sábado, 16 de marzo de 2019

La patria nueva

La patria nueva

3 de septiembre de 1930
Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta. Era un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de septiembre de 1930.
Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón
Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y sombríos. En esa época no se disponían de los medios modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un huracán se acercaba, y no cualquier huracán.
Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un viento pavoroso, que emitía lugubres silbidos, se movía en círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes de la ciudad, que escuchaban impotentes como se incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares.
En las aguas del puerto las  amarras de las embarcaciones cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron despedazadas o volaron por los aires, simplemente desaparecieron. El manicomio, el precario hospital siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal retorcidas, convertidas en espaguetis.
Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas fatales.
La furia del viento amainó durante algunos minutos en la medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie.
Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón
Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock.
Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y se declaró la ley marcial.
La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití  y otros países
Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores.
La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia.
Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria  nueva y  como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria.
En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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Pedro Conde Sturla
15 marzo, 2019
3 de septiembre de 1930
Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta, un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de 
septiembre de 1930.
Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y 
sombríos. En esa época no se disponían de los medios 
modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero 
algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto 
obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de 
baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos 
chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más 
frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un 
huracán se acercaba, y no cualquier huracán.
Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se 
precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso 
negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y 
el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la 
ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un 
viento pavoroso, que emitía lúgubres silbidos, se movía en 
círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los 
arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas 
y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando 
llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes 
de la ciudad, que escuchaban impotentes cómo se 
incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares.
En las aguas del puerto las amarras de las embarcaciones 
cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, 
chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las 
frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron 
despedazadas o volaron por los aires, simplemente 
desaparecieron. El manicomio, el precario hospital 
siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que 
sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia 
de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre 
el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, 
como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal 
retorcidas, convertidas en espaguetis.
Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en 
guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de 
numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de 
cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, 
sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas 
fatales.
La furia del viento amainó durante algunos minutos en la 
medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la 
ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al 
cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, 
con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, 
arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas
 propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie.

Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón.

Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock.
Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la Bestia y se declaró la ley marcial.
La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití y otros países
Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores.
La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia.
Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria nueva y como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria.
En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


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sábado, 9 de marzo de 2019

El traje nuevo del emperador

Pedro Conde Sturla

[“El traje nuevo del Emperador”, de Hans Christian Andersen, es unos de los relatos más admirables y agudos que se han escrito sobre la vanidad del poder y la estupidez humana.
El monarca adora los trajes nuevos y se pone uno para cada ocasión. Son trajes de estadista, trajes de mentirillas, trajes de falsas promesas, trajes de relumbrón, trajes que luce con orgullo en todos los eventos. Trajes de falsas virtudes, trajes de apariencias que “los ayudas de cámara” cepillan continuamente.

