sábado, 8 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (3)

Pedro Conde Sturla
7 febrero, 2020


Dominicanos en Monterrey durante una ofrenda floral con motivo de la fiestas patrias. 

Con toda candidez, sin imaginar siquiera la poca flexibilidad de los reglamentos, durante el primer semestre de su estadía en Monterrey los dominicanos se hospedaron en las residencias del internado del Tecnológico y muy pronto tuvieron motivos para arrepentirse. Desde el principio se vieron sometidos a una insobornable disciplina que establecía y establece que ni siquiera en sábados y domingos podían estar fuera después de la una de la mañana sin un permiso especial. La violación de esta regla acarreaba un reporte de parte del encargado del edificio y ocho reportes eran suficientes para motivar la expulsión. Eso no disuadió por completo a los becarios. Algunos se saltaron las reglas y llegaron tarde un par de veces. Cuando fueron intimados por el prefecto a identificarse, dieron los nombres de conocidos peloteros de aquella época: Juan Marichal, Felipe Rojas Alou, Alonzo Perry. Otro dijo llamarse Rodrigo de Triana. Sin  embargo, el gracioso recurso, o lo que parecía gracioso a los  estudiantes, no obtuvo buenos resultados. El Jefe de    
residencia llamó a capítulo a inocentes y culpables, pronunció 
 un largo discurso de género admonitorio y después de 
muchos rodeos concedió el perdón condicional a condición 
de que no volviera a suceder, muchachos. Traducido en buen 
cristiano, el significado redondo de sus palabras se resumía 
en una seria advertencia: vayan por la sombrita.
Aparte de la disciplina monacal, los dominicanos tuvieron que enfrentar algunos de los típicos abusos que sufren en general los novatos en muchas instituciones. En México había entonces dos centros de estudios de prestigio conocidos por sus novatadas, si acaso no es mejor decir salvajadas. Uno de ellos era la escuela Agraria Antonio Narro (donde estudiaban unos veinte criollos), que tenía su sede en la casi ciudad de Saltillo, a poca distancia de Monterrey. El otro, el peor de los dos, dedicado igualmente a estudios agrarios, era el de Chilpancingo, en el Distrito Federal.
En esos lugares los novatos tenían que pelear como quien dice por sus vidas. Lo menos que podía pasarle era que los arrojaran a la piscina a las dos de la madrugada en invierno, que los pelaran al rape o que los encueraran y les dieran una refriega de miel de abeja o melaza y lo vistieran o decoraran con abundantes plumas de gallina o relleno de almohada a falta de plumas.
En el Tecnológico de Monterrey las novatadas se reducían a una pálida copia de las de esos centros de estudios, pero no dejaban de ser pesadas y los dominicanos no las iban a aceptar pasivamente: decidieron que de ninguna manera iban a ser tratados como novatos o pinos nuevos. De su parte tenían la superioridad numérica y un espíritu de grupo que nunca los abandonó en su estadía. La primera vez que a uno de ellos se le hizo una novatada, organizaron una reunión relámpago que estudió el problema y salieron a la luz soluciones radicales. Como el prefecto estaba de alguna manera confabulado con los grupos de veteranos que se divertían a costilla de los novatos y algunas veces facilitaba las llaves de las habitaciones para permitir las incursiones nocturnas, decidieron hacerle una visita que no era de cortesía. Se le aparecieron en su oficina, maquillados con las caras más agresivas que tenían y le advirtieron que cualquier novatada que sufriera un hijo de la patria de Duarte se la cobrarían con creces a su persona.
Al término del primer semestre se produjo una estampida y el internado prácticamente se quedó huérfano de dominicanos. Estos se dispersaron por los alrededores del Tecnológico, se alojaron en pensiones o casas de alquiler. A partir de entonces comenzaron a definirse ciertos perfiles sociales en base al grado de amistad y afinidades, y surgieron los diferentes grupos que darían a toda la comunidad unas características inconfundibles.
Con los grupos surgieron los nombres y sobrenombres de los grupos, que fueron otorgados con picardía y malicia, y que definían en general, con cierto acierto, las cualidades más sobresalientes de sus miembros. A Los jurones, por ejemplo, se les llamaba así por su obstinación en no dejarse ver, debido de su dedicación al estudio. Pero no eran los únicos. Era algo que tenían en común con otros grupos como Los hormigas y sobre todo con Los macheteros, que no se dedicaban a cortar caña. Machetero, en México, se le llama a una persona trabajadora, estudiosa. Los macheteros estudiaban con despiadada vehemencia y eran tranquilos y diurnos.
Los integrantes de la raza también eran conocidos por el lugar donde habitaban. Los que vivían en unas populares residencias estudiantiles que tenían por nombre La silla eran llamados silleros.
Algunos de los más serios vivían en un conjunto de edificios llamado Los grises, un nombre que no correspondía a la brillantez intelectual de sus habitantes y nadie les decía griseros. El grupo más visible, físicamente visible, vivía en el segundo piso de un apartamento con grandes ventanas y una enorme vidriera al que todos llamaban La pecera. Allí no se podía estar ni siquiera en la cocina en calzoncillos sin que se viera desde la calle.
Algunos miembros de la comunidad eran conocidos por motes o sobrenombres que no tenían que ver con la dedicación al estudio. Al inolvidable Patico, por ejemplo, le decían así porque era un poco pando o pandeado, culipandeado, curvado un poco por detrás y un poco por delante. Al verlo venir decían: pando alante, pando atrás, camino del Tec, ¡quién será?
A Boquetrueno lo llamaban de esa manera por su parecido con Jupiter tonante. Hablaba como soltando truenos, rompiendo tímpanos, como si tuviera un megáfono, un equipo radiofónico entre pecho y espalda.
A Caonabito le decían El trípode por razones que es mejor no aclarar.
Había una pareja de enamorados que no se separaban (ni se separan todavía más de lo indispensable), a la que llamaban Los pelotitos porque se traían y se traen locos de amor o pelotitos (como se decía en Monterrey), como pelota de goma el uno a la otra, rebotando de amor el uno contra la otra y viceversa.
Los llamados Allantímetros o Apantallímetros formaban una especie aparte. Derivaban los nombres del verbo allantar (de las voces allante y allantoso que recoge la Academia Dominicana de la Lengua en el año 2013), y del chilangónimo o mexiquense apantallar. Significa allantoso o apantalloso. Alguien que se destaca en el arte difícil de impresionar o hacer creer una mentira, exagerando hechos que pueden ser reales o no, fanfarroneando, privando por lo general en fruta exótica.
El único grupo al que se le conocían tendencias radicales era el de Los patriotas y estaba radicado en la Colonia Roma, con excepción de Camilo, que era el más genuino y perseverante de todos y vivía como quien dice en la clandestinidad. Camilo era un nostálgico intransigente, evocaba el terruño en todas las ocasiones y circunstancias que se le presentaban y no perdía oportunidad de rendirle culto a la Patria bienamada, venerada, adoraba. Todo lo que había de bueno en México, era mejor en el país natal. “Lo único que este país le lleva a Santo Domingo —solía decir con profunda convicción— es un poquito de tierra”. Casi apenas dos milloncitos de kilómetros cuadrados.
De él decían, medio en serio y en broma, que tenía una bandera en cada pared de su cuarto, que tenía una colección de retratos de los padres de la patria en una especie de altar y que cantaba el himno nacional al acostarse y al levantarse. El amor a la patria también lo demostraba estudiando a conciencia. Se graduó patrióticamente con honores de Ingeniería mecánica y seguramente combina todavía el ejercicio de la profesión con el ejercicio del patriotismo.



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