miércoles, 16 de mayo de 2018

UN EMPERADOR LLAMADO SHI HUANG TI

El primer emperador

Shih Huang Ti, llamado también Qin Shi Huang para complicar las cosas, transformó a China de una manera radical

En el año 247 a .C, Shih Huang Ti se proclamó primer emperador de China y lo sería hasta el 210. En esa época, el siglo tercero, del otro lado del mundo se libraban entre Roma y Cartago las guerras púnicas que culminarían con la destrucción de esta última, la eterna Grecia vivía el período helenístico, la difusión de la cultura griega por el cercano y Medio Oriente, en Egipto reinaban felizmente los Tolomeo y Alejandría era probablemente la ciudad  más bella, la más esplendorosa del mundo.

Shih Huang Ti
Shih Huang Ti


martes, 15 de mayo de 2018

EL CORAZÓN DE EDMUNDO D'AMICIS (1-2)


Pedro Conde Sturla

Edmundo de Amicis escribió en 1886 un libro titulado “Corazón: Diario de un niño”, un libro que no pasó desapercibido, un fenómeno editorial que en poco tiempo se convirtió en uno de los más editados, más famosos, más leídos de Italia, se tradujo a numerosas lenguas y ganó prestigio mundial.
“Corazón” es un libro ejemplar, concebido para educar, inculcar en los jóvenes recios valores de moral y cívica, respeto por la autoridad, la jerarquía social, el orden constituido, y, sobre todo, plena disposición a ofrendar en cualquier momento la vida por la patria.
El pequeño vigía lombardo
Eran tiempos extraordinarios, el romanticismo literario glorificaba la sagrada virtud del heroísmo y justifica un poco el tono patrióticamente exaltado del libro. Pero la verdad es que el “Corazón” de Edmundo de Amicis es bastante duro, un hueso duro de roer.
Recuerdo que hizo llorar a muchos de mis compañeros de escuela, a otros simplemente nos amargó la vida y siempre le he tenido rencor. Me molesta precisamente el mensaje patriotero, amén de lacrimoso.
“Es un libro pensado para conmover, con fuertes imágenes de sacrificio (sobre todo en los relatos mensuales) y en donde se destacan los valores familiares, humanos y espirituales, y el patriotismo.”
De hecho es un libro perverso, un libro cuyo protagonista representa para Humberto Eco “a la Italia mediocre y conformista destinada a desembocar en el fascismo”.
Como botón de muestra he seleccionado uno de los “relatos mensuales” de la obra, uno verdaderamente ejemplar en más de un sentido:

