sábado, 12 de enero de 2019

Chapita (5 )



José Arismendy “Petán” Trujillo Molina

Diatriba tras diatriba se acumula en el injurioso y jugoso capítulo que José Almoina dedica a la gloriosa estirpe de los Trujillo Molina. Algo que sería indignante si el lector no sospechara que todo o casi todo lo que se dice es verdad o por lo menos merecido. El que queda peor parado de la familia, si acaso alguno queda, es el abominable Petán o Patán Trujillo, un personaje repulsivo que parece haber sido hecho a mano por el más inescrupuloso creador. Un dechado de maldad, el arquetipo del bravucón y cobarde, un engendro, un personaje retorcido y perverso. Un trujillito.

miércoles, 9 de enero de 2019

ODISEA EN EL NORTE DE JACK LONDON

Pedro Conde Sturla


A raíz de la publicación del cuento “La mujer” de Juan Bosch, el ingeniero José Ramón Bonilla Almonte, quien colabora a menudo, involuntariamente, como filósofo y personaje de ficción en estas páginas, me recordó una famosa narración de Jack London, “Odisea en el norte”, donde la relación entre marido y mujer termina de manera más alarmante, primitiva y sorpresiva que en el cuento de Bosch.Bonilla advierte que la narración de London anticipa el cuento de Bosch, sembrando un precedente funesto que lo llena de horror, aunque él no tiene vela en ese entierro.

sábado, 5 de enero de 2019

Chapita (4)



Marcial Soto, el general banilejo que metió preso a Chapita. Fuente externa

El general Marcial Soto, un militar banilejo de pura cepa, recibió en alguna ocasión la encomienda de llevar a Chapita preso a Santo Domingo. Preso y bien amarrado, a lomo de mula, por robo de ganado. Cuando iban a pasar por San 
Cristóbal, Chapita le pidió humildemente por favor a Marcial Soto que lo desamarrara mientras atravesaban esa población porque por ahí tenía una novia y no quería que ésta lo viera en esa situación. El general Marcial Soto lo complació. Chapita posiblemente adoptó en la medida de lo posible una postura digna, miraría quizás con desprecio, quizás con ojeriza, a quienes se fijaban en él y le guardaría un agradecido rencor o un rencor agradecido durante toda la vida al militar banilejo.

sábado, 29 de diciembre de 2018

CHAPITA (3)

Pedro Conde Sturla
Chapita nació en el que sería, por el simple hecho de haber nacido, un año fatídico en nuestra historia, un año agrio, nefasto, el 1891. Nació, por casualidad, en un poblado llamado San Cristobal que apenas tenía dos calles, y en cuyos alrededores sobraba espacio, sobraban ríos y montañas, todo lo que constituye la esencia de una vida pueblerina en un país rural y poco poblado: el país paisaje con un merengue al fondo en el que Chapita daría rienda suelta a su juventud desenfrenada, sin escatimar medios en la lucha por la supervivencia y como trepador social.

En opinión de Crassveler, la familia no era de origen humilde sino más bien de clase media o alta en relación al nivel de una pequeña comunidad rural y aislada. Los vecinos tenían a Julia Molina colgada del alma a causa de los tormentos que le infligía su infiel y a veces grosero marido, pero vivían en una de las más dignas casas del poblado, una que habían heredado de Ercina o Erciná Chevalier, la abuela materna de Chapita. Era una casa modesta y sin pretensiones, pero de generosas dimensiones, un rancho de madera techado de hojas de zinc pintadas de rojo, seis habitaciones, sala y comedor, un amplio patio con árboles frutales, letrina y cocina al fondo.

Todo indica que en sus años de infancia y en su época de estudiante, Chapita llevó una vida anodina y normal, pero en verdad no hay nada normal ni anodino en su biografía. Crassweller cuenta que  a los cinco años sufrió un severo ataque de difteria y se salvó de milagro gracias a la influencia de unos médicos que le proporcionaron una de las primeras dosis de antitoxina para combatir la enfermedad que habían llegado al país.

En el ánimo de Chapita, a partir de un incierto momento, se incubó de alguna manera el odio en la sangre, odio, resentimiento, frustración y revanchismo en los huesos y en la sangre a causa de sus delirios de grandeza y del rechazo que generaban su inconducta y la de sus hermanos. Pero no siempre fue así. No parecía ser así.

