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lunes, 27 de mayo de 2019

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO. CUARTA PARTE (1-4).

La apoteosis del emperador

El querido Jefe lo decía y lo repetía en presencia de mi padre, el general Bonilla, y lo decía y lo repetía en presencia mía y de mis hermanas. Y lo decía y lo repetía también públicamente. No se cansaba de decirlo. Que no aceptaría otra nominación a la presidencia de la República. Que de ninguna manera se reelegiría. Que su mayor ambición era servir al pueblo y ya lo había servido, rescatando la democracia, rescatando de sus ruinas la ciudad de Santo Domingo, rescatando económicamente el país.
La única circunstancia en que consideraría volver a ser candidato era o parecía ser inconcebible. Sólo aceptaría si todo el pueblo dominicano se lo pedía. Sólo si todo el pueblo dominicano unánimemente se lo pedía. Y el pueblo se lo pidió.
Sí, el pueblo dominicano se lo pidió. Unánimemente se lo pidió de mil maneras diferentes. Se lo exigió amorosamente. Lo arrastró casi como quien dice a la fuerza, la fuerza del cariño, a optar por un nuevo periodo de gobierno.
Hoy resulta difícil imaginar cómo el aprecio, la devoción o veneración que la gente sentía por el Jefe pudiera expresarse en términos tan entusiastas y cómo el entusiasmo se traducía en un coro tan simultáneo de alabanzas. La gente hablaba y escribía, publicaba peticiones en todos los medios solicitando la continuidad del Jefe en el poder. El pueblo, todo el pueblo dominicano, no sólo quería la reelección del querido Jefe, expresaba un deseo de honrarlo como se merecía, con todo tipo de títulos, monumentos, con todos los medios posibles. Muchos exigían a gritos su nombramiento o designación como Grandeza Ilustrísima, Gran Ciudadano, Tutor de Generaciones… La comunidad pedía, no sin cierta (aunque justificada) exageración, la consagración, la glorificación, el ensalzamiento, la elevación del querido Jefe al rango de la divinidad.



Eleanor Roosevelt, María Martínez de Trujillo y Rafael Chapita Trujillo
Eleanor Roosevelt, María Martínez de Trujillo y Rafael Chapita Trujillo

sábado, 25 de mayo de 2019

La conspiración de los empresarios (1)

La conspiración de los empresarios (1)

En 1935, cuando la bestia apenas estaba estrenando el segundo año de su segundo mandato, se destapó en Santo Domingo una escandalosa conspiración en la que estaban envueltos dos conocidos empresarios: Amadeo Barletta y Óscar Michelena.

Amadeo Barletta 

Era la tercera conspiración importante, después de la de Leoncio Blanco y la de Santiago de los caballeros, y tuvo una enorme cobertura de prensa y cierta repercusión internacional. De hecho, enfrentó al patriótico tirano con dos potencias extranjeras y puso en alto, muy alto, los intereses de la nación, o por o menos los del tirano. Dio, en fin, al mundo una idea de la clase de mandatario  que estaba al frente del gobierno. Mostró metafóricamente en público el equipo colgante del hombre fuerte del país. Los enormes timbales de la bestia, de la serpiente emplumada.

sábado, 18 de mayo de 2019

El teatro del horror

El teatro del horror

En el teatro del horror que describen los cronistas e historiadores, las cárceles más temidas en los primeros años de la era gloriosa eran las de la Fortaleza Ozama y la de Nigua. La fortaleza había sido construida en un sitio alto, salubre, junto al río y el mar, y estaba expuesta al salitre, la brisa fresca,  los vientos del norte y del sur.
La cárcel de Nigua había sido construida por las tropas de ocupación yanquis (tal vez de maldad, con premeditación y alevosía), en un terreno pantanoso cerca de la desembocadura del río del mismo nombre, y estaba expuesta a todas las calamidades del trópico.
La vida allí quizás era en verdad tan horrorosa como lo cuenta Crassweller. La plaga endemoniada de mosquitos, las bandadas de mosquitos desde el atardecer al amanecer, la inmensa nube negra de mosquitos que enrarecían el aire, los malditos mosquitos que saturaban, envenenaban el cielo, ennegrecían la noche, los  mosquitos que caían como una inmensa telaraña con aquel pavoroso zumbido, el infernal zumbido de mosquitos que picaban sin cesar, que parecían más bien devorar a sus víctimas. La aparición de la malaria. El contagio, la manifestación de los primeros síntomas en un hombre tras otro, a veces en medio de brutales labores, escalofríos violentos, fiebre, descomposición y vómitos, insoportables dolores de cabeza, sudores, un sudor frío, el sudor empapando las cobijas, el delirio de la fiebre y las voces delirantes hasta alcanzar el climax. Luego el alivio, lentamente el alivio, el regreso al mundo de los vivos, el pausado recobrar de la conciencia. Luego una sucesión del mismo episodio, la repetición de todos los episodios de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia, de episodios cada vez menos separados, secuencias casi continuas de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia.

