sábado, 21 de octubre de 2017

OK Nerón

Pedro Conde Sturla

 
Nerón recibió una llamada telefónica y dijo que iba a tomar represalias. Los cristianos y judíos revoltosos le habían pegado fuego a Roma y le echaban a él la culpa. Lo habían visto cantando a la luz de las llamas una canción de moda sobre el saqueo de Troya, cantando y bailando al ritmo de la lira con su vocecita desafinada y sus piernas flacas. Riéndose además como un loco.
-Pero si yo no estaba en Roma -protestó.
Nerón, el gran calumniado, no se encontraba en Roma, estaba en Anzio, su adorada ciudad natal, visitando el futuro cementerio de los numerosos soldados usamericanos que morirían en la segunda guerra mundial por culpa de la estupidez de un general.
Cornelio Tácito, el gran historiador, confirma en sus “Anales”, la veracidad de este hecho y el peso que tuvieron los rumores en la demonización del personaje:
“Como en aquel tiempo Nerón se encontraba en Anzio, regresó a la Ciudad, pero no antes de que el fuego se acercara a la casa con la que había unido el Palacio y los jardines de Mecenas. Sin embargo, no hubo posibilidad de atajarlo sin que el Palacio, la casa y todos sus alrededores quedaran abrasados. Pero, como consuelo para aquel pueblo disperso y fugitivo, hizo abrir el Campo de Marte, los monumentos de Agripa y hasta sus propios jardines, y construyó unos edificios provisionales que acogiesen a aquella multitud desarrapada. Se trajeron provisiones de Ostia y de los municipios vecinos y se rebajó el precio del trigo hasta tres sestercios. Todas estas medidas, aunque populares, caían en el vacío porque se había corrido el rumor de que en el mismo momento en que la Ciudad estaba en llamas él había subido a un escenario en su propia casa y había cantado la caída de Troya, comparando los males presentes con las catástrofes del pasado”.
Tácito le atribuye al diabólico Nerón un sinnúmero de atrocidades que sobrepasan la imaginación y que todavía nos dejan con la boca abierta:
“En consecuencia, para librarse de la acusación [de haber quemado Roma], Nerón buscó rápidamente un culpable, e infringió las más exquisitas torturas sobre un grupo odiado por sus abominaciones, que el populacho llama cristianos. Cristo, de quien toman el nombre, sufrió la pena capital durante el principado de Tiberio de la mano de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilatos, y esta dañina superstición, de tal modo sofocada por el momento, resurgió no sólo en Judea, fuente primigenia del mal, sino también en Roma, donde todos los vicios y los males del mundo hallan su centro y se hacen populares. Por consiguiente, se arrestaron primeramente a todos aquellos que se declararon culpables; entonces, con la información que dieron, una inmensa multitud fue presa, no tanto por el crimen de haber incendiado la ciudad como por su odio contra la humanidad. Todo tipo de mofas se unieron a sus ejecuciones. Cubiertos con pellejos de bestias, fueron despedazados por perros y perecieron, o fueron crucificados, o condenados a la hoguera y quemados para servir de iluminación nocturna, cuando el día hubiera acabado”.
Al demoníaco Nerón también se le atribuye el martirio de San Pedro:
“La tradición católica de los Padres de la Iglesia narra que Pedro acabó sus días en Roma, donde fue obispo, y que allí murió martirizado bajo el mandato de Nerón, sepultado a poca distancia del lugar de su martirio”.
-¡Pero si ese hombre nunca estuvo en Roma!
De hecho, hay muchas dudas sobre la presencia y la muerte de San Pedro, el primer papa, en la ciudad de los papas, pero “a principios del siglo IV el emperador Constantino el Grande mandó construir una gran basílica sobre su sepultura” en la cercanía de la colina Vaticana. Y sobre esa misma supuesta sepultura, sobre la tumba de un hombre que quizás no está enterrado en ese lugar, se levantaría en el siglo XVI la monumental Basílica de San Pedro que hoy todos admiramos con infinito recogimiento.
Nota: “OK Nerón” (“O.K. Nerone”) es el título de una mediocre comedia erótica italiana de 1951 dirigida por Mario Soldati. Narra la historia de dos marinos usamericanos que se transportan en sueños a la antigua Roma en época de Nerón y viven increíbles aventuras. Un viaje en el tiempo.
Cuando llegó al país, en 1953, los hermanos del Colegio de Lasalle (donde cursaba el tercero de primaria) publicaron en un cartel un aviso, una seria advertencia dirigida a los estudiantes para que se abstuvieran, por razones de moral cristiana, de asistir a la proyección de la licenciosa película -prohibida, para mi desgracia, para menores- en la que apenas se veían hermosas chicas con los senos al aire y al desgaire.
La advertencia fue un éxito, a juzgar por la cantidad de estudiantes lasallistas que hicieron cola para verla una y otra vez.

