domingo, 21 de abril de 2019

CHAPITA: HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO (1-11).

Pedro Conde Sturla
17 de diciembre de 2018/25 de febrero de 2019 


Chapita (1) 

…bailemos un merengue de espaldas a la sombra / de tus viejos dolores, / más allá de tu noche eterna que no acaba, / frente a frente a la herida violeta de tus labios / por donde gota a gota como un oscuro río / desangran tus palabras. / Bailemos un merengue que nunca más se acabe, /bailemos un merengue hasta la madrugada: / el furioso merengue que ha sido nuestra historia.
Franklin Mieses Burgos
Paisaje con un merengue al fondo

Doña Julia Molina de Trujillo, como especie de caja de Pandora, parió una fiera tras otra en fila india, una más mala que la anterior y la posterior y viceversa. De su vientre  salieron todos malos. Allí no había términos medios, solo había malos y malas y peores, demonios y demonias. La futura Excelsa Matrona sabía parir, no cabe duda, aunque paría de mal en peor. Y una de esas fieras, quizás la más fiera de todas las fieras, estaba marcada por el destino, por el azar, la predestinación, por la historia y las circunstancias, por la suerte o por designios del imperio, por las fuerzas de ocupación norteamericanas, por lo que ustedes quieran.
El predestinado debutó en la escena nacional e internacional como un héroe de mil batallas a juzgar por los títulos militares que se concedió. No se conformó con el rango de general, tuvo que ser generalísimo, un rango que, sin embargo, le quedaba corto a su ego. El generalísimo era un megalómano como todos los de su clase, como sus contemporáneos y cofrades, los generalísimos Francisco Franco y  Chiang Kai-shek, con la diferencia de que el generalísimo criollo no participó nunca en batalla alguna y solo estuvo en guerra contra su pueblo. No carecía, por supuesto, de una adecuada formación militar porque las tropas del imperio se habían ocupado de ello, pero al parecer se graduó de generalísimo por correspondencia o por obra y gracias de sus aduladores.
A lo largo y a lo ancho de su vida le otorgaron o se hizo otorgar innumerables títulos que, sólo por casualidad, no incluían ninguno de nobleza. Así fue, entre otras cosas, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria nueva, Primer maestro dominicano y Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina. El supremo pato macho de la República Dominicana y el Caribe durante más de treinta años de tiranía.
Chapita
En realidad, sus títulos eran demasiados para ser contados. Uno de los más curiosos era el de Generalísimo Invicto de los Ejércitos Dominicanos.

lunes, 15 de abril de 2019

CEMENTERIO SIN CRUCES (4 de 4)

Cementerio sin cruces (4-4)

El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa.
Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos,  nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor.
Cárcel de Nigua
Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía.
Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que  explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco.
Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte  de la conspiración.
La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores.
Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña.
Algunos de los implicados o acusados por  el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía.
Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza.
En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros.
De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas  implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima.
La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia.
Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas  y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas,  sobreviviendo entre  ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí.
Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas,  cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas  torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis.
Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió abusos interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados.
La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado  que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino.
Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia.
Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte).
Bibliografía:
Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana”
Bombas contra Trujillo en Santiago,
Lino A. Romero, “Historia de la psiquiatría dominicana”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”



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Pedro Conde Sturla
Viernes 12 de abril 2019
Cárcel de Nigua 

El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa.

Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos,  nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor.  

Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se 
tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía.

Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que  explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco. 

Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte  de la conspiración. 

La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores.

Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña.

Algunos de los implicados o acusados por  el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía.

Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza.

En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros.

De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas  implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima.

La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia. 

Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas  y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas,  sobreviviendo entre  ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí.

Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas,  cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas  torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis.

Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió golpizas interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados.

La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado  que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino.

Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia. 


Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte).