EL PEQUEÑO VIGÍA LOMBARDO
Edmundo de Amicis

En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de las batallas de Solferino y San Martino, donde los franceses y los italianos triunfaron sobre los austriacos, en una hermosa mañana del mes de junio, una sección de caballería de Saluzo iba a paso lento, por una estrecha senda solitaria, hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigas.
Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarse un bastón. En una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su bandera, habían escapado por miedo a los austriacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial parando el caballo-. ¿Por qué no has huido con tu familia?
-Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy expósito. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.
-¿Has visto pasar a los austriacos?
-No, desde hace tres días.
El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando a los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado: no se veía más que un pedazo de campo. “Es menester subir sobre los árboles”, pensó el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando primero el árbol y luego a los soldados; de pronto preguntó al muchacho:
-¿Tienes buena vista, chico?
-¿Yo? -respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas.
-¿Sabrías tú subir a la cima de aquel árbol?
-¿A la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.
-¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austriacos, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos…?
-Seguro que sabré.
-¿Qué quieres por prestarme este
servicio?
-¿Qué quiero? -dijo el muchacho sonriendo-. Nada. ¡Vaya una cosa! Y después… si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio: ¡pero por los nuestros!… Si yo soy lombardo.
-Bien; súbete, pues.
-Espere que me quite los zapatos.
Se quitó el calzado, se apretó el
cinturón, echó al suelo la gorra y se
abrazó al tronco del fresno.
-Pero, mira… -exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por un repentino temor.
El muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.
-Nada -dijo el oficial-; sube.
El muchacho se encaramó como un gato.
-¡Miren adelante! -gritó el oficial a los soldados.
En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza, que resplandecía con el sol, parecía oro. El oficial apenas lo veía: tan pequeño resultaba allí arriba.
-Mira hacia el frente, y muy lejos -gritó el oficial.
El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.
-¿Qué ves? -preguntó el oficial.
El muchacho inclinó la cara hacia
él, y, haciendo portavoz con su mano,
respondió:
-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
-¿A qué distancia de aquí?
-Media legua.
-¿Se mueven?
-Están parados.
-¿Qué otra cosa ves? -preguntó el oficial después de un instante de silencio-. Mira a la derecha.
El chico dijo:
-Cerca del cementerio, entre los
árboles, hay algo que brilla; parecen
bayonetas.
-¿Ves gente?
-No; estarán escondidos entre los sembrados.
En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse lejos, detrás de la casa.
-¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo.
-Yo no tengo miedo -respondió el chico.
-¡Baja!… -repitió el oficial-. ¿Qué más ves a la izquierda?
-¿A la izquierda?
El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.
-¡Vamos -exclamó-, la han tomado conmigo!-. La bala le había pasado muy cerca.
-¡Abajo! -gritó el oficial con energía, furioso.
-En seguida bajo -respondió el chico-, pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?
-A la izquierda -dijo el oficial-, pero baja.
-A la izquierda -gritó el niño, dirigiendo el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una capilla, me parece ver…
Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose en un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos.
-¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo.
El chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba: un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la camisa; la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
-¡Está muerto! -exclamó el oficial.
-¡No, vive! -replicó el sargento.
-¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo!
Pero mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo. También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.
-¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre niño muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento colocó a su lado los zapatos, la gorra, el bastón y el cuchillo.
Permanecieron aún un rato silenciosos; después, el oficial se volvió hacia el sargento y le dijo:
-Mandaremos que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo.
Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó:
-¡A caballo!
Todos se aseguraron en las sillas, reuniéndose la sección, y volvió a emprender su marcha.
Pocas horas después, el niño muerto tuvo los honores de guerra.
Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigió hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana la sección de caballería, avanzaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, que pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino.
La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó las flores, y se las echó. Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban sobre el muerto. En pocos momentos, el muchacho se vio cubierto de flores, y todos los soldados le dirigían sus saludos al pasar: ¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós, rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!
Un oficial le puso su cruz roja, otro lo besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera, con el rostro pálido y casi sonriendo, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.

(2)

(2)

Edmundo de Amicis fue hombre de armas y hombre de letras, hombre de pluma y espada. Su acentuada vocación militar corría pareja con sus inquietudes literarias y políticas. Como militar de carrera participó en las guerras que culminaron en 1871 con la total unificación de Italia, el glorioso Risorgimento italiano. Fue escritor de libros de viajes, novelas, artículos de opinión para el periódico del Partido Socialista, del cual era miembro, fue escritor moralista de mucho éxito, nominado al premio Nobel, admirado por Charles de Gaulle. Posiblemente un verdadero patriota.
“Corazón”, el libro que le dio fama, escrito en 1886, compendia en forma de diario sus ideales éticos, pedagógicos, los lineamientos de todo lo necesario para la formación de un buen niño o más bien un niño perfecto, dotado de las mejores virtudes: bondad, gratitud, nobleza, amor, compasión, compañerismo, caridad, respeto, obediencia, laboriosidad, vocación de servicio, sumisión a la autoridad, patriotismo, vocación de sacrificio… Alguien dispuesto, en cualquier momento, a morir en guerra por la palabra patria.
“Este libro es la compilación de historias patrióticas y heroicas de niños de entre 10 y 14 años”.
“Es un libro pensado para conmover, con fuertes imágenes de sacrificio (sobre todo en los relatos mensuales) y en donde se destacan los valores familiares, humanos y espirituales, y el patriotismo”.
En este manual del buen niño o del niño perfecto no se enseña a pensar, a dudar, a formar seres dotados de conciencia crítica, capaces de cuestionar, poner en duda conocimientos, valores establecidos e intereses creados. El sistema, cualquier sistema, prefiere producir en serie seres robóticos.
“Corazón” es el diario de un niño italiano, llamado Enrique, que describe sus vivencias como estudiante de una escuela pública en Turín. Sus padres son bondadosamente sicorrígidos y lo acosan continuamente con pesadas lecciones de moral y cívica, le escriben notas y cartas en las que le inculcan un profundo sentimiento de culpa y de pecado.
Nadie lleva uniforme en la escuela y las diferencias de clase se evidencian en la vestimenta y en la educación, naturalmente. De acuerdo a su condición social los estudiantes son tratados de tú o de usted y en general los alumnos pobres son más malos que los pudientes, especialmente Franti, que es el peor de todos. Una de las mejores y más reveladoras páginas del diario es precisamente aquella en la que Enrique pasa revista a sus compañeros de curso:

