domingo, 4 de marzo de 2018

FÁBULA DEL FABULADOR (3)

Un relato del libro Ritos ancestrales      
De venta en:
http://www.elcaribe.com.do/autores/pedro-conde-sturla

Pedro Conde Sturla

[En donde se relata y dan noticias del idilio platónico de nuestro protagonista con una italiana en Italia, y de la tempestuosa y ardiente relación con una rusa en Rusia]

De la mano de Nadia Guandalini, Dato vivió algunos de los días más gratos de su vida. De la mano de Nadia Guandalini llegó a su habitación de hotel de lujo en Parioli, donde dormían en camas separadas. De la mano de Nadia Guandalini, Dato bajaba temprano hacia el fastuoso Lungotevere, el paseo encantado sobre las márgenes del mitológico río Tiber, que en nada envidia a los bulevares de París. De la mano de Nadia Guandalini, bajo el soleado invierno de la ciudad que alguna vez fue capital del mundo, emprendía  caminatas infinitas que a ningún lado conducían, sino a Roma. De la mano de Nadia conoció el Mausoleo de Adriano, el Vaticano, la Capilla Sixtina, la Fuente de Trevi, los Foros Imperiales, Plaza Navona y todos los lugares comunes de las guías turísticas, incluyendo la misteriosa Via delle Botteghe Oscure, donde convivían en contubernio las sedes del Partido Comunista Italiano y del Partido  Demócrata Cristiano.

FÁBULA DEL FABULADOR (4)

Un relato del libro Los cuentos negros 
De venta en:
http://www.elcaribe.com.do/autores/pedro-conde-sturla

Pedro Conde Sturla


   [De lo que aconteció a nuestro infatigable aventurero en el transcurso de una misión imposible, precedida por la inolvidable experiencia del beso casto del adiós]

      Liudmila lo acompañaría después en un viaje maravilloso a las Repúblicas Soviéticas del Báltico donde las ciudades parecían de fantasía y después al Mar Negro. Allí se alojarían en alguna de las  fastuosas residencias reservadas a las más altas nomenclaturas del partido, copulando como conejos, vodka y caviar a saciedad.  Luego viajarían a Bakú y después asistirían al festival de cine de Tasken. Y en Tasken, por cierto, los sorprendió un terremoto que dejó a la ciudad destruida y puso fin a la gira. En fin, vacaciones prepagadas, si acaso había algo por pagar, aparte del prendedor.

FÁBULA DEL FABULADOR (5)

Un relato del libro Los cuentos negros 
De venta en:

Pedro Conde Sturla

[Donde se recrean las míticas hazañas de un mítico personaje y las desventuras carcelarias que vivió el profesor Pagán en España, así como una tétrica experiencia en las mazmorras de Trujillo en la grata compañía del poeta Villegas].
El Che en el Congo

Por sus servicios a la patria, el títere Balaguer, impuesto, por las tropas de intervención norteamericanas,  despojó al Gallego de la nacionalidad dominicana y lo arrojó al exilio, un doble exilio, el de su patria  nativa y el de su patria adoptiva.
En Cuba y en Corea del Norte completó profesionalmente su formación militar. Meses de privaciones, sacrificios, dedicación  y estudios, durante el más duro de los entrenamientos, en situaciones y condiciones límites, templaron el acero de su ya de por sí recio carácter. Célebre, al poco tiempo, como instructor en guerra de guerrillas, el propio Che Guevara solicitó sus servicios para sustituirlo en el Congo, poco antes de partir a su destino final en Bolivia. Por sus manos pasaron, en todos los campos de entrenamiento (Cuba, Corea del Norte, Argelia, Libia), Tupamaros de Uruguay, Montoneros argentinos, Sandinistas de Nicaragua, miembros del Frente Farabundo Martí de El Salvador, sin mencionar a un selecto grupo de vietnamitas y camboyanos.

FÁBULA DEL FABULADOR (Epílogo)

Un relato del libro Ritos ancestrales 
De venta en:
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Pedro Conde Sturla

[De cómo la fina inteligencia del poeta Villegas lo salvó de una muerte segura en la cárcel y otras aventuras del intrépido profesor Pagán en las selvas amazónicas y los llanos venezolanos].