El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador

16 de agosto 1930
Mis hermanas y yo, las hijas del conocido general Bonilla, lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis?
Las celebraciones comenzaron el 16 de agosto de 1930 y se extendieron durante varias jornadas, al ritmo de música y danza en un ambiente mágico, festivo, como nunca se había visto en el país. Cuatro bandas de música marchaban sin cesar por toda la zona, despertaron alegremente a los vecinos a muy tempranas horas, hicieron la felicidad de grandes y chicos durante la mañana y prosiguieron, después de la juramentación durante toda la tarde, y luego durante toda la inmensa noche a la luz de la luna y una desfalleciente luz eléctrica y fuegos artificiales que hacían de la noche día.
Juramentación del dictador el 16 de agosto 1930
La ciudad se vistió de gala, sí señor, con sus mejores galas. Y todo parecía nuevo y estaba reluciente. Había arcos triunfales en las principales vías y en los parques, en las pequeñas plazas. Arcos triunfales engalanados con guirnaldas y banderas coloridas. Y sobre todo había gente, mucha gente. La multitud desbordaba todos los espacios, literalmente todos. En la Calle El Conde y en las calles paralelas y transversales no cabía un alma. 
Las campanas de todas las iglesias repicaban, tañían bulliciosamente en señal de regocijo, sí señor. Todo era alegría, regocijo, sano y patriótico regocijo. Juegos florales, jinetes en magníficos caballos, elegantes oficiales enfundados en vistosos uniformes de gala.
El parque Colón parecía cosa de otro mundo, o más bien como si estuviéramos en otro país. Allí, más que en ningún otro lugar, había arcos y banderas coloridas y cantidad de flores, gente que distribuía a la gente pobre dinero a manos llena. Y gente que vociferaba, que gritaba palabras a favor del nuevo gobierno, que anunciaba una época de paz y prosperidad. Y había en medio del parque una tarima, una amplia tarima de madera que se proyectaba contra el lateral norte de la robusta, magnífica, imponente catedral primada de América.
La llegada del Jefe y su comitiva fue algo alucinante, solemne, portentoso. El Jefe apareció en el Parque Colón envuelto como quien dice en un aura de esplendor y santidad. Parecía, sí, que hubiera bajado del cielo en ese momento y todos a su alrededor palidecían. Opacos se veían en contraste con la luz que irradiaba el querido Jefe.
A las diez de la mañana en punto, tanto él como su vicepresidente, Rafael Estrella Ureña, representantes del cuerpo diplomático, ayudantes civiles y militares subieron a la tarima, que resultó un poco chica, por cierto.
El querido Jefe pronunció un discurso breve y emotivo, como tenía que ser, un discurso en el que se comprometía a preservar la paz (la paz que preservó durante todo su mandato), y a castigar con severidad, como tenía que ser, a los infractores del orden público. 
Luego pasaron a la catedral, donde se celebró la difícil, imponente ceremonia, el grandioso tedeum. Difícil, casi imposible, por la cantidad de personas que asistieron, que por nada del mundo se lo hubieran perdido.Tan grande fue la concurrencia, tan apretada, pegajosa y densa era la masa de aquella humanidad, de aquella tanta gente congregada, que muchos se vieron obligados a empujar o forcejear por un mínimo espacio. Allí, apretados como sardinas, vestidos con atuendos inapropiados para el trópico, sudando a mares, no pocos se desvanecieron por el calor, pero la mayoría se sentía feliz como los peces y todos soportaron con resignado estoicismo la retahíla de discursos de los importantes funcionarios y delegados. 
