viernes, 17 de enero de 2020

Sombras nada más

Pedro Conde Sturla
Víctor Villegas y otros contertulios del Palacio de la Esquizofrenia 

Son como sombras sonámbulas que sueñan porque los sueños sueñan, colmena o avispero, muestrario de varia humanidad, columnas de seres y contornos imprecisos que entran y salen, ocupan las mesas, a veces todas las mesas de la Cafetería restaurante El Conde. El alucinante Palacio de la esquizofrenia en todo su esplendor. Allí concurren a granel, meditan o vegetan, discurren y se escurren el profesor emérito que dicta charlas magistrales y el alumno que aprende, el prócer y el apátrida, gobiernistas y oposicionistas igualmente fogosos, el filántropo y el misántropo, el aristócrata y el plebeyo, el abogado de oficio y el abogado sin oficio, el postor y el impostor, el filósofo, el historiador, el diplomático, el diputado, el doctor, el asistente del procurador, el revolucionario de profesión, el escritor, el trovador Rodríguez (un ingenio sin par), el cundango y la cundanga, el periodista, el publicista y su consorte, el cronista, el pintor –los infinitos 
pintores–, el escultor, el conocido caricaturista de humor negro y risa alegre con boca de chivo, el actor, el cineasta, el lambón, limpiasaco o tumbapolvo, como se dice entre nosotros, el advenedizo que quiere beber y fumar a cuenta ajena, el fisgón, el turista, el buscón y la buscona que se la buscan con los turistas, algún poeta maldito rumiando su desagravio y un montón increíble de malditos poetas, el crítico de arte de mala sangre, el crítico literario de mala leche, el crítico de cine de mala sombra, el policía que es un secreto a voces y un grupito de alcohólicos más o menos anónimos. El bardo insumiso ocupa ahora su lugar en una de las mesas del centro, acompañado de varios amigos. Como es un poco histriónico necesita el concurso del público y se lo gana fácilmente, hablando en voz muy alta y gesticulando ampliamente. En el hablar y en su persona destacan el lenguaje hiperbólico, la sonrisa desguarnecida (el vacío dental entre los caninos), la poesía a flor de piel, la oscuridad profunda de la piel, el pelo organizado en trencitas al estilo rastafari, que era el estilo húsar, y la simpatía a borbotones, definitivamente contagiosa. En este momento llega el patriarca Villegas y va a sentarse con su amigo el cronista. El patriarca Villegas viene, según dice, de un entierro y está feliz, acaba de enterrar su órgano favorito. Saluda al bardo hiperbólico, saluda a todos los que quedan a su alcance, saluda como quien dice a la muchedumbre que le devuelve el saludo, pide un café y le ofrece al cronista una cerveza. Todos saben que el cronista tiene talento para la bebida, pero esta noche no toma, se toma la noche libre y sólo toma notas para escribir su obra maestra, como dicen las malas lenguas, o quizás simplemente para fastidiar con sus comentarios en la prensa a los megalómanos del patio y a tarados que reciben premios literarios a fuerza de compadreo.Desde la mesa contigua, los integrantes de un círculo de poetas lo ojean con ojeriza, un poco de reojo y de relajo, chismorrean alegremente, discretamente, clandestinamente en voz baja para no herir susceptibilidades alcohólicas. Ninguno de ellos, casi ningún poeta, sin embargo, es abstemio. Aunque desprecien o finjan despreciar la bebida se embriagan de vanidad, viven la más infinita borrachera: El ego fermentado a tiempo completo. 
El crítico de mala sombra, embozado en su ego, entra como de costumbre sin mirar ni saludar a nadie y se instala en un rincón al fondo, echa un vistazo desencantado, un muy mirar torcido en derredor y llama a un mozo que no se da por aludido. Ninguno de los mozos le pone atención, con excepción de Abreu, que es gentil, educado, y modera todas sus impertinencias, pero Abreu está ocupado ahora y el crítico de mala sombra tendrá que esperar. Ha hecho de la vida un ejercicio de altanería y del insulto una costumbre. Sus rabietas consuetudinarias y el mal trato que dispensa a los que considera por debajo de su nivel social le granjean pocas simpatías y consecuencias insospechadas. Los mozos, en todas partes 
del mundo se vengan de los clientes fastidiosos haciendo caso omiso de sus reclamos en el mejor de los casos, y otras veces escupiendo en la comida y en la bebida, por no hablar de cosas peores.Los del círculo de poetas leen poemas e intercambian elogios, intercambian a veces tibias frases risueñas, palabras tipográficamente cordiales, juicios piadosos. Cada poema es mejor que el otro, a cada maravilla sucede otra maravilla. Reina la armonía, el mutuo bombo. De repente, en el momento más impensado, estalla un rugido de indignación, casi un escándalo, una conmoción. La lectura del último poema no concitó elogios que colmaran la vanidad del autor que ahora sufre un ataque de egolatría y se queja amargamente de incomprensión, de lo que considera una ofensa, una desconsideración, pura falta de sensibilidad, incluso capacidad intelectual para apreciar su obra. Alguien propone, salomónicamente, que vuelva a leer el poema, argumentando que quizás por lo novedoso del tema y la audacia de la forma no fue captada su esencia, su densidad metafísica, pero el autor se opone momentáneamente, dándose por ofendido. A ruegos, pidiendo excusas, sus contertulios lo ablandan, lo convencen al poco rato y el autor, un poco a regañadientes, vuelve a leer. Ahora todos los juicios vuelven a ser como la vida en rosa, oro molido, y la cordura reina de nuevo entre los vates.
