sábado, 20 de octubre de 2018

Siete al anochecer (7)

https://acento.com.do/2018/opinion/8616740-siete-al-anochecer-7/



Horacio Vásquez.
El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y un caballero, un general y un humanista.
Gracias a él pudo cumplir el presidente Vásquez su período en el poder, algo excepcional en la historia del país. Gracias a él se salvó luego la República de la dictadura que intentó implantar el mismo Vásquez con sus veleidades continuistas, gracias a él se preservó la continuidad democrática mediante elecciones libres, ejemplarmente libres. Eso no lo recuerdan ni lo quieren recordar los detractores del ilustre Jefe. Nadie sabe ahora o recuerda o parece haberse enterado de que la popularidad del Jefe era tan abrumadora que la oposición se retiró de la contienda y que el Jefe ganó las elecciones con una inmensa mayoría de votos.
La más bella revolución de America llamó el poeta Tomás Hernández Franco al movimiento cívico y militar que impidió al presidente Vásquez entronizarse en el poder e hizo posible la llegada providencial del querido Jefe a la primera magistratura del estado, un designio, sí, providencial…
Se iniciaba una época de estabilidad y desarrollo como nunca había conocido el país.
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La bestia había salido, como de costumbre, a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito, Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se sumaría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes…
Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía.
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La más bella revolución de América
(primera parte)
Horacio Vásquez había sido elegido presidente en 1924 (al cabo de un paréntesis de ocho años de ominosa ocupación militar yanqui), y cuando estaba a punto de agotar su período de cuatro años se inventó -o hizo que sus más fieles servidores se inventaran en base a un mamotreto jurídico- una prórroga que le permitió extender dos años su mandato. Cuando la extensión se estaba acabando se inventó o hizo que sus más fieles servidores y aduladores se inventaran o más bien desempolvaran el expediente de la reelección o el reeleccionismo. Nada nuevo bajo el sol.
Los afanes continuistas y reeleccionistas de Horacio Vásquez, aparte de su miopía o ceguera en relación a las turbias maquinaciones de Trujillo, le abrieron a éste último las puertas del poder político, el poder absoluto, o por lo menos le dieron el pretexto para tomarlo por asalto.
Mientras los más fieles servidores y aduladores del presidente vociferaban y escribían “Horacio o que entre el mar”, algunos colaboradores y funcionarios del gobierno, incluyendo al vicepresidente Federico Velázquez, renunciaron y pasaron abiertamente a la oposición o se negaron simplemente a secundar las ambiciones del anciano y gastado y quizás decrépito caudillo.
Rafael Estrella Ureña, que había formado parte del gobierno como Secretario de Estado, se puso al frente de un movimiento cívico militar que surgió en Santiago y que era al mismo tiempo el instrumento de una conspiración de la que formaba parte -o más bien dirigía- el brigadier Trujillo.
En la atmósfera de incertidumbre que se creó en esos días aciagos, no resultaba fácil distinguir quién trabajaba a favor o en contra de quién. Trujillo -pensaba Estrella Ureña-, sería su catapulta al poder y lo mismo pensaba Trujillo de Estrella Ureña.
Una cosa piensa el burro -dice el refrán- y otra quien lo va montando. Pero Trujillo no era el burro.
Muchos se dieron cuenta, lo vieron venir, lo intuyeron, presintieron lo que iba a suceder, pero otros, precisamente las partes más interesadas, permanecieron ciegas hasta que fue demasiado tarde.
Cuando Vásquez, casi al final de la extensión de su mandato, se vio obligado a ausentarse del país por razones de salud, el vicepresidente Alfonseca, José Dolores Alfonseca (el sucesor de Federico Velázquez), lo sustituyó interinamente en el cargo y al cabo de pocas horas recibió la visita de quien era en ese momento uno de los más prestigiosos e influyentes dirigentes políticos del Cibao, un partidario suyo y un amigo de confianza: Virgilio Martínez Reyna.
A Martínez Reyna no le fue difícil convencer a Alfonseca de aprovechar la ausencia de Horacio Vásquez para librarse o tratar de librarse de Trujillo, pero la loable tentativa provocó un duro enfrentamiento en el que poco faltó para que la sangre llegara al río. La legación norteamericana intervino como mediadora y Trujillo se salió con la suya, como tenía que salir con semejante mediación.
Trujillo permaneció en su redil, en la fortaleza Ozama, y Martinez Reyna volvió al Cibao (afectado ya de una seria enfermedad pulmonar), sin saber que había firmado (o anticipado) su sentencia de muerte. Trujillo no le perdonó ni le perdonaría la iniciativa, el haber tratado de hacerlo saltar de su cargo, y se la hizo pagar cara. A él y a su esposa embarazada: Altagracia Almánzar.
Durante su convalecencia en el hospital Horacio Vásquez recibía reiterados informes sobre la deslealtad de Trujillo, su protegido y niño lindo, pero nunca les concedió mayor crédito ni mayor importancia.
Cuando regresó al país al cabo de casi dos meses de ausencia y con un riñón de menos, recibió la visita de Cucho Álvarez Pina, un pariente de Trujillo que con el andar del tiempo sería uno de sus grandes colaboradores. Pero en ese momento Álvarez Pina no era trujillista y había ido a informarle a Vásquez que Trujillo lo había traicionado y estaba complotando contra él. Horacio Vásquez no quiso darse por enterado, le concedió a la noticia apenas el crédito de la duda y fue a la fortaleza a entrevistarse con Trujillo, a escuchar de su boca si era verdad o mentira que lo estaba traicionando. Trujillo sólo permitió la entrada a Horacio y dos acompañantes. Aun así, Horacio salió del recinto convencido de la lealtad de su protegido y de que las informaciones recibidas no eran más que chismes de patio, intriga de políticos y politicastros.
Muy confiado y seguro al parecer se sentía de las manifestaciones de lealtad recibidas por parte del hombre a quien había ascendido a general de brigada y jefe del ejército. Trujillo se había cuadrado en su presencia, lo había reconocido como su presidente, había quedado formalmente a la espera de sus órdenes y Horacio ordenó.
Fue tan incauto, ingenuo, desmaliciado o bruto que le ordenó a Trujillo -precisamente al brigadier Trujillo- que enviara tropas a detener la caravana de insurrectos del movimiento cívico militar que encabezaba su cómplice Estrella Ureña. La caravana de insurrectos que avanzaba amenazadora desde hacía varios días sobre la capital.
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Bibliografía
Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator.

