miércoles, 3 de octubre de 2018

LOS NACIMIENTOS DE AMÉRICA


 Pedro Conde Sturla
6 de noviembre de 2009




Los tres volúmenes de “Memoria del fuego”, de Eduardo Galeano, son como un modelo para armar, unos libros para leer y releer, para abrir y cerrar en cualquier página, una colección de fragmentos, nostalgias y recuerdos, libros “de voces”, “vasto mosaico”.

No son libros de cuentos ni de cuentas, pero cuentan una historia, centenares de historias del continente americano que quieren unirse en una sola historia de glorias y vergüenzas, agravios y dolores, lealtades y traiciones y heroísmos sin nombre.

No son libros de historia. El autor se basa en datos históricos pero quita y pone datos a su antojo y se imagina las cosas poéticamente. Es más bien una obra de género indefinido, la obra de un escritor que quiere “contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable”.

En el primer volumen de la trilogía, “Memoria del fuego I. Los nacimientos”, Eduardo Galeano recoge primero unos débiles ecos de las “Primeras voces” del continente, la explicación mitológica común a tantas culturas sobre la creación, el origen de mundo, Dios, el viento, la lluvia, el fuego y el tiempo:



“El tiempo de los mayas nació y no tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.

Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.

El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.

El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.

Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.

El quinto día decidió que todos trabajaran.

…………….

El décimo tercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.

Así se recuerda en Yucatán.”

       La segunda parte del libro, “Viejo Nuevo Mundo”, empieza con una descripción alucinante del temido viaje por el mar tenebroso en 1492:

Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adónde los arrojará el viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar? (…) ¿A que fauces arrojaran los vientos alisios a estos hombrecitos? Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: ‘Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo’”

El episodio de Colón en Guanahaní arranca risas y lágrimas. El descubridor de tierras cubiertas por millones de seres humanos bendice su suerte:

Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose, porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes.

Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Toledo, hombre de letra lenta, levanta el acta.

Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos, y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.”

A Colón también le pertenece todo, dispone de todo a su antojo, vidas y haciendas. Las indígenas se comparten y reparten, se regalan graciosamente como objetos de placer, aunque algunas salen agrias:

Desde el castillo de popa de una de las carabelas, Colón contempla las blancas playas donde ha plantado, una vez más, la cruz y la horca. Este es su segundo viaje. Cuanto durará, no sabe; pero su corazón le dice que todo saldrá bien, ¿y como no va a creerle el Almirante? ¿Acaso él no tiene por costumbre medir la velocidad de los navíos con la mano contra el pecho, contando los latidos?

Bajo la cubierta de otra carabela, en el camarote del capitán, una muchacha muestra los dientes. Miquele de Cuneo le busca los pechos, y ella lo araña y lo patea y aúlla. Miquele la recibió hace un rato. Es un regalo de Colón.

La azota con una soga. La golpea duro en la cabeza y en el vientre y en 1as piernas. Los alaridos se hacen quejidos; los quejidos, gemidos. Por fin, solo se escucha el ir y venir de las gaviotas y el crujir de la madera que se mece. De vez en cuando una llovizna de olas entra por el ojo de buey.

Miquele se echa sobre el cuerpo ensangrentado y se remueve, jadea, forcejea. E1 aire huele a brea, a salitre, a sudor. Y entonces 1a muchacha, que parecía desmayada o muerta, clava súbitamente 1as uñas en la espalda de Miquele, se anuda a sus piernas y lo hace rodar en un abrazo feroz.

”Mucho después, cuando Miquele despierta, no sabe dónde está ni qué ha ocurrido. Se desprende de ella, lívido, y la aparta de un empujón.





Tambaleándose, sube a cubierta. Aspira hondo la brisa del mar, con la boca abierta. Y dice en voz alta como comprobando:

-Estas indias son todas putas.”

Cientos de historias como estas forman parte de esa cumbre borrascosa que es “Memoria del fuego”, una obra alucinante de la que ofrezco a renglón seguido otros botones de muestra, pero este viaje a las entrañas del continente americano continuará.



LEONCICO



Pujan los músculos por romper la piel. Jamás se apagan los ojos amarillos. Jadean. Muerden el aire a dentelladas. No hay cadena que los aguante cuando reciben la orden de ataque. ,

Esta noche, por orden del capitán Balboa, los perros clavarán sus dientes en la carne desnuda de cincuenta indios de Panamá. Destriparán y devoraran a cincuenta culpables del nefando pecado de la sodomía, que para ser mujeres solo les faltan tetas y parir. El espectáculo tendrá lugar en este claro del monte, entre los árboles que el vendaval de hace unos días arrancó de cuajo. Los soldados disputan los mejores lugares a la luz de las antorchas. .

Vasco Núñez de Balboa preside la ceremonia. Su perro, Leoncico, encabeza a los vengadores de Dios. Leoncico, hijo de Becerrillo, tiene el cuerpo cruzado de cicatrices. Es maestro en capturas y descuartizamientos. Cobra sueldo de alférez y recibe su parte de cada botín de oro y esclavos.