MIS COMPAÑEROS
Martes, 25
Edmundo D'Amicis

El muchacho que envió el sello al calabrés es, de todos, el que más me agrada. Se llama Garrone, y es el mayor de la clase, tiene cerca de catorce años, es bueno, se nota sobre todo cuando sonríe, y parece que piensa siempre como un hombre.
Ahora ya conozco a muchos de mis compañeros. Otro me gusta también; se apellida Coretti y usa un chaleco de punto color de chocolate y gorra de piel. Siempre está contento. Es hijo de un empleado de ferrocarril que fue soldado durante la guerra de 1866, en la división del príncipe Humberto, y que dicen que tiene tres cruces.
El pequeño Nelli es un pobre jorobadito, gracioso, de rostro delgado y descolorido.
Hay uno muy bien vestido que se está siempre quitando las motas de la ropa, y se llama Votini.
En el banco que está delante del mío, hay otro muchacho a quien llaman el “albañilito”, porque su padre es albañil; su cara es redonda como una manzana, y su nariz es roma. Tiene una gran habilidad para poner hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerillo viejo, que enrolla y guarda en el bolsillo como un pañuelo.
Al lado del “albañilito” está Garoffi, un tipo alto y grueso, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que anda siempre vendiendo plumas, estampas y cajas de fósforos, y anota la lección en las uñas para leerla a hurtadillas.
Hay luego un señorito, Carlos Nobis, que parece algo presumido y se halla entre dos muchachos que me son simpáticos: el hijo de un forjador de hierro, enfundado en una chaqueta que le llega hasta las rodillas, con palidez de enfermo y que parece siempre asustado; no se ríe jamás; y otro pelirrojo que tiene un brazo inmóvil y lo lleva pegado al cuerpo; su padre está en América y su madre vende hortalizas.
Es también un tipo curioso mi compañero de la izquierda, Stardi. Éste, pequeño y tosco, sin cuello, gruñón, no habla con nadie, y creo que entiende poco; pero no aparta los ojos del maestro, a quien mira sin pestañear, con el entrecejo fruncido y los dientes apretados; si le preguntan algo cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y a la tercera da un cachete. Tiene a su lado a uno de cara adusta y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado ya de otra escuela.
Hay también dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y que llevan sombreros calabreses con plumas de faisán.
El mejor alumno (“el más bello de todos” dice en el texto original, pcs), el que tiene más talento y el que también será este año el primero, con seguridad, es Derossi; y el maestro, que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre. Yo, sin embargo, quiero más a Precossi, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido, y cada vez que pregunta o toca a alguien, dice: “Dispense”. Mira siempre con ojos tristes y bondadosos. Pero Garrone es el más grande y el mejor de todos.

Nota: “El llamado Franti fue objeto, en los años sesenta, de una clamorosa rehabilitación por parte de Umberto Eco en un escrito de su “Diario mínimo” titulado “Elogio de Franti”. Este elogio representaba no sólo la rehabilitación de un personaje literario, sino también la urticante, irónica y sacrílega interpretación en conjunto del famoso libro”.

 
Un ejemplo de la glorificación fascista del patriotismo


domingo, 13 de mayo de 2018

VALIÓ LA PENA

Valió la pena dar un ejemplo, dejar una herencia de orgullo, honor, constancia, valor a toda prueba y dignidad, sobre todo dignidad, esa dignidad sin la cual una persona integra no sabe vivir. 
Coronel Rafael Tomás Fernández Dominguez junto a Juan Bosch

pcs

sábado, 12 de mayo de 2018

CONTRIBUCIÓN

La contribución de Dante a la poesía es casi tan grande como su contribución a la superchería 