viernes, 19 de octubre de 2018

SIETE AL ANOCHECER (7)

Pedro Conde Sturla
18 de octubre 2118

El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y un caballero, un general y un humanista. 

jueves, 18 de octubre de 2018

La utopía de Moro (1-4)

Pedro Conde Sturla
8 de junio/6 de julio 2015

El compañero Moro se inventó una isla que llamó Utopía (lugar que no existe o lugar bueno), una isla de lo más moderna, modernísima, en forma de “luna creciente”, creada en parte por órdenes superiores del rey Utopo que “hizo cortar un istmo de quince millas” que la unía al continente y “logró que el mar la rodease totalmente”. En su parte más ancha se extiende por “doscientas millas”, tiene un puerto maravilloso “a manera de un lago apacible” que ofrece a las embarcaciones “un refugio muy bien acomodado” y protegido en grado extremo por “bancos de arena” y “escollos disimulados” que “ponen espanto al que pretendiera entrar como enemigo”. Además, “Casi en el centro de este espacio existe una gran roca, en cuya parte superior han construido un fortín, y en el que existe un presidio.” La capital está en medio de la isla, equidistante de las “cincuenta y cuatro grandes y magníficas ciudades. Todas ellas tienen la misma lengua, idénticas costumbres, instituciones y leyes. Todas están construidas sobre un mismo plano, y todas tienen un mismo aspecto, salvo las particularidades del terreno. La distancia que separa a las ciudades vecinas es de veinticuatro millas. Ninguna, sin embargo, está tan lejana que no se pueda llegar a ella desde otra ciudad en un día de camino”.
El compañero Moro, Sir Tomás Moro (1478-1535), inventó una isla que llamó Utopía en la que reina un régimen socialista o más bien maoísta, a juzgar por la vestimenta, pero con elecciones libres. Se adelantó de esta manera varios siglos al compañero Marx. (La invención de Moro y “La invención de Morel” son geniales).
Isla Utopía

sábado, 13 de octubre de 2018

Siete al anochecer (6)

