sábado, 30 de mayo de 2020

El regreso de las naves (3)

29 mayo, 2020
Monumento a Silapulapu o Lapulapu en la ciudad filipina con su nombre. 

Pigafetta admiraba a Magallanes, aunque no tanto como Stefan Zweig. Había tenido con él ciertas dificultades durante la primera parte de la odisea, pero poco a poco se habían limado entre ambos las asperezas y terminaron estableciendo una buena relación. Durante el proceso que en España se siguió a los sobrevivientes de la nao Victoria y a los desertores de la San Antonio, empezó a darse cuenta que la justicia no favorecía a los partidarios de Magallanes y decidió mantener silencio. Se fue del lugar en cuanto pudo, asqueado quizás por el rumbo que tomaban las cosas, por las mentiras de los falsarios y aduladores que pretendían hacer de los méritos de Magallanes tabula rasa.
Respecto a Elcano también mantiene silencio. Pero es otro tipo de silencio. Un silencio elocuente, una anatema, quizás, contra el oportunista que ha suplantado al gran capitán. Un usurpador que se hizo con gloria y beneficios que no le correspondían:
“Ni una palabra —dice Stefan Zweig— dedicará a Elcano en su narración del regreso: escribe invariablemente: “navegamos”, “decidimos”, para denotar que Elcano no hizo ni más ni menos que los otros. Podía la corte recompensar a los que se lucraron con la casualidad, pero a Magallanes era debida la verdadera gloria, a él, que ya no puede verlo. Con una fidelidad impresionante se pone Pigafetta al lado del vencido, y sale con palabra persuasiva a favor del que ya no puede hablar.
“Espero -escribe Pigafetta en la dedicatoria de su libro al gran Maestre de Rodas- que la fama de un capitán valeroso como fue él, jamás se borrará de la memoria del mundo. Entre las otras muchas virtudes que le adornaban, sobresalía la de su firmeza, superior a la de los demás, hasta en medio de la mayor desgracia. Soportó el hambre con más paciencia que otro alguno. No había otro hombre en toda la tierra tan entendido en el conocimiento de los mapas y de la náutica. Y la verdad de esto se manifiesta en que llevó a cabo lo que antes nadie supo ni tuvo ánimo para llegar a descubrir.”
El Magallanes de Stefan Zweig es un personaje idealizado en extremo, casi un santo de altar. Parecería que la empresa a la que dedicó cuerpo y alma tenía un carácter mesiánico, espiritual, y no un propósito mercurial. No habían ido, al parecer, tras las inmensas riquezas de las islas de las especierías:
“La muerte es quien descifra el último secreto vital de una figura; hasta el postrer momento, en que su idea llega a feliz realización, no se manifiesta la íntima tragedia de aquel hombre solitario, a quien sólo fue lícito llevar la carga de su misión, sin que pudiera gozar del éxito final. Entre la masa de incontables millones, solamente a él lo escogió la suerte para tal proeza, al callado y taciturno, al encerrado en sí mismo, que estaba dispuesto, sin dejarse doblegar, a sacrificar a su idea todo cuanto en la tierra poseía, y su vida además. Lo eligió sólo para el trabajo, no para el goce, y una vez terminado aquél, lo despidió como a un jornalero, sin darle las gracias. Otros cosechan la gloria de su obra, otros echan la mano a la ganancia y disfrutan del festín; el destino fue exigente con ese recio soldado, como él lo había sido en todo y con todos. Solamente le otorga lo que él había anhelado con todas las fuerzas de su alma: encontrar el camino para dar la vuelta a la tierra, la parte más venturosa de su carrera. Lograr ver únicamente la corona de la victoria, tender la mano hacia ella, pero cuando intenta asegurarla sobre su frente, el destino dice: ‘¡Basta!’, y le abate la mano ansiosamente levantada”.
Hay veces en que parece que la admiración por el personaje se le va de la mano a Stefan Zweig, se desboca. Confunde —como tantos biógrafos e historiadores— la ambición y la codicia con el idealismo. Lo considera “un genio”. Su hazaña es la más grande jamás contada. Tanta admiración por el conquistador y el aventurero traduce al mismo tiempo, en algunas de las páginas menos felices de la obra, un sentimiento racista y colonialista, indigno del brillante escritor:
“¡Un genio que, cual Próspero, ha dominado a los elementos, venciendo todas las tempestades y sometiendo a los hombres, es vencido por un ridículo insecto humano llamado Silapulapu!”.
A pesar de todo, no deja de ser indignante, aleccionador, el relato que hace Stefan Zweig sobre la forma desvergonzada en que fue premiada la deslealtad de los hombres que abandonaron y calumniaron a Magallanes y la suerte que sufrieron aquellos que permanecieron fieles:
Capítulo 13
Los muertos no tienen razón (continuación)
Stefan Zweig
Esto es lo único que le fue concedido a Magallanes, el hecho, mas no su áurea sombra: el triunfo y la gloria temporal. Nada tan conmovedor, en este instante en que el propósito de su vida llega a realizarse, como la lectura de su testamento. Todo lo que, a punto de regresar, fue su anhelo, se lo niega la suerte. Nada le responde de lo que en aquella “capitulación” quiso legitimar como suyo y de los suyos. Ni una sola disposición -literalmente, ni una siquiera- de las que con tanta previsión y tino asentó en su última voluntad, se cumple, después de su heroico tránsito, con sus sucesores, y le es negado despiadadamente hasta el más puro y santo de sus deseos. Magallanes había precisado el sitio de su entierro en la catedral de Sevilla, y el cadáver se corrompe en una playa remota. Treinta misas dispuso que fueran rezadas sobre su tumba, y, en vez de esto, se oyen los aullidos triunfales de la horda de Silapulapu alrededor de su cuerpo mutilado ignominiosamente. Tres pobres debían recibir vestidos y comida el día de su entierro, y ni uno solo tendrá la comida, ni el par de zapatos, ni el vestido gris. Nadie será llamado -ni el más humilde mendigo- “para rezar por el bien de su alma”. Los reales de plata que destinaba a la Santa Cruz, y las limosnas para los presos, y los legados a los conventos y asilos, no serán satisfechos. -Porque nada ni nadie se presta al cumplimiento de sus últimas voluntades, y aun en el caso de que sus camaradas hubiesen trasladado su cuerpo al hogar, no hubieran encontrado en éste un maravedí para pagar la mortaja.
¿Pero no son ricos, al menos, los herederos de Magallanes? ¿No va a la sucesión, según el pacto, un quinto de todas las ganancias? ¿No es su viuda una de las señoras de más posición de Sevilla? ¿No son sus hijos, nietos y bisnietos, los Adelantados y Gobernadores hereditarios de las islas recién descubiertas? No; nadie hereda de Magallanes pues nadie de su sangre vive ya para exigir la herencia, durante aquellos tres años han muerto su esposa Beatriz y los dos hijos, todavía menores. Queda extinguida la descendencia de Magallanes. Ni hermano, ni sobrino, ningún consanguíneo vive para recoger su escudo. ¡Ni uno tan sólo! Fueron vanos los cuidados del hidalgo, del esposo y del padre, y baldío el piadoso deseo del creyente cristiano. Le sobrevive su suegro, Barbosa, pero ¡cómo debe maldecir el día en que aquel huésped sombrío, aquel “holandés errante” entró en su casa! Hizo suya a la hija, y esta hija ha muerto; se llevó a su hijo en la expedición, el único hijo que tenía, y no ha vuelto con los supervivientes. ¡Qué terrible atmósfera de desdichas en torno al hombre único! A quien fue su amigo y su apoyo lo ha arrastrado a su mismo destino siniestro, y quien en él confiaba lo ha pagado caro. A todos los que estaban con él y por él, les ha sorbido la felicidad, como un vampiro, en los azares de su acción: Faleiro, su asociado un tiempo, se ve preso al llegar a Portugal. Aranda, que le allanó el camino, envuelto en infamantes inquisiciones, pierde todo el dinero que por Magallanes había arriesgado. Enrique, a quien había prometido la libertad, vuelve a ser tratado como esclavo. Mesquita, su primo, es aherrojado tres veces por haberle sido fiel; Serrão y Barbosa le siguen en la muerte con pocos días de diferencia, como arrastrados por el mismo sino, y únicamente el que le ha sido contrario, Sebastián Elcano, se hace con toda la gloria y la ganancia de los que murieron fieles.
(Stefan Zweig, “Magallanes, La aventura más audaz de la humanidad”), https://www.biblioteca.org.ar/libros/131355.pdf). 



