sábado, 15 de junio de 2019

YELIDÀ 1-2)


Yelidá (1 de 2)

En la década de 1940 empezó a manifestarse en Santo Domingo una curiosa tendencia literaria de intención épico-lírica que produciría una fuerte sacudida en el mundo o mundillo literario del país. Provocaría en breve tiempo un cambio de rumbo en la orientación de las letras dominicanas.

Ese rico filón épico-lírico, cuyo estudio merece un capítulo aparte en la historia literaria, dio origen a algunas de las obras poéticas más importantes del terruño, obras notables que se cuentan entre las cosas más valiosas del patrimonio nacional intangible.

Sus autores, un grupo de poetas independientes (los llamados Independientes del cuarenta, que no formaban parte de agrupaciones literarias), habrían de convertirse con el correr de los años en figuras cimeras de las letras nacionales.

El grupo está compuesto por Tomás Hernández Franco y Manuel del Cabral (que fueron los pioneros), Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir.

La importancia histórica de la obra de Tomás Hernández Franco es en extremo interesante. Hernández Franco es el deleznable autor de “La revolución más bella de América” (la de Trujillo), y es también autor del inspirado y extraño y magnífico poema “Yelidá”, publicado en 1942.

Yelidá es un poema deslumbrante o mejor dicho un poema paisaje, quizás un poema espejismo en el que la geografía del ambiente poético se construye como por encanto ante la mirada del lector sensible: poema de arquitectura barroca que persiste en la memoria y en la retina. Uno de los elementos formales de esta construcción es precisamente el flujo ininterrumpido de imágenes, la forma en que se articulan las palabras para producir un sentido innovador, fuera de serie:

“Buscaron a Badagris dictador de la puñalada y del veneno / espíritu suelto de los cañaverales / donde el tafiá es primero flor y luego miel / el padre del rencor y de la ira / el que enciende la choza al leve contacto de su mano negra / y viola a todas las niñas en el vientre de las madres dormidas. /Buscaron a Agoué dios ventrudo del agua / mitad evaporado de sol y de brasa / y mitad prisionero del pantano /aburrido de moscas y de olas / en su casa de vientos y de esponjas”.

El ritmo y la adjetivación insólita juegan un papel de suma importancia en este poema: son protagonistas de primer orden. Es el ritmo interior lo que convierte a “Yelidá” en un poema tan impetuoso, mágico, luminoso y tembloroso como “un derroche de fuegos artificiales”.

Decía Sergei M. Eisentein, el famoso director de cine soviético, que “el arte de componer bien es el arte de variar bien”. No cabe duda que Tomás Hernández Franco aprendió esta lección en alguna parte:

“Con alma de araña para el macho cómplice del espasmo / Yelidá por el propio camino de su vientre / asesina del viento perdido entre los dientes de la gruta / ahí se estaba vegetal y ardiente / en húmeda humedad de hongo y de liquen / caliente como todo lo caliente / cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna / hecha de filtro y de palabra rara /en el agua del charco con su verde y su larva / y su ala a medio nacer y su andar de meteoro / Yelidá deshojada a sí y a no / por éxtasis de blanco y frenesí de negro / profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo / en secreto de surcos y en místico de llamas”.

Ahora bien, ¿qué cosa es exactamente Yelidá, qué lugar ocupa en nuestra literatura, que representa en el plano de las opciones estético-ideológicas?

Yelidá es una especie de epopeya trunca, o si se quiere, un fragmento de epopeya (sui generis) cuyo espectáculo narrativo se sitúa aparentemente fuera del presente. El desarrollo de la historia tiene lugar en cinco fases o etapas que llevan por título: “Un antes”, “Otro antes”, “Un paréntesis” y “Un final” que consta de un solo verso.

En la primera parte conocemos a Erick, un simple “muchacho noruego con “ fuerza de remo y sencillez de espuma”. Era “mitad Tritón y mitad ángel”, tan puro e inocente que a los veinte años se mantenía “virgen dentro de sus botas de hule”. Un buen día, estimulado por un tío marinero que le “contaba entre dientes largas historias de islas” , Erick se puso en ruta y fue a parar a Fort Liberté. Allí conoce a Mamuasel Suquiete, una muchacha negra que se enamora de su belleza blanca y le hace perder su “escandinava inocencia”. Erick trata en principio de “ahuyentarla de su cabeza rubia”, pero al final sucumbe sin remedio, víctima de las artes mágicas del vudú, “ y muy pronto los casó el obispo francés”. Erick deja entonces de ser marinero y se convierte en vendedor de arenques. Luego, en un tiempo indeterminado, muere de alguna manera “entre Jesucristo y Damballá Queddó”.
Tomás Hernández Franco lo cuenta mejor en el poema. Lo cuenta en unos versos trepidantes como no se han vuelto a ver en la poesía dominicana. Versos y reversos rebosantes de intuiciones líricas insospechadas, audaces registros verbales, pulsaciones poéticas insospechadas:

“Erick el muchacho noruego que tenía / alma de fiord y corazón de niebla apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes / la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes./ En el más largo mes del año había nacido / en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas /parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche / de padre ausente naufragado / nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas / de escamas y de agallas y de aletas. / Era el quinto hijo para el mar nacido / Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente / fuerza de remo y sencillez de espuma / como todos los muchachos de la playa /mitad Tritón y mitad Ángel. / Pero Erick no sabía nada de eso / pulso de viento y terquedad de proa / aprendió los nombres de los peces de las puntas y cabos / la oración del canal y la bahía /a los quince años conocía mil golfos /y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre / ni un solo pensamiento de noruega / le había caminado entre las cejas rubias. /

En un anual calafateo de lanchas /llamas estopa y brea / Erick tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule / y creía que los niños nacen así como los peces / en la noche quieta de los reposos del mar / pero el tío piloto contaba entre dientes largas historis de islas / con puertos bruñidos y azules / donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco / donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas / y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam./ El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros / en lengua que no podía ser noruega y que ponía / en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos./

A los veintidos años Erick tenía la mirada gris azul / densa de su alma puesta en dique / y una voluntad de timón y de quilla / por llegar a las islas de las montañas de azúcar / donde decía el tío las noches olían a cedro como las barricas de ron / Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas / pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas / en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega/flacos y callados y tristes./ Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta”.