viernes, 10 de mayo de 2019

LAS MIELES DEL PODER

Las mieles del poder

El régimen de la bestia permaneció más o menos igual en todos los períodos. Nada cambiaba de una administración a otra excepto las caras y la suerte de algunos funcionarios. Trujillo seguía apretando las tuercas, todas las tuercas del aparato que lo mantenía en el poder, creando nuevos y más sofisticados organismos de inteligencia y mecanismos de represión, organizando el país como si fuera una finca, una empresa, una industria de su propiedad, y hasta cierto punto lo era.
La bestia ponía un empeño particular en reclutar los peores hombres para desempeñar las tareas más brutales contra sus opositores y al mismo tiempo trataba de atraerse y se atraía por cualquier medio (con ofrecimientos o amenazas, o quizás ambas cosas), a todos los que de alguna manera se destacaban socialmente por su fortuna, en su profesión u oficio.
Dice Crassweller que la mera existencia de alguien que poseyera brillo intelectual y distinción social y económica y que no formara o quisiera formar parte del gobierno, era para la bestia una especie de afrenta personal.


lunes, 6 de mayo de 2019

La apoteosis del emperador

La apoteosis del emperador

El querido Jefe lo decía y lo repetía en presencia de mi padre, el general Bonilla, y lo decía y lo repetía en presencia mía y de mis hermanas. Y lo decía y lo repetía también públicamente. No se cansaba de decirlo. Que no aceptaría otra nominación a la presidencia de la República. Que de ninguna manera se reelegiría. Que su mayor ambición era servir al pueblo y ya lo había servido, rescatando la democracia, rescatando de sus ruinas la ciudad de Santo Domingo, rescatando económicamente el país.
La única circunstancia en que consideraría volver a ser candidato era o parecía ser inconcebible. Sólo aceptaría si todo el pueblo dominicano se lo pedía. Sólo si todo el pueblo dominicano unánimemente se lo pedía. Y el pueblo se lo pidió.
Sí, el pueblo dominicano se lo pidió. Unánimemente se lo pidió de mil maneras diferentes. Se lo exigió amorosamente. Lo arrastró casi como quien dice a la fuerza, la fuerza del cariño, a optar por un nuevo periodo de gobierno.
Hoy resulta difícil imaginar cómo el aprecio, la devoción o veneración que la gente sentía por el Jefe pudiera expresarse en términos tan entusiastas y cómo el entusiasmo se traducía en un coro tan simultáneo de alabanzas. La gente hablaba y escribía, publicaba peticiones en todos los medios solicitando la continuidad del Jefe en el poder. El pueblo, todo el pueblo dominicano, no sólo quería la reelección del querido Jefe, expresaba un deseo de honrarlo como se merecía, con todo tipo de títulos, monumentos, con todos los medios posibles. Muchos exigían a gritos su nombramiento o designación como Grandeza Ilustrísima, Gran Ciudadano, Tutor de Generaciones… La comunidad pedía, no sin cierta (aunque justificada) exageración, la consagración, la glorificación, el ensalzamiento, la elevación del querido Jefe al rango de la divinidad.




Eleanor Roosevelt, María Martínez de Trujillo y Rafael Chapita Trujillo
Eleanor Roosevelt, María Martínez de Trujillo y Rafael Chapita Trujillo

lunes, 15 de abril de 2019

CEMENTERIO SIN CRUCES (4 de 4)

Cementerio sin cruces (4-4)

El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa.
Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos,  nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor.
Cárcel de Nigua
Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía.
Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que  explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco.
Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte  de la conspiración.
La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores.
Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña.
Algunos de los implicados o acusados por  el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía.
Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza.
En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros.
De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas  implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima.
La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia.
Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas  y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas,  sobreviviendo entre  ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí.
Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas,  cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas  torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis.
Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió abusos interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados.
La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado  que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino.
Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia.
Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte).
Bibliografía:
Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana”
Bombas contra Trujillo en Santiago,
Lino A. Romero, “Historia de la psiquiatría dominicana”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”



Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Pedro Conde Sturla
Viernes 12 de abril 2019
Cárcel de Nigua 

El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa.

Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos,  nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor.  

Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se 
tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía.

Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que  explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco. 

Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte  de la conspiración. 

La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores.

Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña.

Algunos de los implicados o acusados por  el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía.

Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza.

En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros.

De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas  implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima.

La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia. 

Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas  y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas,  sobreviviendo entre  ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí.

Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas,  cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas  torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis.

Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió golpizas interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados.

La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado  que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino.

Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia. 


Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte).


Bibliografía:

Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana”

Bombas contra Trujillo en Santiago,

Lino A. Romero,ñ
“Historia de la psiquiatría dominicana”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”







viernes, 5 de abril de 2019

CEMENTERIO SIN CRUCES (3)

Cementerio sin cruces (3)

El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido. La bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea. Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía.
La bestia conocía sin duda aquel refrán que dice que debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán, pero este alacrán salía de las filas del ejército y era un teniente coronel y le decían Blanquito, cariñosamente Blanquito. Leoncio Blanco, Blanquito, un tipo popular entre las tropas, entre civiles y militares. Además no se trataba de un sólo alacrán, eran muchos alacranes uniformados, entre ellos el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa, amén de numerosos oficiales de menor rango.
El mayor Aníbal Vallejo Sosa
El mayor Aníbal Vallejo Sosa
Como se diría en el acta del consejo de guerra que se llevó a cabo contra los principales acusados, un acontecimiento semejante no había tenido lugar en el país desde la fundación de la gloriosa Guardia Nacional Dominicana en 1917.
La bestia no podía perdonar semejante ingratitud y deslealtad. Apenas tenia tres años y medio en el poder y la misma gente a la que tanto había favorecido ya lo quería tumbar. Los conspiradores intentaban derrocar un gobierno emanado de la legitimidad de las urnas, así fueran funerarias, e interrumpir la magna obra de gobierno que llevaba a cabo el preclaro gobernante durante su primer periodo. La misma que seguiría realizando en el segundo, en el tercero, en el cuarto, en todos los que faltaban.
Lo que la bestia puso en marcha no fue sólo un aparato represivo, sino todo un espectáculo. El de la realidad como espectáculo. Tenía que dar un ejemplo a los traidores y lo dio, un escarmiento público, ejemplar. Concedió plena libertad a los esbirros para que actuaran en consecuencia y en el proceso se cometieron atropellos, asesinatos, encarcelamientos y, como de costumbre, pagaron por sus pecados tanto los mansos como los cimarrones.
A Leoncio Blanco le infligieron todos los tormentos imaginables. Fue arrestado en los primeros días de junio de 1933 y pasó un año o más confinado en una tenebrosa celda solitaria de la cárcel de Nigua. De ahí lo sacaban para interrogarlo, para torturarlo, para obligarlo a dar los nombres de los miembros del complot, pero Leoncio Blanco resistió como un toro, mantuvo todo lo que pudo el silencio, quizás incluso cuando le sacaron las uñas.
Dicen que Trujillo lo visitó en la cárcel, donde se lo presentaron prudentemente esposado y encadenado, y le vació toda una andanada de insultos que no quedaron sin respuesta. Trujillo le diría traidor y el le diría asesino, Trujillo le diría hijo de puta y el le diría cobarde. Dicen que le tiró un escupitajo. Al día siguiente lo ejecutaron, lo ahorcaron, fingieron un suicidio en el más burdo estilo. Lo suicidaron.