Faltan dos días para que Balboa descubra el Océano Pacífico.



A PLENA LUZ



Echando humo bajo su traje de hierro, atormentado por las picaduras y las llagas, Alvar Núñez Cabeza de Vaca se baja del caballo y ve a Dios por primera vez.

Las mariposas gigantes aletean alrededor. Cabeza de Vaca se arrodilla ante las cataratas del Iguazú. Los torrentes, estrepitosos, espumosos, se vuelcan desde el cielo para lavar la sangre de todos los caídos y redimir a todos los desiertos, raudales que desatan vapores y arcoiris y arrancan selvas del fondo de la tierra seca: aguas que braman, eyaculación de Dios fecundando 1a tierra, eterno primer día de 1a Creación.

Para descubrir esta lluvia de Dios ha caminado Cabeza de Vaca la mitad del mundo y ha navegado la otra mitad. Para conocerla ha conocido naufragios y penares; para verla ha nacido con ojos en la cara. Lo que le quede de vida será de regalo.


EL SACRILEGIO


Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne humana.

Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pané les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternoster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.

Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.

El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.



CAMINOS DE SANTO DOMINGO


La rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y palos y lanzas de cana que se quebraron, furiosas, inútiles, contra las armaduras.

De las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies. Por los pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.



pcs,viernes, 06 de noviembre de 2009

domingo, 30 de septiembre de 2018

LA ÚLTIMA NOCHE QUE PASÉ CONTIGO

Pedro Conde Sturla
10 de diciembre de 2009










A Jeannette Miller no le gustan los boleros. Lo dice en el título de su libro: “A mi no me gustan los boleros” (igual, quizás, que a su promotora Ruth Herrera). El bolero le parece despreciablemente machista, machista leninista, a pesar de que en muchos boleros, más bien la mayoría, siempre hay un hombre muriéndose de amor por una mujer y a veces por “aquellos ojos verdes” de otro hombre, que es la cosa menos machista de este mundo. 

El bolero, al parecer, nunca se ha convertido en parte de su alma y lo lamento. No cree en lo que dijo más o menos Cabrera Infante: que en el bolero, en la música romántica se encuentra parte de la mejor poesía latinoamericana. Seguramente no cree que “somos en nuestra quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el otoño.” Nunca, quizás, ha sentido la caricia de la “Niebla del riachuelo”, la magia que a muchos nos invade y sobrecoge cuando escuchamos en ritmo de bolero una de las siete versiones del famoso tango:

Turbios fondeaderos donde van a recalar / barcos que en los muelles para siempre han de quedar. / Sombras que se alargan en las noches del dolor, / náufragos del mundo que han perdido la ilusión. / Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que jamás han de zarpar; / turbio cementerio de las naves que, al morir, / sueñan, sin embargo, que hacia el mar han de partir.”

Hay que suponer que Jeannette Miller no aprecia esa especie de Biblia titulada “El Bolero. Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, la misma que escribieron los evangelistas Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Delgado Malagón y José del Castillo. Jeannette Miller no se siente atraída por esa pasión, jamás se ha dejado seducir por la religión del bolero. Es irreverente y atea, bolerísticamente hablando.

En cambio la brillante narradora cubana Mayra Montero, tan femenina y feminista como Jeannette Miller y Ruth Herrera, adora devoradoramente los boleros (“los boleros de antes, que no en balde han sido los boleros de siempre”). Sus personajes los bailan y los describen, los cantan y los mastican y los disfrutan sexualmente en un libro erótico maravilloso que quizás habría querido escribir Ligia Minaya: “La última noche que pasé contigo”.

Sin remilgos puritanos, uno de sus personajes define la utilidad del género:

Boleros, sí señor, para brillar hebilla, para poder demostrarte que más no puedo amar. Boleros para cortarnos las venas y para hacernos polvo, y para todas esas cosas salvajes y calientes para las que servían los boleros.”

Con títulos de boleros y a ritmo de bolero, Mayra Montero cuenta una historia, muchas historias que ocurren durante un crucero por el Caribe. En el monólogo de Celia -otro de los personajes-, ésta define su filosofía de la vida que es la filosofía del bolero. Una filosofía que casi adquiere cuerpo doctrinal.

Mayra Montero escribe que da envidia, con un dominio admirable de la palabra, el ritmo y las agudezas verbales. Definitivamente hay mucho que aprender de ella sobre el arte del bolero y el arte de la escritura. Y además, quizás por coincidencia, el título casi perverso del capítulo en que Celia da rienda suelta a su monólogo, viene como anillo al dedo:


AMOR, QUÉ MALO ERES


       Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo.

Julieta, que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando, porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde La noche anterior -les permití bailar un par de piezas-, la había notado muy apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto, al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier Locura, que antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y arrastrar a Fernando al camarote. El me siguió a regañadientes, la música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia, como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a qué.

