Pedro
Conde Sturla
Hermann
Hesse vivió, leyó, escribió y pintó entre 1876 y 1962, y es autor
de una serie de obras famosísimas como “Demian”, “Siddhartha”
y “El lobo estepario” que lo convirtieron en narrador de culto.
En los años sesenta sus libros se vendían como pan caliente y
ejercían una gran influencia sobre la juventud.
En
1978 apareció el volumen “Pequeñas alegrías”, una recopilación
de setenta y cinco textos sobre literatura y arte y meditaciones filosóficas que
retratan al escritor en cuerpo y alma. Entre ellos destaca el que da
título al volumen, que fue escrito en 1899 y sin embargo palpita de
actualidad. Hess deploraba, sin duda, la imposición de un estilo de
vida alienante, regido por un implacable mecanismo de relojería que
glorifica la prisa como fundamento de la existencia, impidiendo el
disfrute de la misma.
Muchos
de sus pensamientos traen a la memoria aquel famoso libro de Paul
Lafargue titulado “El
derecho a la pereza”, escrito en 1880. Una obra en la que proclama
la necesidad de todo ser humano de disponer de un espacio de ocio, la
necesidad de una cierta dosis de dignificante pereza para el
esparcimiento físico y mental.
Hermann Hess parece anticiparse de
alguna manera y lamentar los efectos de la cadena de montaje que
idearía más adelante Henry Ford, la misma que en la famosa película
“Tiempos modernos”, de Charles Chaplin, se traga literalmente al
obrero que en un descuido se rasca la nariz y pierde el ritmo del
trabajo.
Previene, en fin, sobre la pérdida
de la capacidad de la alegría de vivir, sobre todo de las pequeñas
alegrías: del placer de cortar una flor, de dedicar todos los días
un tiempo a comulgar con la naturaleza, al pensamiento creativo.
Previene amargamente sobre las “tendencias actuales hacia el
pretendido cambio de los momentos de ocio y de descanso por la
hiperactividad y el frenesí.”
(Premio
Nobel de Literatura en 1946).
En
nuestro tiempo una gran parte del pueblo vive en estado de
insensibilidad y apatía. Los espíritus delicados sienten
dolorosamente el impacto de nuestras formas de vida y se inhiben
frente a la actualidad.
En
arte y en poesía, tras un breve período de realismo, se advierte
por todas partes un clima de insatisfacción, cuyos síntomas más
claros son la nostalgia del Renacimiento y el neorromanticismo. "Os
falta la fe", clama la Iglesia; "Os falta el arte",
clama Avenarius. Es posible. Pero entiendo que nos falta ante todo
alegría.
El
anhelo de una vida superior, la visión de la vida como algo jovial,
como una fiesta, es lo que, en el fondo, tanto nos seduce en el
Renacimiento. La sobreestimación aritmética del tiempo, la prisa
como principio y fundamento de nuestro estilo de vida, es el más
peligroso enemigo de la alegría.
Este
carácter vertiginoso de la vida actual ha ejercido sobre nosotros su
nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste, pero es
inevitable. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha
apoderado de nuestras escasas parcelas de ocio; nuestra forma de
gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y azacanada que la
barahúnda de nuestro trabajo. "La mayor cantidad posible y la
mayor celeridad posible", es la consigna. La consecuencia de
ello es el aumento constante del placer y la disminución progresiva
de la alegría.
El
que ha asistido a una gran fiesta en ciudades o incluso en capitales,
o ha observado los tipos de diversión en la urbe moderna, no puede
menos de evocar con dolor y repugnancia los rostros enfebrecidos y
los ojos vidriosos de la gente. Y este estilo de diversión
patológico, aguijoneado por un perpetuo hastío, se ha implantado
también en los teatros, en la ópera, en las salas de concierto y en
las galerías de arte. La visita a una exposición moderna rara vez
suele resultar un auténtico placer.
El
rico tampoco se ve libre de estos males. Podría escapar a ellos, en
teoría, pero en realidad no puede. Hay que participar, hay que estar
al corriente, es necesario no perder altura.
Yo
no dispongo de una receta universal, como no dispone nadie, contra
esta situación deplorable. Pero quiero traer a la memoria una
consigna nada moderna, muy vieja: el disfrute moderado es doble
disfrute. Y: no desatendáis las pequeñas alegrías.
Moderación,
por tanto. En determinados círculos se necesita tener valor para
dejar de asistir a un estreno. En otros círculos, hace falta valor
para confesar que no se conoce una novedad literaria a las pocas
semanas de su aparición. En muchos ambientes uno queda en ridículo
si no ha leído el periódico del día. Pero yo sé de algunas
personas que no se arrepienten de haber tenido este valor.
Con
el hábito de la moderación se encuentra estrechamente vinculada la
capacidad de goce para las "pequeñas alegrías". Pues esta
capacidad, que originariamente es innata en toda persona, presupone
ciertas cosas que en la vida moderna están atrofiadas y se han
volatizado, a saber, un cierto acopio de serenidad, de amor y de
poesía. Estas pequeñas alegrías, que le son regaladas al pobre de
un modo particular, son de tan poca apariencia y se hallan tan
desparramadas en la vida cotidiana, que los sentidos embotados de
innumerables trabajadores apenas llegan a percibirlas. No llaman la
atención, no son apreciadas, no cuestan dinero (paradójicamente, ni
los pobres saben que las más bellas alegrías son siempre las que no
cuestan dinero).
Entre
estas alegrías están en primer lugar las provenientes de nuestro
contacto diario con la naturaleza. Especialmente nuestros ojos, estos
ojos tan maltratados, tan sobrecargados, del hombre moderno, pueden
ser, si queremos, fuente inexhausta de delicias.
Un
trozo de cielo, una tapia de jardín desbordada de verde ramaje, un
brioso caballo, un hermoso perro, un grupo de niños, un bello rostro
de mujer... son espectáculos que no debemos dejar escapar. El que se
ha iniciado en este ejercicio es capaz de descubrir en la ruta diaria
cosas preciosas, sin necesidad de perder un minuto de tiempo. Este
ejercicio no fatiga nuestros ojos, sino que los fortalece y los
renueva, y no sólo ellos salen ganando. Todas las cosas poseen una
faceta bella, aun las cosas feas o desprovistas de interés; sólo
hace falta saber mirar.
Vivir
cada día el máximo posible de pequeñas alegrías y reservar los
goces mayores y más fatigosos para los días solemnes y los buenos
momentos, es lo que yo aconsejaría a todo aquel que padece de
desazón y falta de tiempo. Son las pequeñas alegrías, y no las
grandes, las que nos sirven para el descanso, la liberación y el
relajamiento de cada día.
pcs,viernes,
16 de octubre de 2009