jueves, 19 de octubre de 2017

Tesoro de cuentos chinos

Pedro Conde Sturla 
14 sept. 2008

García Márquez se preguntaba en un famoso artículo si  todos los cuentos son cuentos chinos, es decir un embuste, una cosa mentirosa para embaucar a los incautos o simplemente para entretener una audiencia, nada más que mentira y falsedad, purua invención. En China, por ejemplo, todos los cuentos son cuentos chinos, pero en un sentido muy ajeno al que le damos en estas regiones de América. En China, como en la India, los cuentos son venerados como instrumento de enseñanza y educación de los sentimientos. A través de ellos se difunden normas religiosas, principios de moral y cívica, sentimientos de solidaridad y amor al prójimo. También son frecuentes las narraciones satíricas, filosóficas y políticas, no carentes de un fino sentido del humor. En China, cuya literatura cuenta con más de tres mil años de existencia, posiblemente se han escrito más cuentos que en el resto del mundo. Lo asombroso es que muchos de esos textos anticipan gran parte de la narrativa occidental, especialmente la literatura fantástica que en el caso de Chiang Tzu o Zhuangzi se remonta al siglo IV a.C. De hecho, anticipan un poco a Borges, ese mismo Borges que decía, y con razón: “Toda novedad no es si no olvido”. Borges, a su manera fina y erudita, no hace más que traducir el proverbio bíblico que dice que no hay nada nuevo bajo el sol. Los tres brevísimos cuentos fantásticos que aquí se presentan son tema de culto en la literatura china, el mundo de los sueños, y forman parte del más selecto acervo cultural de la humanidad. Sorprenden por su antigüedad y al mismo tiempo por su palpitante actualidad, y la influencia que han ejercido en las letras ha sido enorme. El primero y el segundo, “El ciervo escondido” y “El sueño de la mosca horripilante” son anónimos y lo poco lo que se sabe es que fueron escritos en el octavo siglo de la era cristiana, un siglo de oro de la literatura china. El tercero, “Sueño de la mariposa”, del cual se ofrecen tres versiones, es obra de Chuang Tzu o Zhuangzi, un personaje “que vivió aproximadamente entre los años 369 y 290 a. C.” Chiang Tzu es considerado como “”el mayor filósofo, poeta y literato ensayista de toda la historia de la escuela taoísta”, como “el fénix de los literatos chinos”. “Sueño de la mariposa” es uno de los relatos más celebrados y estudiados de la historia de la literatura. Esta perturbadora narración, al igual que las dos primeras, ponen en entredicho las fronteras entre sueño y realidad, un tema que será típico de Kavka y a veces de Tabucchi y tantos otros. Las dos primeras, desde luego, llevan las huellas de la tercera como puede apreciarse. De cualquiera de ellas puede decirse lo mismo que dice un comentarista anónimo que rescaté de una página de Internet: “Borgiano cuento chino de oníricos senderos que se bifurcan hasta llegar a las minas del Rey Salomón en un shakesperiano sueño de una tarde de verano…”.

El ciervo escondido 
Anónimo chino 

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer: -Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador. -Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer. -Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó? Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador: -Realmente mataste un ciervo y creíste que
era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan. El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo: -¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?

El sueño de la mosca horripilante
Anónimo chino

Li Wei soñaba que una mosca horripilante rondaba por su habitación, interrumpiendo inoportunamente una de sus profundas meditaciones. Molesto, comenzó a perseguirla tratando de acallar con un golpe su desagradable zumbido. Portaba en la mano, con tal objetivo, la primera edición de “Con la copa de vino en la mano interrogo a la luna”, poema épico de su entrañable amigo Li Taibo. Corrió y corrió incansablemente entre el reducido espacio de esas cuatro paredes, sacudiendo sus brazos cual si fuera él mismo una mosca. Dicha empresa le sirvió de poco. La mosca, posada en el marco del retrato de su amada, lo miraba con aburrida indiferencia. Exhausto por la persecución, Li Wei se despertó agitado. Sobre la mesa de luz estaba posado, distraído, el fastidioso insecto. De un viril manotazo, el filósofo acabó con la corta vida de la triste mosca. Li Wei jamás sabrá si mató a una mosca o a uno de sus sueños.


 Sueño de la mariposa
 Chuang Tzu 

1-Chang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu. 

2-Cierto día, Chuang Tzu se quedó dormido y soñó que era una mariposa, revoloteando muy contento por ahí. Y la mariposa no sabía que era Chuang Tzu soñando. Luego despertó y volvió a ser el de siempre, pero ahora no sabía si era un hombre soñando que era una mariposa o una mariposa soñando que era un hombre 

3-Un día Zhuangzi se quedó dormido en el jardín. Tuvo un sueño. Soñó que era una bella mariposa. Voló hacia el este y hacia el oeste hasta que se cansó tanto que se quedó dormida. La mariposa también tuvo un sueño. Soñó que era Zhuangzi. Justo en ese momento Zhuangzi se despertó. No sabía si realmente era Zhuangzi o el Zhuangzi del sueño de la mariposa. Tampoco sabía si había soñado que era una mariposa o si una mariposa había soñado que era él. 