La mayoría de las fuentes describe el capítulo de la infancia y educación sentimental de Chapita como un período en el que nada presagiaba la naturaleza del monstruo que habitaba en su interior.

Ingresó a la escuela o escuelita de Juan Hilario Meriño, una de las cuatro o cinco escuelas hogareñas que había en San Cristóbal, y allí aprendió las primeras letras, se alfabetizó, aprendió a leer y escribir (la más valiosa o útil instrucción que un ser humano puede adquirir). Al cabo de un año pasó a la escuela de Pablo Barinas, un distinguido discípulo de Eugenio Maria de Hostos, alguien preocupado por impartir, así fuera en vano, la educación de los sentimientos. Su abuela materna, Ercina Chevalier se ocupó personalmente y sin duda amorosamente, de complementar en la medida de lo posible su formación académica. Por lo demás, alguien dice que en alguna ocasión fue monaguillo, brevemente monaguillo, si la información es cierta.

Por las manos del “joven y vigoroso” Pablo Barinas pasaron todos los miembros de la familia Trujillo Molina, los miembros de la tribu, y sólo por esto merecería una medalla, un título de reconocimiento. 

A juicio de Pablo Barinas -dice Crassweller- Virgilio fue el mejor estudiante, Chapita el que mostró el mejor comportamiento y Petán lo peor de lo peor, alguien que sobresalió por su poca o ninguna aplicación al estudio, su mala conducta y su bien ganada fama de ladrón de pollos. 

Chapita era tranquilo, a juicio de Barinas, dueño de una inteligencia despejada, una inteligencia natural, un muchacho que mostraba especial u obsesiva  preocupación por su apariencia, pulcritud, el aseo, la limpieza personal, alguien que en todo momento lucía o quería lucir acicalado, impecable.

En esos años, a finales del siglo XIX e inicios  del XX, consolida su relación con sus parientes Pina Chevalier, descendientes del segundo matrimonio de su abuela Ercina, que había quedado viuda y se había vuelto a casar con un culto hombre de letras: Juan Pablo Pina. 

Otra de sus grandes amistades es la que establece por la misma época con su padrino y pariente lejano Virgilio Álvarez Pina, el célebre, aunque no celebrado Cucho Álvarez.

Estos personajes y muchos de sus descendientes formarán parte de sus más fieles y cercanos servidores durante la era gloriosa. 

Con Álvarez Pina ingresó Chapita a la verdadera escuela, la escuela o universidad de la vida, y empieza de alguna manera a torcerse, si acaso no había nacido torcido, a mostrar sus bajos instintos. En aquella época dorada, y en compañía de Álvarez Pina, Chapita se aficiona en modo particular a los caballos, se convierte en un jinete temerario, a caballo frecuenta los mejores balnearios, se convierte posiblemente en excelente nadador de mar y río y nace su afición por los perfumes y el baile. Crece, desde luego, su afán de pulcritud y de elegancia, a la vez que disminuyen sus escrúpulos. Su impecable figura ecuestre se hace popular, conocida en toda la zona. Surge o nace, o mejor dicho estalla de repente, su precoz interés en las mujeres. Las mujeres como aves de presa a las qué hay que conquistar por cualquier medio.

Gana fama por su comportamiento agresivo, 
su lujuria o lascivia impenitente, a flor de piel, las malas artes que afloran en su naturaleza de mujeriego empedernido, su vocación de amigo de lo ajeno.

Acumula cada día un mayor índice de rechazo, no por su condición social sino por su inaceptable comportamiento de ave de rapiña, y en la medida en que se generaliza el rechazo hacia el voraz depredador, se incrementa su odio contra la sociedad que lo desprecia y de la cual se vengará algún día. 


