jueves, 27 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (1-12)

Memoria y desmemoria de Monterrey (1)
 27 de enero de 2020 | 


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Yo ruego a la diosa voluble y arbitraria que preside los destinos
 de los hombres, que vuelque sobre todos nosotros
los dones de su favor... Pero, por mucho que quiera
protegernos, nunca nos dará tanto como hemos tenido;
como perdemos ahora. Podrá colocarnos en las que la
imbecilidad o cortedad de vista de las gentes llama cumbres; pero nunca volverá a ponernos tan alto como hemos estado, porque nunca más, ¡ay, amigos!, seremos
estudiantes!...

Alejandro Pérez Lugín
La casa de la Troya 
(estudiantina)


Comenzaron a llegar en bandadas a partir de 1963 (el año aquel dichoso en que eligieron a Juan Bosch presidente de la República Dominicana), y en bandadas siguieron llegando por un tiempo. Llegaban como en racimo, en grupos de diez y quince y hasta cuarenta estudiantes, y seguirían llegando hasta ser más de cien. Un centenar de estudiantes dominicanos de todos los lugares del país, becados en su mayoría por la Corporación de Fomento Industrial, por el dichoso y visionario gobierno de Juan Bosch y Gaviño que Dios lo tenga en su gloria.
Llegaron jubilosos y en tropel, llenos de juventud, llenos de brío y grandes ilusiones a lo que resultó ser una tierra prometida: la surrealista y engañosamente apacible ciudad de Monterrey, sede del TEC. 
El Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores  de Monterrey (el ya famoso y prestigioso ITESM), atraía estudiantes de muchos estados de México y de varios países latinoamericanos, y había allí un poco de todo. Docenas de venezolanos, panameños y otros centroamericanos, unos pocos sudamericanos y unos cuantos haitianos. Los dominicanos hicieron liga desde el primer momento con los dos primeros, más parecidos en el habla y las costumbres que los circunspectos mesoamericanos. La amistad con los haitianos, especialmente en lo que respecta a Michael Roy, se convirtió en una hermandad.
Los dominicanos provenían de todos los estratos sociales y formaban un grupo heterogéneo, había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universitarios, que se ganaban el pan nuestro en empleos mal remunerados, sin esperanzas en un futuro mejor, y a los cuales la beca les cambió radicalmente la vida. Uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirse en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino, pero nunca dejaría ser músico. Otro, llamado Luis Arthur, dejaría de ser empleado público para convertirse también en ingeniero, pero nunca dejaría de ser Luis Arthur.
Unos pocos eran de clase holgada, otros de origen modesto, cuando no de origen humilde. Algunos eran avispados y tenían cierto aire mundanal, otros era más bien provincianos y algunos tenían todavía los cadillos pegados de las ropas y las greñas. Pero todos, sin excepción, tenían la inocencia y el asombro en los rostros, y sus ojos bailaban de alegría por la oportunidad que se les había presentado.
Se distinguieron desde el principio por bullosos, bacanosos, peleoneros, malapalabrosos, incluso indisciplinados, rebeldes, revoltosos. Se distinguieron, en pocas palabras, por lo que se distinguen los dominicanos, pero se distinguirían igualmente por ser buenos estudiantes. Algunos se distinguirían entre los mejores. Algunos, como el inolvidable Miguel  Gil Mejía y Dinápoles Sotobello se distinguirían entre los mejores y más prestigiosos estudiantes que alguna vez pasaron por el TEC.
El choque de los becarios con el medio no tardó en hacerse sentir. Chocaron primero con el clima que es un clima díscolo, inestable en invierno, con una temperatura que sube y baja a todas horas del día. Chocaron con la comida, que es picante y muy diferente a la dominicana. Chocaron con el idioma plagado de mejicanismos que tuvieron que aprender para comunicarse correctamente y no meter la pata. El día que un dominicano le pidió a una mejicana un chin de agua, la mejicana se ofendió. Había que pedir tantita agua, un poquito de agua y nunca un chin porque la palabra chin se parece a chingada y es bien fea en México, refea, por lo menos entre las personas refinadas, de las cuales había que cuidarse para no ofender oídos sensibles. Las personas más refinadas en algunos lugares de México no dicen nalgas y ni siquiera posaderas, y mucho menos culo como los españoles. A esa parte del cuerpo le llaman delicadamente «las de sentarse», ni siquiera sentaderas.
En Monterrey hay que agarrar y no coger el teléfono, agarrar y nunca coger a la izquierda o la derecha porque la palabra coger remite vulgarmente al acto sexual y no se usa entre personas decentes. Tampoco se podía coger la guagua y ni siquiera un taxi. En México se le llama camión a los autobuses y los dominicanos podían subirse en ellos pero nunca cogerlos. ¡Por el amor de Dios, qué salvajada!
Sin embargo, la primera vez que un dominicano le preguntó a un mejicano ¿qué vaina es esa?, el mejicano respondió ¿de qué chingados me hablas? Allí la palabra vaina solo tiene significado en cuanto vegetal y envoltura, y la palabra coño es desconocida, igual que la mayoría de los vulgarismos o indecentismos dominicanos. Se le podía decir y le decían impunemente lambefuiche o macañema a un mejicano y parecía cosa graciosa, a menos que no se le explicara el significado. Pero no le fueras a decir pendejo en cierto contexto porque se encojonaba o encabronaba en el sentido en que la gente se encabrona en México y te podía responder de mala manera. En cambio se le podía decir a una muchacha ¡mira nomás que cuero de vieja! y no se ofendía. Le estabas diciendo que era bonita y joven.
En la medida en que fueron relacionándose con el medio, en la mente de los becarios fueron desvaneciéndose mitos, ideas, imágenes falsas y preconcebidas de la ciudad y del país al que habían llegado. Descubrieron con asombro que para los mejicanos los dominicanos cantan al hablar y no al revés, como nos parece a nosotros, descubrieron que en realidad cada manera de hablar y cada pueblo tiene su música propia.
Descubrieron que no podían limpiarse los zapatos con un limpiabotas. Que en México le dicen bolero a la persona que limpia calzados y por eso se llama así aquella famosa película de Cantinflas: El bolero de Raquel. Descubrieron, por supuesto, que la mayoría de la gente no anda con sombreros grandes como en el cine y que no todos llevan pistolas ni el tequila es famoso en todas las gargantas.
Descubrieron, en fin, que para adaptarse al ambiente cultural tenían que dominar un amplio léxico de modismos y regionalismos como quizás no tiene ningún otro país de América Latina. Había que tirarse al ruedo. Había que familiarizarse con una retahíla de palabras que en México tiene un significado a veces desconcertante. Ya no la mames, güey. Bájale de güevos, cabrón.
Había que descifrar y aprender a conjugar en todos sus tiempos los infinitos misterios, significados y significantes del verbo chingar, los sentidos y sinsentidos recónditos de la palabra chingada, que el chingón de Carlos Fuentes o quizás Octavio Paz había ejemplificado a nivel erudito hacía ya un chingo de años.
Había que dominar, definitivamente, esa palabra mágica que abre todas las puertas, el código enigma de la palabra chingada y sus derivados, sin los cuales no es posible remotamente ser mejicano ni entenderse con uno.





Memoria y desmemoria de Monterrey (2)
3 de febrero de 2020 

El problema de comunicación entre dominicanos y mejicanos era de doble vía. Los dominicanos no entendían el significado de ciertas expresiones mejicanas y los mejicanos a veces no entendían una palabra, una sola palabra de lo que decían los dominicanos. No es que no entendieran el significado, es que no entendían el sonido de las palabras, el modo aspirado y guillotinado del habla de los dominicanos, la forma hambrienta de comerse las palabras y decir, por ejemplo: “Tato no ta qui” en lugar de “Tato no está aquí”.
Uno de los estudiantes, llamado Caonabito, era particularmente difícil de entender, incluso entre los mismos dominicanos. La estructura de una oración en la gramática castellana consta de ocho elementos, si acaso no han agregado o quitado alguno, y reciben el nombre de sustantivo, verbo, adjetivo, pronombre, conjunciones, preposiciones, adverbio y articulo. Caonabito era la única persona que podía aglutinarlos todos, pronunciarlos o tratar de pronunciarlos en un solo golpe de voz. Los mejicanos tenían que ponerse trucha para hablar con él, poner mucha atención para desentrañar el sonido de sus palabras y captar el sentido. En general tenía que repetir dos o tres veces lo mismo para que el interlocutor pudiera, con más intuición que tímpano, adivinar su pensamiento. Los dominicanos dicen “qué” y dicen “cómo” cuando no entienden algo, pero los mejicanos dicen “mande” o “mande usted”, y cuando hablaban con Caonabito no cesaban de repetir “mande, mande, mande usted”.
Paradójicamente, la forma de hablar de los dominicanos tenía ocasionalmente un efecto colateral: le alborotaba el hormonamen a algunas chicas. Se engranujaban al escucharlos por primera vez y decían con emoción ¡qué padre hablan!, qué bonito hablan. También se sentían fascinadas por el pelo chino, el pelo crespo, rizado, el llamado pelo malo de los dominicanos, y se morían a veces de ganas de ponerles las manos en la cabeza y mesarles los cabellos.
Y los dominicanos, claro está, ya sabían que lo cortés no quita lo valiente y bajaban servilmente la cabeza, se dejaban mesar los cabellos, la recia crin, acariciar la pelambre, lo que usted quiera, señorita, hágale nomás que es usted dueña.
Ciertos gustos y ciertas cosas estaban, pues, como al revés en Monterrey, o resultaban simplemente curiosas, empezando por él gentilicio: el gentilicio de los habitantes de Monterrey no es monterreyano, como podría pensarse, sino regiomontano, como si estuviera exactamente invertido. En la aristocrática Plaza de la Purísima era costumbre que las muchachas pasearan en un sentido y los muchachos en otro. Las chicas serias no se montaban en taxi, viajaban sólo en camión, en autobús. Una novia seria no te dejaba montar en su automóvil. A la mamá le decían mi jefa, a la noviecita le decían mi vieja. El matrimonio civil precedía al matrimonio religioso que tenía lugar una o dos semanas después y mientras tanto los recién casados seguían viviendo en sus respectivas, casas, separados, vigilados, mantenidos a distancia hasta que la madre iglesia consagrara la unión.
Otra cosa curiosa, quizás la más curiosa y la más bonita de todas, es el concepto popular de raza, sobre todo entre los estudiantes de Monterrey y en la jerga del norte del país. Raza se llaman entre sí los amigos, los grupos de amigos con intereses comunes, independientemente del color, apariencia o procedencia, del origen étnico y las características raciales. Es una forma coloquial de decir hola y dar la bienvenida, decir qué tal, mi gente, saludar a un grupo de personas con las que tienes confianza. En estos términos era corriente invitar, por ejemplo, a unos cuates, a unos buenos amigos a tomar o echarse, por ejemplo unas cervezas: vamos a echarnos unas cheves con la raza en la Nevería Roma.
La nevería era otra cosa curiosa. Una nevería en México era una heladería, y en las heladerías y farmacias se vendía y tomaba cerveza. Cerveza con su correspondiente botana o picadera (gratis).
Al decir de un improvisado lingüista y bromista, en el proceso de adaptación y aprendizaje el vocabulario de los criollos no pudo conservar intacta su personalidad: se transformó, se desgreñó, generó una especie de gramática de términos sintéticos, ambivalentes, con ciertas características anfibias que vaya usted a saber que significan. El léxico de los regiomontanos se le parecía a los dominicanos recién llegados un arroz con mango. Pero a poco tiempo de su llegada hablaban un poco en una jerga mixta, cruzada, entre dominicana y mejicana.
Frente a las adversidades y dificultades aprendieron a ponerse trucha para que no se los llevara la chingada ni la fregada, ni la tiznada ni el tren y mucho menos la verga. Uno no podía achicopalarse, no podía acobardarse en México, había que hacerle frente a las cosas a lo macho, a lo mero macho, valientemente, en serio o valientemente. Había que dejar salir el enojo cuando fuera necesario y decirle a un imprudente me vale verga. Me importa como quien dice un carajo.
Si no te importa nada —o menos que nada una cosa— también puedes decir me vale pedo, porque te importa un pedo, aunque los pedos pueden ser importantes, sobre todo cuando alguien se los tira en un lugar cerrado.
A los prepotentes había que decirles bájate de güevos, cabrón, bájate los humos, modérate, tranquilízate, no seas presuntuoso. Si alguien te dice un disparate le puedes decir no mames güey, que significa que su idea es como quien dice descabellada. Si alguien habla a lo pendejo es porque lo que dice no tiene fundamentos reales. Si algo te cae de madre es porque tienes constancia de que es cierto, pero caer de madre también puede significar que alguien te gusta, aunque en Cuba quiere decir lo contrario. Pero estar hasta la madre lo dices cuando estás encabronado, harto de cualquier cosa. Si alguien está haciendo algo mal hecho puedes decirle que así no sale ni a madrazos. Y también puedes decir o por lo menos pensar que el pendejo no sabe ni madres de lo que hace. El pendejo te podría contestar ¿y cómo chingados le hago? Y si te pide ayuda le puedes responder: ¡ya! Agárrate otro pendejo. También existe la posibilidad, aunque sea remota, de que pueda mandarte a chingar a tu madre.
Si alguna vez quieres presumir de algo, darte importancia, preguntas con desenfado ¿cómo la ves desde ai?, qué te parece, cómo te quedó el ojo, forastero.



