sábado, 30 de marzo de 2019

SIETE AL ANOCHECER (historia criminal del trujillato) TERCERA PARTE




Juramentación del dictador el 16 de agosto 1930

El traje nuevo del emperador

16 de agosto 1930
Mis hermanas y yo, las hijas del conocido general Bonilla, lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis?
Las celebraciones comenzaron el 16 de agosto de 1930 y se extendieron durante varias jornadas, al ritmo de música y danza en un ambiente mágico, festivo, como nunca se había visto en el país. Cuatro bandas de música marchaban sin cesar por toda la zona, despertaron alegremente a los vecinos a muy tempranas horas, hicieron la felicidad de grandes y chicos durante la mañana y prosiguieron, después de la juramentación durante toda la tarde, y luego durante toda la inmensa noche a la luz de la luna y una desfalleciente luz eléctrica y fuegos artificiales que hacían de la noche día.


La ciudad se vistió de gala, sí señor, con sus mejores galas. Y todo parecía nuevo y estaba reluciente. Había arcos triunfales en las principales vías y en los parques, en las pequeñas plazas. Arcos triunfales engalanados con guirnaldas y banderas coloridas. Y sobre todo había gente, mucha gente. La multitud desbordaba todos los espacios, literalmente todos. En la Calle El Conde y en las calles paralelas y transversales no cabía un alma. 
Las campanas de todas las iglesias repicaban, tañían bulliciosamente en señal de regocijo, sí señor. Todo era alegría, regocijo, sano y patriótico regocijo. Juegos florales, jinetes en magníficos caballos, elegantes oficiales enfundados en vistosos uniformes de gala.
El parque Colón parecía cosa de otro mundo, o más bien como si estuviéramos en otro país. Allí, más que en ningún otro lugar, había arcos y banderas coloridas y cantidad de flores, gente que distribuía a la gente pobre dinero a manos llena. Y gente que vociferaba, que gritaba palabras a favor del nuevo gobierno, que anunciaba una época de paz y prosperidad. Y había en medio del parque una tarima, una amplia tarima de madera que se proyectaba contra el lateral norte de la robusta, magnífica, imponente catedral primada de América.
La llegada del Jefe y su comitiva fue algo alucinante, solemne, portentoso. El Jefe apareció en el Parque Colón envuelto como quien dice en un aura de esplendor y santidad. Parecía, sí, que hubiera bajado del cielo en ese momento y todos a su alrededor palidecían. Opacos se veían en contraste con la luz que irradiaba el querido Jefe.
A las diez de la mañana en punto, tanto él como su vicepresidente, Rafael Estrella Ureña, representantes del cuerpo diplomático, ayudantes civiles y militares subieron a la tarima, que resultó un poco chica, por cierto.
El querido Jefe pronunció un discurso breve y emotivo, como tenía que ser, un discurso en el que se comprometía a preservar la paz (la paz que preservó durante todo su mandato), y a castigar con severidad, como tenía que ser, a los infractores del orden público. 
Luego pasaron a la catedral, donde se celebró la difícil, imponente ceremonia, el grandioso tedeum. Difícil, casi imposible, por la cantidad de personas que asistieron, que por nada del mundo se lo hubieran perdido.Tan grande fue la concurrencia, tan apretada, pegajosa y densa era la masa de aquella humanidad, de aquella tanta gente congregada, que muchos se vieron obligados a empujar o forcejear por un mínimo espacio. Allí, apretados como sardinas, vestidos con atuendos inapropiados para el trópico, sudando a mares, no pocos se desvanecieron por el calor, pero la mayoría se sentía feliz como los peces y todos soportaron con resignado estoicismo la retahíla de discursos de los importantes funcionarios y delegados. 
A continuación se efectuó una larga parada militar bajó un sol que arreciaba a cada momento, y finalmente, en horas de la noche, se celebró un fastuoso baile en el Club Unión, al que asistió lo más granado de la sociedad. Yo estaba ahí.
Nadie cargó ese día con una cruz más pesada que la del querido Jefe. Vestido como estaba parecía un emperador, pero tanta magnificencia tenía un precio. El Jefe era un emperador que soportaba el peso de la vestimenta como se sostiene el peso de la dignidad y los principios. Era un traje nuevo, ajustado a un nuevo protocolo, un traje de ensueño, por supuesto, ideal para países fríos. Sólo un hombre con el sentido del deber y de la elegancia como el querido Jefe era capaz de someterse, en semejantes circunstancias climáticas, a esa prueba de fuego, a vestir un traje que era como un cilicio, un tormento, una penitencia, una mortificación de la carne y del espíritu. Eso sí, el querido Jefe nunca sudaba. A fuerza de voluntad o por alguna gracia divina, el Jefe nunca sudaba.
El  Jefe se veía fresco, rozagante, con su traje imperial. Se veía fresco como una lechuga, aunque se estuviera cocinando por dentro. Fresco y bien maquillado, por cierto, como de costumbre, con ciertos tintes rosados característicos. Había que verlo con su bicornio emplumado. El sofisticado bicornio emplumado con entorchados de oro, reluciente oro de ley, el mismo que usaba con idéntica gallardía el presidente Ulises Heraux.
Había que verlo al Jefe, en toda su imponente majestad, el majestuoso porte que se gastaba con aquella casaca de tela azul de vicuña, la casaca con faldones de frac, recubierta parcialmente de entorchados con sus realces de oro.
Había que ver la gallardía, la apostura con que lucía aquellos pantalones de la misma finísima tela de vicuña, tan encantadoramente recia y tan azul, pantalones que lucían por igual vistosas bandas de entorchados de oro. 
Había que verlo con aquel varonil fajín que le ceñía el atlético talle, el fajín con sus colgantes, que eran también de oro, también de oro de ley. Y con flequillos de oro.
Bien lo recuerdo ahora todavía: aquel fajín con sus colgantes de oro y con flequillos de oro. El gracioso espadín, el  tahalí de oro del que pendía el espadín. !Ay, la patriótica banda tricolor enaltecida con  colgantes de oro, el glorioso escudo de la República con sus bordados de oro!  Aquellos inmaculados guantes blancos de cabritilla. El imponente bastón de mando, imponente bastón de Gran Mariscal… Zapatitos de charol con hebillas de oro.
El traje nuevo del querido Jefe parecía, en definitiva, como el engarce de una joya preciosa, el cofre de un tesoro, el traje nuevo de un emperador.
Así  vestía el Jefe, así sucedieron las cosas aquel día memorable, así comenzó la historia. Mis hermanas a veces dicen que exagero, que no todo fue así como lo cuento, pero yo así lo recuerdo y así lo quiero recordar al cabo de tantos años.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [26]. Tercera parte).
Bibliografía:
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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https://acento.com.do/2019/opinion/8661276-la-patria-nueva/