Con el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa emplearon también la tortura y sobre todo la tortura sicológica. El juego del gato que atrapa al ratón y lo suelta, lo mantiene en un permanente estado de incertidumbre y finalmente lo elimina. Era algo parecido a lo que harían con Donato Bencosme y tantos otros. De la cárcel se pasaba a un cargo público y del cargo público a la cárcel y quizás viceversa, hasta llegar al cementerio.
Vásquez Rivera era puertorriqueño y había emigrado al país, como muchos de sus compatriotas de esa época, la época en que los boricuas venían (metafóricamente en yola), en busca de mejores horizontes. Aquí se enganchó a la Guardia Nacional, se destacó entre los mejores oficiales y se ganó el aprecio y la confianza de sus superiores. Llegó a ser jefe, comandante del ejército, hasta el día en que tuvo un tropiezo con Petán.
Petán y varios hermanos de la bestia también habían hecho una carrera exitosa en el ejército. De hecho, habían comenzado desde arriba, con el rango de altos oficiales. Además, el más alto rango era el apellido. Todos, en especial Petán (quizás por razones de abolengo), despreciaban y desconsideran a los oficiales de carrera.
Hay que suponer que, por algún motivo, el arrogante Petán le faltaría al respeto al general Vásquez Rivera y éste no se quedaría callado. Se produciría una agría discusión, una disputa, un enfrentamiento. En el choque del huevo contra la piedra perdió el huevo, desde luego y Vásquez Rivera fue puesto en retiro, lo cancelaron y sustituyeron por José García, un cuñado de la bestia. O de las bestias.
Unos meses después, el coronel Camarena, un oficial de la comandancia Ozama, denunció su participación en el complot militar que organizaba Leoncio Blanco y fue arrestado, vejado, torturado, condenado a cinco años de prisión.
En la cárcel permaneció Vásquez Rivera hasta el año 1938 y de repente lo amnistiaron. La bestia le concedió graciosamente la amnistía y lo nombró cónsul en Burdeos, Francia. Durante un año lo dejó disfrutar las mieles de la vida diplomática bajo algún tipo de chantaje o de amenaza contra él y su familia. Lo trajo de nuevo al país en octubre de 1939, lo acusaron de nuevo de conspirar contra el régimen legalmente constituido y lo trancaron de nuevo. En la fortaleza Ozama estuvo preso un tiempo en condiciones miserables. Allí le quitaron la vida en el mes de enero de 1940. Un homicidio que bautizaron, como de costumbre, con el nombre de suicidio.
El mismo tipo de vejámenes y torturas sufrió el mayor Aníbal Vallejo Sosa, un oficial que junto a Frank Féliz Miranda dio inicio a la aeronáutica militar dominicana. Ambos fueron enviados a Cuba en 1931 a estudiar aviación y de Cuba regresaron convertidos en excelentes pilotos. En 1932 Vallejo Sosa fue nombrado comandante de la recién creada fuerza área y el teniente Féliz Miranda como segundo al mando. Dicha fuerza, que era bastante débil, sólo contaba en principio con dos pilotos y dos aviones que se dedicaban al transporte de pasajeros y de valijas postales por toda la geografía nacional.
Muchos años más tarde, cuando una escuadrilla de cuatro aviones emprendió el fatídico “Vuelo panamericano” con el propósito de honrar la memoria de Colón y recabar fondos para construir un faro en su honor, Frank Féliz Miranda saltaría a la fama al convertirse, por capricho del destino, en el único piloto sobreviviente, el único de los pilotos cuyo avión no se estrelló. Los demás sucumbieron en los cielos de Colombia el día 29 de diciembre de 1937. Sucumbieron, según se dice, a la furia de los vientos de una tormenta y al fucú del gran almirante cuando se dirigían a Panamá. En ese país aterrizó Féliz Miranda, horas después de la tragedia, sin conocer la suerte que habían corrido sus compañeros de viaje.
El mayor Aníbal Vallejo Sosa duraría muy poco en su cargo. A principios de 1934 fue apresado, acusado de formar parte de la conspiración de Leoncio Blanco, torturado rutinariamente, sometido a consejo de guerra, condenado y mantenido en prisión hasta inicios de 1937. Ese año lo pusieron en libertad, igual que harían con el general López Rivera, le dieron un cargo, un nombramiento, lo mandaron a inspeccionar la construcción de una carretera en el sur o algo parecido, lo mantuvieron al salto de la mata, en un estado de zozobra. En 1938 la bestia ordenó su muerte.
Todos los demás, la mayoría de los numerosos conspiradores que Leoncio Blanco había reclutado y otros muchos que no tenían nada que ver con el complot, sufrieron por igual las penas del infierno en la tierra. Se calcula, tímidamente, que al menos un centenar fueron pasados por las armas, torturados y pasados sin apelación por las armas.
Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [30]. Tercera parte).
Bibliografía:
Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Pedro Conde Sturla
Viernes 5 de abril 2019
Mayor Aníbal Vallejo Sosa

El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido. La  bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea. Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía.