A continuación se efectuó una larga parada militar bajó un sol que arreciaba a cada momento, y finalmente, en horas de la noche, se celebró un fastuoso baile en el Club Unión, al que asistió lo más granado de la sociedad. Yo estaba ahí.
Nadie cargó ese día con una cruz más pesada que la del querido Jefe. Vestido como estaba parecía un emperador, pero tanta magnificencia tenía un precio. El Jefe era un emperador que soportaba el peso de la vestimenta como se sostiene el peso de la dignidad y los principios. Era un traje nuevo, ajustado a un nuevo protocolo, un traje de ensueño, por supuesto, ideal para países fríos. Sólo un hombre con el sentido del deber y de la elegancia como el querido Jefe era capaz de someterse, en semejantes circunstancias climáticas, a esa prueba de fuego, a vestir un traje que era como un cilicio, un tormento, una penitencia, una mortificación de la carne y del espíritu. Eso sí, el querido Jefe nunca sudaba. A fuerza de voluntad o por alguna gracia divina, el Jefe nunca sudaba.
El  Jefe se veía fresco, rozagante, con su traje imperial. Se veía fresco como una lechuga, aunque se estuviera cocinando por dentro. Fresco y bien maquillado, por cierto, como de costumbre, con ciertos tintes rosados característicos. Había que verlo con su bicornio emplumado. El sofisticado bicornio emplumado con entorchados de oro, reluciente oro de ley, el mismo que usaba con idéntica gallardía el presidente Ulises Heraux.
Había que verlo al Jefe, en toda su imponente majestad, el majestuoso porte que se gastaba con aquella casaca de tela azul de vicuña, la casaca con faldones de frac, recubierta parcialmente de entorchados con sus realces de oro.
Había que ver la gallardía, la apostura con que lucía aquellos pantalones de la misma finísima tela de vicuña, tan encantadoramente recia y tan azul, pantalones que lucían por igual vistosas bandas de entorchados de oro. 
Había que verlo con aquel varonil fajín que le ceñía el atlético talle, el fajín con sus colgantes, que eran también de oro, también de oro de ley. Y con flequillos de oro.
Bien lo recuerdo ahora todavía: aquel fajín con sus colgantes de oro y con flequillos de oro. El gracioso espadín, el  tahalí de oro del que pendía el espadín. !Ay, la patriótica banda tricolor enaltecida con  colgantes de oro, el glorioso escudo de la República con sus bordados de oro!  Aquellos inmaculados guantes blancos de cabritilla. El imponente bastón de mando, imponente bastón de Gran Mariscal… Zapatitos de charol con hebillas de oro.
El traje nuevo del querido Jefe parecía, en definitiva, como el engarce de una joya preciosa, el cofre de un tesoro, el traje nuevo de un emperador.
Así  vestía el Jefe, así sucedieron las cosas aquel día memorable, así comenzó la historia. Mis hermanas a veces dicen que exagero, que no todo fue así como lo cuento, pero yo así lo recuerdo y así lo quiero recordar al cabo de tantos años.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [26]. Tercera parte).
Bibliografía:
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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Rafael Trujillo Molina. 

