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miércoles, 17 de enero de 2018

Oscuro Amor de Norberto James Rawlings

Pedro Conde Sturla


Norberto James Rawlings ha vuelto a escribir y escribe y describe un oscuro amor con imágenes transparentes, de “oscura transparencia”, que dejan pasar la luz a cuentagotas, tamizan la impronta del recuerdo, “la triste máscara del recuerdo”, y recuperan con doloroso placer lo pasado y lo soñado, la madeja de sombras que nutre su presente.

Ha vuelto a escribir desde el aire “blando y frío de Nueva Inglaterra” y evoca intensamente aquel “azul de las noches de Cuba”, la de sus años de estudiante.

Escribe desde un amor inagotable e incurable, oscuro amor consumado que nunca fue consumido: 

“fragor y luz que ahora 

tu diminuta mano blanca

repentinamente clausura

silencia

con el índice del adiós” 


Escribe desde una incertidumbre y desde una certidumbre, desde “luminosas ventanas”, desde un abril que ya no es triste, desde un oscuro amor que deleita su “arrebatado corazón”: 

“El viento que guía tus naves 

es el mismo que se despliega 

en las sedientas sombras diurnas

de mi desfasado anhelo.” 


Escribe, en fin, desde la certidumbre de que nadie le quita lo bailado, nadie le quita lo soñado, nadie le quita lo vivido. Pedro Conde Sturla. 

Oscuro amor 

Oscuro amor 

que desde luminosas ventanas

deleitas y renuevas mi 

arrebatado corazón 

Ahora que regresas a mí de distante viaje

ahora que te deshaces de las furtivas huellas

sin dejar rastro visible

ningún dios posible podrá doblegar

ni trocar mis sueños como te he soñado

mía sin límites ni ataduras

Ya no será abril el mes triste

del que hablan algunos poetas

Para nosotros será mes

de tiernos recuerdos

a puro corazón forjado

Amor en tu sangre en la mía

arden los mismos fuegos 

se derraman iguales luces

El viento que guía tus naves

es el mismo que se despliega

en las sedientas sombras diurnas

de mi desfasado anhelo. 

Lugar incierto

Ya no quedan silencios

No quedan más banderas por desplegar

Centros

límites por alcanzar

ni dioses celosos o neutros

Se han ausentado todos

y las indeclinables aves del adiós

no baten alas y ya no hieren inclementes

los puñales de la despedida 

Adiós lugar incierto

deshabitada luz.

Oscura transparencia 

Lo mejor

no es la caricia en sí misma

sino su continuación. 

Mario Benedetti 

Ahora puedo caminar junto a ti

sin que estés conmigo

Puedo oírte sin que me hables

Tu signo es la oscura transparencia de la lluvia

Tu luz la de este exiguo y breve sol

de Nueva Inglaterra

Riachuelos de caliche y guarapo

nos irrigan la sangre

Provincias de olvido y recuerdo somos

Comarcas de desbocado amor

nuestras vidas

¿De qué materiales está hecha

la transparencia que te concibe 

albor de mis días?

¿Cómo se construye el alba sin luz

que te contenga?

¿Cómo las espesas paredes de soledad 

que te cercan?

Ternura salvaje 

sedienta de entrega. 

Descubrimiento 

Como pecio en aguas de su propio naufragio

como pozo seco en la noche

repitiendo los ecos de su aridez

ambula este corazón de ti sediento

 y en medio de la densa tristeza

que le atribuyen al mes de abril

me diste miel de las penumbras vacías

de los tambores

me diste a beber del sonoro hueco

que escuda tu corazón errante

me diste pequeña mía

de tu amor el más ávido

el para mí reservado. 

Esos que arrastran 

Esos que arrastran

las oscuras aguas de tus ojos

son escombros de mi pasado

desilusiones inadvertidas

duelo entre resplandor y sombra

tierno desafío

guirnalda de luz

flor de viento

sollozo reprimido

Ahora

por tus silencios trepan los míos

Todo se llena de ti

y te siento crecer vigorosa

irrepetible más allá de ti misma

como número momento

o cifra de día no vivido

como pregunta extendida

sin signos

sin fin. 

Trueque 

Tú me das tu corazón

yo en cambio te doy las mieles

de mi alma

de poeta errante

sin singladuras (pre) establecidas

sin anclas

sin ataduras. 

Recuerdos que no fueron 

La muerte vierte sus ecos

en metálicas copas

mientras las campanas ensayan

loas a la mudez de sus badajos

La muerte pasa sin pasar

y a su paso

sólo quedan silencios

dolorosos silencios que matan

de tu presencia

todos los recuerdos que no fueron. 