La patria nueva

3 de septiembre de 1930
Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta. Era un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de septiembre de 1930.




Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón

Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y sombríos. En esa época no se disponían de los medios modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un huracán se acercaba, y no cualquier huracán.
Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un viento pavoroso, que emitía lugubres silbidos, se movía en círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes de la ciudad, que escuchaban impotentes como se incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares.
En las aguas del puerto las  amarras de las embarcaciones cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron despedazadas o volaron por los aires, simplemente desaparecieron. El manicomio, el precario hospital siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal retorcidas, convertidas en espaguetis.
Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas fatales.
La furia del viento amainó durante algunos minutos en la medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie.




Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón

Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock.
Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y se declaró la ley marcial.
La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití  y otros países
Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores.
La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia.
Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria  nueva y  como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria.
En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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https://acento.com.do/2019/opinion/8663979-cementerio-sin-cruces/

Cementerio sin cruces

En la medida en que avanzaban los trabajos de reconstrucción y remozamiento de la devastada ciudad de Santo Domingo, el futuro padre de la patria nueva se afianzaba en el poder, apretaba una por una todas las tuercas del engranaje del régimen totalitario que estaba  construyendo, especialmente en lo concerniente al aparato de seguridad de estado.
El servicio secreto era una herencia, un legado de la intervención, algo que nació junto a la llamada Guardia Nacional Dominicana, fundada en 1917 por las tropas yanquis que ocupaban el país, y jugó un papel cada día más importante y tenebroso durante toda la era gloriosa.
Con fines de modernizarlo y hacerlo más eficiente, la bestia se agenció desde un principio la asesoría de extranjeros, gente de experiencia en labores de inteligencia, sicarios y torturadores con un brillante historial, una impecable hoja de servicios a los más despiadados dictadores de la región.




Prisioneros y militares junto a víctimas de San Zenón en la Plaza Colombina (actual Parque Eugenio Maria de Hostos)