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sábado, 23 de mayo de 2020

El regreso de las naves (2)

Pedro Conde Sturla
22 mayo, 2020

Juan Sebastián Elcano

Stefan Zweig describe con justa indignación, casi con rabia, la ingrata recompensa que recibieron los seguidores de Magallanes por parte de los tribunales del Rey de España y la manera en que favorecieron a aquellos que lo habían traicionado y difamado.

sábado, 16 de mayo de 2020

El regreso de las naves (1)

Pedro Conde Sturla
15 mayo, 2020



Réplica de la nao Victoria, primera embarcación que dio la vuelta al globo
El día 6 de septiembre del año 1522 entró la desvencijada nao Victoria en el puerto de Sanlúcar, España, con apenas dieciocho hombres a bordo. Estaba al mando de Sebastián Elcano y había dado la vuelta al mundo. Durante más de tres años, desde el 10 de agosto de 1519 hasta el 8 de septiembre de 1522, Antonio Pigafetta había documentado los pormenores de la azarosa travesía, pero en ningún momento menciona el nombre de Sebastián Elcano. Y además —como se verá más adelante— es posible que la crónica de Pigafetta que conocemos sea apenas un resumen, una apretada síntesis de todo lo que escribió.

sábado, 9 de mayo de 2020

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (5 de 5)

Pedro Conde Sturla
8 mayo, 2020
El 16 de marzo de 1521 llegó la expedición de Magallanes a lo que hoy llamamos Filipinas, en honor a Felipe II de España. Al parecer, desde el momento en que puso pie en tierra, o quizás antes, Magallanes se sintió dueño y señor de aquellas tierras, aquel archipiélago formado por 7107 islas que bautizó con el nombre de islas San Lázaro, como si de su propia criatura se tratase.

sábado, 2 de mayo de 2020

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (4)

Pedro Conde Sturla
1 mayo, 2020
Magallanes en "las islas de los ladrones".

Después de varios meses de azarosa travesía, sin probar alimentos frescos y sin tocar tierra, con la tripulación diezmada por el hambre y el escorbuto, las tres naves restantes de la expedición de Magallanes llegaron providencialmente a la isla de Guam, una de las quince paradisíacas islas asentadas sobre montañas volcánicas que forman el archipiélago de las Marianas. Con sus habitantes, los honrados expedicionarios al mando de Magallanes se mostraron a disgusto. Tenían malas costumbres, se apropiaban de lo ajeno con una habilidad insospechada y Magallanes y sus hombres no agradecían de ninguna manera la competencia. Despectivamente bautizaron el territorio como las “islas de los Ladrones”, a pesar de que sólo en una les habían robado.

lunes, 27 de abril de 2020

ALICIA


Pedro Conde Sturla
(Un relato de Monedas en la fuente)