Excúseme señora 

Excúseme usted señora

por haberme tardado tanto bajo su piel

por haber desatado la sed que ahora la habita

por no advertir que mi sol no se ponía

en sus cielos como creí

Fue sin querer señora

que queriéndola yo

la indiferencia inauguró distancia entre nosotros

dejó en la mesa sus mejores frutos

Excúseme usted señora

que mi frente quiera descansar

entre las opacas lunas que alberga

en su pecho

y que la sombreada isla de mis deseos

 se vea nutrida de abulia. 

Ventana 

Desde tu corazón me dice adiós un niño

y yo le digo adiós. 

Pablo Neruda 

Para cuando te llegue este mensaje

yo tristemente me habré resignado a recordar

que entre nosotros

no todo el amor fue consumido

que de tu ternura no pudimos

transitar todos los senderos

que aunque beso a beso conquisté las rotundas y blancas alturas

de tus caderas y tú

mis más densos bosques de caoba

la avidez que hasta entonces

habitaba mi boca

como el azul de las noches de Cuba  que no conoces

derramó sobre mis días

fragor y luz que ahora

tu diminuta mano blanca

repentinamente clausura

silencia

con el índice del adiós

Me resignaré a recordar

de tus desatados placeres

sumergidos en el albor de imparciales sábanas

sus lentos y audaces salmos

el enriquecido ámbar de tus ojos

las tardías aguas de su firme y pedagógica mirada

y tu agridulce admonición

hundida en mi silencio

“no quiero irme pero me tengo que ir.” 

Segunda ventana 

¿Qué hago con lo escaso que me dejas de vida

cuando en los innumerables corazones

del viento no florezca mi risa

y en mis versos no habiten

los claros y nobles sonidos de la tuya?

¿Qué haré solitario obvio

cuando mis palabras ya no te acosen

y el álgebra de mi soledad interior

se subleve contra tu silencio?

¿Qué haré cuando tu persistente transparencia 

se imponga “al verso aquél

que no podemos recordar”

desborde las orillas de parques y estacionamientos

baldíos

y reine tu imagen en urticante recuerdo

tornándose sombra de beso robado

bajo las cenizas de las tardes

de Nueva Inglaterra? Dicho de manera simple

¿Qué voy a hacer sin ti? 

Pedro Conde Sturla es escritor 

pericopepe@live.com 




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Norberto James Rawlings ha vuelto a escribir y escribe y describe un oscuro amor con imágenes transparentes, de “oscura transparencia”, que dejan pasar la luz a cuentagotas, tamizan la impronta del recuerdo, “la triste máscara del recuerdo”, y recuperan con doloroso placer lo pasado y lo soñado, la madeja de sombras que nutre su presente. 


miércoles, 15 de noviembre de 2017

LA NOVELA COMO RESPUESTA HISTÓRICA

          Pedro Conde Sturla

Nada vive fuera de la historia, ni siquiera la historia misma, y mucho menos la novela que es un producto histórico por excelencia. Lucaks intuyó su parentesco con la epopeya clásica y estableció la fecha de nacimiento en los albores de la edad moderna. Cortazar, el travieso, corroboró un poco en broma esta tesis cuando expresó en un ensayo: “no se me negará que La Ilíada es un esplendida novela”. Sin embargo, por más que sus orígenes se remonten a la antigüedad, la novela es, en rigor, el más tardío de los géneros literarios, el más maduro, el más complejo y difícil, y el que mejor se presta para analizar, auscultar, diseccionar una época, todas sus épocas. De hecho la novela –casi cualquier novela- puede interpretarse como una especie de respuesta histórica al problema de la identidad y el desarrollo de los pueblos: una respuesta intelectualmente organizada, altamente organizada en la mayoría de los casos.

