DEMOCRACIA: DOS LOBOS Y UNA OVEJA DISCUTEN QUÉ VAN A CENAR
La democracia representativa, tal como la
conocemos en muchos países, es un estado de ficción en el cual todo lo que
debería estar derecho está torcido, todo lo que debería funcionar en un sentido,
funciona al revés, todo lo que debería estar sano está podrido. Esa cosa que
llamamos democracia representativa responde más bien a la naturaleza de lo que
deberíamos llamar cleptocracia representativa. Cada cuatro años, cada dos años,
una masa de ovejas llamada pueblo acude a las urnas para elegir, en perjuicio
propio, una nueva camarilla de depredadores al frente de un estado delincuente.
Hay gente afrentosa, como decimos los cibaeños. Se encuentran con uno después de muchos años y en lugar de identificarse exigen que se las reconozca por nombres y apellidos. Jacinto Peynado, respondo. O quizás Jacobo Majluta. O cualquier otro nombre que se me ocurra... Napoleón Bonaparte, por ejemplo... pcs
Alguien dijo que la dictadura es aquel
sistema de gobierno en el cual todo lo que no está prohibido es obligatorio. Esta
definición impecable, al parecer, traza una línea perfectamente divisoria entre
un régimen de intolerancia y la democracia representativa, inspirada vagamente,
etimológicamente en los griegos y basada sobre todo en las ideas de Montesquieu
y Rousseau: Separación de poderes del estado, soberanía popular, sufragio
universal, etc.
Como toda definición, sin
embargo, es muy bonita para ser cierta y en la supuesta línea perfectamente divisoria
de uno y otro sistema conviven elementos comunes, en especial la intolerancia y
el ejercicio de la fuerza bruta o inteligente para hacernos pagar los platos
rotos. Hay muchas cosas que no están prohibidas en nuestra llamada democracia
representativa y no son obligatorias, pero estamos obligados o condenados a un
régimen impositivo para financiar a organizaciones de malhechores llamados
partidos políticos y la mitad del presupuesto nacional corresponde a una deuda eterna,
préstamos infinitos que los banqueros del primer mundo han otorgado a esas
pandillas para que los pandilleros los distraigan graciosamente, poniendo como
garantía la más preciosa prenda: el pueblo y el país de los dominicanos.
El negocio es redondo para ambos
bandos de pandilleros. El dinero robado por las pandillas políticas locales regresa
casi de inmediato a las arcas de las pandillas de banqueros internacionales y el
pago de los intereses se realiza exprimiendo a la población, obligando onerosamente a la mayoría a honrar una
deuda que nunca ha contraído, mediante un sistema de ajuste tras ajuste que
impone un policía internacional llamado, eufemísticamente, FMI.
Todo dominicano, todo latinoamericano,
como dice Eduardo Galeano, por pobre que sea nace con una deuda millonaria que
deberá pagar durante generaciones. La línea de demarcación entre dictadura y
democracia, y sobre todo entre democracia y cleptocracia -gobierno de ladrones-,
no es, pues, tan perfecta.
Alguien
tiene que pagar los millones de dólares de lo de la Hidro Québec durante
el gobierno de Balaguer, lo de los mil millones de bonos soberanos durante el
gobierno de Hipólito Dauhajre y lo de los ciento sesenta millones de la Sun Land durante el
gobierno de Leonel, alguien tiene que pagar por los sueldos de lujos y las
jeepetas de los funcionarios, alguien tiene que pagar por la generosidad del
despacho de la primera dama, alguien tiene que pagar el inmenso derroche durante
la campaña reelectoral. Ese alguien somos nosotros, la mayoría que vive al
margen del poder. Los otros son los beneficiaros. “El infierno –como decía
Sartre- son los otros”. Todos los que viven en el paraíso robado.
Durante la guerra de Estados
Unidos contra España en Cuba, que tuvo como pretexto inicial la voladura del
Maine junto a la tripulación negra en la Habana, un soldado norteamericano
recibió la orden de llevar a la isla un mensaje a García. El soldado no se
inmutó, no pestañó, no inquirió, no se turbó frente al hecho de que en Cuba los García debían ser
abundantes y la tarea improba. Simplemente se cuadró y obedeció y fue a Cuba y
de alguna manera entregó el mensaje a García. Un mensaje a García (“La
carta-milagro de Elbert Hubbard para forjar en el compromiso responsable”) es
un texto fundamental de la ideología norteamericana y castrense. Representa la
obediencia a ciegas. La del soldado que no
pregunta ni cuestiona, cumple con la misión y entrega el mensaje o
simplemente bombardea, con napalm, las aldeas y diques de arrozales en Viet Nam
por órdenes de Kissinger, Premio Nóbel de la Paz y criminal de guerra al mismo
tiempo.