(Siete al anochecer [17])



pcs, 27/12/18

Bibliografía: 
La biografía de José Trujillo Valdez
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


sábado, 22 de diciembre de 2018

Chapita (2)

22 diciembre, 2018
José Juan de Dios Trujillo y Monagas. 
Chapita era el cuarto de las fieras, de las once fieras que sobrevivieron a los incontables partos de Julia Molina. Tenían nombres bonitos y algo graciosos. Se llamaban Flérida Marina, Rosa María Julieta… Uno se llamaba José Arismendy y le decían Petán, quizás por no decirle Patán. Otro era Amable Romero y le decían Pipí, y después Luisa Nieves, Julio Aníbal, Pedro Vetilio, Ofelia Japonesa y Héctor Bienvenido, al que le decían Negro. Cariñosamente Negro.
Con este último, el volátil Chapita se llevaría casi siempre bien. Con Julio Aníbal se llevaría mal, muy mal, y el pleito acabaría como el de Caín y Abel.
En general fue generoso con todos. Durante su largo gobierno o gobiernazo, como le llamaban sus cortesanos, sus hermanos de madre y padre, menos uno, hicieron una brillante carrera como coroneles y generales del ejército.
Por parte de madre, de la muy querida Mamá Julia, Chapita era descendiente de Pedro Molina Peña, un campesino, y de Luisa Ercina Chevalier, una maestra de ascendencia haitiana. Gente de pocos medios y buena reputación. De esa ascendencia, Chapita renegaría o se declararía orgulloso algunas veces, de acuerdo al lugar y las circunstancias.
La parte mala parece que le llegaba a Chapita por parte de padre, pero Mamá Julia la transmitía…
Ahora bien, aquí ahora las cosas se complican. El padre de Chapita, José Trujillo Valdez, alias Pepito y a veces Pepe botella, era hijo de un signo de interrogación. Su apellido materno era sin duda Valdez porque era hijo de Silveria, Silveria Valdez. Pero el apellido paterno era quizás Trujillo, solamente quizás, probablemente quizás y nada más. Pepito podía ser hijo de un tal José Juan de Dios Trujillo Monagas, que tuvo una relación con Silveria Valdez, pero también de Vicente y otros veinte.
Lo del abuelo paterno, en resumen, no está claro. Lo de Silveria, en cambio, no admite dudas, a menos que no le cambiaran el muchacho al nacer.
Silveria era un primor, un dechado de las peores virtudes. Alguna vez, dicen las malas lenguas, fue concubina del dictador Ulises Heureaux y tuvo amantes a granel, pero la peor fama le viene, entre otras cosas, por sus servicios a la causa del despótico Buenaventura Báez y por su condición de empresaria y relacionista pública de fondas y posadas y burdeles. Alguna otra vez, según según se comenta, en sus mejores años ejerció la prostitución al por mayor y al detalle, sobre todo al por mayor, y ganó fama entre las aguerridas tropas españolas que ocuparon el país durante la guerra de restauración. Las mismas que se vieron obligadas a abandonarlo con una mano detrás y otra delante.
José Trujillo Monagas, un español procedente de Cuba, donde había sido oficial de la policía, llegó al país en oscuras circunstancias y se estableció por un breve período. Se hospedó alguna vez en la pensión o casa de huéspedes que Silveria Valdez tenía en San Cristóbal, vivió maritalmente, brevemente con ella y luego se fue para no volver.
Silveria alumbró y le puso nombre y apellido al futuro padre de Chapita después que Trujillo Monagas, el amante ocasional, se había marchado del país y ninguna persona le discutió la paternidad. Trujillo se quedó y pudo ser Trujillo. Pero nadie (como dijo Freddy Beras Goyco en un programa de televisión) hizo la prueba de la parafina para averiguar quién había disparado.
Silveria crió a su hijo a su imagen y semejanza y, como cuenta Crassveller, sacó tiempo para desplegar todos sus talentos para la intriga y la violencia al servicio del régimen de Lilís.
En opinión de Sánchez Lustrino, era notoria 
“la compenetración que tenia Pepito con los impulsos e instintos de su madre”. Pepito Trujillo Valdez se parecía a su mamá por dentro y por fuera, y la emuló en casi todos los sentidos. Había asistido a la misma escuela que ella, la escuela de la vida, y había salido como ella, tan cuero y cortesano e intrigante como ella.
Pepito se convirtió al crecer en comerciante, en un pequeño empresario de negocios turbios, todo tipo de negocios turbios o ilícitos, negocios de cosas ajenas por supuesto, que incluían vacas, gallinas, cerdos, caballos, mulos, tierras, maderas, casas y cosas generalmente mal habidas.
Desde temprana edad ganó fama de cuatrero y estuvo preso, por supuesto, en varias ocasiones. De la cárcel duradera lo salvaron sus relaciones en el gobierno de Lilis, pero en alguna ocasión llegó a afectar con sus turbios negocios la reputación de su propio suegro.
Por lo demás, era o parecía ser un tipo agradable y amigable, como dice Crasweller, un sinvergüenza simpático, aunque notablemente rencoroso y sobre todo licencioso, libidinoso en grado extremo, fiestero, bebedor, inescrupuloso.
Murió, lamentablemente, en 1935, apenas a los cinco años de haber llegado Chapita al poder. El mismo tiempo que, al decir de sus detractores, le duró la borrachera con la que celebró el magno acontecimiento.
No todas las opiniones sobre este personaje son coincidentes ni peyorativas, desde luego. El Vaticano, por ejemplo, vio con buenos ojos que fuera enterrado en la catedral, dio su visto bueno de buena gana.
Jacinto Peynado, por lo que dijo en su panegírico, consideraba que ninguno de los fieles difuntos que poblaban los nichos del sagrado recinto de esa misma catedral primada de América eran más ilustres que los de José Trujillo Valdez, alias Pepito, alias Pepe Botella.
Al siguiente día del luctuoso acontecimiento, con el país cerrado en riguroso luto, en imponente duelo nacional de extremo a extremo, la señorial avenida Duarte, un bulevar de reciente inauguración, empezó a llamarse (y así se llamaría durante toda la era gloriosa) Avenida José Trujillo Valdez.
En los considerandos de la resolución que justificaba el merecido cambio, Virgilio Álvarez Pina presidente del poder municipal del Distrito Nacional y un enfermizo colaborador de Chapita, dejó establecido lo siguiente:
“Que los pueblos deben perpetuar la memoria de sus benefactores cuando han recibido de ellos servicios de alto linaje espiritual. Que el preclaro y excelso ciudadano José Trujillo Valdez, lamentablemente fallecido, además de sus virtudes cívicas y de sus relevantes méritos es acreedor del reconocimiento público por la circunstancia feliz de haber sido el progenitor muy amado del varón extraordinario que pone empeños inigualados en nuestra historia por la estructura de la Patria Nueva”.
(Siete al anochecer [16])
Bibliografía 
La biografía de José Trujillo Valdez
http://rosamelfierroperez.blogspot.com/2013/03/la-biografia-de-jose-trujillo-valdez.html
Robert D. Crassweller, “The luce and times of a caribbean dictator