Memoria y desmemoria de Monterrey (3)
10 de febrero de 2020 

Con toda candidez, sin imaginar siquiera la poca flexibilidad de los reglamentos, durante el primer semestre de su estadía en Monterrey la mayoría de los dominicanos se hospedaron en las residencias del internado del Tecnológico y muy pronto tuvieron motivos para arrepentirse. Desde el principio se vieron sometidos a una insobornable disciplina que establecía y establece que ni siquiera en sábados y domingos podían estar fuera después de la una de la mañana sin un permiso especial. La violación de esta regla acarreaba un reporte de parte del encargado del edificio y ocho reportes eran suficientes para motivar la expulsión. Eso no disuadió por completo a los becarios. Algunos se saltaron las reglas y llegaron tarde un par de veces. Cuando fueron intimados por el prefecto a identificarse, dieron los nombres de conocidos peloteros de aquella época: Juan Marichal, Felipe Rojas Alou, Alonzo Perry. Otro dijo llamarse Rodrigo de Triana. Sin embargo, el gracioso recurso, o lo que parecía gracioso a los estudiantes, no obtuvo buenos resultados. El Jefe de residencia llamó a capítulo a inocentes y culpables, pronunció un largo discurso de género admonitorio y después de muchos rodeos concedió el perdón condicional a condición de que no volviera a suceder, muchachos. Traducido en buen cristiano, el significado redondo de sus palabras se resumía en una seria advertencia: vayan por la sombrita.
Aparte de la disciplina monacal, los dominicanos tuvieron que enfrentar algunos de los típicos abusos que sufren en general los novatos en muchas instituciones. En México había entonces dos centros de estudios de prestigio conocidos por sus novatadas, si acaso no es mejor decir salvajadas. Uno de ellos era la escuela Agraria Antonio Narro (donde estudiaban unos veinte criollos), que tenía su sede en la casi ciudad de Saltillo, a poca distancia de Monterrey. El otro, el peor de los dos, dedicado igualmente a estudios agrarios, era el de Chapingo, en el Distrito Federal.
En esos lugares los novatos tenían que pelear como quien dice por sus vidas. Lo menos que podía pasarle era que los arrojaran a la piscina a las dos de la madrugada en invierno, que los pelaran al rape o que los encueraran y les dieran una refriega de miel de abeja o melaza y lo vistieran o decoraran con abundantes plumas de gallina o relleno de almohada a falta de plumas.
En el Tecnológico de Monterrey las novatadas se reducían a una pálida copia de las de esos centros de estudios, pero no dejaban de ser pesadas y los dominicanos no las iban a aceptar pasivamente: decidieron que de ninguna manera iban a ser tratados como novatos o pinos nuevos. De su parte tenían la superioridad numérica y un espíritu de grupo que nunca los abandonó durante su estadía. La primera vez que a uno de ellos se le hizo una novatada, organizaron una reunión relámpago que estudió el problema y salieron a la luz soluciones radicales. Como el prefecto estaba de alguna manera confabulado con los grupos de veteranos que se divertían a costilla de los novatos y algunas veces facilitaba las llaves de las habitaciones para permitir las incursiones nocturnas, decidieron hacerle una visita que no era de cortesía. Se le aparecieron en su oficina, maquillados con las caras más agresivas que tenían y le advirtieron que cualquier novatada que sufriera un hijo de la patria de Duarte se la cobrarían con creces a su persona.
Al término del primer semestre se produjo una estampida y el internado prácticamente se quedó huérfano de dominicanos. Estos se dispersaron por los alrededores del Tecnológico, se alojaron en pensiones o casas de alquiler. A partir de entonces comenzaron a definirse ciertos perfiles sociales  en base al grado de amistad y afinidades, y surgieron los diferentes grupos que darían a toda la comunidad unas características inconfundibles. Con los grupos surgieron los nombres y sobrenombres de los grupos, que fueron otorgados con picardía y malicia, y que definían en general, con cierto acierto, las cualidades más sobresalientes de sus miembros. A Los jurones, por ejemplo, se les llamaba así por su obstinación en no dejarse ver, debido a su dedicación al estudio. Pero no eran los únicos. Era algo que tenían en común con otros grupos como Los hormigas y sobre todo con Los macheteros, que no se dedicaban a cortar caña. Machetero, en México,  se le  llama a una persona trabajadora, estudiosa. Los macheteros estudiaban con despiadada vehemencia y eran tranquilos y diurnos.
Los integrantes de la raza también eran conocidos por el lugar donde habitaban. Los que vivían en unas populares residencias estudiantiles que tenían por nombre La silla eran llamados silleros.
Algunos de los más serios vivían en un conjunto de edificios llamado Los grises, un nombre que no correspondía a la brillantez intelectual de sus habitantes y nadie les decía griseros. El grupo más visible, físicamente visible, vivía en el segundo piso de un apartamento con grandes ventanas y una enorme vidriera al que todos llamaban La pecera. Allí no se podía estar ni siquiera en la cocina en calzoncillos sin que se viera desde la calle.
Algunos miembros de la comunidad eran conocidos por motes o sobrenombres que no tenían que ver con la dedicación al estudio. Al inolvidable Patico, por ejemplo, le decían así porque era un poco pando o pandeado, culipandeado, curvado un poco por detrás y un poco por delante. Al verlo venir decían: pando alante, pando atrás, camino del Tec, ¡quién será?
A Boquetrueno lo llamaban de esa manera por su parecido con Jupiter tonante. Hablaba como soltando truenos, rompiendo tímpanos, como si tuviera un megáfono, un equipo radiofónico entre pecho y espalda.
A Caonabito le decían El trípode por razones que es mejor no aclarar.
Había una pareja de enamorados que no se separaban (ni se separan todavía más de lo indispensable), a la que llamaban Los pelotitos porque se traían y se traen locos de amor o pelotitos (como se decía en Monterrey), como pelota de goma el uno a la otra, rebotando de amor el uno contra la otra y viceversa.
Los llamados Allantímetros o Apantallímetros formaban una especie aparte. Derivaban los nombres del verbo allantar (de las voces allante y allantoso que recoge la Academia Dominicana de la Lengua en el año 2013), y del chilangónimo o mexiquense apantallar. Significa allantoso o apantalloso. Alguien que se destaca en el arte difícil de impresionar o hacer creer una mentira, exagerando hechos que pueden ser reales o no, fanfarroneando, privando por lo general en fruta exótica.
El único grupo al que se le conocían tendencias radicales era el de Los patriotas y estaba radicado en la Colonia Roma, con excepción de Camilo, que era el más genuino y perseverante de todos y vivía como quien dice en la clandestinidad. Camilo era un nostálgico intransigente, evocaba el terruño en todas las ocasiones y circunstancias que se le presentaban y no perdía oportunidad de rendirle culto a la Patria bienamada, venerada, adoraba. Todo lo que había de bueno en México, era mejor en el país natal.  «Lo único que este país le lleva a Santo Domingo —solía decir con profunda convicción— es un poquito de tierra”.  Casi apenas dos milloncitos de kilómetros cuadrados.
De él decían, medio en serio y en broma, que tenía una bandera en cada pared de su cuarto, que tenía una colección de retratos de los padres de la patria en una especie de altar y que cantaba el himno nacional al acostarse y al levantarse. El amor a la patria también lo demostraba estudiando a conciencia. Se graduó patrióticamente con honores de Ingeniería mecánica y seguramente combina todavía el ejercicio de la profesión con el ejercicio del patriotismo.

Memoria y desmemoria de Monterrey (4)
17 de febrero de 2020 

Al cabo de unos cuantos meses, algunos de los becados dominicanos se sabían la ciudad de memoria y todos llegarían a conocerla bien, aunque muy pocos en su intimidad. El conocimiento de sus partes íntimas pertenecía al dominio de los iniciados, que eran muy pocos. Una especie de secta.
Monterrey no era una ciudad bonita y muchos no se encontraban a gusto, algunos la odiaban, simplemente la odiaban, otros la querían con pena y otros la amaban, simplemente la amaban. Otros echábamos de menos muchas cosas, no había ríos ni playas, estaba en medio de un paraje semidesértico, cuando no hacía frío hacía calor, los autobuses estaba sucios y en malas condiciones, llovía en ocasiones sin misericordia y algunas calles del centro de la ciudad se inundaban y las aguas arrastraban los automóviles. Sin embargo, a pesar de todo (de alguna manera quizás indefinible), era una ciudad acogedora, con mucha vida y mucho movimiento, mucha gente simpática, muchos cines, muchas fiestas, muchos cabarets, numerosos puticlubs llamados congales y un discreto numero de actividades culturales en las que alguna vez estuvo incluida la presentación del Ballet Bolshoi
Había, sobre todo, en cantidades industriales, muchas mujeres bonitas, las mujeres con las piernas mas bonitas del mundo. A uno le faltaban ojos, le parecía oír música cuando iba a la Plaza de la Purísima para ver pasar a las muchachas en dirección contraria, como era de rigor en esa plaza. Música para ver pasar a las muchachas como decía una famosa melodía que estaba  muy de moda en esa época.
En Monterrey, algunos encontraron al amor de su vida, la media naranja o sandía, se casaron, regresaron con sus esposas al país o se quedaron en Monterrey y otras ciudades, algunos siguen felizmente casados o simplemente casados, encontraron la felicidad o lo que más se parece a la felicidad.
Con otros pasó lo mismo que en la canción de Gardel y Lepera:
Hoy un juramento / mañana una traición / amores de estudiante / flores de un día son.
En algunos casos, simplemente no cuajaron los frutos y se cansó el amor de tanto esperar, como dice otra canción, o quizás simplemente se aburrió o terminó la relación a puros rabazos.
El amor por los libros sí parece haber sido una constante en el grupo, aunque tampoco fue en toda ocasión correspondido. A una mayoría le fue bien en los estudios, los mejores se convirtieron en profesionales de prestigio, su gran amor fueron los libros.
Dinápoles, por ejemplo, era un machetero incorregible, un estudioso a tiempo completo que no desdeñaba, sin embargo, echar de vez en cuando una canita al aire cuando el cuerpo se lo pedía, aunque en esa época no tenía canas. Decían que no era raro encontrarlo en un cine, aprovechando el intermedio para darle una repasadita  a cualquier materia, que lo habían visto más de una vez macheteando, estudiando  en el cine Juárez y en el Elizondo, que incluso cuando iba a misa llevaba un libro de estudios, si no era acaso el misal o un invento o una calumnia del narrador.
El inestimable Gil Mejía, su compueblano, condiscípulo y amigo, un hombre que no era capaz de levantar falsos testimonios, juraba que una vez Dinápoles hizo un problema siete veces porque la respuesta le daba 5.2178539, mientras que la del libro era 5.2178538 (el error, sí es que alguien se atreve a llamarlo así, era más pequeño que una millonésima de cualquier cosa).
El mismo Gil Mejía contaba que la tesis de grado de Dinápoles, “Filosofía de la Matemáticas”, presentó un problema de carácter irresoluble: no se encontró un matemático con suficientes conocimientos de filosofía, ni un filósofo con suficiente conocimiento de matemáticas que pudiera valorar objetivamente el trabajo. Alguien dijo, o quizás se inventó, que tuvo que ser nombrada una comisión para estudiar el asunto y que sus miembros necesitaron de una buena ración de aspirinas. En fin, nunca se ha podido saber hasta que punto los sabios de la comisión lograron desentrañar el misterio de aquel agujero negro, el insondable enigma filosófico y matemático. Lo cierto es que todos se pusieron de acuerdo para otorgarle a Dinápoles un sobresaliente y felicitarlo efusivamente por su brillante tesis. Una tesis de la chingada (en el buen sentido de la palabra), dicen que dijo alguien.
En el Tec recordarían con cariño y admiración a Dinapoles como un monstruo que dejó una estela de notas e ideas brillantes a su paso. Pero junto a Dinápoles se destacaba todo un grupo de macheteros que hizo historia académica. Entre ellos, si la memoria infiel no me traiciona, Gil Mejía, Michael Roy, Ramón Bonilla, Frank Villalba, Franklin Viloria…
Lo de Gil Mejía es especial. Él fue, académicamente, el  más notable y notorio del grupo. Sobresalió como estudiante, como profesional, como profesor y como liceísta. Sobresalió por su extraordinaria vocación de servicio. Desde su época de estudiante y tal vez antes había asumido el compromiso de servir, de ser útil a los demás. La beca que recibió del gobierno de Juan Bosch para estudiar en el Tec le permitió adquirir una notable formación, pero no colmó sus aspiraciones. Luchó a brazo partido para que otros tuvieran la misma oportunidad, la oportunidad de estudiar como él en una institución académica de primer orden, para preservar los vínculos con su Alma Máter y con sus compañeros de estudios. Con este propósito fundó, o fundó junto a otros, en el año 2005, la asociación de Dominicanos exatec, que convertiría en una especie de fundación con el propósito de recaudar fondos para becas. La iniciativa ha permitido a casi cien estudiantes cursar una carrera en el Tec. Por esa tesonera labor, por sus labores de filantropía y de beneficio a la comunidad, la prestigiosa academia le otorgó el Premio Alma Máter en 2006, 2007, 2009, 2011 y 2014.
Su participación como ejecutivo del equipo de béisbol de Los tigres del Licey no fue menos importante en su vida, una vida plena, dedicada a múltiples actividades,
(incluyendo el deporte), en las que cosechó merecidos reconocimientos.
Gil Mejía fue pionero de la informática en el país. Junto a Michael Roy fundó el Centro de cómputos  (que hoy lleva su nombre) de la Universidad Católica  Madre y Maestra. El Centro de Tecnología de la Información de esa institución se honra  también con su nombre.
Recuerdo, con tristeza, que lo fui a despedir a la funeraria el día 1 de octubre de 2016 y me junté con Dinápoles frente al ataúd. Recuerdo que había encima un ramo de flores y  una gorra del Licey. Todo un fino detalle con el que la viuda y sus hijos rendían tributo a uno de los grandes amores de Miguel Gil Mejía.
Recuerdo que el dolorido Dinápoles, su compueblano, su condiscípulo y amigo, dijo entonces unas palabras, unas «palabras aladas» que me sobrecogieron por su resonancia:
—¡Un gran hombre!