Bibliografía:

Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana”

Bombas contra Trujillo en Santiago,

Lino A. Romero,ñ
“Historia de la psiquiatría dominicana”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”







viernes, 5 de abril de 2019

CEMENTERIO SIN CRUCES (3)

Cementerio sin cruces (3)

El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido. La bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea. Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía.
La bestia conocía sin duda aquel refrán que dice que debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán, pero este alacrán salía de las filas del ejército y era un teniente coronel y le decían Blanquito, cariñosamente Blanquito. Leoncio Blanco, Blanquito, un tipo popular entre las tropas, entre civiles y militares. Además no se trataba de un sólo alacrán, eran muchos alacranes uniformados, entre ellos el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa, amén de numerosos oficiales de menor rango.
El mayor Aníbal Vallejo Sosa
El mayor Aníbal Vallejo Sosa
Como se diría en el acta del consejo de guerra que se llevó a cabo contra los principales acusados, un acontecimiento semejante no había tenido lugar en el país desde la fundación de la gloriosa Guardia Nacional Dominicana en 1917.
La bestia no podía perdonar semejante ingratitud y deslealtad. Apenas tenia tres años y medio en el poder y la misma gente a la que tanto había favorecido ya lo quería tumbar. Los conspiradores intentaban derrocar un gobierno emanado de la legitimidad de las urnas, así fueran funerarias, e interrumpir la magna obra de gobierno que llevaba a cabo el preclaro gobernante durante su primer periodo. La misma que seguiría realizando en el segundo, en el tercero, en el cuarto, en todos los que faltaban.
Lo que la bestia puso en marcha no fue sólo un aparato represivo, sino todo un espectáculo. El de la realidad como espectáculo. Tenía que dar un ejemplo a los traidores y lo dio, un escarmiento público, ejemplar. Concedió plena libertad a los esbirros para que actuaran en consecuencia y en el proceso se cometieron atropellos, asesinatos, encarcelamientos y, como de costumbre, pagaron por sus pecados tanto los mansos como los cimarrones.
A Leoncio Blanco le infligieron todos los tormentos imaginables. Fue arrestado en los primeros días de junio de 1933 y pasó un año o más confinado en una tenebrosa celda solitaria de la cárcel de Nigua. De ahí lo sacaban para interrogarlo, para torturarlo, para obligarlo a dar los nombres de los miembros del complot, pero Leoncio Blanco resistió como un toro, mantuvo todo lo que pudo el silencio, quizás incluso cuando le sacaron las uñas.
Dicen que Trujillo lo visitó en la cárcel, donde se lo presentaron prudentemente esposado y encadenado, y le vació toda una andanada de insultos que no quedaron sin respuesta. Trujillo le diría traidor y el le diría asesino, Trujillo le diría hijo de puta y el le diría cobarde. Dicen que le tiró un escupitajo. Al día siguiente lo ejecutaron, lo ahorcaron, fingieron un suicidio en el más burdo estilo. Lo suicidaron.
Con el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa emplearon también la tortura y sobre todo la tortura sicológica. El juego del gato que atrapa al ratón y lo suelta, lo mantiene en un permanente estado de incertidumbre y finalmente lo elimina. Era algo parecido a lo que harían con Donato Bencosme y tantos otros. De la cárcel se pasaba a un cargo público y del cargo público a la cárcel y quizás viceversa, hasta llegar al cementerio.
Vásquez Rivera era puertorriqueño y había emigrado al país, como muchos de sus compatriotas de esa época, la época en que los boricuas venían (metafóricamente en yola), en busca de mejores horizontes. Aquí se enganchó a la Guardia Nacional, se destacó entre los mejores oficiales y se ganó el aprecio y la confianza de sus superiores. Llegó a ser jefe, comandante del ejército, hasta el día en que tuvo un tropiezo con Petán.