16 de agosto 1930
Mis hermanas y yo lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis?

miércoles, 6 de marzo de 2019

UN BURDO ATREVIMIENTO (PARTE ATRÁS).

Pedro Conde Sturla.
16 de agosto de 2007

Muchos quizás recuerdan el episodio escandaloso de un grupo de jevitos, muchachos de burguesía díscola que fueron llevados a la cárcel por desfilar en sus flamantes vehículos de lujo por la Avenida Lincoln, mostrando el trasero y algunos retazos de longaniza. Mostraban los jevitos la desnudez del cuerpo,  festiva y natural, la desnudez de Adán y Eva, la desnudez con que  nacemos y andamos, por ejemplo, todavía en las selvas finitas, con taparrabo más o taparrabo menos. El impúdico taparrabo que no es, desde luego, más que un eufemismo, discreta licencia poética o más bien indecencia que designa lo anterior con un género posterior.

EJERCICIOS DE GENUFLEXIÓN

Pedro Conde Sturla  
12 y 17 de septiembre 2007

(1)






















Yo entonces trabajaba como creativo o copywriter en una agencia publicitaria en compañía de un dibujante y caricaturista, hoy famoso, y de un inventivo catalán de apellido paterno licencioso que no debo mencionar. Era época de elecciones como ahora y como casi siempre y los partidos políticos proliferaban como ratas. Un día, un prohombre del Partido Reformista, un fulano de los que mucho abundan en ese partido, patentizó un movimiento de 

apoyo y homenaje al caudillo de ese partido, que bautizó con 
el honroso nombre de “Lo que  diga Balaguer”. La creación hacía honor al creador y al creado.  

BIBLIÓMANOS Y PAGANOS

Pedro Conde Sturla
6 de septiembre de 2007

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        Desde la más oscura noche de los tiempos, el ser humano ha sucumbido a la tentación de explicar lo que no sabe o no entiende en términos mitológicos. Narraciones de héroes, de dioses, fabulaciones sobre el origen del universo remiten a este modo fantasioso de razonamiento. El origen de la historia primitiva es siempre  el mito, la religión es puro mito y el ser humano sigue siendo un devoto de la mitológía.     

martes, 5 de marzo de 2019

EL BUEN LADRÓN

Pedro Conde Sturla
14 de septiembre de 2006


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El buen ladrón (1960), novela de los años mozos de Marcio Veloz Maggiolo, años de iniciación, destaca en la narrativa dominicana por su frescura y constituye un punto de referencia obligatorio en la amplia bibliografía del autor. Tan grata y enriquecedora es su lectura que hasta un crítico perverso podría pecar por exceso en el elogio, incurrir quizás en la desmesura. Un juicio impresionista se justificaría en todo caso por la impresión que deja la obra. La obra brilla, en efecto, por su delicado lirismo, la concisión, la unidad, la felicidad de su expresión y la intensidad de la trama.

lunes, 4 de marzo de 2019

MEDALAGANARIO


Yo no recibo órdenes de la RAE.
Por eso escribo como me sale de los melones


El oficio consiste en ser tu mismo. El oficio consiste en encontrarte.      