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Los padres ahora te reciben con esa fría cortesía que ha suplantado la confianza, el cariño casi familiar de otra época. Aceptan con la misma frialdad las sentidas condolencias, el pésame por la muerte de su hija y tú te alejas, te alejas simplemente de la fila que desfila para expresar con pálidas palabras, con efusión de abrazos un dolor que no sienten como tú, que nadie puede sentir como los padres. Esos padres que ahora no te quieren a su lado. Tú lo sabes, sabes que no te quieren a su lado y te pierdes entre la numerosa concurrencia, saludas a un conocido, no son muchos, aparte de la familia no son muchos y al hermano de Alicia, tu amigo de otro tiempo, no lo encuentras. No está en ese momento. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, te hubiera preguntado. Nadie sabe cómo contrajo esa enfermedad.
Al fondo del salón, entre el incesante movimiento de la gente, los murmullos y las manifestaciones de pesar, alcanzas a ver el ataúd, los despojos de Alicia, te acercas y la miras, el rostro demacrado, te la quedas mirando fijamente, hipnotizado por la extraña fascinación de la muerte y empiezas poco a poco a recobrar el sentido de la realidad, o de la irrealidad pasada que confundes con la realidad presente, y la sigues mirando fijamente sin poder apartar los ojos de esa imagen, la imagen que ahora se funde en la pantalla de tus ojos, como en una vieja película, la imagen que da paso a otra Alicia, plena de mocedad, el rostro angelical de Alicia que miraba hacia el parque desde aquella terraza de la casa del segundo piso donde siempre te recibía con un beso.
Ahora lo recuerdas claramente, subes a la casa rodeada por esa gran terraza con vista al parque y los padres te reciben como a un hijo y el hermano te recibe como a un hermano y Alicia con un beso en el cachete. Eran novios o algo así, creían los padres, pero nunca pasaron de un beso en el cachete y un apretón de manos. Novios de mentirillas, de mucho hablar de cine y literatura. Sólo los padres y el hermano pensaban que aquella relación superficial tenía raíces más profundas y tuviste que pagar por ese equívoco cuando te fuiste sin avisar, sin despedirte de nadie, sin dar noticias de tu paradero durante años. Una ausencia injustificable, sin duda, que te rebajó para siempre en el afecto familiar.
Plena de mocedad, el rostro angelical, así era Alicia. No la marchita cera de un rostro demacrado por meses de sufrimiento que ahora miras, que no puedes dejar de mirar fijamente, todavía hipnotizado por la fascinación de la muerte, de una muerte que te toca tan de cerca en ese ambiente funerario tan parecido a un jolgorio, y piensas contra tu voluntad en cosas en que no quieres pensar, en cosas que no quieres recordar y recuerdas.
A veces Alicia no estaba cuando llegabas y te ponías a esperarla en la terraza, charlando con el hermano o leyendo un libro. Alicia solía salir frecuentemente a caminar, salía a trotar y regresaba al poco rato, ardiendo como una tea, a veces tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud: subía de dos en dos los escalones y te plantaba un beso en la mejilla y se iba a bañar.
Tú la idealizabas, tú la venerabas, tú pensabas en ella como algo inalcanzable, excepcional, un sueño irrealizable, algo intocable. Alicia era una criatura espiritual que vivía al margen de todas las cosas mundanas.
La última vez que fuiste a visitarla ella no estaba en la terraza. Alicia ya no estaba. Había salido a caminar, a trotar como de costumbre y tú bajaste, bajaste a comprar cigarrillos en el colmado de abajo, junto al taller de mecánica. La puerta entreabierta al fondo.
De repente empezaste bruscamente a sentir que la sangre se helaba en tus venas, te convertías en hielo, en estatua de hielo.
No podías creer lo que creíste cuando ibas a comprar cigarrillos y pasaste frente al taller de mecánica con la puerta entreabierta al fondo. Era la voz de Alicia, apenas perceptible para ti, apenas reconocible en medio del barullo, a través de una puerta entreabierta, inequívocamente la voz de Alicia en la parte trasera del taller de mecánica, aullidos de placer de una gata en calor, aullidos de placer de Alicia.
Te asomaste con discreción a la puerta entreabierta. Alicia casi desnuda, Alicia al revés y al derecho en manos de dos mecánicos tiznados y desnudos, Alicia como una gata loca gozando en cuatro patas con los mecánicos, Alicia pidiendo más, Alicia insaciablemente pidiendo más y los mecánicos complaciéndola hasta el cansancio. Alicia sobre una mesa gozando como una loca, dando gritos de loca complacida, ofreciéndose a mecánicos que la gozaban como un pedazo de carne, ofreciéndose como pura piltrafa gozosa a gente que la trataba como piltrafa.
Tú atontado, sin resuello, el semblante descolorido, sin poder creer lo que habías visto y oído, con el peso infamante de un dolor y una confusión sin límites. Tú subiendo las escaleras mecánicamente paso a paso y esperándola mientras te fumabas un cigarrillo. Al poco rato Alicia subiendo por la escalera de dos en dos los escalones, alegre como una pascua, tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud, plantándote como siempre un beso en la mejilla antes de irse a bañar.