Pero el calvario del grupo apenas había empezado. Los esbirros, por distraerse, apagaban en sus espaldas colillas de cigarrillo y a veces se divertían sacando uñas. Esporádicamente los conducían de madrugada a una especie de paredón y montaban un simulacro de fusilamiento con balas de salva que en nada afectaban el cuerpo, pero aflojaban el esfínter, con las consecuencias que todos podemos imaginar. En uno de los días más negros de su estadía carcelaria los llevaron a Dato y Villegas a una oficina con un aire acondicionado ruinoso, donde se encontraba   Johnny Abbes García, el tenebroso jefe del Servicio de Inteligencia Militar de la tiranía. La entrevista con el siniestro era como quien dice una especie de antesala de la muerte. Haría preguntas insidiosas, ordenaría por rutina la ejecución. He aquí, sin embargo, que el siniestro tenía sobre el escritorio, a título de orgullo, un recorte de la última  página literaria de El Caribe en la cual le habían publicado un horrible poema que Villegas por suerte alcanzó a leer al revés y memorizó con memoria de elefante. El tenebroso los interrogó a propósito del complot antitrujillista y Villegas cambió el tema. Citó unos versos del poema y el tenebroso se desorientó, momentáneamente. El tenebroso volvió a preguntar sobre la conspiración y Villegas comenzó a celebrar los méritos del poema, citando versos a granel, de modo que el tenebroso se desencajó, se ablandó, se puso dulce y romántico, pero insistió en el interrogatorio. Entonces Villegas recitó el poema entero y el tenebroso preguntó ¿Qué le parece? Villegas dijo que le parecía muy bien, que debía persistir en el intento, que su condición de militar no invalidaba su condición de magnífico poeta, que si los distanciaba la política no los distanciaba el aprecio por la gran poesía, que incluso en aquellas circunstancias trágicas no podía menos que admirar su talento, y mire que no le miento, leí el poema la pasada semana y no se me quita de la sesera. En fin que, borracho a fuerza de elogios, el monstruo reenvió a los muchachos tremendones a seguir cumpliendo  condena en la cárcel. Villegas siempre diría que en esa ocasión lo salvó la poesía, pero en realidad fue la crítica literaria. De cualquier manera, el carácter de aquellos hombres no hizo más que templarse en la adversidad. Villegas jura y perjura  que el efecto de la picana aumentó su potencia sexual, y por lo menos uno de sus hijos se graduó, casualmente, de Ingeniero Eléctrico. Nada más salir de la cárcel, seis meses después, descoloridos y flacos como cadáveres ambulantes, volvieron a las andadas, a conspirar contra el régimen, a las orillas de Soco y ahí los tenemos de nuevo, recuperando el color y las fuerzas. Dato partiendo cocos con la cabeza, Villegas extremando audacias, cabalgando a lomo de tiburón.

FÁBULA DEL FABULADOR (completa)

Un relato de Los cuentos negros
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        Pedro Conde Sturla
       (1)
        [Donde se describen las peripecias de nuestro héroe en los llanos venezolanos y la aventura galante con una marquesa telefónicamente infiel durante su luminosa estadía  en París].  



Uno se lo imagina todavía, a Dato Pagán Perdomo, rodeado de serpientes en los llanos venezolanos. Ahora está sentado a una de las mesas del Palacio de la Esquizofrenia -la Cafetería Restaurante El Conde-, compartiendo con sus cofrades. Minutos antes viajaba en el autobús que había embestido contra aquel objeto que parecía moverse y se movía. La anaconda del grueso de una palmera había salido de la nada y el autobús repleto de pasajeros le pasó por encima y estuvo a punto de dar un vuelco. Fue un tumbo fantástico, de casi dos metros, por lo menos. El autobús se elevó en la pista, cayó con un ruido enorme –gritos despavoridos de los pasajeros- y anduvo un trecho en dos ruedas, hasta que recobró la estabilidad.