13 octubre, 2018

Donato y Cipriano Bencosme. 
18 de febrero 1957
Donato Bencosme había heredado de su padre la figura de recio galán, el carácter rebelde, insumiso, la pasión por las mujeres y unos ojos azules que lo hacían, según se decía, irresistible.
Fortuna, buenos modales, galanura y otras muchas cualidades garantizaban su éxito con las mujeres, aparte del envidiable arte o artificio para convivir con varias en extraña armonía. De hecho, llegó a tener relaciones con seis al mismo tiempo y tuvo en total treinta y dos hijos, cinco más que los que se le conocían a su progenitor.
Por lo demás, había reconstruido y tal vez acrecentado el patrimonio familiar y vivía como un potentado, como lo que era, un hombre rico, laborioso, culto y refinado que había estudiado en Europa y conocía varios idiomas, un hombre de mundo que se daba todos los lujos y se complacía en hacer ostentación de ellos.
En especial tenía debilidad por los automóviles y era el feliz propietario de una flamante colección, una flotilla, ocho en total, y cada uno con su garage designado, aparte de habitación privada con baño para cada chofer.
Donato Bencosme no medraba, pues, a la sombra del padre, se había construido su propia leyenda, pero la sombra del padre gravitaba ominosamente sobre su cabeza, era un hombre marcado por el odio de la bestia para morir de mala muerte.
A ello contribuía una actitud desafiante o quizás fatalista, la de quién sabía que no iba a poder evadir para siempre las trampas del destino y respondía a las amenazas patentes y latentes con extrema dignidad.
El esplendor y boato en que vivía constituía sin duda una afrenta para sus enemigos políticos y un motivo de rencilla para todos los envidiosos. Pero no hubo contra él durante mucho tiempo una hostilidad manifiesta.
Donato había servido a la bestia en el cargo de gobernador en un par de ocasiones, había sido presidente del Partido Dominicano, el partido único, el de la bestia, y en alguna de sus propiedades había un letrero que ensalzaba la obra de gobierno, la de la misma bestia. También se cuenta el cuento de que en una ocasión denunció un complot para eliminarla.
Nada, pues, enturbiaba la fidelidad o aparente fidelidad de Bencosme a Trujillo. El mismo Bencosme quizás pensaba que se había producido una reconciliación desde el momento en que la bestia le había permitido rehacer la fortuna familiar y hacerse cargo de sus hermanos y hermanas. Pensaba quizás ingenuamente que le habían otorgado el perdón por la rebeldía del padre y del hermano. Pensó que podía disimular, seguir disimulando, hacerse el muertito, guardar las apariencias, pensaría quizás que su propia fortuna demostraba que gozaba del favor de la bestia o que un hombre de su posición social era intocable.
De hecho, logró mantener su estatus durante más de dos décadas, hasta los años finales de la tiranía, hasta que la paranoia de la bestia se desató de forma incontrolable.
Las relaciones de la bestia con sus enemigos tenían muchas veces un carácter cíclico en el que se alternaban los castigos y los premios. De la cárcel se podía pasar a un cargo público y del cargo al cementerio. Algo rutinario.
Donato no había sufrido ningún castigo y la bestia lo había premiado o premiaría con honrosos nombramientos que no podían ser rechazados, pero la suerte se le estaba agotando.
En el momento quizás menos pensado, Donato Bencosme fue objeto de un Foro público en el que se lo acusaba de que tenía en su poder las armas que nunca llegaron a manos de su padre y que se aprestaba para tumbar al gobierno en cualquier momento.
El Foro público, la gloriosa creación de Panchito Pratz Ramirez, era una columna diaria de difamación e injuria que se publicaba en El Caribe y generalmente anunciaba quién estaba o iba a caer en desgracia con el régimen.
Donato Bencosme protestó públicamente contra la acusación y en medio del revuelo que se armó o quizás al final del mismo fue inconsultamente nombrado gobernador de la Provincia Espaillat.
El juego del gato y el ratón había empezado.
Siendo gobernador empezó a tener una racha de tropiezos, una serie de desencuentros con prominentes figuras del régimen, empezando por el llamado Pipí Trujillo, a quien acusó de malandrín y cuatrero, lo que en efecto era, y se lo ganó de enemigo. Más adelante se enemistó con el general Pupo Román, que era jefe del ejército, a causa de un accidente de tránsito, y luego se granjeó el odio del tenebroso Coronel Ludovino Fernández, a quien echó de su casa por haberse presentado en compañía de una querida. Para peor, se dice que en alguna ocasión encolerizó a la misma bestia por un asunto en relación con una candidata a reina de belleza.
Aparte de esas minucias, su familia estaba fichada, etiquetada como enemiga del gobierno. Se decía que Donato financiaba los proyectos subversivos de Toribio y Ramón Camilo Bencosme en el exterior, que juraba entre sus íntimos que algún día tomaría venganza por la muerte de su padre y de su hermano.
De la noche a la mañana precipitaron los acontecimientos y empezaron a acosarlo, a perseguirlo, lo botaron del cargo, lo volvieron a poner, lo acusaron de atentar contra el orden y la paz, lo condenaron a prisión, lo multaron, le concedieron una precaria libertad. Pero ya era hombre muerto. Definitivamente muerto.
Andaba siempre con Rafael Camacho, su chofer, su guardaespaldas, su más leal y fiero servidor. Y un día, por fin, un fatídico día los detuvieron en Piedra Blanca, los trasladaron al palacio de la policía de Santiago. Allí los esperaban Pipí Trujillo, Ludovino y otros matarifes, los ofendieron seguramente de palabra y maltrataron, le clavaron un punzón a Rafael Camacho en el pescuezo, le cayeron a palos a Donato Bencosme, lo masacraron, lo machacaron a palos sin el menor asomo de piedad. Después los metieron en sacos, los metieron en el baúl del Opel en que andaban cuando los capturaron en Piedra Blanca, los arrojaron a un Barranco, un precipicio en la llamada Cumbre de Puerto Plata, los apalearon y despeñaron como harían años más tarde con las tres hermanas Mirabal y su chofer Rufino de La Cruz.
Era el 18 de febrero de 1957 y Donato Bencosme tenía cuarenta y nueve años de edad.
“Fue una muerte muy anunciada -dice su hijo Cipriano-. Los que nos acompañaron fueron los pobres y mendigos. Nosotros fuimos repudiados por Moca entera”.
Las noticias del trágico accidente, “debido a la rotura de la varilla del guía”, repercutieron en los escasos medios de prensa y provocó una soterrada conmoción.
Todos sabían quién era el autor “intelectual” del accidente. Sólo el poeta Joaquín Balaguer no pareció enterarse nunca: “¿Quién le dio muerte a Donato?/ ¿Es verdad que conspiraba?/ ¿O algún amante celoso le tendió vil emboscada?”.
1959
A la familia Bencosme le faltaba pagar todavía un nuevo y pesado tributo de sangre y lo pagó dos años después con las vidas de Ramón Camilo Bencosme y el doctor Toribio Bencosme en el amargo episodio de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.
Alguien dice que murieron en combate y otros dicen que fueron como la mayoría capturados, puntualmente torturados, sometidos a una secuela de horrores inenarrables.
Bibliografía:
Angela Peña, Donato Bencosme, La muerte anunciada de un coloso que recuperó la herencia que parecía perdida, http://hoy.com.do/donato-bencosme-la-muerte-anunciada-de-un-coloso-que-recupero-la-herencia-que-parecia-perdida-2/
José Abigail Cruz Infante, 50 años de la muerte de Donato Bencosme, https://listindiario.com/puntos-de-vista/2007/2/17/3557/50-anos-de-la-muerte-de-Donato-Bencosme
TANIA MOLINA, Vivió como un sultán y murió con honor, https://www.diariolibre.com/noticias/vivi-como-un-sultn-y-muri-con-honor-DLdl126746