01/04/2011

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Pedro Conde Sturla
9 de abril de 2008



En un país imaginario, completamente imaginario, un grupo de personajes de ficción se disputa alegremente el poder en unas elecciones circenses en las que habrá un solo ganador y nueve o diez millones de perdedores.
El muestrario de los principales candidatos es multicolor, variopinto, de reluciente pelaje, pero todos tienen en común algo que no tienen: prendas morales, principios éticos, valores en los que se debería fundar la conciencia social. No hay en ellos ni sombra de integridad, probidad, honradez, ni el menor asomo de decoro, ni siquiera respeto a sí mismos.
Uno de esos personajes imaginarios (que se imagina, por cierto, como instrumento del destino), es un virtuoso de la demagogia, un profesional de la mentira y un mago del cinismo, un prestidigitador, un hombre de palabra y solamente de palabra, ante cuyo despacho no se detiene la corrupción. 
Otro candidato, inverosímil desde luego, calificaría para representar en cualquier película un papel estelar como capo de la mafia.
Un tercer candidato, quizás más meritorio –reputado empresario, promotor de viajes turísticos ilegales con destino a Puerto Rico y gran exportador de sustancias controladas con destino al imperio-, es un ser surrealista, caricaturesco, amigo de lo ajeno en grado superlativo, el más ostentoso político que la imaginación pueda edificar. Exactamente un politiCastro. Él no esconde las plumas de las gallinas que se roba, como aconsejaba Lilís, las exhibe impúdicamente con el orgullo de quien se las ha ganado con el sudor de otra gente.
En la lista hipotética de candidatos de aquel inexistente país imaginario, necesariamente, imaginario, figura también un nazi que en la llamada lucha contra la delincuencia mandó a más de seiscientas personas al cementerio y con el sueldo de policía construyó una mansión en la más exclusiva zona turística de La Romana.
La gente del país imaginario piensa que hay varios candidatos, pero en realidad todos los candidatos son el mismo candidato.





pcs,miércoles, 09 de abril de 2008



domingo, 26 de abril de 2020

RECUERDOS DEL GENERAL

Pedro Conde Sturla
1 de marzo de 2009


En el mes de abril del año 1965, durante el régimen del fatídico Triunvirato encabezado por Donald Reid Cabral, mi familia vivía en el kilómetro siete y medio de la carretera Mella que conduce a San Isidro, cuna del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA). Vivíamos, exactamente, aunque a cierta distancia, entre dos altos militares al servicio de la dictadura, Elías Wessin y Wessin y Pedro Benoit. Otro de los vecinos era el célebre pelotero Guayubín Olivo, concuñado de Wessin, si no yerro. Su canchanchán y su cómplice.

Mi dilecto padre, Alfredo Conde Pausas, había renunciado a su condición de Juez de la Suprema Corte de Justicia a raíz del golpe de estado que puso fin al gobierno de Juan Bosch en 1963 y estaba sin empleo, pero eso no le quitaba el sueño. Conspiraba alegremente en el Ensanche Ozama con miembros del movimiento cívico-militar que organizaba el destronamiento del Triunvirato y el regreso de Juan Bosch al poder.