Mi admirado Stefan Zweig, el
judío austriaco que se suicidó en Brasil junto a su esposa (lecturas de infancia y de mi edad madura),
escribió sobre la falacia de la obediencia ciega en Momentos estelares de la
humanidad. Napoleón derrota al ejército prusiano, que se repliega hacia
Bruselas donde lo espera Wellington, y manda al Mariscal Grouchy en seguimiento
de las tropas “vencidas pero no aniquiladas” para que no se juntaran con las de
Wellington, como en efecto se juntaron. Grouchy persigue sin éxito a los
prusianos, que se repliegan a marcha forzada. El estado mayor de Grouchy se
rebela. Le dicen que hay que dejar la inútil persecución y acudir en defensa
del Emperador en Waterloo, donde ya se escuchan los cañones. Pero Grouchy
impone su autoridad. Dice que recibió órdenes del Emperador de perseguir a los
prusianos y no tiene contraórdenes e insiste. De modo que los prusianos
llegaron primero a Waterloo y Napoleón perdió la batalla, su última batalla,
gracias a la obediencia servil y a la falta de iniciativa personal de Grouchy.
El Mariscal obediente a ciegas perdió a su Emperador.
En un libro de mi mayor
devoción, La condición humana, de Andrés Malraux, un personaje dice:
“Solamente un bellaco mata o se deja matar por obediencia”.
Durante la intentona
golpista contra Hugo Chávez Frías, dos veces presidente electo de Venezuela,
ocurrió un hecho extraordinario que conmocionaría al mundo. El Capitán
Rodríguez, desobedeciendo órdenes superiores,
le preguntó en secreto al mandatario cautivo si era cierto que había
renunciado a su cargo, y como la respuesta fuera negativa, el capitán Rodríguez
tuvo los cojones de cuadrarse y decirle que él seguía siendo leal a su
Presidente y Comandante en Jefe, y le pidió dejar un mensaje que envió a media humanidad y cambió el curso de los
acontecimientos. El capitán desobediente, incumplidor de órdenes superiores,
salvó a su presidente y a la democracia venezolana, y de paso a la dignidad
latinoamericana. Por eso Chávez volvió a ser Presidente de Venezuela. Un
guardia que no cumplió órdenes arbitrarias es el responsable del regreso de
Chávez. Quizás todavía no sabe lo que hizo, el alcance de su hazaña. Por los
siglos venideros se hablará del capitán Rodríguez que no cumplió órdenes
fatídicas, y desobedeciendo a sus superiores fue leal a una causa justa. A él
lo saludo y lo celebro con las palabras que Whitman dedicó a Lincoln en un
poema memorable: “Oh capitán, mi capitán...”
Durante la guerra de Estados Unidos contra España en Cuba (que tuvo como
pretexto la “providencial” voladura del Maine junto a la tripulación negra en La
Habana), un soldado norteamericano recibió la orden de llevar a la isla un
mensaje a García. El soldado no se inmutó, no pestañó, no inquirió, no se turbó
frente al hecho de que en Cuba los García debían ser abundantes y la tarea
improba. Simplemente se cuadró y obedeció y fue a Cuba y de alguna manera
entregó el mensaje a García. “Un mensaje a García” (“La carta-milagro de Elbert Hubbard para forjar en el compromiso
responsable”) es un texto fundamental de la ideología norteamericana y castrense.
Representa la obediencia a ciegas. La del soldado que no pregunta ni cuestiona,
cumple con la misión y entrega el mensaje o simplemente bombardea con napalm
las aldeas y diques de arrozales en Viet Nam por órdenes de Kissinger, Premio
Nóbel de la Paz y
criminal de guerra al mismo tiempo.
Mi admirado Stefan Zweig (uno de los autores que he leído con más pasión),
el judío austriaco que se suicidó en Brasil junto a su esposa, escribió, por el
contrario, sobre la falacia y las consecuencias de la obediencia ciega en “Momentos
estelares de la humanidad”. Napoleón
derrota al ejército prusiano, que se repliega hacia Bruselas donde lo espera
Wellington, y manda al Mariscal Grouchy en seguimiento de las tropas “vencidas
pero no aniquiladas” para que no se juntaran con las de Wellington, como en
efecto lo hicieron. Grouchy persigue sin éxito a los prusianos, que se
repliegan a marcha forzada. El estado mayor de Grouchy se rebela. Le dicen que
hay que dejar la inútil persecución y acudir en defensa del Emperador en
Waterloo, donde ya se escuchan los cañones. Pero Grouchy impone su autoridad.