viernes, 13 de octubre de 2017

La sangre


La sangre (una vida bajo la tiranía) 
Pedro Conde Sturla

L  



Desde un punto de vista histórico y social, una de las más jugosas y truculentas novelas de la literatura dominicana es “La sangre” de Tulio M. Cestero (1887-1955), que publicara en 1914 cOn el subtítulo “Una vida bajo la tiranía”. Su interesente bibliografía incluye, además, “Impresiones de viaje: Ciudad Romántica” (1911), “Hombres y Pkiedras” (1915) y “César Borgia” (1935).
La celebre novela “La sangre”, comparte con el “Enriquillo” de Galván la gloria de contarse entre las obras capitales del parnaso criollo y de la república de las letras americanas en el ámbito del romanticismo y el modernismo, no sólo por la excelencia de su estilo y realización, sino por su condición y carácter de fundadora de ideología en la acepción marxista del término (falso concepto de la realidad, conjunto de ideas, creencias, imágenes, representaciones, sublimaciones que proporcionan una visión ficticia del mundo y del modo en que se desenvuelve la vida social de los seres humanos). No en balde Manuel Arturo Peña Batlle –numen prolífico del trujillismo- creía “firmemente que ‘La sangre’ era la mejor novela dominicana”. Opinión parecida, aunque por razones diferentes, sostenían Pedro y Max Henríquez Ureña.
En sus líneas generales, “La sangre” es la historia del revolucionario Antonio Portocarrero y un poco también la historia de la “ciudad romántica” de Santo Domingo, la ciudad colonial, desde el primer gobierno de Lilís (1882) hasta la Convención Dominico-Americana (1907). Más que una vida bajo la tiranía, como se subtitula la obra, es una verdadera novela de las revoluciones. Y más que eso, todo un ensayo de interpretación de la historia dominicana en términos de sociología y  sicología social. Desde este punto de vista, “La sangre” es lo que suele llamarse una novela histórica y también una apasionada tesis política.
La narración, hasta el capítulo XII ofrece una visión retrospectiva de los acontecimientos, en flash back, utilizando un procedimiento que sería típico de los más renombrados realizadores cinematográficos, como el Orson Welles de “Ciudadano Kane”.
El año de inicio de la novela  es 1899 y faltan horas para que se produzca el ajusticiamiento del tirano Lilís (Ulises Hilarión Heureaux Lebert) a manos de Mon Cáceres y Jacobito de Lara en el poblado de Moca.
Desde su celda en la Torre del Homenaje de la Fortaleza Ozama, donde ha ido a parar por decimaquinta vez durante la tiranía, Antonio Portocarrero rememora y reevalúa diversas etapas de su existencia. La infancia inolvidable en el “riente valle nativo” de Peravia, concita sus mejores recuerdos. Allí fue dichoso “jugando a los matrimonios” con la hija de la vecina, haciendo travesuras: acechando a las lavanderas en los ríos, librando batallas a guayabazos, echando carreras en burros, dejándose llevar a misa por “las alegres campanas de la iglesia”, persiguiendo a las Mariposas de San Fernando, que en una época inundaban el país y ya no existen más que en un nostálgico poema de Federico Jovine Bermúdez. 
Y fue dichoso a pesar del casi diario “castigo” de asistir a la escuela: 
“Dichosa edad! Cumplidos los ocho años, sufrió los primeros cambios desagradables en su vida. Terciada al busto la saqueta de tela con el libro primero de Mantilla, pizarra, cuaderno de escritura, tintero, pluma y clarión, tomó el camino de la escuela de varones.”
Los recuerdos de esa infancia los recrea el autor en páginas que son como una pintura de las costumbres pueblerinas, incluida la fiesta de la virgen y tradición del Peroleño. Un cuadro digno de ser reproducido en su integridad:
“¡Y qué misa, la del día de la Virgen! La iglesia de bote en bote. En la tarde, la imagen de Nuestra Señora de Regla recorrió en procesión las calles principales, barridas, desherbadas ex profeso y cubiertas de pétalos multicolores. Seis doncellas cargaban las andas florecidas. La Virgen, con su joyante túnica blanca bordada de oro, manto azul y corona de pedrería, entre cálices, turíbulos, diosa de aquella Arcadia, ponía en cada pecho el contento de vivir o la promesa de un milagro. Teorías paralelas de muchachas tocadas de albos velos, con cirios encendidos hechos de la cera más fina de las colmenas, precedían: una de ellas, la chiquilla, su ex-novia, que, grave, casta, ni le miró. ¡Quién hace cuenta de cosas de niños! Los bailes, rumbosos Como jamás, y hasta le pareció a él que ni las feas comieron pavo, y las notas de las danzas sugerían más elocuentes las declaraciones de amor a los ladinos capitaleños. ¿Y las corridas de anillos y macutos, y las cenas? No, si todo fue magnífico, hecho adrede, para que él no lo olvidara. ¿ Y el Peroleño?... 
“Érase el Peroleño, legítimo descendiente del ilustre señor don Pedro Leño, perniquebrado, pequeño y redondo, el lampiño rostro malicioso, en los labios finos y rojos, sonrisa despreciativa. La nariz remangada; negro el mostacho; la cabeza de escaso pelo lacio, plantada en un cuello arrecho, se iluminaba con la lumbre de los saltones ojos azules y picarescos, hasta la desfachatez. El pecho abultado y los hombros anchos desafían los golpes del contrario. 
Colocado en su trono, de modo que se moviera al menor contacto, lucía espada, cruces y medallas; cimera empenachada y adarga embrazada en la diestra. En la izquierda sostenía una calabaza o vasija llena de agua de tuna. Los jinetes contrarios, a escape, le pegaban con la siniestra, y el muñeco a su vez, aplicábales un lamparón bermejo. La victoria era de quien salía ileso del encuentro, y para él, la ofrenda de un lazo con ancha moña rizada que antes se ostentó en corpiño femenil, o palma que, las más de las veces, correspondió al triunfante Peroleño. 
Toñico sentía cominillo, irresistibles ganas de correr; se le antojaba fácil el éxito: alcanzar el lazo de la ex-novia, ser admirado y aplaudido. Y tal empeño puso, que alguien complaciente le prestó caballo, por una carrera nada más, e hipándose sobre los estribos, pasó, alcanzando al muñeco con tan leve pasa-gonzalo, que apenas si unas gotas señalaron su primera derrota. 
“¿Y el testamento del Peroleño ....? ¡De rechupete! El noveno día, caballero en un borrico, seguido de ruidosa cabalgata de damas y galanes, paseó el pueblo. En las esquinas fue leído el testamento, en verso, con sal y pimienta, satirizando a las autoridades y notables. Al maestro también le tocó su chinita; y cómo la rieron los alumnos, exclamando: ‘¡ya nos las pagó todas juntas!”. 
A los catorce años, por mediación de un tío que residía en la Capital, ingresa “como interno en el colegio San Luis Gonzaga”, bajo la dirección del inefable, retorcido y sexualmente ambiguo y depredador y pedófilo padre Billini. “Ay, Dios mío”, escribe al respecto más o menos el marido de Salomé Ureña, Francisco Henríquez y Carvajal en copiosa correspondencia con su esposa publicada en varios tomos: “el pervertido bajo la sotana del santo”.
El ingreso al San Luis Gonzaba, ya casi en ruinas, situado en la calle que hoy se llama padre Billini, al lado de la iglesia Regina Angelorum (donde hoy existe el Colegio de Señoritas Salomé Ureña) traumatiza temporalmente al provinciano que llega, como otros, “con su catre de tijeras”. Después vendrá el verdadero período de adaptación a la vida.