Memoria y desmemoria de Monterrey (5)
24 de febrero de 2020 

La inteligencia de Gil Mejía hacía juego con su extraordinario don de gente y su facilidad para establecer relaciones y darse a conocer y querer. Un don natural de líder: alguien que influía positivamente en los demás, que tomaba siempre la iniciativa a la hora de promover o llevar a cabo un proyecto, que persistía como nadie y con más entusiasmo que nadie en la consecución de su metas, alguien que destacaba —entre muchas otras cosas—, por su capacidad de agrupar y organizar personas para la realización de obras de interés común. Sus atributos personales eran muchos y relevantes: honradez acrisolada, disciplina, enorme capacidad de trabajo, inteligencia brillante.
Cuenta  Dinápoles (en unos escritos que llegaron providencialmente a manos del narrador) que cuando cursaba la asignatura de programación, en el Tec se utilizaba el casi primitivo lenguaje Fortran, en base a  tarjetas perforadas que eran procesadas por una computadora central de gran tamaño. El enorme aparato tenía, sin embargo, poca memoria, mucho menos que el de una portátil moderna y tardaba una eternidad para procesar los datos.  Los estudiantes hacían largas filas para depositar los paquetes de tarjetas perforadas en la ventanilla del Centro de Cómputos y luego tenían que esperar varios días para que se les entregaran los resultados, corregir eventuales errores y volver a repetir la operación si era necesario.
El Centro de Cómputos era, de muchas maneras, un santuario al que sólo podía acceder personal autorizado, pero cuando llegó Gil Mejía las cosas empezaron a cambiar. Gil Mejía no sólo se distinguió entre los estudiantes, sino que también se hizo amigo de los celosos operadores del Centro. Al poco tiempo lo aceptaron como colaborador, luego empezó a participar activamente en el proceso técnico y finalmente se mostró capaz de operar la computadora. Se ganó a tal punto la confianza del personal que le fue entregada, o más bien concedida, una llave del reservado recinto.
En cualquier actividad o agrupación en que  estuviera involucrado, Gil Mejía tendía a convertirse, de manera espontánea, en una figura destacada. De hecho, fue dirigente hasta del equipo de béisbol dominicano del TEC, en el cual imponía orden y disciplina a la tropa alegre y rebelde que se aquietaba bajo su mando. En Monterrey, estaba presente en todos los eventos, era indispensable a la hora de enfrentar y resolver cualquier problema que afectara a la raza, a la comunidad de estudiantes dominicanos.
Era, como quien dice, un personaje polivalente, que irradiaba sus afectos con generosidad, pero sin incurrir en el derroche. Tenía, eso sí, un carácter poliédrico, matemáticamente imprevisible, que no siempre sabía administrar sabiamente. Podía ser manso y tímido como un cordero, cordial y afable, podía hacer chistes sin sonrojarse, podía ser ocurrente, travieso, reírse de buena gana y aceptar y hacer travesuras, pero si perdía la paciencia era mejor quitarse del medio.
Tenia, además, una lengua afilada, de la cual era prudente mantenerse a distancia: «Ese fulano —dijo una vez de alguien en son de chanza— es tan tacaño que nunca me ha invitado a nada, ni siquiera a tomarme un tequila reciclado o a comerme un taco después de la fecha de vencimiento».
Dinápoles confiesa que durante los años que compartió un apartamento con Gill Mejía y otros dos compañeros en el glamoroso edificio Montemayor, la convivencia con él no era siempre color de rosa, no era siempre fácil de sobrellevar, pero siempre se podía estar seguro de su afecto, siempre se podía contar con él. Gil Mejía aplicaba y se aplicaba una especie de disciplina militar, sabía cómo darle el frente a cualquier situación de emergencia. Durante los meses de la guerra de abril de 1965, cuando el dinero de las becas dejó de llegar, impuso (o más bien hubo que imponer) un régimen alimenticio de extrema austeridad. Tortillas con sal en el desayuno, comida y cena. Tortillas de maíz, no de huevos. El apartamento parecía un monasterio o un cuartel. O quizás ambas cosas.
Dice el ecuménico Dinápoles que la diferencia entre él y Gil Mejía era parecida a la de las hermanas Marta y María de Betania, dos personajes bíblicos que aparecen y desaparecen en el Evangelio de Lucas (20:38-42). Uno de ellos tenía los pies sobre la tierra y el otro levitaba. Dicho de otra manera, uno era un guardia y el otro un monje franciscano. Los otros dos, llamados Michael y Gustavo, podían ser considerados novicios o reclutas.
Otra cosa que distinguía a Gil Mejía, al menos en sus mejores momentos, era su gran sentido del humor y su afición por las bromas, el humor travieso de un bromista incorregible que sabía planificar al detalle todo lo que se proponía. Ese humor que Dinápoles llama «contrapeso amortiguador de sus ímpetus temperamentales».
El mismo Dinápoles cuenta que una vez Gil Mejía se confabuló con Michael y Gustavo para tenderle a él una trampa de la que se libró accidentalmente, y el que cayó fue uno de los compinches.
Fue algo que ocurrió en el apartamento, a puerta cerrada, pero se filtró entre los estudiantes y ganó merecida fama. En el apartamento todos tenían por costumbre estudiar hasta altas horas de la noche, hasta que el sueño los vencía, y en una ocasión Gil Mejía propuso, un poco como al descuido, una extraña apuesta, un maratón de resistencia al sueño que fue aceptado por unanimidad, tanto por los lobos como por la oveja. Se estableció que el primero que se durmiera tendría que pagar a los demás cena, cine y cervezas el siguiente fin de semana y se procedió de inmediato a colar café, un café bien fuerte, para aumentar la resistencia al sueño.
Mas que de una broma, Dinápoles era víctima de un complot. En el café que tomó, alguien había depositado un componente exótico: una pastilla para dormir, un somnífero que Dinápoles ingirió inocentemente. Al poco rato estaba cabeceando sin entender por qué, se le cerraban los ojos, le pesaban los párpados, se le encogían las bolsas, casimente  no podía tenerse en pie. Pero de alguna manera se sobrepuso al trance. Fue varias veces al baño a lavarse la cara, mientras los demás se morían en secreto de la risa, salió al balcón a tomar aire, empezó a dar unos brinquitos de canguro, se pellizcaba los cachetes y se miraba al espejo para espantar el sueño, puso en juego toda su fuerza de voluntad y recuperó la lucidez y logró vencerlos a todos a pesar del somnífero.
Cuando Gil Mejía advirtió que Dinápoles no caía, empezó a temer por sí mismo y eligió una nueva víctima. Alevosamente le tendió una celada a Michael, quien fue el perdedor de la apuesta.
Gil Mejía lo cuenta con lujo de detalles en un documento que cayó en poder del narrador y será dado a conocer oportunamente. El somnífero, dice Gil Mejía, no lo pusieron en el café sino en el cereal con leche con que Dinápoles acostumbraba cenar. Hay quien afirma que lo tomaba batido y en biberón, pero esto podría ser una mentira o una calumnia del narrador.

Memoria y desmemoria de Monterrey (6)
 2 de marzo de 2020 

Dinápoles era y sigue siendo un personaje fuera de serie, único en su especie. El día que nació se rompió el molde y ya no hacen gente como él. Un auténtico cristiano, un inmejorable ser humano, que inspira cariño y ternura como un osito de peluche, un excelente matemático con una vena lírica y traviesa, un cordero de Dios que no quita los pecados del mundo (y que además los comete o cometía de vez en cuando). Un cordero que compartía un apartamento con tres lobos nada feroces, pero igualmente traviesos.
Las bromas eran, pues, habituales en aquel apartamento del Edificio Montemayor, pero la que le hicieron a Dinápoles hizo historia porque el tiro salió por la culata. Los que fueron por lana, la lana del ovejuno Dinápoles, salieron metafóricamente trasquilados.
La versión de Gil Mejía coincide con la de Dinápoles casi por completo, pero difiere en algunos aspectos y tiene un mayor lujo de detalle.Todo comenzó con una de tantas apuestas, un sábado por la noche, mientras estaban reunidos para cenar.
—Aquella apuesta —cuenta Gil Mejía—la hicimos Dinápoles,
Michael, Gustavo y yo una noche: el que primero se acostara perdía y el siguiente sábado tenía que pagarle a todos los demás una noche de cine, cena, cervezas, transporte y todo lo que viniera como consecuencia de las cervezas.
Hasta ese punto todo era legal y parejo, pero como Dinápoles era generalmente el que más aguantaba estudiando y el último en dormirse, los demás se confabularon en su contra. Gil Mejía se cura en salud y atribuye la iniciativa a Michael y Gustavo:
Michael era un conspirador impenitente —dice Gil Mejía— y Gustavo también. Pero además, por las venas de Gustavo corre a raudales sangre española que –según Gil Mejía— no es cosa buena. El hecho es que ambos plantearon que la persona a la que debían doblegar era Dinápoles y lo invitaron a Gil Mejía a unirse a una conspiración, una trampa, un ardid para hacerlo caer y poder irse todos a dormir temprano. Gil Mejía cuenta que se unió gustoso a la conspiración y que participó alevosamente en la compra de un fuerte somnífero en la farmacia Benavides o en la San Rafael. Lo disolvieron en un plato de Corn Flakes, invitaron a Dinápoles a darse un banquete para “coger fuerzas” y Dinapoles cayó en la trampa. Al poco rato cambió de lugar, salió de su cuarto y se sentó en la mesa del comedor. Fue al baño y metió la cabeza en el chorro del lavamanos, no se explicaba lo que estaba sucediendo, pero tampoco sospechaba nada. En lugar de estudiar, se puso a hacer un reporte de laboratorio. El tiempo seguía pasando y Dinápoles no caía. A eso de las dos y media Gil Mejía ya no podía con su cuerpo y organizó un plan alterno. De alguna manera calculó que a Gustavo no podría engatusarlo y escogió a Michael como víctima.
—Lo llamé —dice Gil Mejía— para que viera algo desde el balcón (etapa a), luego lo acompañé a su cuarto a conversar y me senté en su silla, así él tendría que sentarse en su cama (etapa b), luego se recostó un poco (etapa c), después dejé de hablar por un rato (etapa d) y al poco rato ya tenía a mi presa en brazos de Morfeo. Dinápoles, Gustavo y yo levantamos un acta de la caída de Michael. Cuando le conté a Dinápoles lo que le habíamos hecho, se rió muchísimo, pero tampoco podía hacer otra cosa, ni siquiera protestar porque no tenía fuerzas para hacerlo. Michael pagó la apuesta, pero no tuvo que gastar mucho pues nos portamos bien la noche que salimos y volvimos temprano a la casa.
Unos años años después, Gil Mejía regresaría de Monterrey a Santo Domingo coronado de gloria académica, con un flamante título de ingeniero y en compañía de una flamante esposa y dos preciosos niños… Pero eran todos ajenos. Ni la esposa ni los hijos eran suyos. Pertenecían a otro egresado del Tec a quien llamaban el Fraile. Gil Mejía cuenta esa historia en sus escritos y advierte que se trata de una “joya personal”, una anécdota que, aparte de su familia, pocas personas conocen.
Al Fraile le decían así porque había pasado unos años en el seminario y hubiera podido llegar a ser papa o por lo menos cardenal, pero desistió del empeño, colgó los hábitos (aunque no necesariamente todos) y se fue con una beca a estudiar ingeniería a Monterrey, donde se destacó como excelente estudiante. También tuvo la suerte de conocer a una hermosa güera mejicana, parecida a Renée Zellweger, con la que se casó y sigue casado. Recuerdo que tomé unas fotos a su primer hijo, cuando era un bebé de pocas palabras y ni siquiera me dirigió el saludo.
Cuando nació el segundo hijo —según cuenta Gil Mejía en sus escritos— el Fraile había regresado al país y tenía compromisos de trabajo, pero se las arregló para estar en Monterrey por unos días y asistir al nacimiento de la criatura. Unos meses después, cuando la madre y y sus hijos se preparaban para venir a Santo Domingo, ocurrió algo providencial. El viaje coincidía con el retorno triunfal de Gil Mejía, y desde luego, de inmediato le pidieron que por favor los acompañara y asistiera durante el vuelo al país. Gil Mejía aceptó, por supuesto, y estaba por demás encantado.
El aeropuerto de Santo Domingo era en esa época un cuchitril y los pasajeros descendían del avión a la pista y tenían que caminar hacia la terminal bajo el sol o la lluvia. En la terminal había unas grandes vidrieras desde donde se podía observar todos los detalles del desembarco y allí esperaba, con gran alborozo y contento, la familia de Gil Mejía. La esposa del Fraile cargaba a su bebé en los brazos y Gil Mejía, a su lado, llevaba de la mano a su niño de dos años. Es posible que la familia de Gil Mejía pegara entonces un doble grito de júbilo. Volvía graduado, con una linda esposa y dos niños preciosos. Todo se aclararía después de pasar por los engorrosos trámites de aduana, pero la alegría siguió siendo la misma. Casi la misma. Los familiares de Gil Mejía dispensaron todo tipo de gentilezas a la joven mujer y los niños y les brindaron alojamiento en su propia casa durante unas horas, hasta que el Fraile vino a buscarlos desde Santiago, rebosando felicidad por todos los poros.
Poco tiempo después Gil Mejía conseguiría trabajo en la UASD, la universidad estatal, al igual que Dinápoles y otros. Allí se aplicó en cuerpo y alma, como sólo él podía hacerlo, a organizar o fundar el Centro de Cómputos, a imponer un orden y disciplina que en poco tiempo comenzaron a dar frutos, pero también a despertar envidias y recelos. El llamado Partido Comunista de la República Dominicana, el infame PACOREDO (el mismo en el que militó Danilo Medina) lo acusó de ser agente de la CIA o de la AID y eso fue el principio del fin. Gil Mejía se enfrentó a las calumnias con valentía, y con apoyo de Hamlet Hermann, pero al poco tiempo se vió precisado, junto a otros de los mejores egresados del Tec, a emigrar a la Universidad Católica Madre y Maestra…

