domingo, 4 de marzo de 2018

LOS RITOS ANCESTRALES

Un relato completo del libro 
Ritos ancestrales 
Pedro Conde Sturla


En su lecho de enfermo percibió la llegada del cura, el rito de la unción, la extremaunción, y aquellas formas difusas que se agitaban como fantasmas de su mala conciencia, sobrevolando el escenario por encima de las cabezas de sus parientes. Ninguno parecía percatarse de esas presencias ni parecía escucharlo por más que hablaba duro y claro, y ya de tanto hablar se iba quedando ronco. El derrame, o lo que fuera esa cosa que había oído en boca del médico y luego repetida en boca de todos los demás, lo había dejado tieso, reducido a una estatua, con los ojos vidriados, la lengua estropajosa, pero con un inmenso ruido por dentro y multitud de imágenesPodía gritar sin mover los labios y gritaba a pleno pulmón, pero nadie quería escucharlo. Allí estaban sencillamente los parientes, cuchicheando, ciegos y sordos, sin obtemperar a sus reclamos, sólo atentos a su posible deceso, atentos a sus despojos, como aves de rapiña.

FÁBULA DEL FABULADOR (fragmento)

Un relato del libro Los cuentos negros
De venta en 

Pedro Conde Sturla

Lo de marquesa es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana.
El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre come él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer 
asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una belleza implacable y de tal modo experta en artes
amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual  crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control —a sus años— y allí lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató, mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez.
Pero en esta ocasión Dato estaba pre venido —ya lo hemos visto— y le soltó un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le alborotó  gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer y dio por terminado el asunto. Pero la marquesa se repuso en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul. 
Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz —su único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en  La Ilíada . Halagó su inteligencia, su vanidad —por supuesto— su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era  primero místico antes que sensual y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado del teléfono. 
La experiencia del diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su  merecido reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono abierto, por si acaso. Fue entonces cuando escuchó aquel  jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora —pensó— le sacaría la sangre,  porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, sinembargo, lo que nadie habría podido  imaginarse a esas alturas. La marquesa se   pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el golpe —¡Misericordia, Señor, misericordia!— antes de verse arrastrado al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejóel corazón en mangas de camisa. (Los cuentos negros).
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FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA


Un relato del libro Ritos ancestrales (fragmento)
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Pedro Conde Sturla

 Una hora más tarde Flaubert se encontraba en las ofi-
cinas del director del periódico de más abolengo, el más
influyente y de mayor circulación del país, el Listín Diario.
Se encontraba, Flaubert, cómodamente sentado en un
amplio y lujoso despacho frente a don Rafael Herrera, di-
rector vitalicio de un medio cuya fundación se remontaba
al 1 de agosto de 1889. Herrera era uno de los hombres de
más peso y mayor prestigio en la opinión pública de todo
el país. Era, sin lugar a dudas, la primera excelsa figura del
periodismo dominicano. El decano de la prensa nacional.
Y era además un hombre de reconocida cultura y dedica-
ción a los libros. No por nada era dueño de una biblioteca
memorable cuya colección de Biblias habían tratado de
comprarle sin éxito las principales universidades y museos
del imperio norteamericano.

EL COLMADÓN DE LOS FURUFOS


            Pedro Conde Sturla
            Un relato de Ritos ancestrales 
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A la grata memoria de Joselín Miniño.

         El Filósofo adopta un aire entre ecuménico y paternalista y pide calma y pide moderación y pide orden y pide una soda amarga y pide hielo frío, bien frío, con una voz rasgada y cordial que quiere ser autoritaria, pero el dependiente del colmadón no se da por enterado y el Filósofo vuelve a reclamar hielo frío, bien frío, por favor hielo frío, y una silla y un vaso para el ingeniero que acaba de llegar. Siéntese, por favor, ingeniero, y toma un respiro y toma un trago corto y toma de nuevo la palabra y reanuda el tema de la revolución francesa, el papel de los furufos en la revolución francesa. Robespierre, por ejemplo, era un furufo, un don nadie, un carajo a la vela, un descastado. Y Marat otro furufo. Y Danton más furufo. Furufos todos y fusiladores.

EL VIAJE

Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla


En Florencia las cosas fueron diferentes, hacía frío, pero también hacía sol, como de costumbre en Florencia. La ciudad de Dante es una de las más impresionantes del mundo y caminar por sus calles amplias y luminosas es siempre un encanto, un ejercicio de rejuvenecimiento. El arte desborda todo el paisaje urbano y en especial los alrededores de la catedral de Santa María de las flores, plazas y parques. Todo está abierto a la admiración del viajero en aquel escenario renacentista, allí donde una vez se realizaron las más grandiosas obras del genio artístico, literario y científico en una atmósfera de horror político, de inenarrables y abominables acontecimientos.