El Caribe, 14 sept. 2008

miércoles, 18 de octubre de 2017

Mil y una noches


Pedro Conde Sturla



El libro comienza con la “Historia del rey Schahriar y de su hermano el rey Schahzaman”, precedida por una piadosa invocación:
“¡Aquello que quiera Alah! ¡En el nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso! Que las leyendas de los antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el hombre aprenda en los sucesos que ocurren a otros que no son él. Entonces respetará y comparará con atención las palabras de los pueblos pasados y lo que a él le ocurra, y se reprimirá. Por esto ¡gloria a quien guarda los relatos de los primeros como lección dedicada a los últimos!”
La historia se cuenta sola, casi sola. Schahriar y Schahzaman gobernaban felizmente en sus dominios de Oriente hasta la noche fatídica en que Schahzaman, el menor de los hermanos, estaba a punto de salir de viaje para visitar a Schahriar y “recordó una cosa que había olvidado”:
“…volvió a su palacio secretamente y se encaminó a los aposentos de su esposa a quien pensaba encontrar triste y llorando por su ausencia. Grande fue, pues, su sorpresa al hallarla tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal desacato, el mundo se obscureció ante sus ojos.”
Schahzaman lava la afrenta con sangre y cae en una terrible depresión de la que se recobra al enterarse de que la mujer de su prestigioso hermano se comporta de igual o peor manera:
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey Schahzaman vió cómo se abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cuales avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de su belleza. Llegados a un estanque, se desnudaron, y se mezclaron todos.
Y súbitamente la mujer del rey gritó: ‘¡Oh, Massaud!’ Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo negro, que la abrazó.
Ella se abrazó también a él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.
A tal señal todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar con sus besos, abrazos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer.
Al ver aquello, pensó el hermano del rey: ‘¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra". Inmediatamente, dejando que se desvaneciese su aflicción, se dijo: ‘¡En verdad, esto es más enorme que cuanto me ocurrió a mí!’” 
Schahzaman cuenta a Schahriar lo que había visto y cuando éste comprueba la veracidad de la información “la razón se ausentó, de su cabeza, y dijo a su hermano:
‘Marchemos para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a nuestra vida.’”
            En el trayecto encuentran a un efrit, un poderoso genio “dotado de poderes para el bien y para el mal”, un ser que infunde miedo y respeto a todos, menos a una dulce y bella doncella a la que había raptado y mantiene “cautiva”, y de la cual está genialmente enamorado. Pero la doncella se las arregla para vengarse, seduciendo a todos los hombres que conoce y despojándolos de sus anillos para fines de contabilidad. Los hermanos, que habían trepado a un árbol para esconderse del efrit, no resisten el llamado de la encantadora y amenazadora muchacha:     
“Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vió ocultos en las ramas a los dos reyes. En seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas: ‘Bajad, y no tengáis miedo de este efrit’. Por señas, le respondieron: ‘¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan peligroso!’
“Ella les dijo: ‘¡Por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os dará la peor muerte’. Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se levantó para decirles: ‘Traspasadme con vuestra lanza de un golpe duro y violento; si no, avisaré al efrit’.
“Schahriar, movido del espanto, dijo a Schahzaman: ‘Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta manda’. El otro repuso: ‘No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres mayor’. Y ambos empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose con los ojos señas de copulación.
“Pero ella les dijo: ‘¿Para qué tanto guiñar los ojos? Si no venís y me obedecéis, llamo inmediatamente al efrit’. Entonces, por miedo al efrit hicieron con ella lo que les había pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: ‘¡Qué expertos sois los dos!’
“Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les preguntó: ‘¿Sabéis lo que es esto?’ Ellos contestaron: ‘No lo sabemos’. Entonces les explicó la joven: ‘Los dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte que me vais a dar vuestros anillos’. Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo: ‘Sabed que este efrit me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas.
“Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no hay quien la venza.”
En conclusión, ni siquiera un ser sobrenatural puede salir “sano y salvo de la seducción de las mujeres”. Todas las mujeres son iguales, la donna è mobile, tutte sono puttane, y de ninguna manera se les puede permitir lo que se les permite a los hombres.
En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y esclavas. Después, persuadido de que no existía mujer alguna de cuya fidelidad pudiese estar seguro, ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen. Y cada noche arrebataba a una su virginidad. Y cuando la noche había transcurrido mandaba que la matasen. Así estuvo haciendo durante tres años, y todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les quedaban. En la ciudad no había ya ninguna doncella que pudiese servir para los asaltos de este cabalgador. 
“En esta situación, el rey mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más que buscó, no pudo encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura, que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y eran de una delicadeza exquisita. La mayor se llamaba Schehrazada, y el nombre de la menor era Doniazada.
“La mayor; Schehrazada, había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla.
“Al ver a su padre, le habló así: ‘Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de pesadumbres y aflicciones?...’
“Cuando oyó estas palabras el visir contó a su hija cuanto había ocurrido desde el principio al fin, concerniente al rey. Entonces le dijo Schehrazada: ‘Por Alah, padre, cásame con el rey, porque si no me mata seré la causa del rescate de las hijas de los musulmanes y podré salvarlas de entre las manos del rey.’ Entonces el visir contestó: ‘¡Por Alah sobre ti! No te expongas nunca a tal peligro.’ Pero Schehrazada repuso: ‘Es imprescindible que así lo haga.’
 El padre trata de hacerla recapacitar contándole “lo que les ocurrió al asno y al buey con el labrador”, un relato misógino como la mayoría, desbordante de humor. 
Sin embargo, la tozuda Schahrazada no cede, insiste por el contrario “nuevamente en su ruego”:
“Padre, de todos modos quiero que hagas lo que te he pedido.’ Entonces el visir, sin replicar nada, mandó que preparasen el ajuar de su hija, y marchó a comunicar la nueva al rey Schahrian.”
Mientras tanto, Schehrazada decía a su hermana Doniazada: “Te mandaré llamar cuando esté en el palacio, y así que llegues y veas que el rey ha terminado su cosa conmigo, me dirás: ‘Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la noche’. Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de la emancipación de las hijas de los musulmanes’.
Fué a buscarla después el visir, y se dirigió con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró muchísimo al ver a Schehrazada, y preguntó a su padre: ‘¿Es ésta lo que yo necesito?’ Y el visir dijo respetuosamente: ‘Sí, lo es’.

“Pero cuando el rey quiso acercarse a la joven, ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo: ‘¿Qué te pasa?’ Y ella contestó ‘¡Oh, rey poderoso, tengo una hermanita de la cual quisiera despedirme!’ El rey mandó buscar a la hermana, y apenas vino se abrazó a Schehrazada, y acabó por acomodarse cerca del lecho.

“Entonces el rey se levantó, y cogiendo a Schehrazada, le arrebató la virginidad. Después empezaron a conversar.

“Doniazada dijo entonces a Schehrazada: ‘¡Hermana, por Alah sobre ti!, cuéntanos una historia que nos haga pasar la noche’.

