[Hace tiempo que le tengo un lugar destinado en esta columna a César Sánchez Beras, uno de los más prolíficos y meritorios autores de la diáspora dominicana. Es un tipo buena gente con cara de buena gente y cara de buen escritor, o, como dice Koldo Campos Sagaseta, “no sólo es un poeta extraordinario. Además, es un ser humano excepcional”.
De acuerdo a los datos biográficos que recojo del blog de Leibi Ng, César Sánchez Beras nació en el año 1962. Es doctor en Derecho (Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1988). Ha publicado los libros: Memorias del retorno (1993), Travesía a la quinta estación (1994), Con el pie forzado (1994), En blanco y negro (1995), Comenzó a llenarse de pájaros el sueño (1999), Trovas del mar (2002).
Premiaciones: Primer lugar Concurso Nacional de Décimas, 1990, Primer lugar Concurso Nacional de Décimas (Cedee), 1991, Segundo lugar Concurso Nacional de Décimas Juan A. Alix; Premio Nacional de Poesía (RD) 2004, Premio Nacional de Literatura Infantil (RD) 2004, Maestro del año, Premios Círculos Dorados, Massachussets.
Elegido como maestro del año por la premiación “Quién es quien dentro de los maestros de EstadosUnidos, en fecha 2001 y 2004, Padrino del Desfile Dominicano 2003, Lawrence, Massachussets, Poeta Laureado por Cambridge College (2004). Actualmente trabaja como maestro de español y literatura en Lawrence High School, Lawrence, Massachussets, donde junto a su labor de activista cultural,
se desempeña como columnista del Periódico Siglo 21 y de la
Revista Imagen Hispana. * Durante el período constitucional 1996-2000, fue Asesor Cultural del Consulado Dominicano en Boston (honorífico).
En la obra de César Sánchez Beras, como puede apreciarse, hay demasiada tela por donde contar, demasiado para elegir, y la elección que de ella hago es apenas un arbitrario botón de muestra que, sin embargo, representa de algún modo, algo esencial de su credo poético, literario, como esa introducción de su “Antología total”, Cicatriz sobre un cuerpo en el viento, y los poemas, El universo comenzó en noviembre, La huida de Emily y Ley de conservación de la mujer. El cierre es un breve relato de un libro titulado De la vida alegre, en el que al parecer el autor se hace un mea culpa, mea toda una culpa si acaso es biográfico el texto. Pero quizás es culpa ajena. (PCS)].
Cicatriz sobre un cuerpo en el viento
No concibo mi vida fuera de la influencia de la poesía. Primero como un asombro infantil por las palabras, luego como un lujo juvenil para tocar los cuerpos, más tarde como una trinchera para soportar el miedo, y de ahí, a todos los otros estadios en que ella me ha acompañado: Como bocado para aguantar el hambre, como sombra para esconder la rabia, como armadura para vencer tormentas, como velero para emprender la huida, como faro para volver a mí mismo, como luz para encontrar el rastro, como lecho para acostar insomnios, como tibieza para vencer el frío. La poesía ha sido andamio y fortaleza. Justificación última para alcanzar el alfabeto, verdad relampagueante para aclarar los espejos de la duda. La poesía ha sido todo y parte. Parte, para acercarme al gran motivo de la existencia. Todo, para ver la vida de los otros en correspondencia vital con la propia existencia. La poesía ha sido ese animal mutante que he llevado dentro, que dejó de ser sonajero para dormir a los otros, para convertirse en hacha, en flor, en tumba y en ala. La poesía ha sido lumbre y desamparo, la hermosa cicatriz sobre un cuerpo en el viento.
El universo comenzó en noviembre
Sé que el universo comenzó en noviembre / porque diciembre es / frío para inventar estrellas. / Enero es bello pero le falta fuerza, / para crear arcoiris o cayenas. / Febrero es húmedo para forjar desiertos / y marzo es tibio para fundar glaciares. / Abril germina flores pero le faltan peces / y mayo tiene lluvia pero no tiene osos / y al pobre junio a veces le vuelan mariposas. / Julio y agosto mueren junto a la fuente, / septiembre tiene mares sin orillas / y octubre tiene lunas pero no tiene lobos. / Sé que el universo comenzó en noviembre, / en el onceno mes bebí tu cuerpo / y en el mundo no existen coincidencias.