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sábado, 6 de octubre de 2018

Siete al anochecer (5)

https://acento.com.do/2018/opinion/8612286-siete-al-anochecer-5/
6 octubre, 2018


Porfirio Rubirosa llega a la oficina del Fiscal del Distrito de Nueva York. Fuente externa

19 de noviembre1930
(segunda parte)
Bencosme le tenía ojeriza a Trujillo por la deslealtad que había mostrado a Horacio Vásquez, quien había sido su benefactor, por no haberlo apoyado en su proyecto de perpetuarse en la presidencia y por traidor, por haberlo, en una palabra, reemplazado y porque ahora comenzaba a perfilarse como el monarca sin corona que sería durante más de treinta años y por los métodos brutales que estrenaba en el ejercicio del poder, incluso antes de la toma de posesión y durante la campaña electoral.
La época de las revoluciones, o mejor dicho, de los levantamientos de la montonera, ya había perdido su base de sustentación desde que los invasores comenzaron a desarmar a la población civil y a crear un ejército que suplantaría al de los tiempos de Mon Cáceres. El que se forjó en parte -como dice Rufino Martínez- bajo el mando de Alfredo Victoria “a base de rigurosa disciplina, el cuerpo militar más acabado que tuvo la República, el último ejército netamente dominicano”.
Ahora había un ejército más moderno con hombres mal pagados, como de costumbre, bien armados y entrenados, uniformados y fanatizados, pero al servicio de intereses foráneos (“…se desvanecía con ello -dice Rufino Martínez- el espíritu del honor militar…”).
La mayoría de los revolucionarios de profesión estaban sin empleo o estaban muertos o jubilados, y con los pocos que quedaban no era posible organizar un movimiento armado que pudiera dar directamente el frente a la guardia nueva que ahora custodiaba los intereses de la nación norteamericana.
Quizás por eso Bencosme cogió el monte, el monte que de seguro conocía al dedillo, se alzó el 26 de junio en las lomas de El Mogote, cerca de Moca, casi dos meses antes de que la bestia tomara posesión, se levantó en armas por última vez en su propio territorio con un puñado de seguidores (entre los cuales había no pocos peones de su finca), tratando de crear un foco guerrillero que no llegó a prender.
En compañía de Bencosme se alzaron hombres de gran carisma y relieve militar como el temerario Domingo Peguero, un coronel tan horacista y decidido como él, alguien que se había ganado el rango y un enorme prestigio a sangre y fuego en la sangrienta revolución de los quiquises, pero el movimiento no pudo aglutinar a las menguadas huestes horacistas y fue perdiendo fuerza, la poca que tenía, ante el acoso de las tropas del gobierno.
En torno al levantamiento de Bencosme se han hecho numerosas conjeturas y edificado montones de fábulas. Que Trujillo conocía las intenciones de Bencosme y fue dos veces a visitarlo para hacerlo cambiar de opinión, que envío a Estrella Ureña varias veces con el mismo fallido propósito, que Bencosme contaba en principio con un total de quinientos hombres, que organizó la sublevación confiando en la promesa de un envío de armas que nunca se materializó, que Trujillo se vio precisado a pedir unos aviones prestados al dictador Machado de Cuba para sofocar a los insurrectos.
Lo poco que se saca en claro es que el movimiento guerrillero no prosperó en ningún sentido y que al final Bencosme se vió acorralado, aislado, casi solo y luego se vio obligado a buscar refugio en una finca de Jamao, Puerto Plata, la finca de un tal Luis D’Orville, que supuestamente lo delató.También es posible que haya sido delatado por sus compañeros de armas, los pocos que le quedaban, los que habían caído presos y hablado bajo tortura.
Se sabe que lo perseguían con la rabia de perros rabiosos. Se sabe que el 19 de noviembre de 1930 reposaba en una hamaca, se dice que sacó la cabeza al escuchar un ruido, que le dieron un balazo en la cabeza o en un ojo, que lo enterraron y desenterraron, que lo llevaron de Puerto Plata a Moca en parihuela para avergonzar su cadáver, que lo expusieron al público como un trofeo de caza. Todo un poco quizás a la manera de lo que hicieron con los restos de aquel héroe troyano, aquel famoso Héctor de La ilíada, el domador de caballos.