Petán y varios hermanos de la bestia también habían hecho una carrera exitosa en el ejército. De hecho, habían comenzado desde arriba, con el rango de altos oficiales. Además, el más alto rango era el apellido. Todos, en especial Petán (quizás por razones de abolengo), despreciaban y desconsideran a los oficiales de carrera.
Hay que suponer que, por algún motivo, el arrogante Petán le faltaría al respeto al general Vásquez Rivera y éste no se quedaría callado. Se produciría una agría discusión, una disputa, un enfrentamiento. En el choque del huevo contra la piedra perdió el huevo, desde luego y Vásquez Rivera fue puesto en retiro, lo cancelaron y sustituyeron por José García, un cuñado de la bestia. O de las bestias.
Unos meses después, el coronel Camarena, un oficial de la comandancia Ozama, denunció su participación en el complot militar que organizaba Leoncio Blanco y fue arrestado, vejado, torturado, condenado a cinco años de prisión.
En la cárcel permaneció Vásquez Rivera hasta el año 1938 y de repente lo amnistiaron. La bestia le concedió graciosamente la amnistía y lo nombró cónsul en Burdeos, Francia. Durante un año lo dejó disfrutar las mieles de la vida diplomática bajo algún tipo de chantaje o de amenaza contra él y su familia. Lo trajo de nuevo al país en octubre de 1939, lo acusaron de nuevo de conspirar contra el régimen legalmente constituido y lo trancaron de nuevo. En la fortaleza Ozama estuvo preso un tiempo en condiciones miserables. Allí le quitaron la vida en el mes de enero de 1940. Un homicidio que bautizaron, como de costumbre, con el nombre de suicidio.
El mismo tipo de vejámenes y torturas sufrió el mayor Aníbal Vallejo Sosa, un oficial que junto a Frank Féliz Miranda dio inicio a la aeronáutica militar dominicana. Ambos fueron enviados a Cuba en 1931 a estudiar aviación y de Cuba regresaron convertidos en excelentes pilotos. En 1932 Vallejo Sosa fue nombrado comandante de la recién creada fuerza área y el teniente Féliz Miranda como segundo al mando. Dicha fuerza, que era bastante débil, sólo contaba en principio con dos pilotos y dos aviones que se dedicaban al transporte de pasajeros y de valijas postales por toda la geografía nacional.
Muchos años más tarde, cuando una escuadrilla de cuatro aviones emprendió el fatídico “Vuelo panamericano” con el propósito de honrar la memoria de Colón y recabar fondos para construir un faro en su honor, Frank Féliz Miranda saltaría a la fama al convertirse, por capricho del destino, en el único piloto sobreviviente, el único de los pilotos cuyo avión no se estrelló. Los demás sucumbieron en los cielos de Colombia el día 29 de diciembre de 1937. Sucumbieron, según se dice, a la furia de los vientos de una tormenta y al fucú del gran almirante cuando se dirigían a Panamá. En ese país aterrizó Féliz Miranda, horas después de la tragedia, sin conocer la suerte que habían corrido sus compañeros de viaje.
El mayor Aníbal Vallejo Sosa duraría muy poco en su cargo. A principios de 1934 fue apresado, acusado de formar parte de la conspiración de Leoncio Blanco, torturado rutinariamente, sometido a consejo de guerra, condenado y mantenido en prisión hasta inicios de 1937. Ese año lo pusieron en libertad, igual que harían con el general López Rivera, le dieron un cargo, un nombramiento, lo mandaron a inspeccionar la construcción de una carretera en el sur o algo parecido, lo mantuvieron al salto de la mata, en un estado de zozobra. En 1938 la bestia ordenó su muerte.
Todos los demás, la mayoría de los numerosos conspiradores que Leoncio Blanco había reclutado y otros muchos que no tenían nada que ver con el complot, sufrieron por igual las penas del infierno en la tierra. Se calcula, tímidamente, que al menos un centenar fueron pasados por las armas, torturados y pasados sin apelación por las armas.
Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [30]. Tercera parte).
Bibliografía:
Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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Pedro Conde Sturla
Viernes 5 de abril 2019
Mayor Aníbal Vallejo Sosa