Memoria y desmemoria de Monterrey (7)
9 de marzo de 2020 




Era difícil encontrar entre los dominicanos  de Monterrey alguien parecido a Juanín, un estudiante de economía que en realidad era estudiante de todo lo que estuviera a su alcance, un tipo especial, con una curiosidad y un afán de conocimiento insaciables, un enamorado de las ciencias políticas. Juanín era como una esponja, era una esponja, absorbía los conocimientos del medio que lo rodeaba como por contacto. Dicen que todo se lo aprendía sin darse cuenta, desde los nombres de las calles hasta los números de las casas. Pero esto puede ser una exageración.
Lo cierto es que no había otro personaje tan folclórico y arquetípico como él. No había otro igual, era único en su especie. Irrepetible, al igual que Dinápoles y Caonabito. En cambio los habitantes de la pecera, los llamados Jurones, se parecían un poco los unos a los otros. Felito y el Fraile se parecían y llegaron a ser cuñados. Alguien que se llamaba Hugo y otro que se llamaba Miguel Ángel se parecían.
Dicen que Juanín apareció una mañana en el Tec, justo el día de las inscripciones, sin haber tenido tiempo de buscar alojamiento. Llevaba una maleta al hombro, y por la maleta y por su indumentaria llamó de inmediato la atención. Vestía —según se afirma—con un pantalón rojo y una camisa amarilla. Una vestimenta llamativa que imprimía color y una notoria distinción a su imagen. Sus paisanos lo reconocieron de inmediato como uno de los suyos y le brindaron ayuda con el asunto de las inscripciones, el equipaje, el transporte, el alojamiento en una pensión de la Calle Palestina.
A poco tiempo de su llegada se había hecho dueño de un caudal asombroso de datos políticos y geográficos. Conocía las poblaciones y los nombres de las principales ciudades del mundo y de todos los gobernantes de todos los países, y de todos, absolutamente todos los presidentes de México desde Guadalupe Victoria en adelante, amén de los gobernadores de los treinta y dos  estados, todas las fechas patrias los días de guardar. Sólo por divertirse (si acaso no es un mito, otra exageración convicta del narrador) recitaba de memoria y por orden alfabético los nombres y apellidos de los peloteros de grandes ligas y de los cuatro equipos de pelota dominicanos.
A su fama de erudito o memoriógrafo se le sumó fama de estrambótico en el vestir, una fama larga y justificada. Para ir a los bailes usaba el mismo pantalón de pana, el mismo saco sport de cuadros, la misma camisa blanca y una corbata a rayas que se ponía y se sacaba  por la cabeza para perpetuar el nudo.
Muchos lo recuerdan todavía dando como quien dice charlas en la zona del campus del Tecnológico que los dominicanos llamaban El Consulado porque era el lugar donde se reunían en el poco tiempo libre.
Juanín adoptaba siempre una postura (su postura favorita al hablar o discursear) que consistía en abandonar el cuerpo a la inercia de la desgarbada longitud de su anatomía, y gesticulaba al mismo tiempo a la manera de los abogados sin empleo en la calle El Conde. Había que andarse con cuidado, pues era tan expresivo que cuando hablaba y gesticulaba podía sacarle un ojo a cualquiera.
Su manera de expresarse era siempre grandilocuente, y por lo regular se gastaba,  frases y títulos de lujo, o bien graciosamente burlonas o despectivas, al saludar a sus amigos. ¡Qué dice el distinguido enciclopedista? ¡Cómo se siente el futuro presidente de la República?, !Qué opina el  secretario general del buró de bebedores de cerveza de barril?
La  base de sus símiles y metáforas políticas era invariablemente el gobierno haitiano. Todo era o podía ser más obscuro que el gobierno haitiano, más lejos que el gobierno haitiano, más feo o más difícil o más enrevesado, caótico, decadente o truculento que el gobierno haitiano.
Entre Juanín y Monterrey hubo una relación de desamor a primera vista. No fue ni siquiera amistosa. Juanín y Monterrey nunca se gustaron. Durante su breve estadía fue miembro honorario de Los Patriotas, el grupo que siempre se quejaba de la ciudad. Continuó sus estudios en Canadá y es probable que el frío le daría alguna vez razón de arrepentirse por haber abandonado Monterrey.
Alguien que compartía con Juanín y los Patriotas su antipatía por Monterrey, y que se destacaba al mismo tiempo por su privilegiada inteligencia era el llamado Rafuchi. Rafuchi era un personaje, todo un personaje simpático y alegre, que se hacía querer de inmediato por su carácter extrovertido y jovial. Nadie le igualaba haciendo chistes, unos chistes explosivos de apaga y vete, contados de una manera tan vehemente y graciosa que nos hacía ahogar de risa.
La llegada de Rafuchi al Tec fue todo un acontecimiento. Rafuchi, al igual que Juanín, no era parte de los becados, y nunca se sintió a gusto—como ya se dijo— con Monterrey ni el Tec, pero empató amistosamente  con la mayoría de estudiantes y profesores.
Se dio, pues, a conocer por su modo de ser y su excelencia académica, por su inteligencia fuera de serie. Una inteligencia muy fuera de serie. Rafuchi era quizás el único que no tomaba apuntes en clase. Se mordisqueaba despiadadamente las uñas, lo que le quedaba de uñas, y entendía al vuelo las lecciones del profesor. A la salida del curso solía conversar con otros estudiantes que le pedían explicaciones. Siempre tenía tiempo para aclarar cosas que para ellos habían quedado a oscuras y a veces les decía, «Pero sí está todo clarito y además está en el libro», pero para los demás todo quedaba muy oscuro.
Le preguntaban, a menudo,  «Cómo le haces, mano, si ni siquiera tomas notas y lo entiendes todo». Él decía que precisamente por tomar notas no entendían lo que decía el profe y que se fajaran con el libro, que era el mejor maestro, pero no convencía a nadie. Muchos no entendíamos el libro ni al profesor y ni siquiera los apuntes que tomábamos en clase. Algunos llegaron a pensar que el secreto de la inteligencia de Rafuchi tenía que ver con su costumbre de
comerse las uñas y algunos comenzaron a comérselas, pero sin resultado aparente. Lo cierto es que, cuando Rafuchi se disponía, entre una explicación y un chiste muchas veces hacía comprender todo a sus condiscípulos. Algunos entonces exclamaban, «Me lleva la chingada, mira nomás que fácil».
Sus estudios los terminaría finalmente en  Roma, una ciudad que amó como sólo se puede amar a Roma. Los que lo conocieron y apreciaron mientras vivió recordarán ese modo suyo de ser tan  explosivamente  especial de contar chistes y explicar los secretos de la más intrincada matemática, la forma neurótica, obsesiva, con que se comía o se mordía despiadadamente las uñas.
Otro personaje notable, uno de los que vivía en la pensión del segundo piso de la Calle Palestina, junto a Juanín, el Comandante y algún otro que no recuerdo, era el llamado Caonabito. El célebre y celebrado Caonabito, alias el Trípode, una especie de Don Juan en miniatura del cual se ha dicho algo en estos escritos y se hablará con precaución más adelante.

Memoria y desmemoria de Monterrey (8)
16 de marzo de 2020 

Caonabito dominaba en grado superlativo el arte de dar cuerda o más bien de  mofarse graciosamente de los demás, pero sin ofender ni herir los sentimientos. Sus burlas hacían reír muchas veces incluso a la personas de las cuales se burlaba y provocaban risotadas cargadas de buena salud, buenos auspicios. Era algo que hacía casi sin darse cuenta, con una técnica impecable y un riguroso orden circular, en principio. Sus horas favoritas para dar inicio a una sesión de cuerda colectiva eran las de la comida o de la cena.
Caonabito se sentaba al final de la mesa, en un extremo, se sumergía, literalmente, en la silla, adoptando una figura, un aire entre  solemne y patriarcal, una altura moral, una actitud condescendiente, y siempre encontraba algo jocoso que decirle a la persona que estaba a su izquierda o derecha ( ¡Qué camisa tan chillona, manito, parece que fuera cantante!) y así sucesivamente hasta completar una primera vuelta. Luego escogía a sus víctimas al azar, de acuerdo a lo que llamara su atención o lo que pudiera ocurrírsele en ese momento.
A un mejicano que había sido seminarista (no confundir con el Fraile) le llamaba Campanita. Campanita le llamaba cuando entraba y Campanita cuando salía. Y Campanita siempre sonreía cuando Caonabito contaba la supuesta razón de su expulsión del seminario. Había fallado la prueba, la prueba de la Campanita. A todos los seminaristas les colgaban, cuando estaban a punto de tomar los hábitos, una campanita en cierta parte y los sacaban al patio de recreo cubiertos con una toalla. Entonces hacían desfilar frente a ellos a una hermosa chamacona en paños menores y si alguna campanita empezaba a sonar, el campanillero sufría en el acto la pena de expulsión.
Campanita y los demás se reían cuando Caonabito contaba el cuento o una de sus tantas variantes, porque Caonabito sazonaba la historia con nuevos ingredientes cada vez que la contaba. A veces, en lugar de una campanita, era un cencerro lo que colgaban en el equipo colgante de los seminaristas.
La única persona que era inmune a sus bromas y lo sacaba ocasionalmente de quicio era el Comandante. El Comandante asentía cuando Caonabito le dirigía la palabra en son de chanza. Se limitaba a asentir, mover la cabeza un poco de arriba hacia abajo, sin dejar de comer, y las palabras de Caonabito parecían rebotar como en una coraza.
En una ocasión, sin embargo, Caonabito logró desquitarse de la indiferencia del Comandante: echarle más bien, a traición, lo que de seguro sentiría como un cubo de agua fría. Fue algo incidental, que ocurrió por casualidad, en mi presencia. Yo había ido a cenar con el primo Alfonso a la pensión donde vivía Caonabito y lo invitamos al cine y para el cine salimos. Coincidencialmente, cuando bajábamos las escaleras, Caonabito vió al Comandante dándole hebra a una gata en el zaguán y dijo en voz alta ¡What chopita, Comanderman!
—Ni el primo Alfonso ni yo entendimos nada.
Y no se entendía nada. Era una manera de decir en jerga que el llamado Comandante se estaba besando con una mucama y que Caonabito lo había sorprendido infraganti, con las manos en las masas y amasando, hasta que sus palabras malsonantes rompieron el encanto. Entonces la muchacha dio un brinco y se escondió en la sombrita. El Comandante se haría el disimulado, el hombre invisible, esperaría a que pasáramos para continuar faenando o se marcharía frustrado, rumiando su mala rabia, maldiciendo contra Caonabito.
—¡Qué malo eres, güey! —le dije entonces al salir a la calle— ¿No te da pena?
—Pues sí, pero no me pude aguantar.
Algunas pocas pocas veces la situación se invertía y era Caonabito el que pagaba las que debía, o por lo menos parte de lo que se merecía. Eso ocurría en los raros días en que se sentía flojo o desganado y se sentaba a la mesa sin ánimo de hablar ni de hacer bromas. Era entonces cuando sus víctimas habituales se cobraban la venganza, se unían espontáneamente para darle a él la cuerda, una cuerda despiadada que le sacaba lagrimitas de vidrio. Pero eso ocurría pocas veces. Caonabito casi siempre rebosaba vitalidad y buen humor y no se enfermaba más que cuando quería.
En una de esas ocasiones, el primo Alfonso y yo pasamos por casualidad a visitarlo y lo encontramos tumbado en la cama, pero además estaba verde, extrañamente verde y aquejado con un más extraño dolor en las pelotas. Tenía, a decir verdad, un dolor tan grande en las pelotas que no podía con su alma a pesar de que el alma está bastante lejos de las pelotas. Le pregunté si por casualidad no le habían puesto a él también una campanita o un cencerro, como al ex seminarista del cual acostumbraba burlarse, pero no agradeció la ocurrencia.
Decidimos entonces que lo mejor era llevarlo al consultorio o dispensario médico del Tec y lo llevamos, casi como quien dice a rastras, agarrándolo cada uno firmemente por un brazo. No había muchos dominicanos a esa hora en El Consulado, al pie de la escalera de entrada al Edificio II, y pasamos desapercibidos. En el consultorio nos recibió un joven médico con una sonrisa de oreja a oreja y una simpática enfermera, que también sonreía sin causa aparente. Todo iba bien, parecía ir bien, hasta que hicieron pasar a Caonabito. Desde la sala de espera oímos primero voces de una conversación preliminar, algunas preguntas y respuestas, después Caonabito se bajaría los pantalones y se escuchó un golpe seco. La enfermera salió con el rostro encendido de rubor. Le preguntamos si pasaba algo malo. Dijo que el médico se había echado bruscamente hacia atrás, se había dado un golpe en la cabeza, ella misma había estado a punto de desmayarse y ahora iba  en busca de ayuda. El resto se lo pueden imaginar.
Caonabito —dijo más tarde el médico—, estaba padeciendo una orquitis, una inflamación testicular, y lo trataron con antibióticos, antiinflamatorios y analgésicos. Pero no fue la orquitis la que causó en el personal que lo atendió tanta conmoción.
Al poco tiempo, restablecido ya de sus dolencias, volvió a su rutina habitual: estudiar, bromear, y dejarse crecer el cabello. Caonabito, alias el Trípode, era una especie de Don Juan, un tipo presumido que atribuía su éxito con las mujeres a su abundante cabellera (sin mencionar su condición tripóidea). Algunos le preguntaban si se había muerto su barbero y otros decían que tenía el complejo de Sansón. El hecho es que era enemigo a muerte de las tijeras: “El tiempo no se hizo para gastarlo en pelarse”. No importa que cien veces al día le reprocharan su peludencia. Caonabito se mantenía firme en sus convicciones: “Ese es mi pegue, a las chamacas les encanta pasarme la mano por la cabeza”. “Yo soy un Beatle con pelo chino”.
Un mal día, para su desgracia, fue de visita a la casa de Los Patriotas en la Colonia Roma y Los Patriotas se indignaron. Lo acusaron de traición a la Patria, de exhibir impúdicamente en el peinado una moda foránea. Lo rodearon, le hablaron en tono retóricamente amenazante. Caonabito protestó, intentó romper el cerco. No fue fácil inmovilizarlo porque era bastante fuerte a pesar de sus reducidas dimensiones. Se requirió el concurso de todos Los Patriotas para dominarlo, pero finalmente lo lograron. Lo trasquilaron a sangre fría, le calimocharon el pelo sin anestesia, le mutilaron la frondosa cabellera. De aquel lance Caonabito sólo preservó la dignidad y se vio obligado a hacerse una inmediata pelada al rape. Algo parecido a la historia de Sansón y Dalila, pero sin Dalila. Y sin filisteos ni patriotas muertos.