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https://acento.com.do/2019/opinion/8694909-yelida-2-de-2/

Yelidá (2 de 2)

De la unión de Erick y Mamuasel Suquiete nace la mulata Yelidá. Y el nacimiento es todo un acontecimiento, una epifanía tropical de inusitada raigambre telúrica:
“Y así vino al mundo Yelidá en un vagido de gato tierno / mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí / alegre de todos sus dientes y de su forma rota / por el regalo del marido rubio / y Yelidá estaba inerme entre los trapos / con su torpeza jugosa de raíz y de sueño / pero empezó a crecer con lentitud de espiga / negra un día sí y un día no / blanca los otros / nombre de vodú y apellido de kaes / lengua de zetas / corazón de ice-berg / vientre de llama hoja de alga flotando en el instinto /nórdico viento preso en el subsuelo de la noche / con fogatas y lejana llamada sorda para el rito”.
Ella sigue creciendo “con lentitud de espiga”, fuerte y lozana, y mientras crece en aquel ambiente va poniendo en peligro la sangre nórdica de su padre. ¿Cuál puede ser el destino de la sangre blanca de Erick en esa tierra de negros?
La acción llega al climax cuando Yelidá se hace adulta y, alarmados, los inocentes dioses nórdicos se trasladan hacia Haití en masa para interceder ante los bárbaros dioses del panteón vudú por la salvación de la sangre blanca que corría por las venas de la muchacha mulata. El enfrentamiento de ambas cofradías religiosas  constituye la parte mas hermosa y vibrante del poema. 

Los liliputienses dioses infantiles de la nieve / los viejecillos vestidos de rojo / que sacuden la niebla de sus barbas /
y los que soplan sobre las letras sin rumbo de las veletas / los habitantes del rescoldo /los del viento ululante / los que dibujan las árticas auroras / los dioses de algodón y de manzana / que tienen largo el sur y corto el norte / los que sobre la tímida y verde vida del musgo verde / resbalan y juegan con las flores del hielo / los hiperbóreos duendes del trineo y del reno / supieron la noticia en lengua de disueltos huracanes lejanos./ Sangre varega en la aventura de cosas de hombre / por cosas de mujer se trasplantaba / en islas de caracol y de pimienta”…
A pesar del largo viaje y a pesar de las súplicas, la misión de los dioses  nórdicos termina en fracaso: “aquella noche Yelidá había tenido su primer amante”. La sangre blanca de Erick ya no tenía salvación:
“perdida iba a quedar para su ártico / en el flotante archipiélago encendido / perdida iba a quedar para su mansa / vegetación de pinos ordenada / perdida iba a quedar para su lucha / de olas, aceite y peces / perdida iba a quedar para Noruega / en las islas de fuego condenada. / Viajeros por los hondos caminos del subsuelo adornados de tumbas / donde dialoga el fósil con la raíz podrida / y el hueso suelto espera la trompeta / y se hace oscuro el secreto del agua / que lava las pupilas insomnes del mineral perdido / por la grieta y la gruta y el estrato / los dioses de leche y nube con el sexo de niño / buscaron al otro dios de los mil nombres / al dios negro del atabal y la azagaya / comedor de hombres constelado de muertes / Wangol del cementerio y del trueno /
el dueño del ojo vidriado de zombí y la serpiente/ Buscaron a Ayidá-Oueddó que es la que pone / a arder la lámpara roja del estupro / la que en el hondo vientre de cueva del bongó mantiene /
las cien serpientes locas del dolor y la vida / la que en la noche de Legbá suelta los perros del deseo / la que está partida en dos mitades por sexo infinito / maestra de la danza sagrada para llegar hasta ella misma / domadora del grito y del espasmo./
Implorantes de llantos en sordina /
Casi borrachos ya de olor de isla /
los dioses de Noruega pedían salvar la última gota de la sangre de Erick/
la escandinava inocencia de una gota de sangre”.
En los trepidantes versos y las deslumbrantes imágenes de “Yelidá” se pone de manifiesto la esencia ética y estética de la obra, la definición sustantiva y sustancial del poema: “Yelidá” es, en el mejor de los casos, un lamento (en sordina) por la sangre nórdica que se diluye en el contexto de la negritud. El triunfo de la cofradía afroantillana sobre la nórdica puede expresarse y resumirse con estas palabras: “Se nos dañó el muchacho.” De ninguna manera parece ser una celebración de la mezcla de razas, del mestizaje que define a las Américas.
En “Yelidad” se produce el clásico enfrentamiento entre “Civilización y barbarie”, dando por descontado que los bárbaros son esos pueblos nuestros, cultores de religiones sincréticas como el  vudú, pueblos que desgraciadamente han derrotado a “los dioses de algodón y de manzana”, portadores de civilizadora sangre blanca.
La historia de «Yelidá» es un poco la historia del mestizaje.  El pasado y el presente. La historia de pueblos oprimidos, cuyas calamidades o desgracias han sido atribuidas cómodamente al origen étnico y no a su pesado fardo histórico y social.


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Pedro Conde Sturla
14 junio, 2019



Tomás Hernández Franco. 

De la unión de Erick y Mamuasel Suquiete nace la mulata Yelidá. Y el nacimiento es todo un acontecimiento, una epifanía tropical de inusitada raigambre telúrica:
“Y así vino al mundo Yelidá en un vagido de gato tierno / mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí / alegre de todos sus dientes y de su forma rota / por el regalo del marido rubio / y Yelidá estaba inerme entre los trapos / con su torpeza jugosa de raíz y de sueño / pero empezó a crecer con lentitud de espiga / negra un día sí y un día no /blanca los otros / nombre de vodú y apellido de kaes / lengua de zetas /corazón de ice-berg / vientre de llama hoja de alga flotando en el instinto /nórdico viento preso en el subsuelo de la noche / con fogatas y lejana llamada sorda para el rito”.

viernes, 14 de junio de 2019

LA BIBLIA Y OTROS ENGENDROS

Casi la mitad de los siete mil millones de bípedos parlantes del planeta creen en la fábula o en una de las variantes de la fábula, de la mitología que elaboraron los judíos a partir de las mitologías egipcias, mesopotámicas, helenisticas... Eso que se llama Biblia. 