“Y Schehrazada contestó: ‘De buena gana, y como un debido homenaje, si es que me lo permite este rey tan generoso, dotado de tan buenas maneras.’

“El rey, al oír estas palabras, como no tuviese ningún sueño, se prestó de buen grado a escuchar la narración de Schehrazada”.

Entonces Schahrazada, contó una historia apasionante y comenzó a contar otra que interrumpió ingeniosamente:
“En este punto de su narración, vio Schahrazada que iba a amanecer, y se calló discretamente, sin aprovecharse más del permiso. Entonces su hermana Doniazada le dijo: ‘¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras llenas de delicia!’ Schahrazada contestó: ‘Pues nada son comparadas con lo que
os podría contar la noche próxima, si vivo todavía y el rey quiere conservarme.’ Y el rey dijo para sí: ‘¡Por Alah! No la mataré hasta que haya oído la continuación de su historia.”
Así comienza la más gloriosa colección de relatos que conoce la humanidad. Una que me apasiona casi tanto como a Gustavo Olivo Peña (lector de culto), aunque quizás no tanto como apasionó a ese genio de la literatura que llamamos Borges:
“En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el ‘Libro de Las mil y una noches’.”

pcs, viernes 6 de noviembre de 2015
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viernes, 13 de octubre de 2017

La sangre


La sangre (una vida bajo la tiranía) 
Pedro Conde Sturla

L  



Desde un punto de vista histórico y social, una de las más jugosas y truculentas novelas de la literatura dominicana es “La sangre” de Tulio M. Cestero (1887-1955), que publicara en 1914 cOn el subtítulo “Una vida bajo la tiranía”. Su interesente bibliografía incluye, además, “Impresiones de viaje: Ciudad Romántica” (1911), “Hombres y Pkiedras” (1915) y “César Borgia” (1935).
La celebre novela “La sangre”, comparte con el “Enriquillo” de Galván la gloria de contarse entre las obras capitales del parnaso criollo y de la república de las letras americanas en el ámbito del romanticismo y el modernismo, no sólo por la excelencia de su estilo y realización, sino por su condición y carácter de fundadora de ideología en la acepción marxista del término (falso concepto de la realidad, conjunto de ideas, creencias, imágenes, representaciones, sublimaciones que proporcionan una visión ficticia del mundo y del modo en que se desenvuelve la vida social de los seres humanos). No en balde Manuel Arturo Peña Batlle –numen prolífico del trujillismo- creía “firmemente que ‘La sangre’ era la mejor novela dominicana”. Opinión parecida, aunque por razones diferentes, sostenían Pedro y Max Henríquez Ureña.
En sus líneas generales, “La sangre” es la historia del revolucionario Antonio Portocarrero y un poco también la historia de la “ciudad romántica” de Santo Domingo, la ciudad colonial, desde el primer gobierno de Lilís (1882) hasta la Convención Dominico-Americana (1907). Más que una vida bajo la tiranía, como se subtitula la obra, es una verdadera novela de las revoluciones. Y más que eso, todo un ensayo de interpretación de la historia dominicana en términos de sociología y  sicología social. Desde este punto de vista, “La sangre” es lo que suele llamarse una novela histórica y también una apasionada tesis política.
La narración, hasta el capítulo XII ofrece una visión retrospectiva de los acontecimientos, en flash back, utilizando un procedimiento que sería típico de los más renombrados realizadores cinematográficos, como el Orson Welles de “Ciudadano Kane”.
El año de inicio de la novela  es 1899 y faltan horas para que se produzca el ajusticiamiento del tirano Lilís (Ulises Hilarión Heureaux Lebert) a manos de Mon Cáceres y Jacobito de Lara en el poblado de Moca.
Desde su celda en la Torre del Homenaje de la Fortaleza Ozama, donde ha ido a parar por decimaquinta vez durante la tiranía, Antonio Portocarrero rememora y reevalúa diversas etapas de su existencia. La infancia inolvidable en el “riente valle nativo” de Peravia, concita sus mejores recuerdos. Allí fue dichoso “jugando a los matrimonios” con la hija de la vecina, haciendo travesuras: acechando a las lavanderas en los ríos, librando batallas a guayabazos, echando carreras en burros, dejándose llevar a misa por “las alegres campanas de la iglesia”, persiguiendo a las Mariposas de San Fernando, que en una época inundaban el país y ya no existen más que en un nostálgico poema de Federico Jovine Bermúdez. 