Memoria y desmemoria de Monterrey (9)
20 marzo, 2020


A veces uno se pone a pensar, simplemente a pensar en aquellos días de Monterrey (aquellos lejanos años de 1960) y las imágenes se agolpan en la memoria. Ahí está, por ejemplo, Campechano haciendo fila para felicitar a la nueva reina del Tecnológico y se puede anticipar con delectación el desenlace. Todos los dominicanos que estudiaron en ese entonces en el Tecnológico conocen al dedillo la historia.
Campechano se esmeraba en hablar bien para diferenciarse de sus paisanos, que se comían las palabras y no pronunciaban las eses. En las grandes ocasiones Campechano pronunciaba las eses, todas las eses, pero por falta de práctica pronunciaba las que llevaban y las que no llevaban las palabras. A veces decía que era estudiante de Esconomía y a veces le ponía eses hasta a las comas. Además usaba términos sofisticados de cuyo significado preciso no siempre estaba al tanto.
Aquella noche, mientras hacía fila para felicitar a la reina y dar inicio al baile, estaba inspirado en un episodio de historia patria: el de la independencia efímera de Nuñez de Cáceres. Aquella palabra, “efímera”, de la cual tenía una idea vaporosa, destilaba un encanto especial, le pareció la más apropiada para halagar a la reina y la halagó.
Dicen que se inclinó reverentemente, tal vez queriendo ocupar mas espacio que el que le correspondía, y con el pecho inflado de orgullo, con la mejor de todas las intenciones, le dijo respetuosamente:
—Señorita, que su reinado sea muy efímero.
La reina se quedaría pasmada, demudada, boquiabierta durante unos segundos, y Campechano saltó a la fama. Se hizo famoso de la noche a la mañana, se consagró definitivamente, se convirtió en un referente histórico del Tecnológico.
Otro de los personajes de aquellos años dorados que con más frecuencia acuden a la memoria, uno de los favoritos, es el llamado Minicuchi o más bien Minicucci. Con él y otro, llamado Gaspar, me inicié, durante el primer verano que pasé en Monterrey en la cacería de gringas. Los veranos de Monterrey eran veranos de gringas. El Tecnológico nunca estaba ocioso. En época de vacaciones muchos estudiantes regresaban a sus casas, los malos estudiantes reponían materias y los buenos se adelantaban, cursaban dos asignaturas, que era el equivalente de medio semestre. Y las gringas venían a estudiar. Venían docenas de gringuitas en flor a estudiar mejicano en Monterrey y las recibían con una fiesta, con un baile a todo dar. No es que fueran más bonitas que las regiomontanas, pero tenían fama de liberales, aunque no lo fueran, y eran sobre todo amistosas.
Entablaban amistad por recomendación de maestros y maestras con el propósito de progresar en el estudio del español, y los estudiantes del Tec nos prestábamos gustosamente, desinteresadamente a contribuir con tan noble propósito. Lo bueno, o quizás lo mejor de las gringas, es que no discriminaban.
Salían con cualquier cutáfaro, con cualquier palurdo o bicho implume con tal de que hablase español. Quizás por eso era fácil emparejarse con ellas, ir al cine, a bailar, a pasear, a conocer la naturaleza. Pero tales actividades extra curriculares no estaban exentas de peligro. Un día, o mejor dicho una noche, nos agarró la policía a Gaspar y a mi y a Minicuchi dando una clase de historia natural a nuestras respectivas gringas en el parque de la Colonia Roma y nos cayó a mordidas.
Recibir una mordida de un policía en nuestros predios no es algo que tiene sentido, pero en México la mordida es equivalente de soborno porque todos tenemos que comer.
La mordida más o menos decentemente establecida en esa época era de cinco pesos, cuando el peso mejicano estaba a doce y medio por dólar, y el dólar a un peso y diez centavos dominicanos. Menos de cincuenta cheles, cincuenta centavos dominicanos de la época. Algo irrisorio ridículo y sin embargo representativo para un policía mejicano que ganaba una miseria más miserable que el sueldo de un policía dominicano de aquel tiempo.
Los policías mejicanos nos detuvieron, pues, y nos cayeron a mordidas en el sentido mejicano de la palabra. Nos acusaron de exposición indecente, de falta al pudor y a la moral pública a pesar de que sólo estábamos ayudando a traducir unas palabras y nos amenazaron con amanecer en chirola, menos a las gringas, porque eran gringas.
Gaspar sacó entonces la cartera y pagó una mordida de cinco pesos mejicanos, que era lo único que tenía y yo hice lo mismo. Minicuchi abrió la suya donde por casualidad tenía diez pesos en billetes de a cinco y un policía les echó mano. Minicuchi le dijo déjame algo y el policía fue tan condescendiente que le dejó la mitad.
Con la misma gringa del parque de la Colonia Roma andaba Minicuchi unos días después entre las aulas del Tec, entre pupitres y sombras a eso de la media tarde, un domingo, divirtiéndose sanamente, hasta que un bedel los sorprendió, los alumbró con el foco. Advirtió de inmediato que una acción semejante podía ser penada con la expulsión, necesariamente con la expulsión. Pidió identificación, matrícula. Minicuchi era un hombretón, un tipo alto, casi interminable, y aún más quizás le debió haber parecido al bedel cuando lo tuvo enfrente. Minicuchi, además, estaba enojado. Le habían interrumpido un posible coito o por lo menos un largo besuqueo y la expresión de su rostro debía de ser impresionante. Para peor, parecía crecer a cada momento en cámara lenta, mientras se erguía pesadamente sobre sus cabales. No terminaba de crecer y crecer... Finalmente le apuntó al bedel con un dedo a la cara y le dijo bruscamente:
—Cómete un mojón.
El bedel se quedó de una pieza. Estaba aterrado y aliviado a la vez al ver a Minicuchi a punto de salir con su gringa al brazo. Pero en el último momento Minicuchi se volvió a mirarlo de nuevo con aire amenazante, le apuntó otra vez con el dedo índice a la cara y le dijo iracundo:
—Cómete dos mojones...
A partir de ese suceso, la palabra Minicuchi se convirtió entre los dominicanos de Monterrey en sinónimo de lo que Minicuchi le había dicho al bedel.

Memoria y desmemoria de Monterrey (10)

Pedro Conde Sturla
3 julio, 2020

Ya sé que más o menos lo he dicho y repetido en estas notas, esta especie de diario sentimental y aguado, estas memorias dulces de la muy ilustre y chingona ciudad de Monterrey, pero lo cierto es que había un poco de todo entre los dominicanos que allí estudiaban en los gloriosos años de 1960. Había en verdad para elegir y digerir. Había bohemios y abstemios, había tarados y genios, había santos y santones y variedad de diablos y diablillos y diablejos. Un despelote de madre.
Recuerdo que había también un grupo muy pequeño de chicas apacibles, reservadas, conceptuosas y frondosas (taciturna una de ellas), a las que todos respetábamos y queríamos. Recuerdo vivamente a una hermosa pañameña que compartía con las dominicanas un apartamento de la Calle Palestina de la Colonia Roma: un destello de luz en la memoria. Recuerdo también que en ese grupo había otra luz, una llamada Luz y Carmen que parecía protagonista de una novela de Corín Tellado y que dio origen a una romántica leyenda. Recuerdo, además, a una diligente güera luminosa a la que todos llamaban la Güera. Recuerdo, desde luego, a la taciturna, que representaba una especie de equilibrio. La Norma a seguir.
Pero lo que más recuerdo o me gusta recordar es que entre los miembros de la raza había algunos tan enamoradizos que no respetaban ni las faldas de las montañas, eran inestables y resbaladizos, como suelen ser los estudiantes. Los amores de estudiantes que al decir de la canción (como ya he repetido algunas veces) flores de almendro son. Que hoy un juramento, que mañana una traición o que más nos dura una flor que un amor... En fin, lo que dice el oboe de Petite Fleur. Lo mismo que decía Antonio Prieto. Fugacidad del amar.
Había, en cambio, otros estudiantes que eran como el tequila reposado, que estaban ya casados, incluso con mejicanas, casados tan casados y tan serios que ni miraban a otras mujeres o las miraban de soslayo, con un ojo curioso y otro precavido.
Sufrían de monogamia, una enfermedad como cualquier otra, aunque muy poco contagiosa, por suerte. Nada más se dedicaban a ser fieles y honestos, a estudiar y cumplir deberes, a graduarse con honores, que para eso habían venido o los mandaron y para ellos era la mejor manera de divertirse. De que los hay los hay, dicen en México. Y uno de ellos era y sigue siendo Luis Arthur.
El día 4 de septiembre de 1963, Luis Arthur llegó aquí a esta ciudad que nunca había oído nombrar, Monterrey, Nuevo León, capital no declarada del norte de México, con una beca para estudiar ingeniería en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores, el TEC. Las clases habían empezado el día primero, así que todo en principio fue un dejar maletas en la residencia estudiantil, inscribirse, escoger materias, recibir la lista de libros, materiales didácticos, reglamentos escritos. Rigurosamente escritos.
El cambio sería brusco. Costumbres diferentes, comidas diferentes, casi siempre picantes. Clima de zona desértica, como un fuego cruzado, con calores de infierno en verano, frío y lluvioso en invierno, un invierno inconstante. Ya lo he dicho y repetido.
La disciplina, sin embargo, era constante, exámenes mensuales, exámenes de sorpresa, tareas diarias, constantes, horas de estudio constantes. Allí no había muchas segundas oportunidades. Si te quemabas o tronabas una materia podías repetirla el próximo semestre o en los cursos de verano, si tronabas de nuevo entrabas en la categoría de estudiante condicional. Si volvías a tronar, era el fin de tus días como estudiante del TEC.
¡De la patada, mano! Nada más diferente de lo que había conocido en la isla. Sin embargo, Monterrey fue para Luis una bendición, la bendición de su vida. No sólo realizó una carrera exitosa que le permitió una existencia honesta, sin aprehensiones económicas, sino que también conoció a su compañera, la que sería su esposa. La dulce y estoica Adela.
Originalmente había solicitado beca para Alemania, un país que admiraba. “Dios torció mi camino —escribió Luis en una ocasión— y en algo lo contrarió, pero Él sabía donde estaba mi felicidad y donde quedarían mis cenizas”. Había venido a Monterrey por cuatro años, pero se quedaría aquí casi toda la vida, a intervalos entre Santo Domingo y Monterrey, y se quedaría posiblemente toda la muerte.
De sus muchos años de matrimonio dijo una vez: “Aunque ya no nos ablandamos al primer hervor, tenemos buena salud y mejor ánimo, y le damos gracias a Dios por habernos conocido, haber podido compartir toda una vida y estar aún enamorados”.
Otra historia de amor de la que mucho se hablaba (la más tierna, quizás, y más extraña historia de amor, o mejor dicho de desamor, entre los estudiantes dominicanos de Monterrey), tuvo un desenlace a oscuras, en una noche sin luz.
Esa noche fatídica se produjo un apagón, que era cosa muy rara en Monterrey, y los macheteros de Los Grises interrumpieron a desgano los estudios, es decir, su ocupación favorita. Machetear, estudiar sin tregua para cumplir con las exigencias de los profesores del pinche TEC.
Uno de ellos, uno de los más brillantes entre todos los macheteros, estaba inconsolable, intranquilo, fuera de sí. La oscuridad no le daba sosiego, no le daba reposo. Le faltaba la luz más que el aliento. Alguien encendió unas velas para tratar de calmarlo y el resultado fue contraproducente. Él buscaba otra luz, una luz metafísica, pero nadie lo entendía, no parecía entenderlo.
El verdadero problema consistía en que el apagón eléctrico se había sumado a un apagón sentimental. Esa tarde se habían roto sus amores con la hermosa y amada luz de su vida (la única en esos momentos), y más que ruptura era una quiebra que lo había dejado en la insolvencia, desolado en extremo, casi como quien dice pobre de solemnidad. Desconcertado y desconcentrado.
A pesar de todo, intentó por un momento seguir estudiando, perseverar, sin éxito, en el difícil empeño, y sintió que los nervios se le crispaban. Abandonó entonces los libros, que de ninguna manera lograba leer en el temblor de la lumbre (la inquieta llama de las velas) y se paró frente a la ventana a rumiar su desamor, emitiendo quejidos como los de aquellos condenados al pasar por el Puente de los suspiros en Venecia.
El suyo era un sufrimiento por partida triple, un triple apagón. Un apagón eléctrico, un apagón amoroso y un apagón financiero porque el dinero de la beca había dejado de fluir hacía unos meses, desde la ocupación del país por tropas yanquis en el mes de abril de 1965.
Ahora él buscaba la luz por todas partes. Tenía hambre de luz, un luminoso antojo de luz para su alma. Pedía luz en voz alta. Y de repente le pareció ver una luz enfrente y preguntó a voz en cuello si había una luz enfrente. ¿Hay luz, acaso hay luz enfrente?
Dicen los más locuaces que los demás macheteros corrieron en su auxilio, pensando que el cofrade había perdido la chaveta, pero sólo clamaba por su amor a gritos, clamaba por su luz. La luz de enfrente, que anidaba en su corazón, que era la luz de sus ojos, luz de vida. Pero ninguno lo entendía. Dicen que alguien fue a su habitación a buscar un foco, una linterna, que el agraviado rechazó tajantemente. Dicen que otro fue a la cocina a buscar una lámpara de queroseno que también fue rechazada. Ninguno lo entendía. Pedía luz a gritos, pero rechazaba el foco y la lámpara de queroseno, y cuando la luz eléctrica volvió, al cabo de pocos minutos, siguió pidiendo luz y nadie podía entenderlo.
La familia que habitaba el apartamento del piso superior se estremecía al oírlo. Durante años se corrió la noticia, convertida en leyenda, de un estudiante dominicano tan aplicado que se desesperaba a gritos cuando un mínimo apagón o cualquier otro incidente interrumpía o afectaba su tarea.
Sin embargo, hay quien afirma que parte de lo que aquí se cuenta podría ser otra mentira o una calumnia o una simple exageración del narrador. De alguien que acostumbra escribir mentiras y hasta le pagan por eso.