“Casi todas las culturas han desarrollado su mito de creación propio, y la historia del Génesis es simplemente la que fue adoptada por una tribu particular de pastores del Medio Oriente”. 
(Richard Dawkins).

"El cristianismo -afirma Wolfgang Beutin- se inició con un robo grave, cardinal: ¿Porque cómo pasó el Antiguo Testamento a manos de los cristianos? La verdad es que lo fue arrebatado a los judíos y "se utilizó como arma arrojadiza contra ellos: un proceder increíblemente mendaz  denominado interpretatio Christiana; un suceso singular y sin igual en toda la historia de la religión y casi el único rasco original de la historia cristiana de fe". 
Pero la obra literaria, el Antiguo Testamento, transmite una idea de Dios, cuya esencia bárbara no tiene igual. "¡Y este Dios, arrogante y poseído de absolutidad como ningún otro engendro en la historia de la religión antes, y de una crueldad no superable con posterioridad, se halla detrás de toda la historia del cristianismo! (...) Un dios que con nada disfruta tanto como con la venganza y la ruindad. Un dios que arde en delirios homicidas".
(Karlheinz Deschner:La Historia criminal del cristianismo)
"El Dios del Antiguo Testamento es, sin duda el personaje más desagradable en toda ficción: celoso y orgulloso de ello, un mezquino, injusto, un controlador implacable, un vengativo limpiador étnico sediento de sangre, un misógino, homófobo, racista, infanticida, genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista, matón caprichosamente malévolo". 
(Richard Hawkins).

"La Biblia enseña a “Abrasar en nombre del Señor, incendiar en nombre del Señor, asesinar y entregar al diablo, siempre en nombre del Señor". 
(Georg Christoph Lichtenberg ).

"Enseñar un niño o una niña, una criatura inocente, a creer en el diablo y el infierno es una crueldad y un abuso".
(Richard Dawkins).

domingo, 9 de junio de 2019

ANDRÈ MAUROIS: EL ARTE DE ESCRIBIR


Pedro Conde Sturla
21 de agosto de 2009













El arte de escribir” es un famoso texto de Andrè Maurois que no tiene desperdicio. Se trata de un tema que, desde la antigüedad ha ocupado la mente de grandes escritores y es mucho lo que se ha teorizado al respecto. En Biblioteca Digital Ciudad Seva hay todo un capítulo dedicado a “Opiniones y Consejos de los Maestros Sobre el Arte de Narrar”, que los interesados podrán consultar con provecho. No aparece entre los maestros, sin embargo, el nombre de Andrè Maurois y ni siquiera el de Diógenes Céspedes.
Sobre el arte de narrar he aprendido varias lecciones. Una de ellas es la de Huidobro en “Arte poética”, la clásica, especialmente en lo que concierne al uso del adjetivo:
Que el verso sea como una llave / que abra mil puertas. / Una hoja cae; algo pasa volando; / cuanto miren los ojos creados sea / y el alma del oyente quede temblando. / Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / el adjetivo, cuando no da vida, mata. / Estamos en el ciclo de los nervios. / El músculo cuelga. / como recuerdo, en los museos; / mas no por eso tenemos menos fuerza: / el vigor verdadero / reside en la cabeza. / Por que cantáis la rosa, !Oh poetas¡ / hacedla florecer en el poema. / Solo para nosotros / viven todas las cosas bajo el sol. / El poeta es un pequeño dios.
Otra lección muy importante es la de Paul Valèry, citada por Andrè Maurois. Valèry aboga por la sencillez, al igual que Borges, y aconseja el uso de palabras “menores” en lugar de palabras “mayores”, palabras rimbombantes.
Maurois aconseja por su parte el uso de “la palabra concreta que designa los objetos, los seres, a la palabra abstracta.” Aconseja el uso de la frase corta, aconseja evitar el rebuscamiento y la pedantería, aconseja el estudio de los clásicos y el rigor de la disciplina constante: “sentarse cada día a su escritorio, no para soñar, sino para trabajar”…“La inspiración nace del trabajo.”
Son muchos y valiosos, como se verá, los consejos de Maurois sobre el arte de escribir, aunque le faltó mencionar los peligros del uso del gerundio y cómo evitarlos.
Ahora bien, la más grande lección que he aprendido sobre el tema, quizás la mejor de todas, es que ninguna lección puede enseñarte a escribir. Algunos nacen sabiendo, son escritores natos, así como Mozart era un músico nato. Él nació con la música por dentro.
Otros aprenden con el tiempo, el esfuerzo, la práctica. Otros no aprenden nunca. En realidad nunca se termina de aprender a escribir, pero la perseverancia ayuda. Por algo dicen que “el genio no es más que paciencia infinita”.



