Al cabo de unos cuantos meses, algunos de los becados dominicanos se sabían la ciudad de memoria y todos llegarían a conocerla bien, aunque muy pocos en su intimidad. El conocimiento de sus partes íntimas pertenecía al dominio de los iniciados, que eran muy pocos. Una especie de secta.
Con toda candidez, sin imaginar siquiera la poca flexibilidad de los reglamentos, durante el primer semestre de su estadía en Monterrey los dominicanos se hospedaron en las residencias del internado del Tecnológico y muy pronto tuvieron motivos para arrepentirse. Desde el principio se vieron sometidos a una insobornable disciplina que establecía y establece que ni siquiera en sábados y domingos podían estar fuera después de la una de la mañana sin un permiso especial. La violación de esta regla acarreaba un reporte de parte del encargado del edificio y ocho reportes eran suficientes para motivar la expulsión. Eso no disuadió por completo a los becarios. Algunos se saltaron las reglas y llegaron tarde un par de veces. Cuando fueron intimados por el prefecto a identificarse, dieron los nombres de conocidos peloteros de aquella época: Juan Marichal, Felipe Rojas Alou, Alonzo Perry. Otro dijo llamarse Rodrigo de Triana. Sin embargo, el gracioso recurso, o lo que parecía gracioso a los estudiantes, no obtuvo buenos resultados. El Jefe de residencia llamó a capítulo a inocentes y culpables, pronunció un largo discurso de género admonitorio y después de muchos rodeos concedió el perdón condicional a condición de que no volviera a suceder, muchachos. Traducido en buen cristiano, el significado redondo de sus palabras se resumía en una seria advertencia: vayan por la sombrita.
El problema de comunicación entre dominicanos y mejicanos era de doble vía. Los dominicanos no entendían el significado de ciertas expresiones mejicanas y los mejicanos a veces no entendían una palabra, una sola palabra de lo que decían los dominicanos. No es que no entendieran el significado, es que no entendían el sonido de las palabras, el modo aspirado y guillotinado del habla de los dominicanos, la forma hambrienta de comerse las palabras y decir, por ejemplo: “Tato no ta qui” en lugar de “Tato no está aquí”.
“La pequeña Bessie” forma parte de los llamados textos malditos que escribiera casi clandestinamente Mark Twain durante los últimos y amargos años de su vida. Textos blasfemos o por lo menos irreverentes, que no se dieron a conocer hasta mucho tiempo después de su muerte y que todavía hoy no gozan de la estimación de muchos lectores y editores. Textos que todavía sufren una especie de censura estructural y son como quien dice mantenidos en el banco del castigo, en un rincón oscuro y apartado de la vista de los curiosos, allí donde se conservan y preservan las vergüenzas familiares.
[Sólo dos libros y algunos fragmentos se han salvado de los veinte que componían “El Satiricón”, que se atribuye a Cayo o Tito Petronio Árbitro (o simplemente Petronio). Lo que queda es, sin embargo, suficiente para acreditarlo como uno de los textos más originales de la historia, la despiadada y risueña sátira del mundo romano en el primer siglo de nuestra era, durante el reinado de Nerón.
“Frente a las novelas griegas, ajenas a los acontecimientos políticos y sociales, ‘El Satiricón’ arremete contra los defectos de una sociedad opulenta y depravada que se basa en la hipocresía: la educación de los jóvenes en una retórica hueca y en las doctrinas de filósofos embaucadores y el contraste entre la miseria del pueblo llano frente a la frivolidad y el sibaritismo de los ricos”.
Es una obra considerada licenciosa, libertina, que muchas veces tuvo que circular clandestinamente a pesar de la admiración que le tributaban los más conspicuos hombres de letras y a pesar de ser modelo del más afinado latín de su época.