En el fondo, a mi también me habría gustado quedarme. A estas alturas de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos, debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza par aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la gente viene a1 mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles, en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una música, como es mi caso, que aparece, y desaparece en los momentos culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por fuera, trata de averiguar como le están viendo a uno los demás. Yo era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba, corría a mi cuarto para poner e1 disco de Gatica (Lucho siempre fue mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama. Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara, no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la traquea. De ahí en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le retrasara la muerte ... Yo ponía una mano encima de la otra y con las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena, cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me pellizcaba los labios –los de abajo-, me arañaba los muslos, gemía su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivó jamás.



pcs, jueves, 10 de diciembre de 2009







 
 
 




sábado, 29 de septiembre de 2018

Siete al anochecer (4)






Cipriano Bencosme. 


19 de noviembre1930
(primera parte)

El general Cipriano Bencosme sobresale hasta cierto punto en la historia dominicana como un defensor de causas perdidas.

jueves, 27 de septiembre de 2018

El silencio

PEDRO CONDE STURLA 

Nadie como él perseveró en la gracia de la palabra humilde, nadie como él se aproximó a la religión, a la santidad de la poesía. Por eso fue Domingo, el Domingo dos veces de la isla. No lunes, no martes, ni siquiera jueves, Domingo Moreno Jimenes. El escribió La fiesta del árbol en momentos en que las tropas yanquis, presentes ayer como ahora, perpetraron la mutilación de la Ceiba de Colón.
 “El silencio es más grande que todas las diatribas humanas/ permite no obstante que mi voz lo interrumpa…” Ahora se consuma otra vez el crimen verde. Dos filas de caucho memorables corrían parejas por el patio de la casa de Rodrigo de Bastidas en la Ciudad Colonial y aquello era una fiesta para los ojos y el espíritu. Ordenes superiores decretaron su muerte y extirpadas fueron de raíz. En el gobierno de un presidente agrario o por lo menos agropecuario, con un poeta al frente de la Secretaría de Cultura y un historiador de fuste al frente de Recursos Naturales se lleva a cabo el desastre. ¿Quién responde? De seguro no hay ningún responsable, solamente irresponsables. Responden las palabras de Marguerite Yourcenar que me envía mi amigo, el ingeniero Bonilla, dolorido por el suceso:
“Algunos pájaros son llamas…
¿Hay algo más bello que esa estatua de suplicante que hizo Rodin y que representa a un hombre rezando que tiende los brazos y se estira a la manera de un árbol? Con toda seguridad, el árbol reza a la luz divina.
Las raíces hincadas en el suelo, las ramas que protegen los juegos de la ardilla, el nido y los cantos de los pájaros, la sombra otorgada a las bestias y a los hombres, la copa en pleno cielo. ¿Conoces una manera de existir más sabia y más benéfica?
Y de ahí el sobresalto de rebeldía en presencia del leñador y el espanto, mil veces mayor, ante la sierra mecánica.Derribar y matar lo que no puede huir”.
¡Qué hermosa y triste la metáfora de un árbol que no puede huir!
¡Qué triste la sierra en manos del poeta y el historiador.

lunes, 24 de septiembre de 2018

EL HISTORIADOR ROBERTO CASSÁ EXPONE SUS CONSIDERACIONES SOBRE LA INMIGRACIÓN HAITIANA



YULENDYS JORGE





Grupos empresariales y los gestores de la corrupción contribuyen al envilecimiento de la sociedad dominicana, con el tráfico ilegal de haitianos.


§                                                         Este país no aguanta una sociedad binacional.
§                                                         Los ciudadanos haitianos en el país tienen que definirse si son haitianos o son dominicanos.
§                                                         los hijos de haitianos que nacieron en este país deben ser plenamente reconocidos en igualdad de condición con cualquier otro dominicano. Nacieron aquí. Por derecho son dominicanos.
 El doctor Cassá sostiene que la migración haitiana hacia República Dominicana es un problema mayor hoy día, porque se ha perdido el control. “Antes era una migración, y no digo que eso fuera bueno, en función de necesidades precisas; eso se dio hasta el gobierno de Antonio Guzmán y quizá se extendió un poco durante el de Jorge Blanco. De ahí en adelante, entró en otra faceta. Aunque no estoy muy seguro de ese proceso de cómo se terminaron los convenios de braceros anuales donde todavía el Estado tenía un cierto control sobre la frontera”.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Siete al anochecer (3)

https://acento.com.do/2018/opinion/8607900-siete-al-anochecer-3/






Antiguo parque Colón. 

27 de noviembre 1930
La historia de los Larancuent, del valor suicida de Alberto Larancuent Ramírez y varios de sus hijos es algo que causa admiración y parte el alma.

jueves, 20 de septiembre de 2018

LECCIONES PARA BANQUEROS Y OTROS ASPIRANTES A LADRONES

(Fuente externa)

Unos ladrones entraron a un banco gritando:
"Que nadie se mueva, el dinero no es de ustedes, su vida en cambio les pertenece".

Todos en el banco, en silencio y lentamente se tiraron al piso.
A esto se llama: *CONCEPTOS PARA CAMBIAR MENTALIDADES*
Cambia la manera convencional de pensar en el mundo.