británico al mariscal Badoglio y teñidos, quién sabe si para intentar ocultar las manchas de sangre y los orificios de los proyectiles, de verde oscuro, color lagarto. De hecho, eran los uniformes de los soldados británicos caídos en El Alamein y Tobruk. En mi guerrera eran visibles los orificios de tres proyectiles de ametralladora. Mi camiseta, mi camisa y mis calzoncillos estaban manchados de sangre. Hasta mis zapatos procedían del cadáver de un soldado inglés. La primera vez que me los puse, sentí una punzada en la planta del pie. Al principio pensé que alguno de los huesecillos del muerto se habría quedado en el interior del zapato. Era un clavo. Tal vez hubiera sido mejor que fuera un huesecillo del muerto: habría sido más fácil sacarlo. Tardé media hora en encontrar unas tenazas y arrancar el clavo. Huelga decirlo: para nosotros aquella estúpida guerra había terminado francamente bien. Desde luego, no podía terminar mejor. Nuestro amor propio de soldados quedaba a salvo; ahora combatíamos junto a los aliados, para ganar con ellos su guerra después de haber perdido la nuestra, y por lo tanto era natural que nos vistiéramos con los uniformes de los soldados aliados a quienes nosotros mismos habíamos dado muerte.


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