“…como si hubiera sido un malhechor, -dice Rufino Martínez-, su cadáver, casi profanado, tuvo una mala sepultura. Todo Moca, donde era apreciado por la mayoría de los moradores y estaba emparentado con buen número de ellos, rumió su dolor, inmersa en el silencio más angustioso”.
La propiedades de Bencosme fueron saqueadas, devastadas, la familia cayó en la ruina, descendió bruscamente del bienestar a la pobreza, fue reducida a la miserable condición de paria.
Así le escribía, de rodillas, el día 14 de octubre de 1930, la suplicante Ana Bencosme a la bestia:
“Nos está vedado todo. Los intereses de mi padre están en poder del comandante de Moca, el teniente Pérez. El café lo cogen y lo venden verde en la casa “Rojas”, de Las Lagunas de Moca; no podemos contar con nada; animales…gallinas, caballos, mulos… víveres… Por eso vengo a arrodillarme ante Usted…”.
• • •
28 de abril 1935
Las tribulaciones de la familia Bencosme no terminarían con la muerte de Cipriano y la devastación de sus propiedades, sólo estaban empezando. El segundo en la lista de difuntos sería Sergio y luego Donato, el menor y más conocido de sus hijos, a los que se sumarían Alejandro y Boíl. Cuatro de los ventisiete que tuvo.
Sergio Bencosme, aquel que Horacio Vásquez nombró Secretario de Defensa en su vano intento de parar el golpe de Trujillo, se había asilado en Estados Unidos, junto a otros cientos de dominicanos, y se supone que lo mataron por error.
El asesino, un conocido sicario llamado Luis de La Fuente Rubirosa, alias Chichí, intentaba matar, silenciar para siempre a Ángel Morales, un archienemigo del régimen, y al parecer se confundió, confundió al joven Sergio con Ángel Morales, y lo ultimó a balazos, según dicen, en su propio apartamento de Nueva York. Probablemente no hubo tal confusión y Ángel Morales se salvó simplemente porque no estaba en el apartamento que compartía con su amigo cuando el verdugo llegó a cumplir lo que parecía ser una doble encomienda.
En las oscuras circunstancias del hecho, el asesino logró escapar a Santo Domingo, donde la bestia lo recibiría, si acaso lo recibió, con todos los honores que el miserable merecía.
El tal Chichí era sobrino de un oscuro personaje que había tenido a su cargo la coordinación de las labores de inteligencia para ubicar a Ángel Morales, y que ya se había manchado y se mancharía las manos y el alma de sangre al servicio de la bestia. Era Porfirio Rubirosa, una especie de crápula que más tarde brillaría con luz propia en el firmamento de las grandes estrellas del jet set, un play boy, un vividor, un parásito glorificado.
Otro personaje que intervino en la planificación del crimen fue el abominable Félix W. Bernardino, el cónsul dominicano en Nueva York, uno de los planificadores del rapto y desaparición de Mauricio Báez en Cuba, un señor de horca y cuchilla en sus tierras de este, un sicópata bilioso, siempre sediento de sangre, que moriría de viejo pacíficamente en su cama.
Mientras tanto, al joven Sergio Bencosme le cupo el triste honor de ser el primer enemigo de Trujillo asesinado en el extranjero. El primero de una larga serie que sería alcanzado en el exterior por el brazo largo de la bestia.
Bibliografía
Cipriano Becosme Comprés, https://www.ecured.cu/Cipriano_Bencosme_Compr%C3%A9s
Cipriano Bencosme, http://mocanos.typepad.com/my_weblog/2008/11/cipriano-bencosme.html
El general Cipriano Bencosme entra en la corriente…, https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/el-general-cipriano-bencosme-entra-en-la-corriente-JODL350229
Federico D. Marco Didiez, “Los primeros crímenes de Trujillo”,
http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html
Jorge Zorrilla Ozuna, “Cipriano Bencosme”, http://hoy.com.do/cipriano-bencosme-2/
Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930”.