Y fue dichoso a pesar del casi diario “castigo” de asistir a la escuela: 
“Dichosa edad! Cumplidos los ocho años, sufrió los primeros cambios desagradables en su vida. Terciada al busto la saqueta de tela con el libro primero de Mantilla, pizarra, cuaderno de escritura, tintero, pluma y clarión, tomó el camino de la escuela de varones.”
Los recuerdos de esa infancia los recrea el autor en páginas que son como una pintura de las costumbres pueblerinas, incluida la fiesta de la virgen y tradición del Peroleño. Un cuadro digno de ser reproducido en su integridad:
“¡Y qué misa, la del día de la Virgen! La iglesia de bote en bote. En la tarde, la imagen de Nuestra Señora de Regla recorrió en procesión las calles principales, barridas, desherbadas ex profeso y cubiertas de pétalos multicolores. Seis doncellas cargaban las andas florecidas. La Virgen, con su joyante túnica blanca bordada de oro, manto azul y corona de pedrería, entre cálices, turíbulos, diosa de aquella Arcadia, ponía en cada pecho el contento de vivir o la promesa de un milagro. Teorías paralelas de muchachas tocadas de albos velos, con cirios encendidos hechos de la cera más fina de las colmenas, precedían: una de ellas, la chiquilla, su ex-novia, que, grave, casta, ni le miró. ¡Quién hace cuenta de cosas de niños! Los bailes, rumbosos Como jamás, y hasta le pareció a él que ni las feas comieron pavo, y las notas de las danzas sugerían más elocuentes las declaraciones de amor a los ladinos capitaleños. ¿Y las corridas de anillos y macutos, y las cenas? No, si todo fue magnífico, hecho adrede, para que él no lo olvidara. ¿ Y el Peroleño?... 
“Érase el Peroleño, legítimo descendiente del ilustre señor don Pedro Leño, perniquebrado, pequeño y redondo, el lampiño rostro malicioso, en los labios finos y rojos, sonrisa despreciativa. La nariz remangada; negro el mostacho; la cabeza de escaso pelo lacio, plantada en un cuello arrecho, se iluminaba con la lumbre de los saltones ojos azules y picarescos, hasta la desfachatez. El pecho abultado y los hombros anchos desafían los golpes del contrario. 
Colocado en su trono, de modo que se moviera al menor contacto, lucía espada, cruces y medallas; cimera empenachada y adarga embrazada en la diestra. En la izquierda sostenía una calabaza o vasija llena de agua de tuna. Los jinetes contrarios, a escape, le pegaban con la siniestra, y el muñeco a su vez, aplicábales un lamparón bermejo. La victoria era de quien salía ileso del encuentro, y para él, la ofrenda de un lazo con ancha moña rizada que antes se ostentó en corpiño femenil, o palma que, las más de las veces, correspondió al triunfante Peroleño. 
Toñico sentía cominillo, irresistibles ganas de correr; se le antojaba fácil el éxito: alcanzar el lazo de la ex-novia, ser admirado y aplaudido. Y tal empeño puso, que alguien complaciente le prestó caballo, por una carrera nada más, e hipándose sobre los estribos, pasó, alcanzando al muñeco con tan leve pasa-gonzalo, que apenas si unas gotas señalaron su primera derrota. 
“¿Y el testamento del Peroleño ....? ¡De rechupete! El noveno día, caballero en un borrico, seguido de ruidosa cabalgata de damas y galanes, paseó el pueblo. En las esquinas fue leído el testamento, en verso, con sal y pimienta, satirizando a las autoridades y notables. Al maestro también le tocó su chinita; y cómo la rieron los alumnos, exclamando: ‘¡ya nos las pagó todas juntas!”. 
A los catorce años, por mediación de un tío que residía en la Capital, ingresa “como interno en el colegio San Luis Gonzaga”, bajo la dirección del inefable, retorcido y sexualmente ambiguo y depredador y pedófilo padre Billini. “Ay, Dios mío”, escribe al respecto más o menos el marido de Salomé Ureña, Francisco Henríquez y Carvajal en copiosa correspondencia con su esposa publicada en varios tomos: “el pervertido bajo la sotana del santo”.
El ingreso al San Luis Gonzaba, ya casi en ruinas, situado en la calle que hoy se llama padre Billini, al lado de la iglesia Regina Angelorum (donde hoy existe el Colegio de Señoritas Salomé Ureña) traumatiza temporalmente al provinciano que llega, como otros, “con su catre de tijeras”. Después vendrá el verdadero período de adaptación a la vida.