El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido. La  bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea. Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía.

Cuentos para niños y adultos

Pedro Conde Sturla
31 de octubre de 2016 

La palabra cuento tiene un sentido despectivo como sinónimo de mentira, embuste, habladuría, deformación u ocultamiento de la realidad. Gran parte de la historia, “la mentirosa historia, incluyendo la historia de la cultura, es puro cuento, glorificación del crimen como hazaña y la codicia como virtud, exaltación desembozada de generales y reyes, tiranos, conquistadores, asesinos, depredadores. Las grandes figuras de una época son presentadas como los grandes hacedores de historia. Una historia que se escribe desde arriba, desde el punto de vista de las clases gobernantes y sobre todo de los vencedores. Pero esa historia “chorrea sangre y lodo de la cabeza a los pies”.
Constantino el Grande, una figura venerada por los cristianos, era un monstruo, Carlos Magno fue un vulgar genocida. Napoleón, “el mayor genio militar que ha conocido la humanidad” era un carnicero y también “uno de los personajes más megalómanos y nefastos de todos los tiempos.
A Sarmiento se le rinde un culto oficial en Argentina y otros páíses de América y es justamente celebrado por el valor de sus obras literarias y como “gran humanista”, gran presidente y educador. Sin embargo, y al margen de sus innegables méritos, Sarmiento es el pensador más retrógrado y atrabiliario que ha parido América Latina, un cómplice y justificador de abominables crímenes. La  saña, el odio visceral con que escribía contra los pueblos y razas subalternos, lo definen como un troglodita ilustrado.
La exaltación de tales personajes obedece a un mecanismo de manipulación, tiene que ver con el arma más poderosa en manos del poder, que es la mentira.
La mentira histórica tradicional, que permite el ocultamiento, el maquillaje histórico de los hechos, el endiosamiento de los grandes protagonistas, forma parte del mecanismo de producción de un sistema de culto con fines educativos, para formar deformando.
“El tesoro de la juventud”, una “enciclopedia de conocimientos” que en otra época tuvo una inmensa influencia y popularidad en América, era o sigue siendo parte de ese mecanismo de producción social de sentido tendiente a la formación de buenas conciencias. El análisis de la obra realizado por María Cristina Alonso arroja luces y sombras, quizás más luces que sombras sobre la famosa obra,  demuestra de alguna manera que la fe en la letra de molde es una de las grandes trampas de la fe.
Aprender a leer es aprender a leer con desconfianza.
El tesoro de la juventud: ¿un cuento de niños?
por María Cristina Alonso
Un amigo lejano me cuenta en un mail que le han regalado la colección completa del Tesoro de la juventud. En mi biblioteca los tomos destartalados de la edición de 1920 todavía mantienen su encanto y alimentan mi fantasía.
Imagino a mi amigo mirando las mismas láminas que yo -de tanto en tanto- repaso cuando, al pasar por el comedor penumbroso, me tienta el estante al lado de la chimenea que alberga la enciclopedia. Desconozco el origen de la de mi amigo. Me ha dicho que se la han regalado. La mía viene viajando en el tiempo, de la casa colonial de mis tías abuelas -que la habrán comprado a algún vendedor de libros de esos que recorrían los pueblos allá por el veintipico, o tal vez en Buenos Aires en alguno de sus viajes-  hasta llegar a las manos de mi padre, que la debe haber recorrido en su infancia con el mismo placer que lo hice yo cuando la rescaté de un cuarto de tratos viejos, un poco masticada por las lauchas en algunos extremos, pero con las páginas de láminas brillantes intactas.
Su título alude conceptualmente a los bienes del espíritu, a la riqueza del saber humano y a los destinatarios principales de tanto saber acopiado: “El tesoro de la juventud, enciclopedia de conocimientos”. En ella puede encontrarse un poco de todo: el sabor encantado de las narraciones populares, las maravillas del mundo, los adelantos de la ciencia, biografías de famosos hombres y mujeres, interrogantes contestados con intención científica, lecciones de francés e inglés, poesías, costumbres exóticas. La enciclopedia, dividida en secciones, exhibe títulos como “Cosas que debemos saber”, “Historias de libros célebres”, “Juegos y pasatiempos”, entre otros.