ANDRE MAUROIS, EL ARTE DE ESCRIBIR
Usted desea aprender a escribir. Tiene razón. De nada sirve tener las ideas justas si uno no sabe expresarlas debidamente. Ni las palabras, ni la elocuencia misma, son suficientes, porque las palabras se desvanecen. Un escrito perdura: aquellos a quienes va dirigido pueden volver a leerlo, meditarlo. Queda para ellos como una imagen del autor. Una relación bien readaptada, bien escrita, está en la base de más de una gran carrera.
Para escribir bien hay que poseer cultura. No es necesario estar al corriente de la literatura más moderna. Es mejor el conocimiento de los grandes clásicos, que suministra citas y ejemplos, introduce a una asociación secreta y poderosa, esta misteriosa francmasonería de los hombres cultivados que uno encuentra tan frecuentemente entre los médicos, los ingenieros y los escritores. Sobre todo, la cultura nos da vocabulario. Uno no escribe con los sentimientos, sino con las palabras. Usted debe conocer suficientes de ellas y haber penetrado su sentido exacto. De lo contrario las empleará inadecuadamente, el lector no le comprenderá.
La Academia Francesa pasa una sesión entera definiendo tres o cuatro palabras. Esto no es jamás tiempo perdido. Por falta de un lenguaje preciso, todo un pueblo puede ser lanzado en prosecución de objetivos vagos que no merecen ser perseguidos. Por lo tanto, busque en los diccionarios –y sobre todo en el Littré– que darán ejemplos preciosos. Cada vez que usted ignore el sentido de una palabra, búsquelo. Lea los grandes autores. Vea cómo, con las palabras que usa todo el mundo, él sabe crear un estilo. ¿Cuáles autores? Moliere, el cardenal de Retz, Saint Simón, Voltaire, Diderot, Chateaubriand, Hogu. Ensaye a descubrir el secreto de cada uno de ellos y las fuentes de su maestría.
No ensaye tener usted mismo un estilo. Ya vendrá solo si usted se forma a la vez un rico vocabulario y fuertes pensamientos. Aquello que uno concibe bien se enuncia claramente.
Guárdese de lo rebuscado y pedante. Nada echa a perder más un estilo que la vanidad. Diga simplemente lo que tenga que decir.
Valèry ha dado este consejo: «De dos palabras, hay que escoger la menor». Es decir, la menos ambiciosa, la menos ruidosa, la más modesta. Prefiera siempre la palabra concreta que designa los objetos, los seres, a la palabra abstracta. «Los hombres», viene mejor que «la humanidad, «tal hombre«, es mejor que «los hombres». Las palabras abstractas son útiles, aun necesarias, pero pronto hacen que el lector vuelva a lo concreto. Con las palabras abstractas uno puede probarlo todo, pero no realizar nada.
Prefiera siempre el sustantivo y el verbo al adjetivo. Más tarde aprenderá a manejar éste como lo han hecho Chateaubriad y Proust, pero es difícil.
El filósofo Alain, que fue un gran profesor, dio este consejo: «Reducir los preparativos al mínimo. Es decir, no os preguntéis por largas horas ¿Como comenzar?, sino comenzad. La primera frase sugerirá la siguiente. Los pensamientos se desarrollarán uno tras otro. Si queréis una trama, no avanzaréis jamás. Si esperáis inspiración, esperaréis en vano. La inspiración nace del trabajo».
Stendhal decía que él tenía que escribir cada mañana, «genio o no genio» y el antiguo autor Plinio expresó «Nulla dies sine linea» (Ni un día sin líneas).
Si uno no se propone sentarse cada día a su escritorio, no para soñar, sino para trabajar, si uno se permite pensar: «esta mañana no me siento bien, estoy indispuesto, en la mañana los trabajos son difíciles», entonces está perdido. Al día siguiente hallará una nueva excusa y la vida pasará entre la haraganería y el fracaso.
¿Podremos dominar las dificultades de lenguaje y estilo, descubrir la frase por una palabra familiar? Sí, porque se habrán adquirido a la vez el gusto y la autoridad necesarios.
Los grandes escritores tienen sus vulgaridades intencionales, los grandes embajadores escriben sus informes humorísticamente y brutalmente concretos. Hay que tratar de imitarlos, de obtener su experiencia y su talento.
No hay que atraer la atención, sino por la precisión vigorosa de las fórmulas, por el ajuste perfecto de las frases a las ideas, por una brevedad compacta y plena. En fin, hay que guardarse, mientras no se sea un maestro, de las frases largas.
Bossuet las usa, pero él era Bossuet. Cuando el señor Caillaux era presidente del Consejo, le dijo a su jefe de gabinete, cuyo estilo le parecía ampuloso: «Escúcheme, una frase francesa se compone de un sujeto, un verbo y un complemente directo, eso es todo. Y cuando necesite un complemento indirecto, venga a buscarme».
          Usó así una exageración graciosa y oportuna. Pero, en el fondo, era verdad.
(El Arte de escribir de Andre Maurois, de la Academia Francesa, publicado en el diario Clarín el 21.05.64. Página de la Profesora Correctora Hilda Elina Lucci).






pcs, viernes, 21 de agosto de 2009


sábado, 8 de junio de 2019

Yelidá (1 de 2)

Yelidá (1 de 2)

Yelidá (1 de 2)