La imaginación poética es una forma de locura, una membrana entre la imaginación y la alucinación, y creo que la alucinación está más cerca de la poesía.


La magia o destreza de un escritor consiste muchas veces en los giros inusitados que imprime al lenguaje, esos giros en qué las palabras se vuelven una sola cosa con el sentido que fundan. 

Las palabras son para retorcerlas, para desdoblarlas y descalabrarlas y despalabrarlas, incluso para mamarlas, para sacarles el jugo, la quintaesencia. El escritor no obedece a las palabras, las palabras obedecen al escritor o no es escritor.


La soledad acompaña al escritor y es la mejor compañera del escritor, pero escribir no es un ejercicio de soledad, es un acto regocijante muchas veces y a veces muy doloroso, y es siempre una forma de compartir con amigos o conocidos reales o imaginarios, vivos o muertos. La literatura, como la vida, sirve sobre todo para vivirse y compartirse

domingo, 3 de marzo de 2019

sábado, 2 de marzo de 2019

EL VIENTO FRÍO

El viento frío

Fue el sábado en la mañana, en el momento en que me estaba levantando, cuando sentí por primera vez el suave soplo del viento frío en las piernas y en los pies. Venía de abajo de la cama y eso fue lo que me extrañó. Entonces levanté las piernas y vi que los pies subían al mismo tiempo y dejé de sentirlo. Volví a bajar las piernas y los pies al mismo tiempo y volví a sentirlo.
El soplo del viento frío luego se hizo audible cuál si fuera una música de fondo, un rumor apacible como el que acompaña el correr de los arroyos en el monte. Pero el apacible rumor me causó un desasosiego en lugar de apaciguarme.
Yo sé que a veces las cosas, ese tipo de cosas, empiezan a mudarse debajo de la cama y el lugar se convierte en escondite de criaturas extrañas y a veces malignas. Nada bueno puede vivir debajo de la cama, pero ¿un viento, un viento frío? Quien podría imaginarse un viento frío escondido debajo de la cama. ¿Que hacía allí? Preferí ignorarlo. No sería yo quien lo averiguara metiendo la cabeza en aquel lugar oscuro que parecía ser cómplice del espejo del armario de caoba. Desde que era pequeño, desde el día en que los zapatos se deslizaron debajo de la cama aprendí por amarga experiencia que ciertos seres y enseres se deben sacar de ese lugar con un palo de escoba con escoba y manteniendo los ojos cerrados si no se quiere correr el riesgo de ver lo que no debe verse o ser visto.
Con esas criaturas extrañas y a veces malignas se puede convivir si uno no las molesta, pero el viento frío empezó a adquirir un comportamiento díscolo y poco discreto. Daba vueltas todo el tiempo y arreciaba de vez en cuando y se salía y movía las cortinas y abría las puertas del armario. En una ocasión me pareció que estaba a punto de tumbar el espejo y empecé a preocuparme. 
Una noche se produjo un concierto de ruidos tan terribles, o, mejor dicho, un desconcierto tan desafinado que no pude pegar un ojo. La cama se movía, se desplazó de su sitio y empezó a temblar, a sacudirse y a provocar en la pequeña habitación un desorden mayúsculo. Parecía que el viento frío y las otras criaturas extrañas pugnaban o se enfrentaban violentamente por el control o dominio del espacio, que era de por sí reducido antes de la llegada del viento frío.
Los altercados no sólo continuaron sino que fueron cada vez más aumentando. Yo estaba decidido a soportarlos, pero el ruido empezó a molestar a los vecinos y los vecinos empezaron a preguntarme por el origen de tanto escándalo a tan altas horas de la noche. Entonces los invitaba a pasar, les mostraba la habitación para ver si me ayudaban con su presencia a desalojar a los intrusos o desentrañar los misterios. Pero en presencia de extraños todo se apaciguaba.
El hecho es que miraban por todas partes en busca de lo que podía ser el origen del ruido, pero nunca debajo de la cama. Incluso se sentaban para  ver si los los muelles del bastidor eran la causa y revisaban todo y todo era, todo parecía inocente, una inocencia que provocaba mayores suspicacias. Pero nadie miraba debajo de la cama. Yo estaba dispuesto a todo, menos a mirar bajo la cama. 
Una noche se produjo una batahola infernal y tan ruidosa que los vecinos salieron a la calle y me exigieron ponerle fin al alboroto. Entonces volví a invitarlos, por enésima vez volví a invitarlos a entrar para que vieran o mejor dicho para que no vieran lo que sucedía, porque en cuanto entraron los vecinos se aplacó la batahola y el viento frío dejó de soplar. Sin embargo, era evidente que todos sospechaban de alguna manera que el culpable era yo y nadie más que yo. Para peor, en cuanto abandonaron la habitación, el viento frío apacible se convirtió en viento huracanado y el armario y el espejo y hasta el pobre gato y la cama conmigo arriba empezaron a dar vueltas. 
Esa vez, los hastiados vecinos me dieron un ultimátum. Tenía que solucionar el problema o abandonar la habitación donde había vivido toda la vida. Yo estaba dispuesto a todo, como ya he sugerido, menos a irme de la casa y a mirar bajo la cama. 
Extrañamente, después del ultimátum algo parecía que había comenzado a cambiar. El viento frío giraba día y noche y me congelaba las piernas y los pies al levantarme pero no se escuchaban ruidos de la pugna por el espacio vital. Parecía que el apacible viento frío había triunfado sobre las demás criaturas extrañas y a veces malignas. Tan sólo se escuchaba un leve soplo, un rumor leve de río subterráneo, y me invadió una ola de felicidad, de intensa paz espiritual, y un infinito sosiego se hizo dueño de mi ser. Ya podía vivir tranquilo escuchando el dulce soplo del viento frío, y una idea poco a poco empezó tomar forma en mi cabeza. Miraría, por fin, debajo de la cama, lo pensé una y mil veces. Me asomaría curiosamente. Nada podía pasarme ahora en el dominio gentil del viento frío que rondaba bajo la cama. Me prometí que miraría, hice de tripa corazón y decidí que finalmente miraría.
Esta noche, sin falta, o quizás cuando amanezca, cuando sienta en mis piernas el soplo del viento frío miraré…