Un turco llamado Mustafá

Un turco llamado Mustafá

Cada año, a las 9:05 de la mañana del día 10 de noviembre, Turquía se paraliza y sus habitantes dedican un minuto de silencio a la memoria de Mustafá Kemal Atatürk. A esa hora y en ese día murió en 1938 -cuando apenas cumplía 57 años- uno de los grandes reformadores de la historia, el fundador y padre de la patria de la República turca.
Muchas cosas en este glorioso personaje son excepcionales, incluyendo su lugar de nacimiento: Salónica, la ciudad de los espíritus, como la define Mark Mazower en su obra homónima. Una ciudad que conserva el nombre de la hija del conquistador Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro, desde que la fundaran los griegos cuatro siglos antes de nuestra era:
“Salónica es una ciudad única en la historia del mundo. Conquistada por los turcos en 1430, dio acogida a los judíos expulsados de España en 1492 y se convirtió en lugar de convivencia de cristianos, musulmanes y judíos, donde comerciantes egipcios, esclavos ucranianos, bandidos albaneses y rabinos sefardíes se entendían en media docena de idiomas. Una ciudad tan famosa por sus palacios como por sus burdeles, donde abundaron los mesías, los mártires y los milagros. Hasta que el siglo XX acabó con esta vocación cosmopolita: la ciudad en que nacieron Kemal Ataturk y la revolución de los ‘jóvenes turcos’, vio cómo los griegos expulsaban a los musulmanes y cómo los nazis deportaban a los judíos a campos de concentración”. [i]
Algo también excepcional, o por lo menos poco ortodoxo, fue el hecho de que el padre de Mustafá, un oficial de aduana del Imperio otomano, contrariando los deseos de la madre lo sacara de la madraza, de la escuela coránica del barrio donde ya había comenzado sus estudios y lo hizo ingresar a una escuela laica privada, la escuela de Şemsi Efendi, que enseñaba conforme a un nuevo método. Eso permitiría al muchacho empezar a respirar en otro ambiente cultural.
De esta experiencia conservaría una imborrable memoria que, muchos años después (1922), describiría a un periodista:
“Lo primero que recuerdo de mi infancia es el ingreso a la escuela. Hubo una profunda lucha entre mi madre y mi padre con respecto a esto.
“Mi madre deseaba comenzar mi educación inscribiéndome en la escuela religiosa del barrio con cantos de los himnos religiosos apropiados. Pero mi padre, que trabajaba en la oficina de aduanas, estaba a favor de enviarme a la recién inaugurada escuela de Semsi Efendi y de obtener el nuevo tipo de educación. Al final, mi padre ingeniosamente encontró una solución.
“Primero, con la ceremonia habitual, entré en la escuela clerical. Por lo tanto, mi madre estaba satisfecha. Después de unos días, dejé la escuela clerical y pasé a la de Semsi Efendi. Poco después, mi padre murió”.[ii]
Incluso en una ciudad como Salónica, el ambiente de tolerancia era limitado y tanto Semsi Efendi como su escuela fueron objeto de agrias controversias, incluso ataques violentos por parte de elementos conservadores.
Efendi tenía reputación por la disciplina y el carácter militar que imprimía a la educación y a la relación con los estudiantes. De su breve estadía en su escuela preservaría Mustafá gratos recuerdos, como el de su primer día de clases, la voz de mando del maestro Efendi cuando ordenaba entrar a clases alineándo a los alumnos en doble fila, el “delicioso olor de las ramas de los pinos”, el maestro Efendi, de pie junto a la pizarra, con borrador y tiza en las manos, enseñando el alfabeto letra por letra, el recreo en el patio bajo estricta supervisión, las clases de gimnasia, los juegos en los que no se permitían pleitos ni el uso de malas palabras.
Pero el episodio que permaneció quizás más tercamente anclado a su memoria fue el de una turba de cuarenta o cincuenta fanáticos religiosos que entró a la escuela gritando, rompiendo sillas y pupitres, amenazando seguramente al maestro Efendi, pidiendo a gritos la condenación de su alma. ¡Qué delito tan grave había cometido?: “Efendi estaba -dice Mustafá- enseñando a los niños con el método de los infieles. Estaba permitiendo que los niños jugaran y practicaran gimnasia”.[iii]
Mustafá continuará su formación académica en la escuela militar de la ciudad donde demostrará un esmerado afán de pulcritud, disciplina, aplicación a los estudios, sobresale “por su elegancia y exquisitez de maneras, su atractivo físico y su viveza de inteligencia”, sobresale en química y matemáticas y en todo lo que se propone. Tanto así que un maestro, y sus propios condiscípulos, le aplican el nombre de Kemal (el perfecto). Ahora se llama Mustafá Kemal y algún día se llamará Mustafá Kemal Atatürk (padre de la patria).
Cuando se gradúa finalmente en la Escuela de Guerra de Estambul, es un hombre hecho y derecho, o más bien un poco torcido a la izquierda. Los estudios militares tenían ya como modelo el de las naciones occidentales de Europa y en cuanto ciencia militar se habían emancipado de la autoridad religiosa del Imperio otomano. En ese ambiente militaba parte de la elite intelectual y germinaba el descontento, las ideas subversivas, la percepción crítica del desastre que amenazaba al Imperio en la fase final de descomposición.
Mustafá Kemal “descubre” la literatura, estudia historia, se relaciona con las ideas de los ateos y disociadores de la época, con el travieso Voltaire, con el perverso Rousseau, el visionario Montesquieu, el extremista Diderot, Auguste Comte, Camille Desmoulins, las luminosas ideas de los enciclopedistas y del siglo de las luces, la revolución francesa. Y además se convierte en devoto admirador de Napoleone Bonaparte Ramolino. El célebre corso.
Como suele suceder y sucedió a Don Quijote, las muchas lecturas, el conocimiento, el mal hábito de pensar y criticar tuvieron un efecto devastador y el joven Mustafá Kemal se echó a perder. Algún día “decretaría la abolición del califato y de las órdenes religiosas y (…) la separación entre la Iglesia y el Estado,” y convertiría “a Turquía en la primera sociedad secularizada del mundo islámico”.[iv]