pcs, jueves 12 de julio de 2012
-o-
De temperamento nervioso y volitivo, sensible fantasioso, idealista en grado superlativo, Antonio Portocarrero madura atropelladamente entre vicisitudes, altibajos, reveses de la fortuna en su mayoría, y vive alternativamente períodos regulares de libertad y reclusión. Devora libros a granel, realiza lecturas desordenadas y quijotescas. Uno de sus escritores favoritos es Víctor Hugo, lee a Castelar y a Zola, estudia historia, economía, y es ferviente admirador de José Mármol por su oposición al tirano Rosas de Argentina.
A finales de los años ochenta escribe y publica en “El Eco de la Opinión” su primer artículo de crítica contra el gobierno de Lilis, se gradúa al poco tiempo de “caballero de la ciencia” con título de bachiller, e ingresa “en el profesorado, sin vocación, como medio de vida”, y se dedica intensamente a la política. Ese primer artículo y su dedicación a la política lo llevan a conocer tempranamente la cárcel y a convertirse en huésped habitual de la Torre del homenaje.
Entre uno y otro periodo de libertad se enamora de una muchacha poco agraciada con la cual se casa, pese a la oposición de toda la familia que no ve con simpatía su condición de agitador revolucionario (al que eventualmente habrá que alojar y mantener), y de la unión nace, para colmo, un niño anormal.
El ajusticiamiento  de Lilís en 1899 lo sorprende en la cárcel y al poco tiempo sale en libertad con la esperanza de que las cosas cambiarián y de que con la desaparición física de Lilís,  desapareceriá también el lilisismo.
En el fondo, y aunque sólo se lo confiese tímidamente a sí mismo, espera una recompensa a la medida de sus sacrificios, pero nuevas amarguras y desilusiones lo esperan al doblar de la esquina. A pesar de su prestigio, Antonio es un intransigente que no cabe en ningún gobierno. Su trayectoria vertical, el compromiso que ha contraído con su propio pasado, le impide amoldarse a la nueva situación que, en esencia, no es más que una prolongación del régimen anterior. La corrupción campea por sus fueros y la anarquía se adueña del país, gobiernos de baja y trepa se suceden sin interrupción en base en base a elecciones y golpes de estado. Numerosos personeros lilisistas son llamados a ocupar cargos de importancia en la administración pública, mientras que a él se le mantiene prudentemente aislado.
Despechado y rabioso, Antonio vuelve a la oposición, vuelve a la carga y publica en “El Listín Diario” artículos que son palma de fuego contra el gobierno, contra todos los gobiernos de turno.
Más adelante funda “La Libertad”, su propio periódico, desde cuyas páginas arremete con más ardor que nunca contra los desmanes del poder. Su prestigio es enorme. Se ha convertido en una personalidad, y se granjea simpatías y antipatías a granel odiado o respetado, según el caso. 
La oposición se aglutina en torno a Portocarrero y su diario, hasta que deja de ser oposición y le da la espalda. Entre sueños,  ideales y aspiraciones que la realidad contrasta, el periódico se hunde por falta de fondos y la situación en su familia se deteriora irremediablemente.
La carrera de revolucionario del protagonista se reduce a una cadena de fracasos provocados –como sugiere la trama- por su propia idiotez y su falta de sentido práctico, su exceso de idealismo. Al cabo de años de vicisitudes, Portocarrero toma una especie de conciencia acerca de sí mismo y del país, y termina derrotado de un modo abyecto. No es un simple fracasado, sino un perfecto fracasado. Fracasa, en efecto, no sólo en política, sino también en sus aspiraciones, fracasa como persona, fracasa como esposo, fracasa en la paternidad al nacerle un hijo anormal, fracasa como tenorio, fracasa patéticamente como guerrillero, fracasa como conspirador, fracasa como editor, como intelectual incluso como trepador social. Es un antihéroe, o mejor, un héroe ridículo. Cestero lo define como un Quijote, un admirador de Dulcinea. Implícitamente hace mofa de la vocación quijotesca de su personaje. A pesar de la pureza de sus ideales originales, nada hay en él digno de admiración sino de escarnio, o de pena si acaso. De alguna manera es un imbécil que se lanza contra los molinos de viento de la historia, un cretino, un exaltado. En síntesis, un prototipo de revolucionario indeseable. Hay que notar, de paso, que de alguna manera Portocarrero es también prototipo del intelectual hostosiano positivista, creyente en las posibilidades del progreso nacional independientemente de proteccionismos y tutelas foráneas.
El modo en que Cestero construye su personaje es casi tan impresionante como el modo en que lo destruye, con una especie de candor que parecería casual si no fuera intencional y maligno. Lo destruye con inteligencia, con fina sutileza, insinuándose en sus pensamientos, royéndolo por dentro. Portocarrero, en efecto, vigoroso al principio de la novela, se deshace poco a poco en las manos del lector. Lo que queda es una entelequia. El personaje Portocarrero representa, pues, desde este punto de vista, la más corrosiva, denigrante y cruel caricatura de un idealista revolucionario.
En cambio su amigo Arturo –alter ego del autor de la novela-, sin ser tan puro ni intransigente, es un personaje socialmente útil y representa un modelo a seguir. No es un parásito revolucionario como Portocarrero. Es un hombre, un político realista que lamenta la firma de la Convención Dominico-Americana que puso las aduanas del país en manos del imperio norteamericano, pero al mismo tiempo entiende que hay que aplicar “la lección de los hechos consumados”: el destino del pueblo dominicano “es ser absorbido por el yanqui”. La Convención -razona Arturo, y con él Cestero- “mortifica a nuestro patriotismo, pero no amenaza la independencia: el mal no está en ella sino en nosotros mismos. Por otra parte, nos pone en contacto con un gran nación, de cuyas instituciones y costumbres civiles tenemos que aprovecharnos”. La Convención –añade Arturo- no es “obra del gobierno…es el fruto del desacierto de tres generaciones…”. La clave del desarrollo parece estar, a juicio de Arturo, en el baile del tow steps y en el juego de la pelota, el base ball. Los soñadores, en definitiva, han hundido al país. La salvación de la patria, el progreso de la patria, corren parejos con la tutela norteamericana.
El país, al parecer, nunca había sido un juguete de las grandes potencias. España y Francia no impusieron dictadores y dictaduras, no lo saquearon a su antojo con la colaboración, desde luego, de los estamentos más retrógrados y antinacionales, no se lo repartieron como piñata, Francia no convirtió el oeste de la isla en un feroz régimen de plantación esclavista, no fue un factor determinante en la división definitiva de la isla en dos países, que ha sido el más trágico acontecimiento de la historia nacional, no ha gravitado pesadamente su herencia colonial en el infausto destino del pueblo  dominicano y haitiano.
No convirtió el imperio a ambos países en enclaves azucareros al cabo de una brutal ocupación, no impuso, para custodiar sus intereses, a dictadores vesánicos durante casi todo el siglo XX. 
No y no, la culpa es de los idealistas que han soñado y luchado y han muerto por un país mejor. La burda ideología de Cestero, entendida como dije en sentido marxista como falso concepto de la realidad queda al desnudo. Príncipes y reyes en otra época, eran príncipes y reyes por voluntad divina, y el Papa por igual sigue siendo vicario de Cristo, !representante de Cristo en la tierra el mero jefe de la iglesia apostólica, pedófila y romana! Ejercicio y exhibicionismo de la más pura ideología en “la más sutil de las canchas”, como decía Roque Dalton.