Cuentos para niños y adultos

Pedro Conde Sturla
31 de octubre de 2016 

La palabra cuento tiene un sentido despectivo como sinónimo de mentira, embuste, habladuría, deformación u ocultamiento de la realidad. Gran parte de la historia, “la mentirosa historia, incluyendo la historia de la cultura, es puro cuento, glorificación del crimen como hazaña y la codicia como virtud, exaltación desembozada de generales y reyes, tiranos, conquistadores, asesinos, depredadores. Las grandes figuras de una época son presentadas como los grandes hacedores de historia. Una historia que se escribe desde arriba, desde el punto de vista de las clases gobernantes y sobre todo de los vencedores. Pero esa historia “chorrea sangre y lodo de la cabeza a los pies”.
Constantino el Grande, una figura venerada por los cristianos, era un monstruo, Carlos Magno fue un vulgar genocida. Napoleón, “el mayor genio militar que ha conocido la humanidad” era un carnicero y también “uno de los personajes más megalómanos y nefastos de todos los tiempos.
A Sarmiento se le rinde un culto oficial en Argentina y otros páíses de América y es justamente celebrado por el valor de sus obras literarias y como “gran humanista”, gran presidente y educador. Sin embargo, y al margen de sus innegables méritos, Sarmiento es el pensador más retrógrado y atrabiliario que ha parido América Latina, un cómplice y justificador de abominables crímenes. La  saña, el odio visceral con que escribía contra los pueblos y razas subalternos, lo definen como un troglodita ilustrado.
La exaltación de tales personajes obedece a un mecanismo de manipulación, tiene que ver con el arma más poderosa en manos del poder, que es la mentira.
La mentira histórica tradicional, que permite el ocultamiento, el maquillaje histórico de los hechos, el endiosamiento de los grandes protagonistas, forma parte del mecanismo de producción de un sistema de culto con fines educativos, para formar deformando.
“El tesoro de la juventud”, una “enciclopedia de conocimientos” que en otra época tuvo una inmensa influencia y popularidad en América, era o sigue siendo parte de ese mecanismo de producción social de sentido tendiente a la formación de buenas conciencias. El análisis de la obra realizado por María Cristina Alonso arroja luces y sombras, quizás más luces que sombras sobre la famosa obra,  demuestra de alguna manera que la fe en la letra de molde es una de las grandes trampas de la fe.
Aprender a leer es aprender a leer con desconfianza.
El tesoro de la juventud: ¿un cuento de niños?
por María Cristina Alonso
Un amigo lejano me cuenta en un mail que le han regalado la colección completa del Tesoro de la juventud. En mi biblioteca los tomos destartalados de la edición de 1920 todavía mantienen su encanto y alimentan mi fantasía.
Imagino a mi amigo mirando las mismas láminas que yo -de tanto en tanto- repaso cuando, al pasar por el comedor penumbroso, me tienta el estante al lado de la chimenea que alberga la enciclopedia. Desconozco el origen de la de mi amigo. Me ha dicho que se la han regalado. La mía viene viajando en el tiempo, de la casa colonial de mis tías abuelas -que la habrán comprado a algún vendedor de libros de esos que recorrían los pueblos allá por el veintipico, o tal vez en Buenos Aires en alguno de sus viajes-  hasta llegar a las manos de mi padre, que la debe haber recorrido en su infancia con el mismo placer que lo hice yo cuando la rescaté de un cuarto de tratos viejos, un poco masticada por las lauchas en algunos extremos, pero con las páginas de láminas brillantes intactas.
Su título alude conceptualmente a los bienes del espíritu, a la riqueza del saber humano y a los destinatarios principales de tanto saber acopiado: “El tesoro de la juventud, enciclopedia de conocimientos”. En ella puede encontrarse un poco de todo: el sabor encantado de las narraciones populares, las maravillas del mundo, los adelantos de la ciencia, biografías de famosos hombres y mujeres, interrogantes contestados con intención científica, lecciones de francés e inglés, poesías, costumbres exóticas. La enciclopedia, dividida en secciones, exhibe títulos como “Cosas que debemos saber”, “Historias de libros célebres”, “Juegos y pasatiempos”, entre otros.