miércoles, 3 de octubre de 2018

LOS NACIMIENTOS DE AMÉRICA


 Pedro Conde Sturla
6 de noviembre de 2009




Los tres volúmenes de “Memoria del fuego”, de Eduardo Galeano, son como un modelo para armar, unos libros para leer y releer, para abrir y cerrar en cualquier página, una colección de fragmentos, nostalgias y recuerdos, libros “de voces”, “vasto mosaico”.

No son libros de cuentos ni de cuentas, pero cuentan una historia, centenares de historias del continente americano que quieren unirse en una sola historia de glorias y vergüenzas, agravios y dolores, lealtades y traiciones y heroísmos sin nombre.

No son libros de historia. El autor se basa en datos históricos pero quita y pone datos a su antojo y se imagina las cosas poéticamente. Es más bien una obra de género indefinido, la obra de un escritor que quiere “contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable”.

En el primer volumen de la trilogía, “Memoria del fuego I. Los nacimientos”, Eduardo Galeano recoge primero unos débiles ecos de las “Primeras voces” del continente, la explicación mitológica común a tantas culturas sobre la creación, el origen de mundo, Dios, el viento, la lluvia, el fuego y el tiempo:



“El tiempo de los mayas nació y no tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.

Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.

El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.

El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.

Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.

El quinto día decidió que todos trabajaran.

…………….

El décimo tercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.

Así se recuerda en Yucatán.”

       La segunda parte del libro, “Viejo Nuevo Mundo”, empieza con una descripción alucinante del temido viaje por el mar tenebroso en 1492:

Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adónde los arrojará el viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar? (…) ¿A que fauces arrojaran los vientos alisios a estos hombrecitos? Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: ‘Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo’”

El episodio de Colón en Guanahaní arranca risas y lágrimas. El descubridor de tierras cubiertas por millones de seres humanos bendice su suerte:

Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose, porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes.

Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Toledo, hombre de letra lenta, levanta el acta.

Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos, y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.”

A Colón también le pertenece todo, dispone de todo a su antojo, vidas y haciendas. Las indígenas se comparten y reparten, se regalan graciosamente como objetos de placer, aunque algunas salen agrias:

Desde el castillo de popa de una de las carabelas, Colón contempla las blancas playas donde ha plantado, una vez más, la cruz y la horca. Este es su segundo viaje. Cuanto durará, no sabe; pero su corazón le dice que todo saldrá bien, ¿y como no va a creerle el Almirante? ¿Acaso él no tiene por costumbre medir la velocidad de los navíos con la mano contra el pecho, contando los latidos?

Bajo la cubierta de otra carabela, en el camarote del capitán, una muchacha muestra los dientes. Miquele de Cuneo le busca los pechos, y ella lo araña y lo patea y aúlla. Miquele la recibió hace un rato. Es un regalo de Colón.

La azota con una soga. La golpea duro en la cabeza y en el vientre y en 1as piernas. Los alaridos se hacen quejidos; los quejidos, gemidos. Por fin, solo se escucha el ir y venir de las gaviotas y el crujir de la madera que se mece. De vez en cuando una llovizna de olas entra por el ojo de buey.

Miquele se echa sobre el cuerpo ensangrentado y se remueve, jadea, forcejea. E1 aire huele a brea, a salitre, a sudor. Y entonces 1a muchacha, que parecía desmayada o muerta, clava súbitamente 1as uñas en la espalda de Miquele, se anuda a sus piernas y lo hace rodar en un abrazo feroz.

”Mucho después, cuando Miquele despierta, no sabe dónde está ni qué ha ocurrido. Se desprende de ella, lívido, y la aparta de un empujón.