10 julio, 2020

Ya lo dije en el primer capítulo de esta serie y puede que lo vuelva a decir y no me importa. Dije que desde que llegaron aquí, a Monterrey, los dominicanos se hicieron notar. Nada más sufrir las primeras novatadas se organizaron en bolas de montoneros y novatearon a los veteranos. La mera verdad (afirman los habladores), los madrearon, los cubrieron de brea y plumas, los arrojaron en pleno invierno a la alberca, los guindaron imaginariamente por las pelotas. En consecuencia, todos o casi todos fueron llamados a capítulo, reprendidos severamente. Los miembros de la comisión disciplinaria recuerdan lo difícil que se hacía encontrar una fórmula para sancionar a tantos estudiantes de nuevo cuño. Al final dieron con una solución salomónica y se prohibieron las novatadas, algo típico de una institución que tiene por símbolo y mascota a un borrego.
Recuerdo que también dije —y ahora vuelvo a repetir— que los dominicanos que fueron a estudiar a Monterrey en los años de 1960 provenían de todos los estratos sociales, que formaban un grupo heterogéneo, que había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universitarios, y que la beca les cambió radicalmente la vida.
Dije que uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirse en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino y se convirtió en ingeniero, pero nunca dejaría de ser músico.
Dicho de otra manera —que viene siendo más o menos la misma—, William Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra. Tenía una inteligencia despejada que, sin embargo, no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen.
En Monterrey —como escribí en el relato Noche sin fondo—, William se adaptó como pez en el agua en todos los ambientes que había conocido, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otros géneros musicales menos gastronómicos.
En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.
Casi todos, sin contar a William, se vieron en serios aprietos económicos. William se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de El manicero.
Todo este repetir de repeticiones, y lo que seguirá más adelante, tiene por objeto construir, diseñar un boceto de este ser multifacético, que interviene a cada momento en mis relatos, a veces contra mi voluntad, me hace perder el hilo, me desorienta, me obliga a cambiar de tema.
Recuerdo, por ejemplo, claramente, el día que William se apareció en el colmadón de los furufos, en medio del relato homónimo que estaba escribiendo o viviendo, y en presencia de Bonilla, de Barón y Gustavo, de Agustín y otros cuates, y no tuve más remedio que incorporarlo al guión.
Llegó con su acostumbrada bonhomía a flor de piel, saludando a boca de jarro y en voz alta.
Bonilla había hecho un brindis en ese momento, el típico brindis de Bonilla, dedicado a todos los miembros del grupo, con el brazo levantado a manera de antorcha y había dicho en tono solemne:
—Los quiero con carácter retroactivo...
En eso vio venir a William y volvió a levantar el vaso como una antorcha y la atmósfera se tornó incendiaria, incandescente, al tiempo que decía:
—A ti también te quiero con carácter y efecto retroactivo, un vaso y una silla para el ingeniero.
William estaba indignado y feliz como una pascua. Empezó a hablar mal del gobierno, de todos los gobiernos y los funcionarios de los gobiernos. William es un tipo expansivo,  habla hasta por los codos y con los codos, habla hasta por los ojos, habla por señas y por telegrafía. Gesticula de tal manera que a una cuadra de distancia puede uno saber de qué está hablando, sobre todo cuando habla de sexo. Y al poco rato, en efecto, se olvidó del gobierno y comenzó a hablar de sexo, del encuentro con una enfermera posiblemente imaginaria...
Comenzó a describir con las manos su anatomía, su cuerpo de guitarra, la acarició, la besó, emitió unos sonidos guturales y finalmente la desnudó a la enfermera imaginaria y la tendió sobre la mesa imaginariamente desnuda y se la empezó a comer por el ombligo como un pastel de cumpleaños, cometió relaciones imaginariamente sexuales y raudo como vino se marchó al improviso, hablando mal del gobierno, de todos los gobiernos.
Me parece recordar que William iba y venía siempre de prisa. Parecía sentirse incómodo si se quedaba mucho tiempo en algún lugar.
De la misma manera, siempre me pareció que William se sentía incómodo en las fiestas cuando no era él que tocaba. Por lo general bailaba un par de piezas, hablaba con amigos, tomaba un par de tragos, y poco a poco, de alguna manera discreta, se iba acercando a los músicos, entablaba amistad con ellos. Lo suyo era tocar, no bailar, y hasta que no lo conseguía merodeaba inquieto alrededor de la tarima donde actuaba el conjunto, y en el momento en que menos lo pensabas estallaba la trompeta, el inconfundible toque de trompeta de William Jerez y el manicero se va.
Muchos lo recuerdan en la noche sin fondo de tantas correrías, a bordo del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, en el asiento trasero, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría y William sonreía bajo la luz cobriza de la Calzada Madero.
Bajo esa misma luz he querido zurcir estos retazos, esta repetición de repeticiones, para recordar con alegría a un viejo amigo que sólo con alegría merece ser recordado.
William con la trompeta en la mano, tarareando una melodía, manicero, el manicero se va. William acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. La noche sorda de Monterrey creciendo, el viento frío que comenzaba a apretar y la trompeta de William que empezaba a sonar. Maní, maní, eternamente maní, el manicero se va, eternamente maní y eternamente hasta siempre al querido amigo.


17 julio, 2020

Si la memoria infiel no me traiciona, las cosas que estoy contando ocurrieron hace ya más de medio siglo, y si no me traiciona, por lo menos me está jugando sucio. Puede que no recuerde bien ni las cosas que pasaron ni las cosas que escribo. Reconozco también que me confundo, como le sucedía, por ejemplo, a Cervantes con el burro de Sancho Panza después que se lo robaron. Entiendo que Sancho Panza estaba arriba del burro y durmiendo, y se lo robaron deslizándolo por debajo de la montura, si acaso no fue esto lo qué ocurrió con Frontino, Brunello y Sacripante en aquel Orlando furioso o quizás en el Orlando enamorado. El hecho es que el burro, el noble rucio que montaba Sancho aparece y desaparece a capricho del autor. Pero nada de esto me ayuda a entender lo del carterista que me cayó a navajazos en Monterrey. Yo recuerdo la escena, me veo retrocediendo en plena calle con una cara de espanto de antología, mientras aquel miserable no se cansaba de abanicarme con la navaja, pero no entiendo la causa.

Yo, nada más llegar a Monterrey a fines de 1965, me hospedé en un hotel barato del centro y con un mapa en la mano me vine caminando a la Colonia Roma a saludar a a Carlitos, un amigo de la infancia que me ayudó a buscar pensión y organizarme, y me dio una introducción al paisaje urbano. En la pensión conocí a Gaspar y a dos chamacas dulcísimas —las hijas de la dueña—, con las que Gaspar y yo comenzamos a soñar plácidamente desde el primer día.
Yo venía de la guerra, venía de una derrota y una tragedia familiar, desorientado, confuso, y era estudiante de química por razones ajenas a mi vocación. La revuelta constitucionalista de abril de 1965 había provocado una nueva intervención armada del imperio norteamericano en el país, un enfrentamiento
desigual, una guerra de baja intensidad, como se dice en jerga militar. Combatientes mal equipados, por un lado y por otro lado un ejército que había utilizado profusamente el fuego de morteros, cañones, ametralladoras de alto calibre, y que ya había comenzado a cobrar venganza contra muchos de los que se habían atrevido a enfrentarlo militarmente.
Nunca imaginé que, después de cuatro meses en la trinchera a merced de los gringos, pocos días después de mi llegada a Monterrey, iba a estar a punto de dejar el pellejo a manos de un carterista que me agredió en un camión de trasporte, un autobús, una guagua, como decimos nosotros.
Con la debida exageración para imprimirle veracidad a este relato, tengo que aclarar que aquel dichoso camión estaba tan lleno que no cabía ni lugar a dudas, estaba viejo y mugroso y se desplazaba un poco de medio lado por una calle que estaba en peores condiciones. Había llovido recientemente y había agua y había lodo en el pavimento, que era de asfalto y de tierra un poco a partes iguales: algo muy típico de ciertos barrios de Monterrey. En ningún otro lugar he vuelto a ver calles como esas, asfaltadas de un solo lado.
De cualquier manera yo disfrutaba del viaje, que casi llegaba a su fin (cómodamente de pie y muy cerca de la salida delantera), en compañía de Gaspar y otros paisanos. En eso se escuchó una queja, una protesta de alguien que sintió que le agarraban posiblemente la cartera.
—¡Abusado! —le oí decir, sin entender el significado.
El conductor detuvo el vehículo y se quedó mirando un segundo por el espejo retrovisor, identificó al maleante y con una voz educada pero firme lo invitó a bajar, al tiempo que se abría la puerta delantera.
Era un tipo mestizo, chaparro, desafiante, con cara de perdonavidas, un arrogante, un matasiete y no pareció darse por aludido.
—¡Abusado! —dijo esta vez el conductor—: ¡O ahorita hablamos con la policía!
Esta vez el carterista entendió el mensaje y se fue abriendo paso entre la gente en dirección a la salida. Más bien la gente se le quitaba del medio y a mi me pareció prudente hacer lo mismo, pero algo no parece haberle gustado en mi figura o en mi cara y al pasar por mi lado me dio un codazo en la madre. Lo que significa en dominicano que me dio un coñazo durísimo o por lo menos ofensivo.
Lo peor de todo es que con el pasar de los años se me ha borrado un poco la película y ahora no recuerdo bien lo que pasó entre el codazo-coñazo y el momento en que aquel indeseable empezó a tirarme navajazos a izquierda y derecha.
Oscuramente presiento qué ocurrió algo parecido a lo siguiente: se me zafó sin querer una patada y el tipo fue a caer al lodo, fuera del autobús. Ahí hubiera terminado todo, por supuesto, si la puerta hubiera obedecido al conductor cuando intentó cerrarla, pero la maldita puerta se atoró. El mecanismo de la chingada puerta se trabó.
Entonces comencé a ver —como quien dice en cámara lenta—, que el tipo se metía la mano en la cintura, que sacaba y abría con destreza o pericia una navaja enorme, surrealista, que se me pareció a la de Cantinflas en el bombero atómico.
—¡Híjole! —dije para mis adentros pensando en mejicano.
En aquel autobús atestado de pasajeros yo no tenía mucha oportunidad de defenderme. Todo el mundo iba a recular, iban a comprimirse los de alante contra los de atrás en cuanto el carterista y su navaja entraran, y yo estaría al frente, con una mínima libertad de movimiento, a manera de escudo. De manera que hice probablemente lo único que podía hacer, dar un tremendo salto fuera del autobús mientras el carterista todavía se encontraba en el suelo, alejarme, coger una piedra, lo que encontrara a mano, pero el lodo entorpeció mis movimientos, el caído se incorporó, lo veo y lo recuerdo todavía queriendo acariciarme la cara o la barriga con la navaja.
Para peor, en algún momento escuché la voz de Gaspar que me decía:
—¡Pedro, deja esa vaina!
No sé lo que le respondí a Gaspar, si por casualidad le respondí algo, pero debo haberle mentado por lo menos la madre por telepatía. No estaba en mis manos dejar esa vaina sino evitar que el carterista me sacara la madre y el padrejón de un navajazo.
Para evitarlo, retrocedía a toda marcha, saltaba más bien hacia atrás al estilo canguro, si acaso los canguros saltan hacia atrás, pero el carterista tenía la ventaja y yo tenía todas la probabilidades de perder la partida.
La situación cambió de repente a mi favor cuando comenzaron a llover las piedras. Algunos de mis paisanos se habían bajado del camión (entre ellos el santo Fraile, que era pícher o cuarto bate del equipo de pelota dominicano en Monterrey), y casi de inmediato las piedras comenzaron a zumbar cerca de la cabeza del carterista. Fue la amenaza de las piedras lo que produjo el cambio en la actitud de aquel hombre. En cuanto se vio rodeado por unos cuates que lo amenazaban con piedras y peñones en las manos y que parecían tener muy buena puntería, el tipo entró en razón, se fue calmando, se retiró sin prisa, pero sin dejar de amenazar y blandir la cantinflesca navaja surrealista.
Me salvaron, en fin, en esa ocasión, unos amigos a los que apenas conocía y me salvó el beisbol, gracias a Dios. O quizás viceversa