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miércoles, 19 de diciembre de 2018

LA TRINCHERA DEL HONOR

Un relato de 
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Aquel sábado primero de mayo la moral de los combatientes en el comando de la viuda Pichardo no estaba particularmente alta. La viuda, en cambio, se mostraba indiferente, ajena a la situación. No se inmutaba. Se paseaba por la casa con su uniforme blanco de faena, no con el elegante vestido de ramos y flores, que era el de las ocasio- nes especiales. Brindaba jugo, cuando había, café, agua, comida, brindaba todas sus amables atenciones.
Al llegar la noche se produjo un acontecimiento que estábamos esperando, algo aparentemente rutinario que insufló, sin embargo, en muchos ánimos decaídos una oportuna dosis de adrenalina.

sábado, 15 de diciembre de 2018

CHAPITA (1)

Pedro Conde Sturla

...bailemos un merengue de espaldas a la sombra / de tus viejos dolores, / más allá de tu noche eterna que no acaba, / frente a frente a la herida violeta de tus labios / por donde gota a gota como un oscuro río / desangran tus palabras. / Bailemos un merengue que nunca más se acabe, /
bailemos un merengue hasta la madrugada: / el furioso merengue que ha sido nuestra historia.

Franklin Mieses Burgos
Paisaje con un merengue al fondo


Doña Julia Molina de Trujillo, como especie de caja de Pandora, parió una fiera tras otra en fila india, una más mala que la anterior y la posterior y viceversa. De su vientre  salieron todos malos. Allí no había términos medios, solo había malos y malas y peores, demonios y demonias. La futura Excelsa Matrona sabía parir, no cabe duda, aunque paría de mal en peor. Y una de esas fieras, quizás la más fiera de todas las fieras, estaba marcada por el destino, por el azar, la predestinación, por la historia y las circunstancias, por la suerte o por designios del imperio, por las fuerzas de ocupación norteamericanas, por lo que ustedes quieran.

sábado, 8 de diciembre de 2018

LA MUJER


 