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Portada del libro “La ciudad de los espíritus”. Fuente externa
Cada año, a las 9:05 de la mañana del día 10 de noviembre, Turquía se paraliza y sus habitantes dedican un minuto de silencio a la memoria de Mustafá Kemal Atatürk. A esa hora y en ese día murió en 1938 -cuando apenas cumplía 57 años- uno de los grandes reformadores de la historia, el fundador y padre de la patria de la República turca.

viernes, 11 de mayo de 2018

MEMORIA Y OLVIDO DE JUAN JOSÉ ARREOLA

Fondo de Cultura Económica

Juan José Arreola fue uno de esos autores perfeccionistas que escribían felizmente con cuentagotas, poco a poco, sin prisa, con escasez, casi con tacañería, aunque no tanto como su paisano y tocayo Juan Rulfo. Su bibliografía se limita a unos pocos títulos de relatos: Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1972) y otras pocas cosas que no se comparan en calidad. Su obra maestra, Confabulario), junto a Pedro Páramo y El llano en llamas de Rulfo, y junto al Aura incandescente de Carlos Fuentes definen en la narrativa mejicana un punto de inflexión, un antes y un después. El paso del realismo ramplón a un realismo mágico y poético que no tenía igual en muchas literaturas, salvo la argentina, y anticipa o acompaña al boom de la gran novela latinoamericana de los años sesenta, con García Márquez, Cortazar y Vargas Llosa a la cabeza.

Arreola escribía con pasión, sólo sabía escribir con pasión poética. Era un mago de las palabras. Cosa que escribía era cosa que cautivaba. Literatura viva. Esa literatura viva en la que uno siente vibrar al ser humano. Su refinado sentido del humor y la ironía se traduce en todos sus textos, en la intensidad de la palabra escrita a cuentagotas y en los muchos sentidos y sinsentidos que sugieren sus palabras. La autobiografía de intención burlona, que propone en el texto De memoria y olvido en la edición original de Confabulario a manera de presentación, es una verdadera joya. Dejo aquí para deleite de los lectores el relato sobre la vida y sueños de Arreola, ese juego de fina inteligencia en el que describe, medio en serio y en broma, el entrañable paisaje de su pueblo nativo, las relaciones familiares y los avatares de una existencia en la que todo conspiraba para hacer de él lo que fue. Un escritor de raza. Uno de los grandes hitos, grandes mitos de la literatura mejicana.

DE MEMORIA Y OLVIDO

Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño. Desde mayo hasta diciembre, se ve la estatura pareja y creciente de las milpas. A veces le decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán. A propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres, además del pintor: el Nevado que se llama de Colima, aunque todo él está en tierra de Jalisco. Apagado, el hielo en el invierno lo decora. Pero el otro está vivo. En 1912 nos cubrió de cenizas y los viejos recuerdan con pavor esta leve experiencia pompeyana: se hizo la noche en pleno día y todos creyeron en el Juicio Final. Para no ir más lejos, el año pasado estuvimos asustados con brotes de lava, rugidos y fumarolas. Atraídos por el fenómeno, los geólogos vinieron a saludarnos, nos tomaron la temperatura y el pulso, les invitamos una copa de ponche de granada y nos tranquilizaron en plan científico: la bomba que tenemos bajo la almohada puede estallar tal vez hoy en la noche o un día cualquiera dentro de los próximos diez mil años.