En la década de 1940 empezó a manifestarse en Santo Domingo una curiosa tendencia literaria de intención épico-lírica que produciría una fuerte sacudida en el mundo o mundillo literario del país. Provocaría en breve tiempo un cambio de rumbo en la orientación de las letras dominicanas.
Ese rico filón épico-lírico, cuyo estudio merece un capítulo  aparte en la historia literaria, dio origen a algunas de las obras poéticas más importantes del terruño, obras notables que se cuentan entre las cosas más valiosas del patrimonio nacional intangible.
Sus autores, un grupo de poetas independientes (los llamados Independientes del cuarenta, que no formaban parte de agrupaciones literarias), habrían de convertirse con el correr de los años en figuras cimeras de las letras nacionales.
El grupo está compuesto por Tomás Hernández Franco y Manuel del Cabral (que  fueron los pioneros), Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir.
La importancia histórica de la obra del primero de ellos es notable en más de un sentido. Tomás Hernández Franco es el deleznable autor de “La revolución más bella de América” (la de Trujillo), y es también  autor del inspirado y extraño y magnífico poema “Yelidá”, publicado en 1942.
Yelidá es un poema deslumbrante o mejor dicho un poema paisaje, quizás un poema espejismo  en el que la geografía del ambiente poético se construye como por encanto ante la mirada del lector sensible: poema de arquitectura barroca que persiste en la memoria y en la retina. Uno de los elementos formales de esta construcción es precisamente el flujo ininterrumpido de imágenes, la forma en que se articulan las palabras para producir un sentido innovador, fuera de serie:
“Buscaron a Badagris dictador de la puñalada y del veneno / espíritu suelto de los cañaverales / donde el tafiá es primero flor y luego miel / el padre del rencor y de la ira / el que enciende la choza al leve contacto de su mano negra / y viola a todas las niñas en el vientre de las madres dormidas. /Buscaron a Agoué dios ventrudo del agua / mitad evaporado de sol y de brasa / y mitad prisionero del pantano /aburrido de moscas y de olas / en su casa de vientos y de esponjas”.
El ritmo y la adjetivación insólita  juegan un papel de suma importancia en este poema: son protagonistas de primer orden. Es el ritmo interior lo que convierte a “Yelidá” en un poema tan impetuoso, mágico, luminoso y tembloroso como “un derroche de fuegos artificiales”.
Decía Sergei M. Eisentein, el famoso director de cine soviético, que “el arte de componer bien es el arte de variar bien”. No cabe duda que Tomás Hernández Franco aprendió esta lección en alguna parte:
“Con alma de araña para el macho cómplice del espasmo / Yelidá por el propio camino de su vientre / asesina del viento perdido entre los dientes de la gruta / ahí se estaba vegetal y ardiente / en húmeda humedad de hongo y de liquen / caliente como todo lo caliente / cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna / hecha de filtro y de palabra rara /
en el agua del charco con su verde y su larva / y su ala a medio nacer y su andar de meteoro / Yelidá deshojada a sí y a no / por éxtasis de blanco y frenesí de negro / profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo / en secreto de surcos y en místico de llamas”.
Ahora bien, ¿qué cosa es exactamente Yelidá, qué lugar ocupa en la literatura dominicana, qué representa en el plano de las opciones estético-ideológicas?
Yelidá es una especie de epopeya trunca, o si se quiere, un fragmento de epopeya (sui generis) cuyo espectáculo narrativo se sitúa aparentemente fuera del presente. El desarrollo  de la historia tiene lugar en cinco fases o etapas que llevan por título: “Un antes”, “Otro antes”, “Un paréntesis” y “Un final” que consta de un solo verso.
En la primera parte conocemos a Erick, un simple “muchacho noruego con “ fuerza de remo y sencillez de espuma”. Era “mitad Tritón y mitad ángel”, tan puro e inocente que a los veinte años se mantenía “virgen dentro de sus botas de hule”. Un buen día, estimulado por un tío marinero que le “contaba entre dientes largas historias de islas” , Erick se puso en ruta y fue a parar a Fort Liberté. Allí conoce a Mamuasel Suquiete, una muchacha negra que se enamora de su belleza blanca y le hace perder su “escandinava inocencia”. Erick trata en principio de “ahuyentarla de su cabeza rubia”, pero al final sucumbe sin remedio, víctima de las artes mágicas del vudú, “ y muy pronto los casó el obispo francés”. Erick deja entonces de ser marinero y se convierte en vendedor de arenques. Luego, en un tiempo indeterminado, muere de alguna manera “entre Jesucristo y Damballá Queddó”.
Tomás Hernández Franco lo cuenta mejor en el poema. Lo cuenta en unos versos trepidantes como no se han vuelto a ver en la poesía dominicana. Versos y reversos rebosantes de intuiciones líricas insospechadas, audaces registros verbales, pulsaciones poéticas insospechadas:
“Erick el muchacho noruego que tenía /
alma de fiord y corazón de niebla apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes / la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes./ En el más largo mes del año había nacido / en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas /
parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche / de padre ausente naufragado / nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas / de escamas y de agallas y de aletas. / Era el quinto hijo para el mar nacido / Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente / fuerza de remo y sencillez de espuma / como todos los muchachos de la playa /
mitad Tritón y mitad Ángel. / Pero Erick no sabía nada de eso / pulso de viento y terquedad de proa / aprendió los nombres de los peces de las puntas y cabos / la oración del canal y la bahía /
a los quince años conocía mil golfos /
y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre / ni un solo pensamiento de noruega / le había caminado entre las cejas rubias. /
En un anual calafateo de lanchas /
llamas estopa y brea / Erick tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule / y creía que los niños nacen así como los peces / en la noche quieta de los reposos del mar / pero el tío piloto contaba entre dientes largas historis de islas / con puertos bruñidos y azules / donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco / donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas / y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam./ El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros / en lengua que no podía ser noruega y que ponía / en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos./
A los veintidos años Erick tenía la mirada gris azul / densa de su alma puesta en dique / y una voluntad de timón y de quilla / por llegar a las islas de las montañas de azúcar / donde decía el tío las noches olían a cedro como las barricas de ron / Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas / pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas / en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega/ flacos y callados y tristes./ Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta”.


Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
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pedro Conde Sturla
7 junio, 2019
En la década de 1940 empezó a manifestarse en Santo Domingo una curiosa tendencia literaria de intención épico-lírica que produciría una fuerte sacudida en el mundo o mundillo literario del país. Provocaría en breve tiempo un cambio de rumbo en la orientación de las letras dominicanas.
Ese rico filón épico-lírico, cuyo estudio merece un capítulo aparte en la historia literaria, dio origen a algunas de las obras poéticas más importantes del terruño, obras notables que se cuentan entre las cosas más valiosas del patrimonio nacional intangible.

viernes, 7 de junio de 2019

OTRAS MEDITACIONES, OTROS ÁMBITOS DE COLMADÓN

Pedro Conde Sturla
 30 de octubre de 2008
Marguerite Yourcenar

El ingeniero filósofo José Ramón Bonilla Almonte comenta con gracia en un correo, con su acostumbrada agudeza y sentido del humor la entrega que le dediqué la semana pasada:

En una página sonora de El Caribe aparezco con mi sonrisa búdica al lado de mi fraterno Dinápoles, ambos encaramados en la montaña mágica de Polo, compartiendo una sesión de sanación a tales alturas orográficas, como si rememorásemos la obra homónima de Thomas Mann... Yo, escondido en mi sonrisa de camaján, y Dinápoles, llenando su sacramental espacio de consagración existencial, como si la vida se colmara en una construcción voluntaria de tedéum y de horas santas...”