Tambaleándose, sube a cubierta. Aspira hondo la brisa del mar, con la boca abierta. Y dice en voz alta como comprobando:

-Estas indias son todas putas.”

Cientos de historias como estas forman parte de esa cumbre borrascosa que es “Memoria del fuego”, una obra alucinante de la que ofrezco a renglón seguido otros botones de muestra, pero este viaje a las entrañas del continente americano continuará.



LEONCICO



Pujan los músculos por romper la piel. Jamás se apagan los ojos amarillos. Jadean. Muerden el aire a dentelladas. No hay cadena que los aguante cuando reciben la orden de ataque. ,

Esta noche, por orden del capitán Balboa, los perros clavarán sus dientes en la carne desnuda de cincuenta indios de Panamá. Destriparán y devoraran a cincuenta culpables del nefando pecado de la sodomía, que para ser mujeres solo les faltan tetas y parir. El espectáculo tendrá lugar en este claro del monte, entre los árboles que el vendaval de hace unos días arrancó de cuajo. Los soldados disputan los mejores lugares a la luz de las antorchas. .

Vasco Núñez de Balboa preside la ceremonia. Su perro, Leoncico, encabeza a los vengadores de Dios. Leoncico, hijo de Becerrillo, tiene el cuerpo cruzado de cicatrices. Es maestro en capturas y descuartizamientos. Cobra sueldo de alférez y recibe su parte de cada botín de oro y esclavos.

Faltan dos días para que Balboa descubra el Océano Pacífico.



A PLENA LUZ



Echando humo bajo su traje de hierro, atormentado por las picaduras y las llagas, Alvar Núñez Cabeza de Vaca se baja del caballo y ve a Dios por primera vez.

Las mariposas gigantes aletean alrededor. Cabeza de Vaca se arrodilla ante las cataratas del Iguazú. Los torrentes, estrepitosos, espumosos, se vuelcan desde el cielo para lavar la sangre de todos los caídos y redimir a todos los desiertos, raudales que desatan vapores y arcoiris y arrancan selvas del fondo de la tierra seca: aguas que braman, eyaculación de Dios fecundando 1a tierra, eterno primer día de 1a Creación.

Para descubrir esta lluvia de Dios ha caminado Cabeza de Vaca la mitad del mundo y ha navegado la otra mitad. Para conocerla ha conocido naufragios y penares; para verla ha nacido con ojos en la cara. Lo que le quede de vida será de regalo.


EL SACRILEGIO


Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne humana.

Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pané les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternoster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.

Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.

El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.



CAMINOS DE SANTO DOMINGO


La rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y palos y lanzas de cana que se quebraron, furiosas, inútiles, contra las armaduras.

De las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies. Por los pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.



pcs,viernes, 06 de noviembre de 2009

domingo, 30 de septiembre de 2018

LA ÚLTIMA NOCHE QUE PASÉ CONTIGO

Pedro Conde Sturla
10 de diciembre de 2009










A Jeannette Miller no le gustan los boleros. Lo dice en el título de su libro: “A mi no me gustan los boleros” (igual, quizás, que a su promotora Ruth Herrera). El bolero le parece despreciablemente machista, machista leninista, a pesar de que en muchos boleros, más bien la mayoría, siempre hay un hombre muriéndose de amor por una mujer y a veces por “aquellos ojos verdes” de otro hombre, que es la cosa menos machista de este mundo. 

El bolero, al parecer, nunca se ha convertido en parte de su alma y lo lamento. No cree en lo que dijo más o menos Cabrera Infante: que en el bolero, en la música romántica se encuentra parte de la mejor poesía latinoamericana. Seguramente no cree que “somos en nuestra quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el otoño.” Nunca, quizás, ha sentido la caricia de la “Niebla del riachuelo”, la magia que a muchos nos invade y sobrecoge cuando escuchamos en ritmo de bolero una de las siete versiones del famoso tango:

Turbios fondeaderos donde van a recalar / barcos que en los muelles para siempre han de quedar. / Sombras que se alargan en las noches del dolor, / náufragos del mundo que han perdido la ilusión. / Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que jamás han de zarpar; / turbio cementerio de las naves que, al morir, / sueñan, sin embargo, que hacia el mar han de partir.”

Hay que suponer que Jeannette Miller no aprecia esa especie de Biblia titulada “El Bolero. Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, la misma que escribieron los evangelistas Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Delgado Malagón y José del Castillo. Jeannette Miller no se siente atraída por esa pasión, jamás se ha dejado seducir por la religión del bolero. Es irreverente y atea, bolerísticamente hablando.