Uno de los principales asesores de la bestia fue su gran amigo Watson. El mayor Thomas E. Watson, su instructor y mentor y simpatizante durante la ocupación. Watson estuvo presente y muy activo durante el periodo de emergencia posterior al ciclón de San Zenón y contribuyó a consolidar el organismo de inteligencia para que pudiera operar, monitorear las actividades de los desafectos  tanto en el interior del país como en el exterior. Sus tentáculos se extendieron de tal manera que llegaron a cubrir casi todo el espectro de las actividades políticas, sociales y culturales, penetraron en oficinas públicas y privadas, en la educación, en los hogares y familias, hasta el punto de convertirse en lo que parecía o llegó a parecer una policía del pensamiento. Así se fue creando poco a poco una atmósfera de paranoia, desconfianza, recelo, una densa y viciada atmósfera patibularia. Los ciudadanos se encerraron, como quien dice, o fueron encerrados Durante más de treinta años en un ataúd de silencio.
El desastre de San Zenón fue una bendición para la bestia, no sólo le brindó al régimen la oportunidad de consolidarse, de apropiarse de recursos destinados a otros fines y hacerse de un cierto prestigio.También le permitió librarse de una cantidad indeterminada de oposicionistas, presos políticos a quienes el huracán había sorprendido en las mazmorras de la Fortaleza Ozama y la penitenciaría de Nigua. La Ley de emergencia, que se promulgo a raíz de la devastación de la ciudad, la suspensión de las garantías constitucionales, el dictamen que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y la declaración de la ley marcial permitieron disponer de las vidas de estos infelices, haciéndolos pasar por víctimas del meteoro. Nunca se sabrá cuántos de ellos  fueron asesinados y luego cremados, enterrados sin identificar junto a las verdaderas víctimas en el Parque Eugenio María de Hostos. El mismo que se llamaba entonces Plaza Colombina y que se llamaría durante mucho tiempo Parque Ramfis en honor al primogénito de la bestia.
La bestia calculaba todo al milímetro, no descuidaba un detalle, no dejaba nada al azar. En 1931, con el propósito de eliminar cabos sueltos, urde un plan, una siniestra tramoya, se las arregla con desenfado y astucia para librarse de dos personajes que le resultaban incomodos:  el general Desiderio arias y el vicepresidente Estrella Ureña. Al primero lo eliminó fisicamente y al segundo lo obligó a dejar el cargo, a ausentarse del país y finalmente presentar su renuncia. También es posible que contribuyera con su muerte, algunos años después, durante una operación quirúrgica a la que fue sometido.
Mientras el gobierno asumía todos los rasgos de una dictadura militar, con un tupido entramado burocrático, los partidos tradicionales empezaban a desarticularse o ya se habían desarticulado. Sus dirigentes  se habían desbandado, se habían dado a la fuga y al destierro. La bestia empezó a ejercer un dominio casi completo de todos los poderes del estado y se disponía a controlar por adelantado por lo menos una pequeña porción del clima político que aún no estaba en sus manos: las intenciones de voto. Así, en 1931, apenas un año después de haber subido al poder, fundó su propio partido, el Partido Dominicano, en el que era obligatorio inscribirse, democráticamente obligatorio.
El glorioso Partido Dominicano fue registrado oficialmente en la Junta Central Electoral con el nombre de la bestia como director y el de Mario Fermín Cabral como presidente de la junta superior directiva. Éste último, uno de los más prestigiosos sinvergüenzas de la era, era el hombre que, según Crassweler, en alguna ocasión había sido uno de los primeros en dar la voz de alarma cuando la bestia empezó a conspirar contra el orden constituido y el primero  en enmendar el error y subirse al carro del vencedor. El hombre que, según Almoina, había traicionado a desiderio Arias, que había denunciado y llevado a la carcel y a la muerte a numerosos oposicionistas. Era el hombre que, como dice Almoina, se prestaría a subscribir o auspiciar, la iniciativa, el infame proyecto  para cambiar el nombre de la ciudad más vieja del Nuevo Mundo por el del más desvergonzado de los abigeos, por el apellido de una familia de ladrones y asesinos, el de la bestia que en cinco años había cubierto de dolor, de sangre, de lutos al pueblo dominicano.
Junto a Fermín Cabral figuraban en la nómina de fundadores del Partido Dominicano otros de los mas impúdicos y entusiastas cortesanos. Uno de ellos era  Augusto Chotín, que había participado en el asesinato del presidente Cáceres en 1911. Otro era Rafael Vidal, a quien Crassweler describe como un conspirador y asesino. El más prominente era el tío de Trujillo, Teódulo Pina Chevalier, un tipo obeso, disoluto corrupto y no muy inteligente en opinión de Crassweler.
El Partido Dominicano se convirtió en un referente obligado, en el principal soporte ideológico y político del régimen y en una importante fuente de ingresos. Todos los dominicanos mayores de edad estaban obligados a inscribirse y a donar generosamente el diez por ciento de su sueldo. El carnet de miembro, la llamada “palmita”, tenía un diseño elemental. Una palma real, el nombre del partido, la efigie de la bestia emplumada con el título de generalísimo y cuatro palabras sacrosantas: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad. Un burdo acrónimo formado con las iniciales de sus nombres y apellidos: Rafael Leónidas (o Leonidas) Trujillo Molina.
La “palmita” (junto a la cédula y la certificación de haber hecho el servicio militar), formaba parte de una santísima trinidad que todo ciudadano mayor de edad tenía que llevar consigo. Los llamados tres golpes que la guardia requería en cualquier momento a los ciudadanos, especialmente a los infelices. La falta de cualquiera de estos documentos podía ser penada con prisión y trabajos forzados. Andar descalzo también podía acarrear pena de prisión y trabajos forzados. Ser pobre y no tener trabajo podía ser penado con la cárcel y trabajos forzados por delito de vagancia.
La gente que resistía, que protestaba contra estas medidas era acosada, la gente que hablaba mal del gobierno iba a prisión o al cementerio, las mujeres que levantaban su voz contra los abusos eran vejadas en público y en privado. El servicio secreto y de inteligencia extendía sus tentáculos, penetraba por todos los resquicios de la sociedad, ejercía su dominio en cuerpos y almas. La oleada represiva por parte del ejército, con militares como Vásquez Rivera, Leyba Pou, Cocco y Federico Fiallo a la cabeza castigaba fieramente cualquier asomo de inconformidad o rebeldía. La bestia estaba construyendo un cementerio y una enorme prisión en todo el país. Una prisión cementerio.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [28]. Tercera parte).
Bibliografía:
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.



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