pcs, miércoles 18 de julio de 2012

sábado, 7 de octubre de 2017

El sobreviviente

 


Este es, sin duda, un libro de buen amor y es un libro de buen humor. Es, en parte, la memoria de un sobreviviente, de alguien que sobrevivió a la tenaz persecución de la banda de criminales del demoníaco Joaquin Amparo Balaguer Ricardo, alias D’Elito, como le llamaban cariñosamente sus hermanas. 
Un sobreviviente que se jacta de que también sus ideas sobreviven, que repite, con Eduardo Galeano: “ Muchos pelos se me han caído de la cabeza, pero no se me caído ni una sola idea”.

El humor, omnipresente, no lo abandona ni siquiera en las peores contingencias. Muchas veces, cuando el cerco se estrechaba y parecía inminente su captura y su muerte, el sobreviviente desafiaba a los sicarios de Malaguer con breves notas de prensa en que afirmaba: “Culebra no coge maco saltando”.
 
Es un sobreviviente al que muchos no perdonan que esté vivo.


Ligera de equipaje

Pedro Conde Sturla

 
Holly Golightly, el inolvidable personaje de Truman Capote, va ligera por la vida (go lightly), persiguiendo un sueño que se le niega, que la excluye. Es una chica liviana en más de un sentido, igual que su apellido, voluble, ambiciosa, frágil y seductora, a veces quizás encantadora, pero también es una chica acorralada por la vida y sus circunstancias, atrapada en la telaraña de sus mejores fantasías. Vive rodeada de gente extraña en un ambiente de relumbrón y todo en su existencia es provisional. Para ella, y tantas miles como ella, la mejor idea del paraíso es la que representa Tiffany’s, la famosa joyería neoyorquina.
La relación más estable y auténtica de Holly Golightly es la que mantiene con su gato, o mejor dicho, con un gato callejero que no tiene nombre y no tiene dueño. Ella lo cuida, lo alimenta, lo mima, pero en todo momento finge tener una relación de distanciamiento con él. Son sólo amigos circunstanciales, sólo las circunstancias los unen, por el momento, y llegará el día en que tendrán que separarse. Ambos lo saben. Ella cambia de novio como cambia de vestido y no le será más difícil cambiar de gato.
Pero el climax de esa pequeña obra maestra que se titula “Desayuno en Tiffany’s” se produce cuando Holly Golightly trata de librarse y se libra del dichoso gato, cuando al instante descubre que algo se le ha quebrado en el alma, el momento en que aquilata la intensidad de su sentimiento por el felino:
“Holly bajó del coche, llevándose consigo al gato. Acunándolo, le rascó la cabeza y preguntó:
“-¿Qué te parece? Creo que este es un lugar adecuado para alguien tan duro como tú… Cubos de basura. Ratas a porrillo.
Montones de gatos con los que formar pandillas. Así que sal zumbando -dijo, y le dejó caer al suelo; y como él se negó a alejarse, y prefirió permanecer allí, con su cabeza de criminal vuelta hacia ella e interrogándola con sus amarillentos ojos de pirata, Holly dio una patada en el suelo-: ¡Te he dicho que te largues! El gato se frotó contra su pierna.
“-¡Te digo que te largues por ahí a tomar por…! -gritó Holly, y entró en el coche de un salto, cerró de un portazo y dijo-: Vámonos. Vámonos”.
“Me quedé pasmado.
-La verdad es que lo eres. Eres una mala puta”.
“Recorrimos toda una manzana antes de que contestase.
-Ya te lo había contado. Nos encontramos un día junto al río, y ya está. Los dos somos independientes. Nunca nos habíamos prometido nada. Nunca… -dijo, y se le quebró la voz, le dio un tic, y una blancura de inválida hizo presa de su rostro. El coche había parado porque el semáforo estaba en rojo. Abrió de golpe la puerta y se puso a correr calle abajo”.
Yo corrí tras ella.
Pero el gato no estaba en la esquina donde le habían dejado. No había nadie, absolutamente nadie en toda la calle, aparte de un borracho que estaba meando y un par de monjas negras que apacentaban un rebaño de niños que cantaban dulcemente.
Salieron más niños de algunos portales, y algunas mujeres se asomaron a sus ventanas para ver las carreras de Holly, que corría de un lado para otro gritando:
-Eh, gato. Oye, tú. ¿Dónde te has metido? Ven, gato.
Siguió así hasta que un chico con muchos granos en la cara se adelantó hacia ella con un viejo gato agarrado de los pelos del cuello:
-¿Quiere un gato bonito, señora? Se lo doy por un dólar.
La limousine nos había seguido. Por fin Holly me dejó que la llevara hacia el coche. Junto a la puerta todavía dudó; miró por encima de mi hombro, por encima del chico que seguía ofreciéndole su gato (‘Medio dólar. ¿Lo quiere por veinticinco centavos? Veinticinco centavos no es tanto’), hasta que se estremeció y tuvo que agarrarse a mi brazo para no caer.
-Joder. Éramos el uno del otro. Era mío.
Le dije que yo volvería a buscarlo.
-Y cuidaré de él. Te lo prometo”.
Ella sonrió: aquella nueva sonrisa, apenas una muequecilla desprovista de alegría.
-Pero, ¿y yo? -dijo, susurró, y volvió a estremecerse-.
Tengo mucho miedo, chico. Sí, por fin. Porque eso podría seguir así eternamente. Eso de no saber que una cosa es tuya hasta que la tiras. La malea no es nada. La mujer gorda tampoco.
Eso otro, eso sí, tengo la boca tan reseca que sería incapaz de escupir aunque me fuera en ello la vida. -Subió al coche, se hundió en el asiento-. Disculpe, chófer. Vámonos”.
El desenlace es banal y trillado, como puede verse. Ocurre lo de siempre. Nadie sabe lo que tiene hasta que no lo pierde. Filosofía elemental, perogrullada. El arte de Truman Capote consiste, como también se ha visto, en elevar la tensión de esta peripecia a la altura del drama, casi de la tragedia. Ahí reside la grandeza de un gran escritor. Por eso el gato de Holly Golightly es uno de los grandes personajes de Truman Capote:
“Transcurrieron los meses, todo un invierno, sin que me llegara ni una sola palabra de Holly. El propietario del edificio de piedra arenisca vendió las pertenencias que ella había abandonado: la cama de satén blanco, el tapiz, sus preciosos sillones góticos; un nuevo arrendatario alquiló el apartamento, se llamaba Quaintance Smith y reunía en sus fiestas un número de caballeros ruidosos tan elevado como Holly en sus mejores tiempos, pero en este caso Madame Spanella no puso objeciones, es más, idolatraba al jovencito, y le proporcionaba un filet mignon cada vez que aparecía con un ojo a la funerala. Pero en primavera llegó una postal: ‘Brasil resultó bestial, pero Buenos Aires es aún mejor. No es Tiffany’s, pero casi. Tengo pegado a la cadera a un ‘$eñor’ divino. ¿Amor? Creo que sí. En fin, busco algún lugar adonde irme a vivir (el $eñor tiene esposa, y siete mocosos) y te daré la dirección en cuanto la sepa. Mille tendresses.’ Pero la dirección, suponiendo que llegase a haberla, jamás me fue remitida, lo cual me entristeció, tenía muchísimas cosas que decirle: vendí dos cuentos, leí que los Trawler habían presentado sendas demandas de divorcio, estaba a punto de mudarme a otro lugar porque la casa de piedra arenisca estaba embrujada. Pero, sobre todo, quería hablarle de su gato. Había cumplido mi promesa; le había encontrado. Me costó semanas de rondar, a la salida del trabajo, por todas aquellas calles del Harlem latino, y hubo muchas falsas alarmas: destellos de pelaje atigrado que, una vez inspeccionados detenidamente, no eran suyos. Pero un día, una fría tarde soleada de invierno, apareció. Flanqueado de macetas con flores y enmarcado por limpios visillos de encaje, le encontré sentado en la ventana de una habitación de aspecto caldeado: me pregunté cuál era su nombre, porque seguro que ahora ya lo tenía, seguro que había llegado a un sitio que podía considerar como su casa. Y, sea lo que sea, tanto si se trata de una choza africana como de cualquier otra cosa, confío en que también Holly la haya encontrado”…