***




Covarrubias
14 julio, 2018

En la esquina Pernambuco con Avenida Tecnológico: allí estaba la parada de taxis y allí estaba casi siempre Covarrubias.
A veces también estaba casi siempre aquel gordo barrigón al que nunca le daba frío y aquel flaco que de tan flaco se parecía a Agustín Lara (“demasiado flaco para estar vivo y demasiado gordo para estar muerto”).
Al gordo barrigón lo vimos una vez, con la camisa abierta y sin abrigo, cambiando una goma pinchada, sudando como quien dice a mares en pleno invierno: una madrugada de invierno, aquellos inviernos locos de Monterrey, con la temperatura a cuatro o cinco grados. Los inviernos de aquel Monterrey con su clima de zona desértica como un fuego cruzado, con calores insufribles en verano, frío y lluvioso en invierno, un invierno inconstante donde la temperatura subía y bajaba como una especie de tobogán. El mismo Monterrey que inspiró los enconados versos que todos conocíamos de memoria:
Adiós Monterrey querido, / de tus vergeles me alejo, / si vine fue por jodido / y si vuelvo es por pendejo.
Era el Monterrey que muchos aborrecían cordialmente, el mismo al que otros amaban con desprecio y algunos incondicionalmente. El Monterrey de los años verdes de nuestras vidas, los años largos, aquellos años en que esas vidas eran proyecto y entre proyecto y proyecto pasaba una eternidad. El Monterrey de los años sesenta donde fuimos estudiantes del Tecnológico. Allí donde fuimos casi siempre felices, aunque muchos, como de costumbre, se sentían tan miserables que no lo supieran o se dieran cuentan.
Aparte de taxista, Covarrubias era filósofo y nuestro guía espiritual, nuestro Virgilio en el más o menos infierno de la ciudad chingada. Casi “un duque, un señor y un maestro” como le dijo Dante a Virgilio en la diabólica comedia.
-La ignorancia es la madre de todos los desmadres -solía decir.
Pero lo de guía espiritual y lo de infierno es eufemismo, puro cuento. Covarrubias nos guiaba espiritualmente por el infierno metafórico de la dolce vita de Monterrey. La pecaminosa dolce vita regiomontana.
Covarrubias era un medio y era un fin, era el premio que nos dábamos algunas veces después de los exámenes, después del deber cumplido y si había disponibilidad en términos metálicos. Él conocía todos los secretos de la noche, los lugares donde se encontraba “el mejor material”, todos los antros de diversión y perdición. Solamente nos llevaba, eso sí, a los más discretos y decentes, no a sitios de mala muerte. Algunos eran lupanares o congales como dicen los mexicanos, y otros más bien cabarés, centros nocturnos donde presentaban espectáculos. A casi todos asistían chamacas y chamaconas que bailaban por un peso cuando el peso mexicano se cotizaba a 12.50 por dólar. Algunas compartían en ocasiones con los clientes en la mesa, pedían bebidas caras, por las que recibían comisión, y los mozos se las traían aguadas para que pudieran trasegar el mayor número sin peligro de emborracharse.
En esos sitios se encontraba desde luego un poco de todo y eran propicios para amigar y ligar, saciar eventualmente nuestra acuciante sed de conocimiento carnal. La infinita lujuria estudiantil.
Ocasionalmente la estadía se convertía en tertulia cuando a alguno se le cruzaban los cables y comenzaba a hablar de cine o literatura. En esos casos, el tema de conversación pasaba de “La montaña mágica” de Thomas Mann, por ejemplo, al monte olímpico de Venus.
Una noche, en uno de esos locales de dolce vita sobrepasamos sin darnos cuenta nuestro magro presupuesto y a la hora de pagar la cosa se puso fea, refea, como se dice en México. Aparecieron, como por arte de magia, unos cuates tenebrosos “del dominio de Goya”, como dijera Roque Dalton.
Los tenebrosos estaban al parecer dispuestos a quitarnos hasta la ropa para cobrarse lo adeudado, parte de lo adeudado. Se apoderaron de los relojes, desde luego, y el dinero que llevábamos, pero la deuda seguía en pie, faltaba lana, mucha lana. A ver cómo le hacemos, hijos de la chingada.
Habíamos incurrido, de hecho, en un gasto extraordinario de unos veinte o treinta dólares. Casi como quien dice una fortuna, casi la tercera parte de lo que recibíamos mensualmente.
Después de mucho argumentar en busca de una solución que no implicara derramamiento de sangre o de tequila, los tenebrosos sugirieron que uno de nosotros fuera a buscar la plata mientras los demás quedábamos como prenda en condición de rehenes. Argumentamos entonces, en sentido viceversa, que para lograr ese cometido era necesario que la mayoría fuera por el dinero mientras solo uno se quedaba en garantía.
En principio se produjo mucho alboroto y oposición porque la persona que designamos por mayoría de votos -y contra su muy expresa voluntad- no valía según los acreedores lo bastante, era un chaparro, no alcanzaba, dijeron, ni para propina.
Pero en fin, a fuerza de la más sutil dialéctica y finos razonamientos, y después de haber entregado los documentos de identidad y los que nos acreditaban como alumnos del Tecnológico, accedieron a dejarnos ir en busca del dinero que ninguno sabía dónde encontrar a esas horas. Para peor, nos dieron un plazo miserable de tiempo para volver al lugar so pena de denunciarnos ante las autoridades y tomar represalias contra el rehén. Era algo que de seguro podía costarnos la expulsión de la institución en que estudiábamos. Una que no permitía inconductas a sus estudiantes y mucho menos a extranjeros de una isla desconocida del Caribe.
Salimos del lugar en horas de la madrugada y con las almas en zozobra, temiendo lo peor. No encontrar quien nos prestara el dinero, ser denunciados a las autoridades… Todo eso sin contar que tampoco teníamos dinero para el taxi y no había servicio de autobuses.
Fue en ese momento cuando uno de nosotros tuvo la idea más brillante de su vida. Llamar a Covarrubias desde el local de dolce vita, llamar al bendito Covarrubias a la parada de taxis del Tecnológico, por si acaso aún estaba de servicio. Implorar un milagro.
El teléfono sonaba durante una eternidad y nadie respondía y luego se cortaba la comunicación, crecía nuestra desesperación. Llamamos una vez y otra vez hasta que al fin se escuchó la voz del flaco que se parecía a Agustin Lara y Covarrubias se había marchado. Creo que se marchó hace media hora, no lo veo. ¿De dónde me hablan? El flaco que se parecía a Agustín Lara era un tipo antipático con el cual no teníamos la relación que teníamos con Covarrubias y nunca nos hubiéramos atrevido a pedirle lo que le pediríamos a Covarrubias ni él hubiera accedido.
El mundo se nos cayó encima en el momento en que el flaco antipático que se parecía a Agustín Lara colgó el auricular y emprendimos una marcha fúnebre en dirección a quien sabe dónde.
Casi al instante escuchamos que el teléfono de la dolce vita timbraba alegremente. Aló, sí, para servirle, Covarrubias, sí, ese mismo, mande usted.
Nuestro guía espiritual, nuestro ángel de la guarda, el bendito Covarrrubias, finalmente apareció al otro lado del teléfono. Media hora después se hizo presente en el lugar en donde estábamos como quien dice prisioneros, nos sirvió de garante o fiador, pagó la cuenta o algo parecido, nos resolvió el problema. Nos brindó unas cervezas para el desayuno. Nos trajo luego derechito a casa.
Durante el viaje de regreso, los versos de Dante a Virgilio retumbaban en alguna cabeza. No teníamos con qué pagarle. Nunca tendríamos con qué pagarle.

Noche sin fondo (1)
21 julio, 2018

A esa hora de la noche, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, el viejo convertible conservaba intacta, en apariencia, toda su dignidad. Había algo imponente, venerable, en aquellas líneas realzadas del viejo Ford Galaxie rojo, los vivaces colores de fábrica, las impecables gomas banda blanca, el ronroneo felino del motor, la opulencia con que se desplazaba su mole silenciosa por la avenida desierta donde ya ni las almas se veían.
El Güero Padilla, al volante, manejaba con un porte que estaba a la altura de la situación. Brazo izquierdo apoyado discretamente sobre la ventanilla, la cara larga, afilada, casi tanto como la nariz, el gesto despectivo, el trago al alcance de la mano. Una especie de dandy blanco y rubio.