Traducida del inglés, fue publicada en España en 1920 por Walter Jackson y distribuida en las capitales más importantes de América con artículos escritos por autores locales. El consultor, compilador y autor de la parte argentina es Estanislao Zevallos, el vocero ideológico de la Campaña al Desierto efectuada por el General Roca, hombre empapado de la idea civilizadora propia de la generación del 80 y que, a juzgar por el prólogo que firma en el Tomo I,  conocía tanto a los niños argentinos como a los cafres africanos fotografiados en algunas secciones.
Con su idílica visión de la niñez, Zeballos escribe: “El clima benigno, la facilidad para gozar de la vida al aire libre, la alimentación sana y abundante, las facilidades generales de la lucha, y, probablemente, ciertas influencias termoeléctricas de la tierra aún no bien determinadas, influyeron en la hermosa salud y en el vigoroso desarrollo físico-psíquico de los niños sudamericanos”. Y advierte en el prólogo que la enciclopedia “es una obra civilizadora, pues los hijos de los hogares pobres, expuestos a los peligros de las calles y de los campos, y de la vida vagabunda hallarán en esta lectura reconstituyente un motivo de permanencia en el hogar”
Miguel de Unamuno que, como otros prestigiosos intelectuales de la época -Alberto Edwards, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg-  creía que, “hablar con los grandes que fueron es mejor que con los pequeños que son” y justifica la publicación de la enciclopedia a través del incentivo de la imaginación que  proporcionan las historias de aventuras. Para él el alimento de la inteligencia debía servir de aliciente y excitación para la fantasía.
Zevallos afirma en alguno de los tomos que “los niños argentinos se distinguen por la precocidad con que aprenden, saben más de historia de Estados Unidos que los propios norteamericanos y que cantan con igual solvencia el Himno Nacional que el Star Spangled Banner y el Hall Columbia, porque los niños argentinos son bellos y robustos, y predominan entre ellos los rubios y trigueños.”
No obstante la belleza de la páginas de la enciclopedia, de sus láminas aún maravillosas y la diversidad temática, los jóvenes que abrevaron en este compendio del saber, fueron mamando un sutil racismo. En la sección, Los tesoros ocultos de la Tierra, por ejemplo, bajo una foto del aduar donde vivían los mineros negros africanos, puede leerse este epígrafe de neto corte colonialista: “Muchos son los millares de cafres empleados en la minas de oro del Sur de África, y si se tiene cuidado con ellos llegan a salir buenos trabajadores”. Mucho más explícito es el texto de Zeballos en donde explica, en un artículo sobre la Argentina, que “Las tropas pertenecientes al ejército de este país, están formadas por gente blanca y rubia, pues la mezcla con la inmigración ha hecho desaparecer al negro y a las razas inferiores.”
Contrastando las buenas intenciones de los colaboradores –redactar un texto destinado a los niños que no tenían acceso a la educación sistematizada- la segregación racial es una constante, digamos subliminal, en la enciclopedia. En el Libro del  porqué se responde de esta manera a la pregunta ¿son necesarias las guerras?: “Hubo guerras que sostuvieron los pueblos civilizados, cuyo número crecía, sin cesar, rápidamente, contra los salvajes. Todas las civilizaciones se han extendido de este modo. Parece que, dado el modo como el mundo está hecho, estas guerras fueron en la antigüedad necesarias, como es necesaria la muerte.”
Más allá de estos conceptos, de las páginas de El tesoro de la juventud saltan para nuestro deleite Alicia la del País de las maravillas, la Cenicienta, Guillermo Tell, Robinson Crusoe, el varón de Mulhausen, califas, princesas, pastores de ovejas y magos. Pura maravilla que mi amigo el que vive tan lejos junto a un mar del fin del mundo y yo, en la llanura pampeana, disfrutamos en tiempos distintos, en casas distintas, en provincias diferentes. Pero sin embargo, esas páginas, las mismas, y también diferentes, nos reúnen en nuestro común país de las palabras. Un lugar en el que los relojes, y las distancias pierden sentido. Un lugar donde los dos podemos jugar a buscar al conejo blanco, a conversar con los liliputienses o a departir con la fauna de los océanos. De esas cosas hablamos, a veces, cuando tenemos ganas de ser niños otra vez.
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Blas de Lezo: el vasco que humilló a los ingleses