El bardo insumiso los escucha con mal disimulado interés, sonriendo para sus adentros. Hombre de juicios lúcidos y claros, el bardo tiene ideas originales sobre literatura y arte y no comulga con mitos ni mitómanos, y mucho menos con ejemplares, con representantes tan típicos de “la raza irritable de los poetas”, como la definiera Horacio en sus Epístolas. Los versos que llegan a sus oídos le recuerdan los dólares provenientes del narcotráfico. Igual que los banqueros lavan dólares para que puedan circular decentemente, parecería que los poetas están lavando versos –piensa el bardo–, para hacerlos pasar por poesía. Al término de la lectura de otra obra maestra, aplaude cínicamente y cuando los poetas reparan en la atención que les dispensa, en el rostro del bardo se dibuja un gesto condescendiente que parece de aprobación y es pura sorna. Pero los poetas, los vates que estuvieron a punto de golpearse con bates, no entienden esas sutilezas y continúan atentos a su única preocupación, que es engordar el ego. El patriarca Villegas y el cronista, a cuya mesa se han integrado ya varios personajes del dominio público, incluyendo al trovador Rodríguez, no conceden mayor importancia a los berrinches y exaltaciones de los decidores de versos, y la conversación gira en torno al tema del tiempo y la nostalgia, la evocación de figuras queridísimas idas a tiento y a destiempo. En otra época Gómez Doorly frecuentaba diariamente el Palacio de la Esquizofrenia con la puntualidad de un reloj suizo. Podía uno verlo allí, encerrado metafóricamente en la mesa que le servía de despacho, leyendo y subrayando periódicos durante horas. Pudimos verlo, sí, hasta el que fue el último día de su existencia. A Gómez Doorly lo esperaba, en una de esas curvas del destino, la tragedia más insospechada. Murió de mala muerte, cosido a puñaladas,  en su hogar, a manos de un demente que era su hijo. Frank Beras, otro de los frecuentadores asiduos, venía en aquellos tiempos disfrazado de ciego, actuando como cieguito. De una escoba decrépita se ingenió un bastón, o más bien un cayado con el que mantenía a raya a los numerosos perros que lo asediaban en su vecindario. Con el cayado en la mano derecha, un sombrero calado y lentes oscuros representaba a la perfección el papel de invidente. El policía de tráfico lo ayudaba a cruzar las avenidas atestadas de vehículos, le cedían el asiento en las guaguas de transporte público, le cedían el turno cuando formaba fila en un banco y en general la gente le dispensaba un trato generoso. En ocasiones, sólo por divertirse, recababa limosna en dólares presentando el sombrero al paso de los turistas.Nada mas llegar al Palacio de la Esquizofrenia, que es una especie de corte de los milagros, como un barrio famoso del París de Francia de Víctor Hugo, recuperaba la visión, ocupaba una silla en una mesa cualquiera, entablaba conversación y compartía con sus numerosos amigos, pero siempre en un plan muy serio y reservado y con un dejo incurable de tristeza.
Al cieguito Beras le esperaba también un final trágico y lamentablemente previsible. Víctima de una depresión, tocó fondo un mal día en que la amargura de vivir se le hizo insoportable. En un gesto de aborrecimiento a sí mismo se martirizó el rostro con una navaja antes de degollarse. 
El publicista y su consorte, Macho y Marta, eran igualmente asiduos. Venían casi a diario y ocasionalmente más de una vez. Con ellos cualquier tertulia adquiría dimensiones surrealistas. Macho era una persona de ideas originalmente descabelladas, aunque brillantes a veces. Sus personajes favoritos eran Balaguer y Caamaño y nunca fue posible entender cómo conciliaba su admiración por el asesino de masas y el héroe asesinado. Al publicista y su consorte les aguardaba un destino metafísico, el misterio de la dimensión desconocida. Su infausta desaparición nos dejó a todos sumidos en la incertidumbre. 
A esta hora, en otro tiempo cercano, el profesor emérito ya estaría sentado al frente de la mesa presidencial y a su alrededor estarían congregándose los integrantes de la más gloriosa peña de la Ciudad Colonial. Pero el profesor emérito, Francisco Alberto Henríquez Vásquez, el célebre don Chito, cuerpo y alma de la gloriosa peña, se ausentó para siempre durante el fluir de estas páginas, y la peña está huérfana como sus descendientes, huérfana, sí, la calle El Conde que lo vio recorrer miles de veces el dichoso trayecto desde su residencia hasta el flamante Palacio de la Esquizofrenia.



01/01/2008

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