Un día vi que, sin darme cuenta, estaba pisando una lápida en forma de círculo con una inscripción en mármol indeleble: la lápida que en Plaza de la Señoría conmemora la muerte en la hoguera, aparte de otras torturas, de Girolamo Savonarola y varios de sus seguidores. Savonarola había sido un rebelde y fanático cristiano que comparó a la iglesia papal de los Borgia con la corrupta Babilonia, y Babilonia no se lo perdonó.
Los datos estaban bajo mis pies en aquel círculo. Pero no eran datos para turistas. Todo en ese círculo hablaba de seres humanos que habían pagado con el martirio el precio de sus ideales. Evoqué la hoguera, la multitud arremolinada para disfrutar el espectáculo (Leonardo da Vinci observando científicamente), los anatemas solemnes, los insultos, el martirio de aquellos religiosos que lo
dieron todo a cambio de nada, y me alejé del círculo con extremo respeto y conmiseración.
Esa noche me desperté sobresaltado. En el lugar donde habían quemado a Savonarola estaban quemando rumanas y gitanas y en medio de la pira, con un gesto de asombro indescriptible, se encontraba el Filósofo. En la mano derecha sostenía un ejemplar del último libro de Stephen Hawking, The grand design. Luchaba por salvarlo de las llamas con el brazo en alto, trataba inútilmente de pasarlo a Leonardo da Vinci, que en medio de aquel gentío no podía acercarse, aunque hacía todo lo posible. Lo peor es que los demás compañeros del grupo contemplábamos
la escena como si fuera algo ajeno a nosotros, y los Siameses, que raras veces se separaban, tiraban fotos y posaban junto a la pira con las caras sonrientes, turnándose el uno al otro. La Siamesa posaba y sonreía y luego le pasaba la cámara al Siamés que posaba y sonreía. Luego me pasaban la cámara y posaban y sonreían y yo tomaba las lúgubres fotos con el Filósofo al fondo, quemándose en la hoguera, sin que nadie se compadeciera de su suerte.

Los cortesanos de Vargas Llosa

Un capítulo del libro
El chivo de Vargas Llosa
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Pedro Conde Sturla
      30/7/2000

En la novela de Vargas Llosa se alude repetidas veces, y no por casualidad, a un personaje histórico que es, también, un personaje de novela. Es el Petronio de la Roma imperial, un rico terrateniente, propietario de miles de esclavos. (Ese Petronio es el autor de Satiricón, una obra con la cual me identifico por razones de complicidad y de apellido). Pero es, además, el Petronio de Quo vadis?, el Petronio de la novela de Enrique Sienkiewicz que alguna vez se vendía como pan caliente. Es el Petronio árbitro de la elegancia, el arbiter elegantiorum, el áulico por excelencia. Un personaje emblemático, sin duda.

CRÓNICAS TARDÍAS DESDE EL PALACIO DE LA ESQUIZOFRENIA

Pedro Conde Sturla

1
El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.
Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada,  incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.

FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA (fragmento)

       Un relato del libro Ritos ancestrales 
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     Pedro Conde Sturla

     Visiblemente contrariado y aparentemente sorprendi-
do, Balaguer lo miró y no lo miró, permaneció indeciso
unos segundos, mirándolo y no mirándolo, cavilando. Por
alguna razón pasó por alto el exabrupto de Flaubert y con-
sultó en voz baja con uno de sus generales que dijo que
no con la cabeza. El general consultó a su vez con otros
generales que dijeron que no de igual manera, moviendo
a uno y otro lado con gran esfuerzo y voluntad de ánimo
las cabezotas, todas las cabezotas. Luego, casi al oído, el
doctor Balaguer le habló a su amigo el ministro, que puso
cara de asombro, cara de circunstancias, se echó hacia
atrás, negó enfáticamente. Todos los funcionarios civiles
y militares adoptaron entonces una actitud perpleja, aflo-
jaron las mandíbulas, pestañaron al unísono, sonrieron al
mismo tiempo como los chicos de un coro, se pusieron las
máscaras de inocencia de los culpables.

FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA

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Pedro Conde Sturla

Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes pájaros rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien dice chuecos, diezmados en la paz de una memoria que acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos, apestosos, simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes – todos a la vez lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose frecuente con más frecuencia, agravándose con inaudita frecuencia. De la ventana del balcón los pájaros pasaron a morirse a la sala, de la sala a la antesala, de la antesala al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de la terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las habitaciones (incluyendo la de los huéspedes), y de aquí al cuarto de servicio y al área de lavado, al depósito de carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el salón de música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert vivía fastidiado por el estropicio de plumas y el olor a carne chamusquina en todos los rincones, cuando no manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes del recinto militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a la luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos. ¿No se podía pedir un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los disparos provenientes del recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros contra las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la pintura y la madera se deterioraban por obvias razones de lógica aristotélica. Peor si en su vuelo final los pájaros caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo con tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor si caían sobre el piano durante las prácticas de piano y defecaban, aleteaban, se sacudían sobre sus papeles de música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor que peor si se metían a morir al desván por los huecos del cielo raso o en los intersticios de las paredes, porque nada era peor que el olor de la descomposición de los cuerpos atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de madera –inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.

UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL

Pedro Conde Sturla

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La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonu­das que he conocido. Tenía que serlo desde el momen­to en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jo­vencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.                          
    Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pi­chardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios aba­rrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de pa­redes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo. 
     Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por mul­titud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compañeros de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda– era un lugar surrealista seme­jante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuente­mente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.

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