Pedro Conde Sturla
12/03/2015


[La Guerra del Asiento, Guerra de Italia o Guerra de la oreja de Jenkins (1739-1748), tuvo en gran parte lugar en el turbulento y luminoso escenario del Caribe y fue librada entre españoles e ingleses.
Según la historia, que puede ser “la mentirosa historia”, el curioso nombre de Guerra de la oreja de Jenkins es de origen inglés y se atribuye al episodio que dio pretexto para la misma: el apresamiento por el guardacostas español La Isabela del navío contrabandista inglés Rebecca, capitaneado por el pirata Robert Jenkins, en 1731. De acuerdo al testimonio de Jenkins, que compareció en la Cámara de los Comunes en 1738, como parte de una campaña belicista por parte de la oposición parlamentaria en contra del primer ministro Walpole, el capitán español Juan León Fandiño, que apresó la nave, cortó una oreja a Jenkins al tiempo que le decía Ve y di a tu rey que le haré lo mismo. En su comparecencia, Jenkins denunció el caso con la oreja en un frasco, y al considerar la frase de Fandiño como un insulto al monarca británico, Walpole se vio obligado a regañadientes a declarar la guerra a España el 23 de octubre de 1739.
La batalla más importante del conflicto se produjo en Cartagena, una batalla naval que sigue siendo la mayor que se dio en el continente americano y una de las mayores batallas navales del mundo hasta el desembarco aliado en Normandía durante la segunda guerra mundial. En ella sufrieron los pomposos gobernantes de la pérfida Albión una de las más sonoras derrotas de su historia. Una derrota humillante, doblemente humillante porque primero la celebraron como victoria, anticipándose a los hechos con unas medallas conmemorativas, y además porque siempre han tratado de ocultarla. (La mayor humillación de la Royal Navy).
Al héroe de la resistencia, un personaje de leyenda, le llamaban (no siempre despectivamente) medio hombre. Le faltaba una pierna, un ojo, el brazo derecho. Pero a medio hombre nunca le faltó hombría. Era un vasco, un marinero de un país que ha dado a España algunos de sus más brillantes lauros, “uno de los mejores almirante, de los mejores estrategas de la historia de la Armada Española, temido y respetado en todos los mares”. Era Blas de Lezo, tan almirante como Nelson, aquel Nelson al que tanto se parecía en más de un sentido, el Nelson que también perdió un ojo, un brazo y finalmente la vida al servicio de la “patria”.
La batalla de Cartagena de Indias la sigue librando en esta página Arturo Pérez-Reverte, nacido en Cartagena de España, con un artículo al servicio de la verdad que constituye un sentido homenaje y desagravio a la memoria del gran almirante de los siete mares.
La altura de los hombres –dijo alguien famoso, quizás Napoleón-, no se mide de la cabeza al suelo, se mide de la cabeza al cielo. La historia de medio hombre es la historia de un hombre entero. PCS].
El vasco que humilló a los ingleses
Arturo Pérez-Reverte
Hace doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse, tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de Espartero.
La vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos. Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12 fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y 39.000 hombres. Que se dice pronto.
He visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito. Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto. Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas, y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete.
Blas de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso.
Arturo Pérez-Reverte

pcs, 12/03/2015,



sábado, 30 de marzo de 2019

SIETE AL ANOCHECER (historia criminal del trujillato) TERCERA PARTE




Juramentación del dictador el 16 de agosto 1930

El traje nuevo del emperador

16 de agosto 1930
Mis hermanas y yo, las hijas del conocido general Bonilla, lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis?
Las celebraciones comenzaron el 16 de agosto de 1930 y se extendieron durante varias jornadas, al ritmo de música y danza en un ambiente mágico, festivo, como nunca se había visto en el país. Cuatro bandas de música marchaban sin cesar por toda la zona, despertaron alegremente a los vecinos a muy tempranas horas, hicieron la felicidad de grandes y chicos durante la mañana y prosiguieron, después de la juramentación durante toda la tarde, y luego durante toda la inmensa noche a la luz de la luna y una desfalleciente luz eléctrica y fuegos artificiales que hacían de la noche día.