Bonilla confiesa más adelante:

Toda lectura y relectura por mi parte exige grandes sacrificios, pues no puedo dejar de identificar mi vida con las tramas que pretendo deshilvanar, reconstruyendo un libro paralelo al de los autores...” 

En sus comentarios también se expone al sacrificio, al desgarramiento. Hoy Bonilla rememora “otras voces, otros ámbitos” igualmente desgarrados y desgarradores. El ámbito de Truman Capote, de Marguerite Yourcenar y de Walt Whitman.

Una cuarta pieza pertenece, en cambio, al ámbito de la ciencia y de la música puras y es una especie de material cifrado (para los profanos), en una especie de código navajo que sólo comparte con Dinápoles y otros pocos elegidos.



TRUMAN CAPOTE



La literatura norteamericana nunca ha estado exenta de las tangencialidades sexuales, demostrativas de las búsquedas frustradas de paraísos materiales, así como de los extravíos de  las sensibilidades irresueltas, todo ello dentro de un mundo machista de gangsterismos implacables. ..

  Cuando leía en Monterrey “Manhattan Transfer”, de John Dos Passos, me percaté de que en la Nueva Inglaterra de inicios del siglo XX todo estaba permitido, menos fracasar económicamente...y que el verbo amar era inconcebible de conjugar sin éxitos materiales que garantizaran la existencia cotidiana... y que la belleza de la mujer conquistada en franca indefensión económica era letal, porque el sujeto que amaba simplemente era intercambiado por la femme por un candidato cualquiera cuando flaqueaba el bolsillo, aunque el nuevo pretendiente sólo  fuera ligeramente superior a escala económica...

  A Truman Capote le tocó vivir estas tremendidades y optó por autoprotegerse de tales amenazas refugiándose en la doble protección del talento y el afeminamiento.

  De ingenio indiscutible quiso, al final de su carrera, constituirse en el Proust norteamericano.

  Inició su última saga narratológica asumiendo una descriptología de los detalles de salón, a lo Marcel Proust, despellejando a la aristocracia norteamericana que tanto disfrutaba de sus ocurrencias y de su voz amanerada y aflautada...Pero no se cuidó de mantener los anonimatos y los respetos debidos.

  Marlon Brando se sintió infamado y amenazó con matarlo...otros famosos fueron más lejos y lo hundieron en el lodo del desprecio y de la ignominia...

  Finalmente sucumbió este pobre muchacho, hijo de una norteamericana golpeada, y finalmente recogida por un cubano apellidado Capote.

  Walt Whitman y Emile Dickinson, en sus respectivos géneros de poeta y poetisa insignes, fueron más recatados y felices, aunque padecieron de la misma dolencia tangencial.

  Pero nadie podrá ignorar la grandeza de este ser desdichado, genial e ido a destiempo, casi voluntariamente, en medio de un tremedal de escapes alucinatorios de sí mismo y de su pasado.


MARGUERITE YOURCENAR 


Marguerite Yourcenar fue muy discreta en su vida amorosa. Quien quiera pergeñar en sus secretos íntimos, a través de su vasta producción literaria, dedicada mas bien a evocaciones de la antigüedad y a una que otra reseña de su infancia, de seguro que se cansará en el afán infructuoso de excogitar juegos eróticos y de otra índole.

Sin embargo, de manera casi accidental me he encontrado con insinuaciones cuasi-inocentes, que revelan la sensibilidad
extraordinaria de esta mujer grandiosa, que vivió gran parte de su vida en Maine, acompañada de una amiga inseparable, que murió antes que ella, y que la sumió en una profunda depresión, sólo comparable a la soledad desértica de Flaubert (“Me parece que atravieso una soledad sin fin para ir a no sé dónde...Yo soy a un mismo tiempo el desierto, el viajero y el camello...”).
Voy a relatar un acontecimiento casi fútil, tomado del libro
“¿Qué? La Eternidad”, que describe un encuentro casi trivial de la niña Marguerite Yourcenar con una joven de su edad llamada Yolande.

Nos acostamos las dos juntas...y un instinto, una premonición de los deseos intermitentes experimentados y
satisfechos más tarde en el curso de mi vida, me hizo encontrar la posición y los movimientos necesarios de dos mujeres que se
aman...

Mis deseos no nacerían de verdad hasta años más
tarde, y alternativamente, durante años también,
desaparecerían hasta el punto de ser olvidados. Aquella Yolande, un poco dura, me amonestó gentilmente:

- Me han dicho que está mal hacer esas cosas.

-¿De verdad?- dije yo.

Y apartándome sin protestar, me dormí en seguida en el borde de la cama.”

La anciana solitaria quiso escribir su autobiografía, y apenas
nos dejo tres libros que sólo abarcaron parte de su niñez.

Acabo de leer “La llama doble” de Octavio Paz. El gran
ensayista y poeta sólo menciona una vez a Marguerite Yourcenar, a propósito de un poema de Teócrito, el primer poema de amor, escrito en el siglo III a.C., un largo monólogo de Simetha, inicio de los enconos de la mujer y sus misterios, donde se dan cita el amor, el odio, el despecho y el deseo.

La Yourcenar prefirió el amor-servicio en lugar del amor-pasión...Ella se identifico con el amor algo contemplativo y ascendente que predicó Diotima en “El Banquete” de Platón”.

Me cansé.


LOS VENCIDOS DE WHITMAN.



Acabo de conocer una curiosa hipótesis, nada violenta, de un norteamericano llamado Van Wyck Brooks, nacido en 1886.

Brooks dedica un estudio progresivo a Emerson, Henry James y Mark Twain, olvidando a Whitman, sosteniendo la tesis de la incompatibilidad de estos personajes con su vencedora madre patria.

En Emerson, Brooks estudia a un artista en desacuerdo con América; en James, el de un artista que escapa de América; y en Twain, el de un artista y periodista frustrado por América.

Como Whitman es silenciado, entonces él habla por si mismo, dando un salto de canguro al verso 18 de “Song of myself “.