La huida de Emily
Nadie tuvo su cuerpo / de desnudez salobre como las caracolas.
Ningún amor se vio en sus ojos de nubes, / ni bebió de su boca /
las sílabas terribles con que nace un conjuro. / Nadie besó sus senos. / Ningún fantasma pudo atravesar descalzo / el risco de su espalda quebrándose en la lluvia. / Nadie la vio quitarse / ese / viejo vestido de las hojas caídas. / Nadie escuchó sus pasos / saliendo del insomnio, / ni vio la nieve roja que alumbraba su sexo. / Solo yo estuve allí. / Mirando levitar su lúgubre mortaja, / con el ojo perverso con que mira el asombro, / con la muerte impaciente deletreando su nombre.
Ley de conservación de la mujer
Ese hilillo de sangre que gotea, / esa cayena rota en el asfalto, / esa sombra que vuela en lo más alto, / que cruje, que tañe, que flamea. / Esa mirada que relampaguea, / esa palabra grave como el llanto, / esas dos sílabas que fueron el canto / del gozo de la piel que serpentea. / Ese viaje primigenio de la arcilla, / la / fragmentada luz de la costilla, / es enunciado final de Lavoisier: / Ellas vuelan, se desparraman, huyen. / ellas ni se crean ni se destruyen. / Es materia iluminada, la mujer.
De la vida alegre (relato)
Dicen los que estuvieron con ella en unas de esas noches de besos comprados, que tenía el don de hablar con fluidez y de opinar juiciosamente sobre cualquier cosa. Vestía modestamente pero limpia, nunca se le vio despeinada, en el trayecto que hacía desde su casa en el barrio “Punta Brava” hasta la Plaza, donde se encontraba todo el comercio legal o ilegal, del Ingenio Quisqueya.
Nunca faltó por ningún motivo a las pocas reuniones que se celebraban en la escuela para conversar con los padres de los educandos de la Escuela Virgen de la Caridad del Cobre.
Caminaba pausado pero con ritmo, como si estuviera escuchando una música interior mientras desandaba los polvorientos senderos del municipio. En tiempo muerto, cuando toda actividad comercial se reducía a cero, ella, ni corta ni perezosa lavaba ropa ajena, revendía huevos o gallinas ponedoras, rifaba galones de aceite o sábanas, para el sorteo de los domingos y hay quienes aseguran que hasta ofició “horasantas” cantadas en aniversario de difuntos.
Su personalidad misteriosa agregó más misterio a mi adolescencia, así, que en la próxima zafra, cuando ella reinició su vida de prostituta de pueblo, me propuse conocer mejor ese raro espécimen de mi pueblito natal.
Durante mucho tiempo la observé con detenimiento: Ni una palabra descompuesta, ni un tono más alto que lo normal, ni un vestido con escote ofensivo, ni una falda por encima de las rodillas, ni un milímetro más del colorete acordado. Cuando reuní los 5 pesos que costaría pagar el hotel de paso, y los honorarios por servicios sexuales prestados, me aventuré pasadas las nueve de la noche a buscarla en la plaza. Tuve que mentir varias veces antes de llegar a ella, pues siendo menor en un pueblo pequeño todo se conjuraba en mi contra.
Cuando cerré la puerta y ella se desamarró el pelo, quise socializar un poco para entrar en ambiente. -Usted es curiosa- le dije, privando en más adulto de lo que era. -Trabaja como prostituta y nunca le he escuchado una mala palabra, nunca le he visto una actitud indecente, nunca le he visto ni siquiera mover las caderas para buscar futuros clientes.
Entonces ella me miró con ojos inolvidables y me dijo… -Es que yo soy “cuero” aquí, fuera de esa puerta, está el mundo, está la sociedad, están mis hijos. Cuando ella entró al cuartucho de baño para asearse para la jornada. Puse los 5 pesos en la mesita y me fui llorando todo el camino. Toda la noche me pesaba en el alma, por muchos años sentí que la prostituta era yo. (César Sánchez Beras).