Pedro Conde Sturla
10 de julio de 2009

Cambiar sus esposas viejas por esposas nuevas -como ocurre en la singular “Parábola del trueque” publicada la pasada semana-, es el sueño de muchos hombres. Lo vemos a cada rato en nuestra sociedad. Los hombres cambian a sus mujeres viejas por mujeres nuevas, o por lo menos de segunda mano, aunque en muy buenas condiciones. En el mejor de los casos conservan la esposa vieja como reserva, como especie de pieza de repuesto y montan una sucursal y se hacen de una amante, una querida, a veces de dos y más queridas. El hecho ocurre en todos los estratos, y se manifiesta con peculiar frecuencia en el ámbito de los trepadores políticos en la medida en que escalan posición económica y social, pero también en el seno de la rancia oligarquía y hay ejemplos. Ejemplos bien conocidos que no viene al caso mencionar.
El caso extremo es el de hombres que cambian mujeres viejas por hombres nuevos, y de eso también hay ejemplos en nuestra sociedad. En los países desarrollados sucede a menudo otro fenómeno. Son las mujeres de fama y dinero, generalmente artistas de cine, las que cambian maridos viejos por maridos casi nuevos, algunos sin estrenar.
Muchas veces, como en la “Parábola del trueque” de Arreola, la luna de miel se acaba pronto, la relación basada en lazos de afecto no recíprocos languidece a la carrera. Las mujeres nuevas, mujeres de lujo, mujeres fetiches, mujeres trofeo, comienzan a botar el cobre, a botar el pellejo y sacar las uñas. Detrás del aspecto aparentemente risueño de la parábola se oculta la tragedia, la deslealtad y el abandono de que son víctimas tantas mujeres, y las consecuencias que tiene para todo el núcleo familiar. Esta es sin duda una forma elemental, pero válida, de leer el texto de Arreola. Arreola describe una práctica aberrante que no siempre es objeto de repulsa, el abuso sicológico que entraña el abandono conyugal, casi tan aberrante como el abuso físico que describe magistralmente Juan Bosch en “La mujer”.
La mujer”, como dice Seymour Menton en su célebre antología “El cuento hispanoamericano”, es una de las narraciones más antologadas de la literatura latinoamericana, un cuento perfecto, como diría Borges, si dijera. Perfectamente surrealista desde la primera frase: “La carretera está muerta”. Muerta como el reloj de la pintura de Dalí que se derrite en un paisaje de muerte. El Dalí que mi amigo Harold Priego jura que es mejor que Picasso.
Bosch recupera en el relato paisajes que quizás pertenecen al miserable sur o a la línea noroeste, pero la certidumbre geográfica no es importante. Seymour Menton lo define como una sinfonía audiovisual del trópico y eso lo dice todo. El gran amigo de Bosch, el Pedro Mir que fue su canchanchán, su cofrade y admirador de toda la vida, también escribió, casualmente, un texto que es una sinfonía audiovisual del trópico: “Hay un país en el mundo”.
Una vez en INTEC, hace ya muchos años, se organizó un seminario para analizar el cuento de Bosch, y allí lo pusieron al derecho y al revés. Lo analizaron desde el punto de vista lingüístico, semántico, estructuralista, formalista, midieron las palabras, lo redujeron a fórmulas matemáticas, lo sometieron a la camisa de fuerza de todas las teoría literarias y nadie dio, a mi juicio, con una clave de interpretación razonable.
El cuento deslumbra literalmente desde el principio, y al final sorprende por la reacción ilógica de la mujer, el desenlace inesperado. Sorprende sobre todos a los que no están familiarizados con la cultura de la violencia contra la mujer. La mujer interioriza esa cultura, la asimila, se la pone mentalmente como una burka y reacciona en consecuencia. Bosch recrea en esencia el viejo refrán que dice que en pleitos de marido y mujer nadie se meta.


LA MUJER
Juan Bosch



La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.          Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.



pcs, viernes, 10 de julio de 2009











SIETE AL ANOCHECER (14)

https://acento.com.do/2018/opinion/8631974-siete-al-anochecer-14/

Pedro Conde Sturla
O8 diciembre, 2018



José Luís Perozo Fermín. F.E.