YO ADIVINO EL PARPADEO

Pedro Conde Sturla


El imperativo gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo, con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo. 
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones. Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante. 
Yo me sentía, Señor, un elegido, llamado me sentía, che Señor... Lo sentía bailándome por dentro, una música bailándome por dentro, rataplán, bordeándome por dentro, rataplán, coqueteando, puteándome por dentro, rataplán, plan, plan... Yo iba para la gloria, sí señor. 
Cada pequeño triunfo me acercaba a la meta. En Aruba fue una revelación, en Curazao fue un escándalo, en Cuba vino la apoteosis. Una gira triunfal desde Santiago a La Habana confirmó mis aspiraciones: cada mínimo aplauso me confirmaba en mis aspiraciones. Fue en el Habana Riviera donde entreví las puertas del paraíso, abiertas para mí de par en par. Pibe Señor, qué noche: ¡aquello fue de pinga! El público deliró con mi interpretación de Besos de fuego. Unas semanas más tarde, Borinquen se rindió a mis pies, y en Maracaibo tuve un éxito resonante, comparable al de Cuba. Sólo en México y en mi patria me recibieron con indiferencia, y al cono sur, ya sabes, no pude llegar nunca. Pero en las islas de las espumas, en las costas espumosas del Caribe infinito, yo era el rey. 
El éxito me llevó de puerto en puerto, pero en círculos concéntricos, viciosos, nunca en dirección al sur. Lo más cerca que estuve del país de mis sueños fue Barranquilla, o casi. Allí conocí al sujeto que sería mi perdición, mi ruina, el fin del espejismo. Iluso yo... Pensar que en su presencia me vi en el umbral del Edén, cuando en verdad iniciaba la caída. 
Arrighetti, el maldito, se llamaba, un argentino de belleza crucial. Era empresario, era esbelto, ágil, taimado, palatino, y sobre todo argentino. Buen porte, finos modales, ameno, conversador, arrogante... Ya lo dije: argentino por definición. De no haber sido un hombre importante habría llamado igualmente la atención por su aire ausente, la expresión invertebrada, el gesto indisoluto y aquellos ojos verdes. 
Condescendí, en principio, a su galantería porque elogió mi actuación. La segunda noche me acerqué a su mesa por un motivo elemental (razones de cortesía). Profesionalmente le agradecí por el champagne y las flores (la verdad, me sedujo). Más adelante, embriagado por el trato gentil que me dispensa, me le acerco a la intimidad, me le confieso, le hago una tonadita y el muy cabrón se ríe. Aquel maldito porteño se murió de la risa cuando le dije lo mío. Fíjate no más qué pibe de la chingada. Se me burló en la cara el Arrighetti, rompió a decir pavadas sin dejar de reír. ¡Cuánto dolor! Herirme así nomás por puro gusto. 
Crudamente me dijo que como imitador lo hacía muy bien, mas si iba en serio, ni modo. ¿Pero va en serio? 
¡Que si va en serio, maldito, está claro que va en serio! ¡Que cómo se me ocurre, che cabrón! ¡Que si he perdido la chaveta! ¡Que si estoy fuera de mis cabales! ¡Que cuándo he visto a un tipo del Caribe cantando tango en Buenos Aires, y mucho menos con esta cara de maricón que Dios me ha dado! 
Yo trato de razonarle y el Arrighetti se me viene encima con más impertinencias. 
¡Es que no lo puedo creer! Decime, negro, ¿va en serio? ¡Pero cuál negro, fatal! Querrás decir indio oscuro. 
¡Indio yo! ¡Con estos moños planchados, con estas greñas, estas pasas que me traigo desde aquel accidente que fue el día de mi nacimiento! 
Tan tremendo fue el efecto que me hicieron esas palabras, que durante un tiempo no supe de mí. Me di a la depresión, me di al mate, al jaque mate. 
Viajé de isla en isla dejándome llevar por la corriente, por la desidia más bien. En cada puerto o ciudad mediterránea renovaba el éxito que no me interesaba. Conocidas las limitaciones, mi ambición tenía un freno. La ilusión marchitaba. Día por día me iba ganando la abulia. 
Pensé que había tocado el fondo, pero aún me faltaba sufrir la humillación más grande de mi vida. Esa la recibí de un compatriota, un rústico, un atorrante sin visa ni divisa. El hombrote se arrimó una noche sin que nadie nos presentara, y de inmediato comenzó a soltar su rollo, un rollo largo. Eso es lo malo de nosotras, las figuras públicas: cualquiera que nos ha visto actuar un par de veces o que simplemente nos conoce de fama, se siente en confianza de ponernos conversación sin ton ni son. 
Confieso que el hombrote no me simpatizó desde el principio. Era feúcho, larguirucho, interminable de ver. Y además era inelegante, desgarbado, extravestido y por supuesto ignorante, inculto, lo que se dice un pelma, un don nadie, un tímido balbuceante. Todo lo contrario de Arrighetti. 
Hablando a trompicones me dice el insignificante que tengo un gran potencial (gracias), una gran voz, un gran estilo (gracias, gracias) para ser un intérprete de bachatas (¡para cantar bachatas, yo!). Me dice el engreído que había estudiado música en Berkeley (como si me impresionara). Finalmente me propone integrarme a la agrupación que está formando (¡paciencia!), una que nadie conoce ni conocerá, con cierto nombre que más bien parece número de teléfono. 
Mantener en todo trance la compostura es el arte mayor de un gran artista, pero esa noche estuve, y con razón, a punto de perderla. ¡Bachata, yo!, le dije al ofensivo impertinente con estupor. ¡Y adónde carajos piensas llegar con eso? ¿Se puede cantar bachatas y ser alguien? No me interesa. Lo mío es el tango, el tango. Le digo que no me interesa. Lo mío es el tango, cretino. O soy Gardel o soy nadie. 
Fue suerte que unos meseros me lo quitaron a tiempo, porque si no quién sabe cómo habría terminado. Yo ya me había acalorado y con gusto le hubiera dado su merecido al muy petulante. Es cierto que casi me doblaba en estatura, pero aun así no vaciló en retirarse cuando vio que el horno no estaba para bollos. 
El incidente se convirtió, por supuesto, en la comidilla de esa noche en el Lexintong’s Pub de Martinica, famoso en otra época. Durante horas los murmullos volaron en redor como enjambre de alegres mariposas, pero no les di mayor importancia. Que murmuren con tal de que me respeten, me dije para mi coleto. ¡Qué murmuren, no me importa un carajo que murmuren! 
Pero el hecho perjudicó mi carrera y a la larga me produjo un derrumbe emocional. La voz se me quebró después que el alma y ya no pude cantar, no pude volver a cantar. Consumí mis ahorros, me aparté del mundo. Como tantas veces en mi vida, me vi obligado a darle la espalda a mis seres queridos. 
Esa es un poco mi historia. El resto forma parte de una intimidad que no quiero que trascienda al público. 
¿Que cómo fue? No sé decirte cómo fue. Yo iba para cantante, Señor, y ya lo ves. Aquí me tienes de regreso en el camino de la vida. El escarnio, Señor, tronchó mis alas. Una persona por burla y otra en serio, una por insensible y otra por torpe me hicieron objeto de escarnio, me dejaron heridas que nunca cicatrizaron. Me quitaron, Señor, lo más precioso: mi ilusión por el tango. ¡Ah, pero si yo tuviera un corazón!, quiero decir un joven vigoroso corazón como el que tuve, también al tango lo daría. Ese es mi sino: amar lo que me rechaza. ¿Por qué no me hiciste argentino, che Señor? Entonces no habría caído, de seguro, en esta ciudad que es una manzana podrida, donde no me conoce el toro ni la higuera. A lo mejor ahora estaría mi nombre en las marquesinas de los grandes teatros de Buenos Aires, el público desfalleciente: otro, otro, otro. Haciéndome rogar, un poco a regañadientes, me pondría a cantar de esta manera, y me pondría a bailar de esta manera, con este estilo que sólo yo me conozco. Y el público delirante: otro, otro, otro. En fin, estaría susurrando cálidamente frente a un micrófono. ¡Bravo, bravissimo! No estaría aquí, con el mapo en las manos, limpiando pisos en esta sala de hospital.