Dice que recibió órdenes del mismo Emperador de perseguir a los prusianos y no
tiene contraórdenes. De modo que los prusianos llegaron primero a Waterloo y
Napoleón perdió la batalla, su última batalla, gracias a la obediencia servil y
a la falta de iniciativa personal de Grouchy. El Mariscal obediente a ciegas hundió
a su Emperador.
Se han cumplido ya más de cien años del nacimiento de Juan Rulfo y todos sus muertos siguen vivos. Yo estudiaba en Monterrey cuando emprendí aquel viaje alucinante hacia “El llano en llamas” y el desolado “Pedro Páramo”. El hecho de vivir y conocer un poco a México me permitió apreciar la esencia, la autenticidad del paisaje, los variados matices de la oralidad literaria tan característica de su obra.
Lo primero que llama la atención es la densidad poética que invade todas las narraciones de Rulfo, la prosa poética cincelada y perfecta, “sombríamente poética”, la amargura existencial de tantos personajes derrotados por la vida y las circunstancias, la fuerza telúrica sobre la que se sostiene todo el entramado, la que da vida y muerte a todos los muertos vivos y vivos muertos que desfilan por el escenario. Ese difícil escenario en que a veces se hace difícil o imposible distinguir a unos de otros. El típico escenario rulfesco.
Rulfo describe el paisaje rural y semi rural de un México innombrable con objetividad y serenidad, aparenta ser un observador desencantado, objetivo, distante. Tanto así que, en opinión de Eduardo Lizalde, “no toma partido; simplemente busca en ese ambiente oscuro y deprimente los temas y los personajes para hacer (…) literatura. El caminar pesimista de Juan Rulfo por las veredas que transitan sus personajes lo convierte, más bien que en un delator de nuestras miserias, en un frío reportero que alimenta sus noticias con los hechos que se le presentan con mayor facilidad y frecuencia” (México en la cultura, 11 de julio de 1954).
La verdad es que no hay nada de frío en la visión alucinada de Rulfo. La verdad es que nadie como él y el casi olvidado José Revueltas han recreado con tanto tino la atmósfera opresiva, el ambiente desolador, la miseria en que vegetan, se consumen, se pudren en vida esos seres sometidos al abuso, la vejación, la denigrante arbitrariedad de terratenientes y caciques que obedecen sólo a sus propias leyes e imponen muchas veces sobre las masas de desposeídos un régimen de terror. Es como un gran mural que representa a un México miserablemente surrealista. El México profundo.
El autor de “Pedro Páramo” no alza la voz, no incurre en estridencias, no se altera, raras veces se inmiscuye en la narración, pero con esa forma “fría y distante” de decir las cosas se acerca más al meollo del drama de sus personajes. Desde el primer párrafo se aproxima visualmente y bosqueja, define con pocas pinceladas el ritmo y el asunto de la narración:
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’.
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas. “Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala”.
El estreno de la novela no fue muy auspicioso. Incluso el manuscrito fue objeto de críticas despiadadas por parte de algunos que tuvieron el privilegio de leerlo antes de su publicación:
“Miguel Guardia -cuenta Rulfo- encontraba en el manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas. Ricardo Garibay, siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que mi libro era una porquería.
“Coincidieron con él algunos jóvenes escritores invitados a nuestras sesiones. Por ejemplo, el poeta guatemalteco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas antes de sentarme a escribir una. Leer novelas es lo que había hecho toda mi vida. Otros encontraban mis páginas “muy faulkerianas”, pero en aquel entonces yo aún no leía a Faulkner” (Excélsior, 16 de marzo de 1985).