Los miembros de las familias Perozo, Mainardi Reyna y Patiño estaban tan mal vistos por el gobierno que mucha gente no se atrevía a saludarlos. Algunos bajaban la cabeza al toparse con uno de ellos o se pasaban a la otra acera y en el mejor de los casos le hacían una señal de amistad muy discreta. La brutalidad de la represión corría pareja con la obstinada resistencia al régimen. Nadie supo ni sabrá nunca cuántos fueron los caídos, pero en la medida en que unos caían otros se levantaban de inmediato y la matanza no parecía tener fin.

domingo, 2 de diciembre de 2018

SINUHÉ EL EGIPCIO

Mika Waltari: Sinuhé el Egipcio

Sinuhé el Egipcio es un libro memorable, la obra cumbre de Mika Waltari (1908- 1979), un escritor ya ignorado porque cambian los tiempos y las grandes editoriales no quieren reeditar las obras que las convirtieron en monstruos editoriales y apadrinan los best sellers del momento, aunque sean pura bazofia. 
Pero Mika Waltari, un finlandés apasionado por la antigüedad,  nos hizo conocer casi de primera mano a egipcios y etruscos entre otros, como novelista desde luego, no como historiador. Sinuhé es médico de los poderosos que se convierte en médico de pobres y cae por supuesto en desgracia. 
La narración incluye la historia más o menos jocosa de una trepanación que salvó la vida a un noble, y el noble, para celebrarlo subió a una torre donde libó con abundancia, hasta propinarse una infinita borrachera que lo condujo a tirarse al vacío. Incluye la descripción del testimonio fantástico de un tipo que juraba haber conocido un ave que casi no volaba, era de abundantes carnes, ponía un huevo diario, y fue condenado a muerte por mentiroso.
La erudición pasmosa y la densidad de los pensamientos de Mika Waltari no tienen nada de antiguo: “Los hombres revolotean alrededor de la mentira como las moscas alrededor de un panal de miel”. Toda su obra remite a la denuncia de la mentira establecida por hombres y dioses desde el primer capítulo hasta el último. La originalidad de su pensamiento en torno a la hipocresía, el engaño, la corrupción del poder, la traición y la intriga es como oro molido. Préstese atención a su afilada prosa, a la dureza de sus sentencias: “En su maldad, el hombre es más cruel y más endurecido que el cocodrilo del río. Su corazón es más duro que la piedra. Su vanidad, más ligera que el polvo de los caminos.” Un libro, en verdad, sin desperdicios. (PCS).
La cesta de cañas
Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. 
Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo del porvenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es, pues, para mí solo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de todos los escritores pasados o futuros.  Porque todo lo que se ha escrito hasta ahora lo fue para los dioses o para los hombres. Y sitúo entonces a los faraones también entre los hombres, porque son nuestros semejantes en el odio y en el temor, en la pasión y en las decepciones. No se distinguen en nada de nosotros, aun cuando se sitúen mil veces entre los dioses. Son hombres  semejantes a los demás. Tienen el poder de satisfacer su odio y de escapar a su temor, pero este poder no les salva la pasión ni las decepciones, y cuanto ha sido escrito lo ha sido por orden de los reyes, para halagar a los dioses o para inducir fraudulentamente a los hombres a creer en lo que ha ocurrido. O bien para pensar que todo ha ocurrido de manera diferente de la verdad. En este sentido afirmo que desde el pasado más remoto hasta nuestros días todo lo que ha sido escrito se escribió para los dioses y para los hombres. 
Todo vuelve a empezar y nada hay nuevo bajo el sol; el hombre no cambia aun cuando cambien sus hábitos y las palabras de su lengua. Los hombres revolotean alrededor de la mentira como las moscas alrededor de un panal de miel, y las palabras del narrador embalsaman como el incienso, pese a que esté en cuclillas sobre el estiércol en la esquina de la calle; pero los hombres rehuyen la verdad.
Yo, Sinuhé, hijo de Senmut, en mis días de vejez y de decepción estoy hastiado de la mentira. Por esto escribo para mí solo, lo que he  visto con mis propios ojos o comprobado como verdad. En esto me diferencio de cuantos han vivido antes que yo o vivirán después de mí. Porque el hombre que escribe y, más aún, el que hace grabar su nombre y sus actos sobre la piedra, vive con la esperanza de que sus palabras serán leídas y que la posteridad glorificará sus actos y su cordura. Pero nada hay que elogiar en mis palabras; mis actos son indignos de elogio, mi ciencia es amarga para el corazón y no complace a nadie. 