I play not a march for victors only... / I play great

marches for conquered and slain persons…”



No toco una marcha tan sólo para los vencedores.../ toco grandes marchas por los vencidos y los asesinados. / Hago sonar tambores triunfales por los muertos.../ lanzo por mis boquillas la música más fuerte y divertida / en su honor, / lanzo vivas por los vencidos, por aquellos cuyos barcos de guerra / se hundieron en el mar, / y por todos los generales que perdieron batallas, / por todos

los heroes vencidos y por los numerosos héroes desconocidos, / que son iguales a los más grandes héroes conocidos.

Whitman era así: un héroe de aquellos que no tenían voces en los diarios.

Me voy.



DINÁPOLES


Sólo un Físico como tú puede racionalizar la música, incluyendo el efecto de la trompetista que la imita vocalmente.

  Toda la música es un trasunto de mezclar adecuadamente ondas acústicas provenientes de diferentes instrumentos musicales, a sabiendas de que una nota cualquiera, de 440 hertzios, por ejemplo,  suena “distinto” en cada instrumento por la sencilla razón de que la cavidad sonora de un violín es diferente a la de una flauta o la  de  un oboe.

  Pero si desarrollamos en Series de Fourier estas ondas sonoras en apariencia distintas veríamos y oiríamos la onda fundamental idéntica...La Natural.

  El físico más versado en estas correlaciones fue Helmholz (1821-1894), pero otros anteriores, como Euler y Bernoulli, también se dedicaron a correlacionar la música con la física clásica y la acústica.

A mí me tocó la suerte de estudiar vibraciones mecánicas con Beckley, en el TEC, y me familiaricé bastante con las mediciones electrodinámicas,  que son básicas para acometer la parte de la física clásica llamada acústica, la cual desgraciadamente ya no está en el currículo de física.

  Yo disfruto muchísimo relacionando la música con los estados de ánimo: Cuando estoy alegre pero no demasiado, que es mi estado  normal digo: Allegro ma non troppo.

Cuando me invade la melancolía suave digo: Poco allegro ma non lamentoso.



 pcs, jueves, 30 de octubre de 2008

sábado, 1 de junio de 2019

La conspiración de los empresarios (2 de 2)

La conspiración de los empresarios (2 de 2)