Edmundo Valadés fue, en principio, uno de los pocos que celebró la obra como todo un acontecimiento en las letras mexicanas. En aquellas “escenas deshilvanadas”, en aquel “libro de porquería”, en aquella madeja de acontecimientos, en aquel caos aparente todo está organizado al milímetro, nada falta ni sobra, todo se rige y corrige por un perfecto mecanismo de relojería onírica:
“Desconcertante, lista a inquietar a la crítica, está ya en los escaparates la primera novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo, que transcurre en una serie de transformaciones oníricas, ahondando más allá de la muerte de sus personajes, que uno no sabe en qué momento son sueño, vida, fábula, verdad, pero a los que se les oye la voz al través de la ‘perspicacia despiadada y certera’ de tan sin duda extraordinario escritor. Rulfo, que se reveló como una realidad sorpresiva y auténtica en nuestras letras, con su libro de cuentos ‘El Llano en Llamas’, muestra de nuevo sus tamaños literarios, su fantasía que juega con la realidad en un contrapunto fascinante, con una cierta manera kafkiana —y dicho esto sólo tratando de hallar una referencia que en nada empaña la propia originalidad de Rulfo—, con ojos sombríos que nos hacen recordar la misma mirada de José Revueltas , pues a ambos los emparenta el hurgar hasta ahora nada más en lo más siniestro del alma del mexicano…” (Novedades, 30 de marzo de 1955).
Muy lento fue, sin embargo, el despegue de “Pedro Páramo”. Incluso el jefe de producción de la casa editora se refería a la obra en términos poco menos que impiadosos, por no decir despiadados:
“En la Revista de la Universidad el propio Alí Chumacero comentó que a Pedro Páramo le faltaba un núcleo al que concurrieran todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero que trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo Alí: ‘Eres el jefe de producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno”. Alí me contestó: ‘No te preocupes, de todos modos no se venderá’. Y así fue: unos mil ejemplares tardaron en venderse cuatro años. El resto se agotó regalándolos a quienes me los pedían” (Juan Rulfo, Excélsior, 16 de marzo de 1985).
Las palabras de un hombre de
palabra generalmente desnudan y traicionan al hombre de palabra si es solamente
un hombre de palabra y no de hechos. Las palabras contra la corrupción, frente
a una asamblea de corruptos, por parte de un mandatario que es solamente un
hombre de palabra, desnudan y traicionan al mandatario. El nombramiento -pocas
horas después del discurso contra la corrupción- de un gabinete compuesto en
parte por reos de la justicia, con grandísimas cuentas pendientes en los
tribunales, desnudan y traicionan las palabras del mandatario y al mandatario
mismo, y al gabinete, por supuesto, que está en pelotas, salvo excepciones
gloriosas.
Las palabras contra el
derroche, el dispendio de la cosa pública, por parte de un mandatario que se
acoge -en palabras- a un plan de austeridad, y el posterior nombramiento de
funcionarios supernumerarios, desnudan y traicionan al mandatario que ya ha
nombrado más parásitos gubernamentales que los que expurgó, creando botellas,
botellones, e incluso potes de la reconocida marca Bonetti, sin mencionar canonjías
para los miembros de la izquierda oportunista que se han montado ya
electoralmente, durante años, en el carro del vencedor.
Cuando el hombre de palabra, solamente
de palabra, habla de cambios y adecentamiento en la policía y fuerzas armadas y
pone en retiro a oficiales dignísimos a la vez que repone en el mando
militar a personajes incalificables, se
refleja y se manifiesta desnudo de cuerpo y alma en sus
palabras.
Las palabras de un mandatario
que es hombre de palabra cuando habla contra el borrón y cuenta nueva, en
realidad remiten al borrón y cuenta vieja, más bien a borrón y borrón, y lo
muestran y demuestran evidenciado en su doblez, su doble desnudez.
Este mandatario, imaginario por
supuesto, como el personaje de la fábula
de Andersen, estrena un traje nuevo de palabras en cada ocasión. Ahora está vestido y revestido, pero solamente
de palabras, y desfila ante el público creyéndose cubierto, pero sus propias
palabras lo denuncian, lo traicionan, lo dejan a la intemperie en su plena y
total encueración.
Cuenta la gente que en un campo del país nació un muchacho sin cabeza y le pusieron un ñame. En cuanto ñame al fin –y por tubérculo- el muchacho se dio bruto y se dio malo y mañoso. Apenas aprendió a escribir, a balbucear, a preparlar, a decir frases incoherentes y chistes de mala leche. Apenas balbuceante fue a la escuela y egresó balbuceante, con título agropecuario, y se enganchó a la política. Expresándose en un lenguaje cantinflesco en el que las palabras no tienen un valor real sino hipotético, el ñame ganó el favor del público y con el tiempo llegó a ser presidente, presidente de la República, y en sólo cuatro años dejó el país en ruinas, como Atila, con ayuda de un especialista en econo-mía que literalmente sólo entiende de econo-suya y tiene barba.