Traducida del inglés, fue publicada en España en 1920 por Walter Jackson y distribuida en las capitales más importantes de América con artículos escritos por autores locales. El consultor, compilador y autor de la parte argentina es Estanislao Zevallos, el vocero ideológico de la Campaña al Desierto efectuada por el General Roca, hombre empapado de la idea civilizadora propia de la generación del 80 y que, a juzgar por el prólogo que firma en el Tomo I,  conocía tanto a los niños argentinos como a los cafres africanos fotografiados en algunas secciones.
Con su idílica visión de la niñez, Zeballos escribe: “El clima benigno, la facilidad para gozar de la vida al aire libre, la alimentación sana y abundante, las facilidades generales de la lucha, y, probablemente, ciertas influencias termoeléctricas de la tierra aún no bien determinadas, influyeron en la hermosa salud y en el vigoroso desarrollo físico-psíquico de los niños sudamericanos”. Y advierte en el prólogo que la enciclopedia “es una obra civilizadora, pues los hijos de los hogares pobres, expuestos a los peligros de las calles y de los campos, y de la vida vagabunda hallarán en esta lectura reconstituyente un motivo de permanencia en el hogar”
Miguel de Unamuno que, como otros prestigiosos intelectuales de la época -Alberto Edwards, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg-  creía que, “hablar con los grandes que fueron es mejor que con los pequeños que son” y justifica la publicación de la enciclopedia a través del incentivo de la imaginación que  proporcionan las historias de aventuras. Para él el alimento de la inteligencia debía servir de aliciente y excitación para la fantasía.
Zevallos afirma en alguno de los tomos que “los niños argentinos se distinguen por la precocidad con que aprenden, saben más de historia de Estados Unidos que los propios norteamericanos y que cantan con igual solvencia el Himno Nacional que el Star Spangled Banner y el Hall Columbia, porque los niños argentinos son bellos y robustos, y predominan entre ellos los rubios y trigueños.”
No obstante la belleza de la páginas de la enciclopedia, de sus láminas aún maravillosas y la diversidad temática, los jóvenes que abrevaron en este compendio del saber, fueron mamando un sutil racismo. En la sección, Los tesoros ocultos de la Tierra, por ejemplo, bajo una foto del aduar donde vivían los mineros negros africanos, puede leerse este epígrafe de neto corte colonialista: “Muchos son los millares de cafres empleados en la minas de oro del Sur de África, y si se tiene cuidado con ellos llegan a salir buenos trabajadores”. Mucho más explícito es el texto de Zeballos en donde explica, en un artículo sobre la Argentina, que “Las tropas pertenecientes al ejército de este país, están formadas por gente blanca y rubia, pues la mezcla con la inmigración ha hecho desaparecer al negro y a las razas inferiores.”
Contrastando las buenas intenciones de los colaboradores –redactar un texto destinado a los niños que no tenían acceso a la educación sistematizada- la segregación racial es una constante, digamos subliminal, en la enciclopedia. En el Libro del  porqué se responde de esta manera a la pregunta ¿son necesarias las guerras?: “Hubo guerras que sostuvieron los pueblos civilizados, cuyo número crecía, sin cesar, rápidamente, contra los salvajes. Todas las civilizaciones se han extendido de este modo. Parece que, dado el modo como el mundo está hecho, estas guerras fueron en la antigüedad necesarias, como es necesaria la muerte.”
Más allá de estos conceptos, de las páginas de El tesoro de la juventud saltan para nuestro deleite Alicia la del País de las maravillas, la Cenicienta, Guillermo Tell, Robinson Crusoe, el varón de Mulhausen, califas, princesas, pastores de ovejas y magos. Pura maravilla que mi amigo el que vive tan lejos junto a un mar del fin del mundo y yo, en la llanura pampeana, disfrutamos en tiempos distintos, en casas distintas, en provincias diferentes. Pero sin embargo, esas páginas, las mismas, y también diferentes, nos reúnen en nuestro común país de las palabras. Un lugar en el que los relojes, y las distancias pierden sentido. Un lugar donde los dos podemos jugar a buscar al conejo blanco, a conversar con los liliputienses o a departir con la fauna de los océanos. De esas cosas hablamos, a veces, cuando tenemos ganas de ser niños otra vez.
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