miércoles, 4 de octubre de 2017

Manuel del Cabral y Domingo Moreno Jimenes

El poeta, por supuesto, no siempre habla o escribe de sí mismo, aunque este es uno de sus temas favoritos. En rigor, su poesía también contiene multitudes, igual que la de Whitman, y hay generosidad y desprendimiento en los juicios que emite acerca de sus coetáneos (al menos respecto de aquellos que los merecen). Manuel del Cabral, junto a los integrantes del grupo Los Nuevos, fue de los primeros en reconocer la grandeza de Domingo Moreno Jimenes, que entonces tenía pocos seguidores y muchos detractores. En prosa y en verso, Del Cabral habló de su ilustre colega en términos que no solamente ponían de manifiesto el temple de su poesía, sino también, y sobre todo, su dimensión humana. Valoraba cien por ciento su apostolado incorruptible, su dedicación, su entrega, el sentido misionero con el que sobrellevaba “su tenaz destino de poeta”.
De hecho, nadie ha igualado, en prosa, la brillantez de una página que en honor de Moreno escribiera. Es una página que, por su fuerza descriptiva, parece compuesta en alto relieve y contiene, por cierto, la mejor aproximación al hombre y al artista:
 
“En síntesis Moreno Jimenes  es un nombre que lleva un pan en la mano derecha, y en la izquierda una rosa. Para que el pan no lo arrastre, junta pétalos con trigo. Pero para que la rosa le creciera tuvo que cultivarla con los ojos, con el agua caída de sus parpados.”
Nadie ha igualado, en versos, la fina percepción de “Carta a Moreno”. Nadie más, desde entonces, se ha acercado a Moreno con tanta sutil inteligencia, ni se ha elevado con é1 a tanta dignidad poética. Nadie, por cierto, ha calado tan hondo en sus ideales estéticos. La composición traduce no solo nobleza de sentimiento sino que además revela agudeza: penetra el bisturí crítico en lo esencial de la obra de Moreno al tiempo que deja parado, bien parado, un retrato vivo del personaje. Las imágenes insólitas, felicísimas, contribuyen desde luego a la mejor realización del poema, que es un dúo a una sola voz.
Alado y canoro, el verbo de Cabral sale al encuentro de Moreno, y mientras habla deja escuchar la voz del otro, la voz grave y terrestre que es un pájaro trunco, “porque cantar no puede”. Su fuerza esta en el pecho, no en el trino, en el “equipaje ronco de Dios que hay en su pecho”, en el “temblor metafísico”.
El huracán Cabral y el “franciscano del canto” Se hermanan en sus diferencias, que es casi lo único que tienen en común, y de esta manera se produce la empatía, la comunión de dos auténticos poetas y se produce, sobre todo, uno de los momentos mas altos y emocionantes de la literatura dominicana:
 
Hay algo más que canta sin cantar en el canto. / Es algo más que es tuyo, pero tan transparente / que se mancha si a veces se acerca mucho al hombre.
…………..
Sueles decir sin canto, Porque cantar no puedes, / algo que se te va de la palabra... / Un poco de tus cosas, viajero sin horario, / sin estación, sin guardia, sin boleto, /equipado tan sólo con el viento del alba. / Tú, viajero sin ropa, / pero con la maleta siempre llena / del equipaje ronco de Dios que hay en tu pecho. / Por tu flecha hacia ti. Por el tres que eres tú, / por ser tú la mochila, el camino y el viaje, / desnuda como el agua esta carta te escribe / mi ventana que ahora se me llena de pájaros.