Sin embargo, el súbito estallido de la revolución de abril lo desconcertó y no tuvo tino para abandonar a tiempo la casa que cuatro de sus cinco hijos -los varones y comunistas disociadores-, habían abandonado desde el primer momento para unirse a los insurrectos en el lado oeste del Ozama río. Para peor, Molina Ureña, durante su breve mandato como presidente provisional, lo nombró pomposamente por radio y televisión Procurador General de la República y allí quedaron mi padre y mi madre y una pareja de muchachos, hermanos de crianza, atrapados en territorio enemigo.

Mi padre cerró puertas y ventanas y no volvió a encender luces, tratando de simular que había dejado la propiedad, pero en algún momento cometió un descuido y se dejó ver de Guayubín Olivo que se había detenido al frente en su automóvil con ojo avizor. Vio, a su vez, la cara de Guayubín Olivo que hizo un gesto de júbilo y sorpresa y quince minutos después llegó una patrulla de guardias al mando de un sargento, probablemente. Dos perros maravillosos, amarrados en el fondo del patio, Dragón y Lobo, trataron inútilmente de romper las cadenas para agredir a los agresores. A golpes de culata, los guardias tocaron la puerta y mi padre abrió porque tenía que abrir. Levantaron colchones, rompieron armarios en busca de los hijos que no estaban y finalmente el suboficial ordenó a todos ponerse contra una pared para ejecutarlos. Mi padre se insolentó, enfrentó al militar y le dijo que el único culpable era él, que al único que tenían que fusilar era a él y no a su mujer y los niños.

No sé que pasó por la mente de aquel soldado en ese momento, pero el gesto de mi padre lo desarmó y ordenó la retirada de la tropa. Tengo entendido que en algún momento dijo en público que nunca había conocido a un hombre tan responsable y valiente. Nunca he sabido quién es, pero él lo sabrá y desde el fondo del alma le agradezco.

Mi padre y mi madre y los hermanos de crianza se salvaron gracias a los buenos oficios de un gran amigo que vivía en La Cruz de Mendoza, Juan Luís Castellano, que los trajo por caminos de pesadilla a un lugar seguro. Durante el gobierno constitucionalista del Presidente Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó mi padre fue designado Presidente de la Suprema Corte de Justicia, el más honroso cargo de su vida. Los designios de Guayubín y Wessin no eran esos.

Hoy Wessin y Wessin está enfermito, padece del corazón que nunca ha tenido y, el día en que se muera, Faraonel Fernández asistirá seguramente al duelo y lo sepultarán con lujo y honores militares, así como enterraron al golpista Donald Reid Cabral con honores de estado. No se hablará de genocidio, de la matanza del puente Duarte, de su proverbial cobardía. Pasarán seguramente por alto sus negras hojas al servicio de la imposible patria. Mandar a matar a mi familia fue una de ellas.

pcs, domingo, 01 de marzo de 2009


sábado, 25 de abril de 2020

ROQUE DALTON: OFICIÓ DE POETA

Pedro Conde Sturla
23 de marzo de 2014 | 12:41 pm 

Roque Dalton: Oficio de poeta (1)

[El Salvador. Revista Cultura 89, e n e r o – a b r i l 2005El crítico dominicano Pedro Conde Sturla nos envió este texto, que sirvió como prólogo a la edición de “Taberna y otros lugares” aparecida en su país,  en 1980. Conde Sturla se enfrenta lucidamente a uno de los libros más indóciles del poeta salvadoreño, tomándolo desde sus ángulos más espinosos, desconfiando de las posibles trampas que el poeta tiende a los lectores desprevenidos y entrando en diálogo crítico con Roberto Armijo e Italo López Vallecillos.
Nota: En este número conmemorativo de Roque Dalton figuran, entre otras, notables colaboraciones de Claribel Alegría, Ernesto Cardenal y Mario Benedetti.]

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (3)

Cuando la expedición de Magallanes llegó al estrecho que hoy lleva su nombre, la tripulación comenzó a desesperarse. Se encontraban en uno de los lugares más inhóspitos del mundo, un lugar frío, escabroso, tormentoso, buscando un pasaje desde el Atlántico al Pacífico por un conjunto de islotes que formaban una especie de laberinto que desorientaba a los marineros.