Yo soy el cuarto hijo de unos padres que tuvieron catorce y que viven todavía para contarlo, gracias a Dios, Como ustedes ven, no soy un niño consentido. Arreolas y Zúñigas disputan en mi alma como perros su antigua querella doméstica de incrédulos y devotos. Unos y otros parecen unirse allá muy lejos en común origen vascongado. Pero mestizos a buena hora, en sus venas circulan sin discordia las sangres que hicieron a México, junto con la de una monja francesa que les entró quién sabe por dónde. Hay historias de familia que más valía no contar porque mi apellido se pierde o se gana bíblicamente entre los sefarditas de España. Nadie sabe si don Juan Abad, mi bisabuelo, se puso el Arreola para borrar una última fama de converso (Abad, de abba, que es padre en arameo). No se preocupen, no voy a plantar aquí un árbol genealógico ni a tender la arteria que me traiga la sangre plebeya desde el copista del Cid, o el nombre de la espuria Torre de Quevedo. Pero hay nobleza en mi palabra. Palabra de honor. Procedo en línea recta de dos antiquísimos linajes: soy herrero por parte de madre y carpintero a título paterno. De allí mi pasión artesanal por el lenguaje.

Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral, Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.

Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela del gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores. Aquí debo una aclaración: mi padre, que sabe de todo, le ha hecho al comercio, a la industria y a la agricultura (siempre en pequeño) pero ha fracasado en todo: tiene alma de poeta.

Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo.

Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y  empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.

Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.

A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, 1949).

Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente. 



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jueves, 10 de mayo de 2018

EL PÁRAMO EN LLAMAS DE JUAN RULFO

Pedro conde Sturla

México en llamas

Se han cumplido ya más de cien años del nacimiento de Juan Rulfo y todos sus muertos siguen vivos. Yo estudiaba en Monterrey cuando emprendí aquel viaje alucinante hacia “El llano en llamas” y el desolado “Pedro Páramo”. El hecho de vivir y conocer un poco a México me permitió apreciar la esencia, la autenticidad del paisaje, los variados matices de la oralidad literaria tan característica de ambas obras.

México en llamas
Lo primero que llama la atención es la densidad poética que invade todas las narraciones de Rulfo, la prosa poética cincelada y perfecta, “sombríamente poética”, la amargura existencial de tantos personajes derrotados por la vida y las circunstancias, la fuerza telúrica sobre la que se sostiene todo el entramado, la que da vida y muerte a todos los muertos vivos y vivos muertos que desfilan por el escenario. Ese difícil escenario en que a veces se hace difícil o imposible distinguir a unos de otros. El típico escenario rulfesco.

lunes, 7 de mayo de 2018

CELESTINA (Serie completa)

Pedro Conde Sturla

Celestina había ejercido en una época el más antiguo y obstinado oficio del mundo. Oficio de tinieblas. Con la edad habían menguado sus encantos, si acaso alguna vez los tuvo, y se había reformado. Se había convertido en costurera, en modista, o mejor dicho en costurera remendona. Nadie igualaba su destreza en el arte de reparar virgos y honras. Reparar virgos y la honra que llevaba aparejada.
Sempronio – uno de los criados de Calisto- la conoce bien, dice que vive al “fin de esta vecindad”, que es “una vieja barbuda”, que es una “hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay”. Sempronio entiende “que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad, y que a “las duras peñas promoverá y provocará a lujuria, si quiere”.

sábado, 5 de mayo de 2018

HISTORIA OCULTA DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL (serie completa)

Pedro Conde Sturla

Los malos de la película no son siempre los malos de la vida real. En las películas del oeste los malos son los indios y en las películas de Tarzán los malos son los negros y los leones. En las infinitas series de televisión sobre las guerras de las galaxias los malos son prietos y feos y en las películas de tema bélico, igual que en la mayoría de noticieros, se les llama muchas veces terroristas a las víctimas del terrorismo.


Sobre carniceros y carnicerías

Pedro Conde Sturla

7 de mayo de 2018