En cambio la brillante narradora cubana Mayra Montero, tan femenina y feminista como Jeannette Miller y Ruth Herrera, adora devoradoramente los boleros (“los boleros de antes, que no en balde han sido los boleros de siempre”). Sus personajes los bailan y los describen, los cantan y los mastican y los disfrutan sexualmente en un libro erótico maravilloso que quizás habría querido escribir Ligia Minaya: “La última noche que pasé contigo”.

Sin remilgos puritanos, uno de sus personajes define la utilidad del género:

Boleros, sí señor, para brillar hebilla, para poder demostrarte que más no puedo amar. Boleros para cortarnos las venas y para hacernos polvo, y para todas esas cosas salvajes y calientes para las que servían los boleros.”

Con títulos de boleros y a ritmo de bolero, Mayra Montero cuenta una historia, muchas historias que ocurren durante un crucero por el Caribe. En el monólogo de Celia -otro de los personajes-, ésta define su filosofía de la vida que es la filosofía del bolero. Una filosofía que casi adquiere cuerpo doctrinal.

Mayra Montero escribe que da envidia, con un dominio admirable de la palabra, el ritmo y las agudezas verbales. Definitivamente hay mucho que aprender de ella sobre el arte del bolero y el arte de la escritura. Y además, quizás por coincidencia, el título casi perverso del capítulo en que Celia da rienda suelta a su monólogo, viene como anillo al dedo:


AMOR, QUÉ MALO ERES


       Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo.

Julieta, que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando, porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde La noche anterior -les permití bailar un par de piezas-, la había notado muy apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto, al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier Locura, que antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y arrastrar a Fernando al camarote. El me siguió a regañadientes, la música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia, como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a qué.

En el fondo, a mi también me habría gustado quedarme. A estas alturas de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos, debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza par aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la gente viene a1 mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles, en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una música, como es mi caso, que aparece, y desaparece en los momentos culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por fuera, trata de averiguar como le están viendo a uno los demás. Yo era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba, corría a mi cuarto para poner e1 disco de Gatica (Lucho siempre fue mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama. Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara, no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la traquea. De ahí en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le retrasara la muerte ... Yo ponía una mano encima de la otra y con las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena, cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me pellizcaba los labios –los de abajo-, me arañaba los muslos, gemía su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivó jamás.



pcs, jueves, 10 de diciembre de 2009







 
 
 




sábado, 29 de septiembre de 2018

Siete al anochecer (4)






Cipriano Bencosme. 


19 de noviembre1930
(primera parte)

El general Cipriano Bencosme sobresale hasta cierto punto en la historia dominicana como un defensor de causas perdidas.

jueves, 27 de septiembre de 2018

El silencio

PEDRO CONDE STURLA 

Nadie como él perseveró en la gracia de la palabra humilde, nadie como él se aproximó a la religión, a la santidad de la poesía. Por eso fue Domingo, el Domingo dos veces de la isla. No lunes, no martes, ni siquiera jueves, Domingo Moreno Jimenes. El escribió La fiesta del árbol en momentos en que las tropas yanquis, presentes ayer como ahora, perpetraron la mutilación de la Ceiba de Colón.
 “El silencio es más grande que todas las diatribas humanas/ permite no obstante que mi voz lo interrumpa…” Ahora se consuma otra vez el crimen verde. Dos filas de caucho memorables corrían parejas por el patio de la casa de Rodrigo de Bastidas en la Ciudad Colonial y aquello era una fiesta para los ojos y el espíritu. Ordenes superiores decretaron su muerte y extirpadas fueron de raíz. En el gobierno de un presidente agrario o por lo menos agropecuario, con un poeta al frente de la Secretaría de Cultura y un historiador de fuste al frente de Recursos Naturales se lleva a cabo el desastre. ¿Quién responde? De seguro no hay ningún responsable, solamente irresponsables. Responden las palabras de Marguerite Yourcenar que me envía mi amigo, el ingeniero Bonilla, dolorido por el suceso:
“Algunos pájaros son llamas…
¿Hay algo más bello que esa estatua de suplicante que hizo Rodin y que representa a un hombre rezando que tiende los brazos y se estira a la manera de un árbol? Con toda seguridad, el árbol reza a la luz divina.
Las raíces hincadas en el suelo, las ramas que protegen los juegos de la ardilla, el nido y los cantos de los pájaros, la sombra otorgada a las bestias y a los hombres, la copa en pleno cielo. ¿Conoces una manera de existir más sabia y más benéfica?
Y de ahí el sobresalto de rebeldía en presencia del leñador y el espanto, mil veces mayor, ante la sierra mecánica.Derribar y matar lo que no puede huir”.
¡Qué hermosa y triste la metáfora de un árbol que no puede huir!
¡Qué triste la sierra en manos del poeta y el historiador.