A Oscar Michelena, el otro empresario implicado en el complot contra Trujillo, no le fue tan bien como a Amadeo Barletta. Lo de Barletta había sido una estadía en el purgatorio, pero Michelena hizo un descenso al infierno (del cual no regresaría la mayoría de sus compañeros de infortunio). El también pertenecía a una familia de empresarios, gente que destacaba en el ámbito social y económico, bien posicionada y relacionada, pero de nacionalidad dominicana, lamentablemente dominicana, y aunque tenía parientes puertorriqueños no tenía padrinos extranjeros hasta que finalmente los tuvo. Empezó a tenerlos desde cuando alguien recordó o hizo valer un cierto dato biográfico que lo acreditaba como ciudadano norteamericano por haber sido registrado como tal en los primeros años de la década de 1920 en Puerto Rico o en algún otro de los muchos confines del imperio. A ese hecho aleatorio, un  simple giro, una parada de la rueda del azar,  debe Oscar Michelena haber salido con vida de las  mazmorras de Trujillo. Pero en el tiempo transcurrido entre su encarcelamiento y su liberación vivió en un mundo de horrores y sufrimientos que lo dejarían marcado para toda la vida.
Plataforma de tiro baja de la Fortaleza Ozama y muro de la Fortaleza Trujillo
Michelena cayó preso en compañía de unas veinte personas acusadas de complotar para matar a la bestia, tumbar el gobierno o cualquier otra cosa parecida, y lo que contó de su estadía, de su temporada en el infierno, dio a conocer con lujo de detalles muchas cosas que se ignoraban o pretendían ignorarse sobre el feroz régimen penitenciario de la era gloriosa. El tratamiento que le dieron a Michelena y sus compañeros de prisión no fue algo excepcional, fue rutinario, el tratamiento habitual, los abusos físicos y sicológicos que se aplicaban a los presos políticos en las cárceles de Trujillo. Muchas veces eran traídos como bestias para el matadero, descargados de los vehículos de transporte a patadas y puestos en las manos de sádicos que brincaban de alegría ante la llegada de carne y sangre nueva. Los recibían a golpes, a macanazos, a fuetazos, con un fuete lleno de nudos o con los famosos guevos de toro. Pero esos tipos de fuete se usaban generalmente en la ceremonia de bienvenida. Para torturar y arrancar confesiones o para el simple placer de los verdugos, se empleaba el famoso cantaclaro, un fuete corto de cables eléctricos trenzados con las puntas peladas que arrancaba pedazos de piel y carne junto a pedazos del alma. Un fuete definido por una palabra que lo decía todo en su cruel ironía. Cantaclaro.
Algún cronista afirma que Trujillo en persona golpeó con el cantaclaro a Michelena en la cara, pero la información no parece digna de crédito. Lo que está confirmado es que el primer día de su ingreso a prisión en la cárcel de Ozama, tuvo el privilegio de ser conducido en presencia de general Federico Fiallo.
Fiallo era miembro de una familia de antitrujillistas furibundos, en la que destacaba el irreductible Viriato, el Dr. Viriato Fiallo, y parecía querer compensar con su devoción a la bestia la desafección de sus parientes. Era un personaje escalofriante cuya presencia envenenaba la sangre, ponía a cualquiera a temblar con la mirada, con la voz y sus maneras rudas, frías, cortantes, amenazantes, y en su presencia Michelena se sentiría seguramente desvalido e inútil, desamparado, atemorizado quizás con una especie de temor profundo de los que se sienten como en las entrañas del alma.
Hay que imaginar que Fiallo se emplearía a fondo con todas sus malas artes (algo que lograba sin mucho esfuerzo), para infundir pavor en el ánimo de Michelena y arrancarle una confesión, motivarlo a decir lo que sabía, incluso lo que no sabía.
Después de la entrevista Michelena fue encerrado en una ratonera donde apenas cabían veinte personas y había treinta.
Esa noche, media hora antes de la medianoche -cuenta Crassweller-, un carcelero fue a buscarlo y lo condujo al patio de la prisión y lo amenazó con matarlo si no confesaba, le puso el cantaclaro frente a los ojos y lo obligó a caminar hacia unos arrecifes y descender hacia la antigua plataforma de tiro baja, que alguna vez estuvo casi en la ribera del apacible rio Ozama, a escasa altura del nivel de las aguas. Al lugar le llamaron el aguacatico desde el momento en que empezó a crecer una planta de aguacate que luego se pondría grande y frondosa, aunque la seguirían llamando con el diminutivo y puede que todavía exista. Existía, por lo menos, hasta hace unos años.
Maqueta de la Fortaleza Ozama en su estado original
La plataforma de tiro baja, donde todavía están emplazados los cañones coloniales,  se encuentra actualmente oculta detrás de la ciclópea muralla que la bestia hizo construir en lo que es hoy la Avenida del Puerto, la Avenida Francisco Alberto Caamaño Deñó, y había sido durante mucho tiempo un torturadero y fusiladero donde fueron ejecutados muchos de nuestros próceres. A ese lugar condujeron a eso de la medianoche a un aterrorizado Oscar Michelena. Lo esperaba un grupo de seres indescriptibles que parecían salidos de la tumba, más bien demonios surgidos del averno. Algo le dirían y algo respondería Michelena que los hizo enojar más de lo que parecían, si acaso estaban enojados y no felices, divertidos por dentro, o si el enojo no era parte de la diversión. Uno de ellos intentó azotarlo con el cantaclaro en la cabeza y Michelena levantó instintivamente un brazo para defenderse. El gesto hizo enfuriar de verdad al agresor que descargó esta vez una lluvia de golpes. Mas de cincuenta fuetazos dice Crassweller que le dio o le dieron en la espalda y otras partes del cuerpo, le desprendieron piel y pedazos de carne, le inutilizaron uno de los brazos.
Despertó, según se dice, en una asfixiante celda donde pasó un periodo indeterminado en compañía de sus excrementos, ratones y otras alimañas. Tan débil y maltratado quedó que durante varios días no tuvo fuerzas ni para comer.
Pero esa no fue la única vez que lo sometieron a semejante martirio. Crassweller dice que le aplicaron el mismo tratamiento en varias ocasiones.
Además no le permitían bañarse, apenas le daban agua en un lata hedionda a kerosén y tenía que hacer sus necesidades en una cubeta que no cambiaban hasta que no estaba rebosada, enfermó de gripe, contrajo malaria y le fue negada la quinina.
Sus compañeros no recibían un trato diferente. Eran azotados, colgados del techo, golpeados hasta que quedaban muchas veces sin conocimiento, ejecutados a veces rutinariamente o enviados al campo de concentración de Nigua donde no duraban mucho tiempo vivos.
Michelena estaba, como los demás, incomunicado y encerrado en una estrecha ratonera y probablemente habría corrido la suerte de la mayoría de sus compañeros de prisión si no se hubiese establecido que era ciudadano norteamericano.
A partir de ese momento, la embajada intervino y al poco tiempo consiguió que a uno de sus funcionarios se le permitiera entrevistar a Michelena en la cárcel al cabo de setenta y cuatro días de encierro. En una declaración jurada en presencia de un notario, Michelena contó lo que aquí parcialmente se ha contado.
Los representantes del imperio en las altas instancias del Departamento de Estado se indignaron o fingieron indignarse al descubrir (o fingir que descubrían) de lo que era capaz la criatura que habían fabricado las tropas de ocupación y dieron inicio a los tramites para obtener la liberación de Michelena. Algo que no se logró sin superar ciertas dificultades, pero sobre todo por obra y gracias de la influencia de personajes de alto vuelo en el mundo diplomático (Corder Hull, Sumner Welles, Arthur Schoenfeld). Se dice, en efecto, que Trujillo soltó a Michelena como un gesto de cortesía al ministro Schoenfeld.
De modo que Oscar Michelena salió vivo o casi vivo, milagrosamente vivo de la cárcel. Pero estaba -como dice Crassweller- abatido, derrumbado, aturdido, desorientado y completamente roto espiritualmente.
Antes de partir para el exilio tuvo tiempo de enterarse de que durante el tiempo de su encierro su familia había sido acosada judicialmente y había sido despojada de un ingenio azucarero, el ingenio San Luis y otras propiedades. Prácticamente habían perdido casi todo lo que tenían y estaban quizás en bancarrota. Quizás pura y simplemente al borde de la ruina.
(Historia criminal del trujillato [36]. Cuarta parte.
BIBLIOGRAFÍA:
Eric Paul Roorda, “The Dictator Next Door”
The Good Neighbor Policy and the Trujillo Regime in the Dominican Republic, 1930-1945
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”



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Pedro Conde Sturla
31 mayo 2029




Plataforma de tiro baja de la Fortaleza Ozama y muro de la Fortaleza Trujillo

A Oscar Michelena, el otro empresario implicado en el complot contra Trujillo, no le fue tan bien como a Amadeo Barletta. Lo de Barletta había sido una estadía en el purgatorio, pero Michelena hizo un descenso al infierno (del cual no regresarían la mayoría de sus compañeros de infortunio). El también pertenecía a una familia de empresarios, gente que destacaba en el ámbito social y económico, bien posicionada y relacionada, pero de nacionalidad dominicana, lamentablemente dominicana, y aunque tenía parientes puertorriqueños no tenía padrinos extranjeros hasta que finalmente los tuvo. Empezó a tenerlos desde cuando alguien recordó o hizo valer un cierto dato biográfico que lo acreditaba como ciudadano norteamericano por haber sido registrado como tal en los primeros años de la década de 1920 en Puerto Rico o en algún otro de los muchos confines del imperio. A ese hecho
aleatorio, un  simple giro, una parada de la rueda del azar,
debe Oscar Michelena haber salido con vida de las
mazmorras de Trujillo.