sábado, 1 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (2)

Pedro Conde Sturla
31 enero, 2020
Edificio de la rectoría del Tecnológico de Monterrey y del Centro de Tecnología Avanzada para la Producción, CETEC, mejor conocido como El Servilletero. El Cerro de la silla, símbolo de Monterrey, al fondo. 

El problema de comunicación entre dominicanos y mejicanos era de doble vía. Los dominicanos no entendían el significado de ciertas expresiones mejicanas y los mejicanos a veces no entendían una palabra, una sola palabra de lo que decían los dominicanos. No es que no entendieran el significado, es que no entendían el sonido de las palabras, el modo aspirado y guillotinado del habla de los dominicanos, la forma hambrienta de comerse las palabras y decir, por ejemplo: “Tato no ta qui” en lugar de “Tato no está aquí”.

Uno de los estudiantes, llamado Caonabito, era particularmente difícil de entender, incluso entre los mismos dominicanos. La estructura de una oración en la gramática castellana consta de ocho elementos, si acaso no han agregado o quitado alguno, y reciben el nombre de sustantivo, verbo, adjetivo, pronombre, conjunciones, preposiciones, adverbio y articulo. Caonabito era la única persona que podía aglutinarlos todos, pronunciarlos o tratar de pronunciarlos en un solo golpe de voz. Los mejicanos tenían que ponerse trucha para hablar con él, poner mucha atención para desentrañar el sonido de sus palabras y captar el sentido. En general tenía que repetir dos o tres veces lo mismo para que el interlocutor pudiera, con más intuición que tímpano, adivinar su pensamiento. Los dominicanos dicen “qué” y dicen “cómo” cuando no entienden algo, pero los mejicanos dicen “mande” o “mande usted”, y cuando hablaban con Caonabito no cesaban de repetir “mande, mande, mande usted”.
Paradójicamente, la forma de hablar de los dominicanos tenía ocasionalmente un efecto colateral: le alborotaba el hormonamen a algunas chicas. Se engranujaban al escucharlos por primera vez y decían con emoción ¡qué padre hablan!, qué bonito hablan. También se sentían fascinadas por el pelo chino, el pelo crespo, rizado, el llamado pelo malo de los dominicanos, y se morían a veces de ganas de ponerles las manos en la cabeza y mesarles los cabellos.
Y los dominicanos, claro está, ya sabían que lo cortés no quita lo valiente y bajaban servilmente la cabeza, se dejaban mesar los cabellos, la recia crin, acariciar la pelambre, lo que usted quiera, señorita, hágale nomás que es usted dueña.
Ciertos gustos y ciertas cosas estaban, pues, como al revés en Monterrey, o resultaban simplemente curiosas, empezando por él gentilicio: el gentilicio de los habitantes de Monterrey no es monterreyano, como podría pensarse, sino regiomontano, como si estuviera exactamente invertido. En la aristocrática Plaza de la Purísima era costumbre que las muchachas pasearan en un sentido y los muchachos en otro. Las chicas serias no se montaban en taxi, viajaban sólo en camión, en autobús. Una novia seria no te dejaba montar en su automóvil. A la mamá le decían mi jefa, a la noviecita le decían mi vieja. El matrimonio civil precedía al matrimonio religioso que tenía lugar una o dos semanas después y mientras tanto los recién casados seguían viviendo en sus respectivas, casas, separados, vigilados, mantenidos a distancia hasta que la madre iglesia consagrara la unión.
Otra cosa curiosa, quizás la más curiosa y la más bonita de todas, es el concepto popular de raza, sobre todo entre los estudiantes de Monterrey y en la jerga del norte del país. Raza se llaman entre sí los amigos, los grupos de amigos con intereses comunes, independientemente del color, apariencia o procedencia, del origen étnico y las características raciales. Es una forma coloquial de decir hola y dar la bienvenida, decir qué tal, mi gente, saludar a un grupo de personas con las que tienes confianza. En estos términos era corriente invitar, por ejemplo, a unos cuates, a unos buenos amigos a tomar o echarse, por ejemplo unas cervezas: vamos a echarnos unas cheves con la raza en la Nevería Roma.
La nevería era otra cosa curiosa. Una nevería en México era una heladería, y en las heladerías y farmacias se vendía y tomaba cerveza. Cerveza con su correspondiente botana o picadera (gratis).
Al decir de un improvisado lingüista y bromista, en el proceso de adaptación y aprendizaje el vocabulario de los criollos no pudo conservar intacta su personalidad: se transformó, se desgreñó, generó una especie de gramática de términos sintéticos, ambivalentes, con ciertas características anfibias que vaya usted a saber que significan. El léxico de los regiomontanos se le parecía a los dominicanos recién llegados un arroz con mango. Pero a poco tiempo de su llegada hablaban un poco en una jerga mixta, cruzada, entre dominicana y mejicana.
Frente a las adversidades y dificultades aprendieron a ponerse trucha para que no se los llevara la chingada ni la fregada, ni la tiznada ni el tren y mucho menos la verga. Uno no podía achicopalarse, no podía acobardarse en México, había que hacerle frente a las cosas a lo macho, a lo mero macho, valientemente, en serio o valientemente. Había que dejar salir el enojo cuando fuera necesario y decirle a un imprudente me vale verga. Me importa como quien dice un carajo. 
Si no te importa nada —o menos que nada una cosa— también puedes decir me vale pedo, porque te importa un pedo, aunque los pedos pueden ser importantes, sobre todo cuando alguien se los tira en un lugar cerrado.
A los prepotentes había que decirles bájate de güevos, cabrón, bájate los humos, modérate, tranquilízate, no seas presuntuoso. Si alguien te dice un disparate le puedes decir no mames güey, que significa que su idea es como quien dice descabellada. Si alguien habla a lo pendejo es porque lo que dice no tiene fundamentos reales. Si algo te cae de madre es porque tienes constancia de que es cierto, pero caer de madre también puede significar que alguien te gusta, aunque en Cuba quiere decir lo contrario. Pero estar hasta la madre lo dices cuando estás encabronado, harto de cualquier cosa. Si alguien está haciendo algo mal hecho puedes decirle que así no sale ni a madrazos. Y también puedes decir o por lo menos pensar que el pendejo no sabe ni madres de lo que hace. El pendejo te podría contestar ¿y cómo chingados le hago? Y si te pide ayuda le puedes responder: ¡ya! Agárrate otro pendejo. También existe la posibilidad, aunque sea remota, de que pueda mandarte a chingar a tu madre.
Si alguna vez quieres presumir de algo, darte importancia, preguntas con desenfado ¿cómo la ves desde ai?, qué te parece, cómo te quedó el ojo, forastero.



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1 comentario:

Guillermo Perez Montalvo (guipermo) dijo...

Ágil y amena, jocosa e interesante narrativa. He de confesar, Don Pedro, que desde que lo descubrí por estas mágicas redes sociales, quedé prendado de su estilo jovial...¡SALUD!