Los niños no escribirán mis frases sobre la tablilla de arcilla para ejercitarse en la escritura. Los hombres no repetirán mis palabras para enriquecerse con mi saber. Porque he renunciado a toda esperanza de ser jamás leído o comprendido. 
En su maldad, el hombre es más cruel y más endurecido que el cocodrilo del río. Su corazón es más duro que la piedra. Su vanidad, más ligera que el polvo de los caminos. Sumérgelo en el río; una vez secas sus vestiduras será el mismo de antes. Sumérgelo en el dolor y la decepción; cuando salga será el mismo de antes. He visto muchos cataclismos en mi vida, pero todo está como antes y el hombre no ha cambiado. Hay también gentes que dicen que lo que ocurre nunca es semejante a lo que ocurrió; pero esto no son más que vanas palabras.
Yo, Sinuhé, he visto a un hijo asesinar a su padre en la esquina de la calle. He visto a los pobres levantarse contra los ricos, los dioses contra los dioses. He visto a un hombre que había bebido vino en copas de oro inclinarse sobre el río para beber agua con la mano. Los que habían pesado el oro mendigaban por las callejuelas, y sus mujeres, para procurar pan a sus hijos, se vendían por un brazalete de cobre a negros pintarrajeados.
 No ha ocurrido, pues, nada nuevo ante mis ojos, pero todo lo que ha sucedido acaecerá también en el porvenir. Lo mismo que el hombre no ha cambiado hasta ahora, tampoco cambiará en el porvenir. Los que  me sigan serán semejantes a los que me han precedido. ¿Cómo podrían, pues, comprender mi ciencia? ¿Por qué desearía yo que leyesen mis palabras?  Pero yo, Sinuhé, escribo para mí, porque el saber me roe el corazón como un ácido y he perdido todo el júbilo de vivir. Empiezo a escribir durante el tercer año de mi destierro en las playas de los mares orientales, donde los navíos se hacen a la mar hacia las tierras de Punt, cerca del desierto, cerca de las montañas donde antaño los reyes extraían la piedra para sus estatuas. Escribo porque el vino me es amargo al paladar. Escribo porque he perdido el deseo de divertirme con las mujeres, y ni el jardín ni el estanque de los peces causan regocijo a mis ojos. Durante las frías noches de invierno, una muchacha negra calienta mi lecho, pero no hallo con ella ningún placer. He echado a los cantores, y el ruido de los instrumentos de cuerda y de las flautas destroza mis oídos. Por esto escribo yo, Sinuhé, que no sé qué hacer de las riquezas ni de las copas de oro, de la mirra,  del ébano y del marfil. Porque poseo todos estos bienes y de nada he sido despojado. Mis esclavos siguen temiendo mi bastón, y los guardianes bajan la cabeza y ponen sus manos sobre las rodillas cuando yo paso. Pero mis pasos han sido limitados y jamás un navío abordará en la resaca. Por esto yo, Sinuhé, no volveré a respirar jamás el perfume de la tierra negra durante las noches de primavera, y por esto escribo. Y, sin embargo, mi nombre estuvo un día escrito en el libro de oro  del faraón, y habitaba el palacio dorado a la derecha del rey. Mi palabra tenía más peso que la de los poderosos del país de Kemi; los nobles me enviaban regalos, y collares de oro adornaban mi cuello. Tenía cuanto un hombre puede desear, pero yo deseaba más de lo que un hombre puede obtener. He aquí por qué estoy en este lugar. Fui desterrado de Tebas en el sexto año del reinado de Horemheb, con la amenaza de ser matado como un perro si osaba volver, ser aplastado como una rana entre dos piedras si jamás ponía el pie fuera de la tierra que me ha sido fijada como residencia. Tal es la orden del rey, del faraón que fue un día mi amigo.
Pero, ¿puede acaso esperarse otra cosa de un hombre de baja extracción que ha hecho borrar los nombres de los reyes en la lista de sus antecesores para sustituirlos por los de sus parientes? He visto su coronación. He visto colocar sobre su cabeza la tiara roja y la tiara blanca. Y seis años después me desterró. Pero, según el cálculo de los  escribas, era el trigésimo segundo año de su reinado.




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