(Un relato del libro Los cuentos negros)


Pedro Conde Sturla

EL GALLEGO (1-4)

El Gallego (1)
Pedro Conde Sturla
A las galleguitas y galleguitos


El Gallego nació por casualidad en Madrid, una ciudad que, según entiendo, queda muy lejos de Galicia, pero aquí a nadie le importa la geografía: Un español es o era, al igual que en Cuba, siempre un gallego. Al madrileño Manolo, Manuel Eugenio González y González, lo convertimos en Gallego y Gallego fue casi toda la vida. Un gallego madrileño. Dominicogallego.



sábado, 3 de marzo de 2018

Historia oculta de la Primera Guerra Mundial: La falsificación de la historia


  
4

La historiografía tradicional reproduce, con pocas excepciones, la versión convencional, casi canónica, sobre las causas inmediatas de la primera guerra mundial, el cuentecito de hadas que le han hecho tragar a tantas generaciones:

viernes, 2 de marzo de 2018

El mono Buche

Pedro Conde Sturla

Hace ya mucho tiempo, en la llamada era gloriosa, había un ricachón excéntrico llamado Alfredo Nadal que tenía un mono llamado Buche, un chimpancé, al que soltaba de vez en cuando o tenía en libertad en el amplio patio de su casa solariega del malecón, cerca de la Máximo Gómez.

lunes, 26 de febrero de 2018

Historia oculta de la primera guerra mundial: Sarajevo

26 de febrero de 2018 

Eduardo VII, o, mejor dicho, Alberto Eduardo de Sajonia-Coburgo-Gotha, el hijo ocioso de la famosa e infamosa reina Victoria de Inglaterra, tuvo que esperar cincuenta y nueve años, dos meses y trece días para acceder al trono, y gobernó entre 1901 y 1910 con los títulos de rey del Reino Unido y los dominios de la Mancomunidad Británica y emperador de la India. En ese corto período jugó un papel estelar en la planificación de la primera guerra mundial.
Gerry Docherty y Jim MacGregor, en su “Historia oculta de la primera guerra mundial”, lo definen “como el arma más especial de la Élite Secreta”. Su “mayor contribución está en haber diseñado los muy necesarios realineamientos, e intentar el requisito previo de aislar (…) a Alemania. La responsabilidad última de la política exterior británica pertenece (…) al gobierno elegido y no al soberano, pero fue el rey quien sedujo tanto a Francia como a Rusia para alianzas secretas en el breve tiempo de seis años “.

Jorge VII