Gumersindo, a su lado, el imponente Gumer, sumergido en la oscuridad de su piel, mascullaba o masticaba entre dientes una especie de salmodia, el trago entre las piernas.
A espaldas de Gumer, en el asiento trasero -vaso con hielo y agua entre las manos-, Bonilla pronunciaba palabras ilegibles: Heidegger, Hegel, Kant, sein dasein. De vez en cuando decía Monterrey, Monterrey querido, hablaba solo de la debacle existencialista, del horario de los trenes, de su fascinación por los andenes, que son la imagen traslaticia y espacial de las despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos repletos de alegrías y de abrazos.
Willians, con la trompeta en el regazo, al otro lado, justo detrás del Güero, tarareaba una melodía, manicero. Willians acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. No la vayas a tocar, nos dejas sordos. La noche estaba creciendo en Monterrey querido y el frío comenzaba a apretar.
Hacía en realidad un frío de madre, de su maldita madre, y tenían la calefacción a todo dar, pero desde la última vez que bajaron la capota el convertible se había convertido en descapotado, solamente en descapotado y el maldito frío de Monterrey apretaba.
-¿Cómo pudo pasar esto? -preguntó el mecánico que intentó arreglarlo-. Parecería que alguien intentó bajar la capota con el coche a toda marcha y supongo que perdería el control, daría vueltas de trompo en la pista. El mecanismo está trabado, inservible. ¡Ay, Chihuahua!
El Güero Padilla y el imponente Gumer -dos de los cuatro dueños del vehículo- habían organizado en horas de la tarde uno de sus acostumbrados safaris urbanos, una expedición de caza o pesca que a veces daba buenos resultado y siempre causaba impresión.
Para los fines de lugar, montaban una especie de teatro. Gumersindo se vestía como un príncipe, con sus mejores galas, adoptaba un porte aristocrático y ponía cara de rico, más bien de alguien que estaba como podrido en dinero. El Güero se calaba una gorra, endosaba una especie de uniforme, simulaba ser el chofer, lo paseaba por la Plaza Zaragoza, le abría y cerraba la puerta, lo escoltaba con aire de matón como todo un guardaespaldas y cuando alguna chamaca se interesaba en el personaje decía en voz muy baja y misteriosa que era un príncipe de un país africano y prefería pasar de incógnito.
Cuando la ocasión era propicia sucedía un poco como con aquel pescador que tiró las redes y sacó tantos peces que estuvo a punto de hundir la barca. Es decir, llenaban el espacioso convertible de muchachas en flor, a veces media docena de muchachas en flor, las paseaban por la ciudad, revelaban al cabo de un tiempo su verdadera identidad, se daban a conocer como estudiantes del Tec, intercambian números de teléfonos, hablaban, reían, iban a veces a la farmacia a tomar helados y cervezas y a veces iban a bailar.
La pesca no había sido buena ese día y a eso de las ocho y media el príncipe y su chofer estaban haciendo fila en la boletería del cine teatro Florida y se juntaron con Willians y Bonilla. Era ese el lugar en que se presentaban los espectáculos que la Sociedad Artística Tecnológico ponía a disposición de sus estudiantes y personal docente. Esa noche estaba programada una función con un reducido núcleo del Ballet Bolshoi que dejó al público impresionado.
Después del maravilloso espectáculo, los del convertible y otros estudiantes se dirigieron a La Tranca. El popular cabaré -donde asistirían a otro tipo de espectáculo más o menos educativo- estaba en un segundo piso. Subieron por una angosta escalera, la única entrada y salida del local, y ocuparon varias mesas en una amplísima terraza al aire libre donde ya no cabía ni lugar a dudas.
Estaba repleta de estudiantes vociferantes en su mayoría, y el conjunto de Mike Laure tocaba una cumbia y lo que pasa es que la banda está borracha. De El lago de los cisnes en el Florida pasamos a lo que pasa es que la banda está borracha, está borracha, y a muchos parecía despertarles mayor entusiasmo que el dichoso lago de Chaikovski.
Después, en otra popular melodía, sucedió que cuando yo venía viajando, viajaba con mi morena y al llegar a la carretera se fue y me dejó llorando...Mi negra se fue llorando y a mí esa cosa me duele, se la llevó un maldito carro aquel 039... 039, 039, 039 se la llevó.
Cuando terminó la música ocurrió algo que nadie se esperaba, ocurrió lo peor de lo peor. Un cuate mal encarado se acercó a una mesa donde una bailarina hablaba con un bailarín y le pegó dos tiros.
El lío que allí se armó no es algo que pueda describirse cabalmente. Fue algo comparado a una estampida, algunos no se movieron de sus mesas, pero la mayoría de la gente gritó, saltó literalmente de sus sillas, y se dirigió en tropel hacia la angosta escalera, un callejón sin salida o con muy poca salida, donde muchos hubieran podido morir apachurrados.
En eso volvió a escucharse música, un furioso tambor que acompañaba la entrada en el escenario de seis jugosas bailarinas disfrazadas de esqueletos o calaveras que se acercaron al baleado difunto, lo cargaron en vilo y empezaron a bailar una especie de danza macabra.
A la atemorizada clientela le tomó un rato darse cuenta de que se trataba de un show de mal gusto y empezó a calmarse, pero mucha gente estaba irritada y magullada y manifestaba su descontento en voz alta con palabras generalmente alusivas a la chingada madre de los pinches organizadores de la chingada ocurrencia. Además, en el lugar casi no había vasos ni botellas que no estuvieran rotos, ni mesas ni sillas que no estuvieron patas arriba y la mayoría abandonó el lugar aprovechando el desorden para no pagar la cuenta.
Yo no estaba ahí. Esto me lo contó al otro día mi primo, el llamado Güero Culero.


28 julio, 2018

Lo que ocurrió en La tranca esa noche me lo contaron después de muchas maneras y en la medida en que me lo contaban el relato crecía en sus dimensiones épicas y dramáticas. Una de las versiones incluía a un público despavorido que se arrojaba desesperadamente desde la terraza a la calle para escapar de una balacera interminable entre dos bandas rivales de mariachis.
A unos cuantos estudiantes les fue mal porque salieron del lugar con magulladuras y daños menores y sobre todo porque tomaron el camión, el autobús equivocado y fueron a parar a un par de cuadras del lugar en que vivían, la Colonia Roma.
En la ciudad de Monterrey de esa época, el odio o la envidia de clases se manifestaban con fuerza, sobre todo en los barrios marginales que colindaban con los residenciales. Había, en las calles de la Colonia Roma, una pared invisible que no podíamos atravesar impunemente. A nadie se le ocurría ir a comprar bebidas o cigarrillos en los estanquillos que estaban al otro lado. Un paso más allá de esa pared significaba entrar en territorio hostil, y fue allí, en territorio hostil, donde el camión dejó a los estudiantes, que vestían, por cierto, elegantemente con sacos y corbatas, cosa que representaba toda una provocación. En ese mismo lugar los recibieron, nada más bajar del camión, a pedradas, los obligaron a emprender la fuga a toda madre, a morderse la lengua en la carrera, a ensuciarse de lodo, a correr y correr hasta llegar a la Colonia Roma con un poco más de lengua que corbata y milagrosamente incólumes.
Los felices propietarios del Ford Galaxie rojo salieron, sin embargo, de La tranca sin un rasguño y al poco rato se encontraban navegando en la portentosa nave por la Calzada Madero.
El Güero Padilla, al volante, había adoptado un extraño aire de perdonavidas que no hacía juego con el porte principesco de Gumersindo. Bonilla repasaba mentalmente los principales acontecimientos de la larga noche y aludía a cada momento en voz baja al sein dasein heideggeriano, Willians se moría de ganas de tocar la trompeta, pero no se lo permitían.
Cincuenta años después, Frank Villalba recordaría que Gumersindo tenía muchas amigas y lo invitaba a pasear con cierta frecuencia en el coche, pero haciendo el papel de chofer y no de príncipe, y lo presentaba a las agraciadas diciendo que era su hermano. A veces, cuando las muchachas preguntaban por qué había entre ambos tanta diferencia de color, Gumersindo respondía que todo se debía al hecho de que Frank había nacido de día y él de noche.
Lo que no podían entender y no entendieron nunca era lo relativo a la definición del color que aparecía en sus documentos de identidad. Indio claro, indio oscuro.
Lo de oscuro se nota a leguas, decían, pero el indio no lo veían en parte. Algunas ignorantonas preguntaban incluso si acaso eran así los indios de su país, tan diferentes, por cierto, a los de México, y se alborotaban a veces con solo oírlos hablar en aquel español caribeño que irrespetaba las eses y la integridad de todas las palabras en general. El habla y el pelo crespo de los dominicanos podía hacer furor.
-Qué padre hablan -decían-. Y el pelo chino, qué padre.
Lo único que empañaba el recuerdo de aquellos momentos encantadores tenía que ver con el desaire, la puñalada trapera que les había infligido el perverso Cartagena. Cartagena era un tipo ocurrente, que andaba solo por lo general o en compañía de Barón, y Barón solía ser un tipo suave como agua mansa (de la que uno pide que lo libre Dios), aunque no menos ocurrente. Pero las ocurrencias de Cartagena no eran siempre graciosas y podían ser pesadas. Un día Frank y Gumersindo lo vieron pasar con aire distraído por la plaza de La Purísima, cerca del lugar en que se encontraban, compartiendo alegremente con un manojo de chamacas a bordo del Ford Galaxie rojo.
Gumersindo lo llamó con su habitual camaradería y le dijo Cartagena, ven a conocer estas flores. Cartagena no se dignó mirar. Paró la nariz y dijo, casi al descuido, gracias no, están casi todas marchitas.
Bonilla y Villalba conservaron también la amistad a través de un chingón de años y un día, mucho tiempo después de la dorada epopeya estudiantil, el primero recibió una carta del segundo que parecía jubilosa. Villalba le anunciaba, desde Baja California (casi desde otro planeta, muy parecido a Marte), que iba en pos de su segundo millón de dólares. Bonilla le respondió para felicitarlo y Villalba le dijo que no, que no era el caso, que no lo felicitara, que si iba en busca de su segundo millón de dólares era porque se había pasado la vida buscando el primero y no lo hallaba en parte.
Ahora, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, y a bordo del sigiloso Ford Galaxie rojo, lo que ocupaba la atención de los pensamientos de Bonilla no era Villalba sino Dinapoles, que se enfrentaba a una difícil encrucijada, la circunstancia más dramática de su vida.
Dinapoles era un genio, un matemático puro, un filósofo puro, y era, como todo genio, incomprendido.
Después de tantos años de esfuerzos y desvelos, después de tanto empeño en el estudio, estaba a punto de graduarse y no graduarse.
Acababa de presentar una enjundiosa y muy celebrada tesis, “Filosofía de las matemáticas”, pero no aparecía entre los profesores del Tecnológico un matemático que entendiera tanta filosofía ni un filosofo que entendiera las matemáticas.


Noche sin fondo (3)
1 septiembre, 2018

Willians cerró los ojos para recordar y recordaba bien. En el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, justo detrás del Güero Padilla, el aire gélido de la noche de Monterrey lo mantenía despabilado.

Willians Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra, con una inteligencia despejada que no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen. 
En Monterrey, Willians se ambientó en todos los ambientes que había conocido, como pez en el agua, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otras géneros musicales menos gastronómicos.
En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.
Casi todos, sin contar a Willians, se vieron en serios aprietos económicos. Willians se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de “El manicero” (o manisero). 
Durante ese periodo especial tuvo lugar una famosa apuesta en la que, según se dice, participó de alguna manera Willians. Otros señalan a dos de los estudiantes que vivían en Los grises, un conjunto de apartamentos en la cercanía del Tecnológico. También se atribuye la ocurrencia a dos habitantes de La silla, otro conjunto de apartamentos para estudiantes, pero el hecho es que ahora ninguno de los responsables reconoce la paternidad del suceso. 
Nadie, en principio, tomó en serio la apuesta, de la cual se habló con varios días de antelación, pero era ya un principio de apuesta. Se apostó a que lo harían y lo hicieron. Una noche de diciembre de 1965, durante las fiestas del Señor que es hijo del Señor, se llevó casi felizmente a cabo.
Encuerados, calatos, en pelotas, desnudos como peces (a excepción de las gorras que cubrían sus cabezas) y con suficiente alcohol en la sangre, dos estudiantes anónimos  salieron trotando de su apartamento a la calle, al frío punzante -un suavísimo trote-, y emprendieron la vuelta a la manzana dejando atrás las miradas relativamente incrédulas de sus compañeros y cómplices. 
Al amparo de la noche, la sombra o la penumbra, en el ambiente casi bucólico del área y en la atmósfera de recogimiento de esos días, habrían debido pasar y pasaron desapercibidos durante la mayor parte del trayecto, pero en la penúltima etapa encontraron una inmensa familia que entre libaciones y fuegos artificiales celebraba en la galería el nacimiento del niño Dios.
Los trotadores no se inmutaron. Al pasar frente a la galería saludaron cortésmente, amablemente, quitándose las gorras y en ese mismo instante se armó la pelotera, el griterío de las mujeres escandalizadas y el júbilo de la chiquillada, las posibles llamadas a la policía.
Un corto trecho más adelante, al doblar la última esquina terminaba el trayecto e ingresaron de nuevo al apartamento, a la tibieza del nido, entre aplausos y risas, y vasos de tequila y de ron y de cerveza. 
En otra memorable ocasión, después que se regularizó la  llegada de los cheques y las aguas volvieron a su nivel, Barón contrató los servicios gratuitos de Willians y sus músicos para darle una serenata a una chamaca de la cual cierto amigo creía estar perdidamente enamorado o por lo menos infatuado.
Parece que fue ayer, diría Barón alguna vez, recordando el episodio.
En lontananza, parece que fue ayer. El valle de la primera canción que iban a cantar estaba plateado de luna y la serenata estaba a punto de empezar, pero no tan románticamente como se había planificado, sino a perdigonazos. Los serenateros tenían un buen tiempo ensayando poemas y canciones y ensayando tragos para darse calor y se saltaron una verja del jardín para acercarse a la ventana de la gentil doncella que dormía plácidamente. Y se acercaron tanto que cuando la voz aguardentosa y rompiente del enamorado, cuando aquel vozarrón trasnochado se hizo sentir como un trueno en la profundidad del silencio para dedicar la serenata y un poema, la  desgraciada agraciada pegó el grito al cielo y se metió despavorida bajo la cama clamando ayuda. Y en su ayuda acudió la voz del padre, apagada y legañosa, pero audible, rapidito mi vieja la escopeta, que hay ladrones, mi vieja, rapidito.
Tratando de remediar lo irremediable, igual de rapidito y un poco cagandito los músicos se hicieron señas para iniciar la velada y aclarar el equívoco, pero el tiempo apremiaba y por un momento temieron lo peor y se dieron a la fuga. Aquel valle plateado de luna y aquel sendero de mis amores que apenas iban a comenzar a cantar, hubieran podido teñirse de otro color. Pero la sangre no llegó al río. Apenas por un pelito el valle plateado de luna no se plateó de rojo. En cambio el  sendero de mis amores quedó intransitable por varios días.
Willians sonreía... Desde el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría, Willians sonreía al recordar que en ese episodio había participado un estudiante de ingeniería eléctrica a quien llamaban cariñosamente el Trípode.
Al Trípode le decían así por cierta mayúsculación sexual, una tercera pierna o pata que portaba con tanto orgullo como el apodo.
De acuerdo a fuentes no confirmadas, pero tampoco desmentidas, el Trípode entró en una ocasión a un sanitario del Tecnológico y se paró frente a un mingitorio a mingir, cerca de un profesor conocido por sus ocurrencias y buen humor. El profe, al parecer, echó una mirada involuntaria, indiscreta, al equipo colgante del Trípode y se sobresaltó, se espantó teatralmente, se echó hacia atrás como si temiera que pudieran morderlo.
¡Válgame Dios!, exclamó bruscamente con los ojos brotados, desorbitados, ¿usted trajo ese animal a orinar o a beber agua?


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