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Pedro Conde Sturla
1 marzo, 2019
Fue el sábado en la mañana, en el momento en que me estaba levantando, cuando sentí por primera vez el suave soplo del viento frío en las piernas y en los pies. Venía de abajo de la cama y eso fue lo que me extrañó. Entonces levanté las piernas y vi que los pies subían al mismo tiempo y dejé de sentirlo. Volví a bajar las piernas y los pies al mismo tiempo y volví a sentirlo.
El soplo del viento frío luego se hizo audible cual si fuera una música de fondo, un rumor apacible como el que acompaña el correr de los arroyos en el monte. Pero el apacible rumor me causó un desasosiego en lugar de apaciguarme.
Yo sé que a veces las cosas, ese tipo de cosas, empiezan a mudarse debajo de la cama y el lugar se convierte en escondite de criaturas extrañas y a veces malignas. Nada bueno puede vivir debajo de la cama, pero ¿un viento, un viento frío? ¿Quién podría imaginarse un viento frío escondido debajo de la cama? ¿Qué hacía allí? Preferí ignorarlo. No sería yo quien lo averiguara metiendo la cabeza en aquel lugar oscuro que parecía ser cómplice del espejo del armario de caoba. Desde que era pequeño, desde el día en que los zapatos se deslizaron debajo de la cama aprendí por amarga experiencia que ciertos seres y enseres se deben sacar de ese lugar con un palo de escoba con escoba y manteniendo los ojos cerrados si no se quiere correr el riesgo de ver lo que no debe verse o ser visto.
Con esas criaturas extrañas y a veces malignas se puede convivir si uno no las molesta, pero el viento frío empezó a adquirir un comportamiento díscolo y poco discreto. Daba vueltas todo el tiempo y arreciaba de vez en cuando y se salía y movía las cortinas y abría las puertas del armario. En una ocasión me pareció que estaba a punto de tumbar el espejo y empecé a preocuparme.
Una noche se produjo un concierto de ruidos tan terribles, o, mejor dicho, un desconcierto tan desafinado que no pude pegar un ojo. La cama se movía, se desplazó de su sitio y empezó a temblar, a sacudirse y a provocar en la pequeña habitación un desorden mayúsculo. Parecía que el viento frío y las otras criaturas extrañas pugnaban o se enfrentaban violentamente por el control o dominio del espacio, que era de por sí reducido antes de la llegada del viento frío.
Los altercados no sólo continuaron sino que fueron cada vez más aumentando. Yo estaba decidido a soportarlos, pero el ruido empezó a molestar a los vecinos y los vecinos empezaron a preguntarme por el origen de tanto escándalo a tan altas horas de la noche. Entonces los invitaba a pasar, les mostraba la habitación para ver si me ayudaban con su presencia a desalojar a los intrusos o desentrañar los misterios. Pero en presencia de extraños todo se apaciguaba.
El hecho es que miraban por todas partes en busca de lo que podía ser el origen del ruido, pero nunca debajo de la cama. Incluso se sentaban para ver si los los muelles del bastidor eran la causa y revisaban todo y todo era, todo parecía inocente, una inocencia que provocaba mayores suspicacias. Pero nadie miraba debajo de la cama. Yo estaba dispuesto a todo, menos a mirar bajo la cama.
Una noche se produjo una batahola infernal y tan ruidosa que los vecinos salieron a la calle y me exigieron ponerle fin al alboroto. Entonces volví a invitarlos, por enésima vez volví a invitarlos a entrar para que vieran o mejor dicho para que no vieran lo que sucedía, porque en cuanto entraron los vecinos se aplacó la batahola y el viento frío dejó de soplar. Sin embargo, era evidente que todos sospechaban de alguna manera que el culpable era yo y nadie más que yo. Para peor, en cuanto abandonaron la habitación, el viento frío apacible se convirtió en viento huracanado y el armario y el espejo y hasta el pobre gato y la cama conmigo arriba empezaron a dar vueltas.
Esa vez, los hastiados vecinos me dieron un ultimátum. Tenía que solucionar el problema o abandonar la habitación donde había vivido toda la vida. Yo estaba dispuesto a todo, como ya he sugerido, menos a irme de la casa y a mirar bajo la cama.
Extrañamente, después del ultimátum algo parecía que había comenzado a cambiar. El viento frío giraba día y noche y me congelaba las piernas y los pies al levantarme pero no se escuchaban ruidos de la pugna por el espacio vital. Parecía que el apacible viento frío había triunfado sobre las demás criaturas extrañas y a veces malignas. Tan sólo se escuchaba un leve soplo, un rumor leve de río subterráneo, y me invadió una ola de felicidad, de intensa paz espiritual, y un infinito sosiego se hizo dueño de mi ser. Ya podía vivir tranquilo escuchando el dulce soplo del viento frío, y una idea poco a poco empezó tomar forma en mi cabeza. Miraría, por fin, debajo de la cama, lo pensé una y mil veces. Me asomaría curiosamente. Nada podía pasarme ahora en el dominio gentil del viento frío que rondaba bajo la cama. Me prometí que miraría, hice de tripa corazón y decidí que finalmente miraría.
Esta noche, sin falta, o quizás cuando amanezca, cuando sienta en mis piernas el soplo del viento frío miraré….


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