pcs, jueves 12 de julio de 2012
-o-
De temperamento nervioso y volitivo, sensible fantasioso, idealista en grado superlativo, Antonio Portocarrero madura atropelladamente entre vicisitudes, altibajos, reveses de la fortuna en su mayoría, y vive alternativamente períodos regulares de libertad y reclusión. Devora libros a granel, realiza lecturas desordenadas y quijotescas. Uno de sus escritores favoritos es Víctor Hugo, lee a Castelar y a Zola, estudia historia, economía, y es ferviente admirador de José Mármol por su oposición al tirano Rosas de Argentina.
A finales de los años ochenta escribe y publica en “El Eco de la Opinión” su primer artículo de crítica contra el gobierno de Lilis, se gradúa al poco tiempo de “caballero de la ciencia” con título de bachiller, e ingresa “en el profesorado, sin vocación, como medio de vida”, y se dedica intensamente a la política. Ese primer artículo y su dedicación a la política lo llevan a conocer tempranamente la cárcel y a convertirse en huésped habitual de la Torre del homenaje.
Entre uno y otro periodo de libertad se enamora de una muchacha poco agraciada con la cual se casa, pese a la oposición de toda la familia que no ve con simpatía su condición de agitador revolucionario (al que eventualmente habrá que alojar y mantener), y de la unión nace, para colmo, un niño anormal.
El ajusticiamiento  de Lilís en 1899 lo sorprende en la cárcel y al poco tiempo sale en libertad con la esperanza de que las cosas cambiarián y de que con la desaparición física de Lilís,  desapareceriá también el lilisismo.
En el fondo, y aunque sólo se lo confiese tímidamente a sí mismo, espera una recompensa a la medida de sus sacrificios, pero nuevas amarguras y desilusiones lo esperan al doblar de la esquina. A pesar de su prestigio, Antonio es un intransigente que no cabe en ningún gobierno. Su trayectoria vertical, el compromiso que ha contraído con su propio pasado, le impide amoldarse a la nueva situación que, en esencia, no es más que una prolongación del régimen anterior. La corrupción campea por sus fueros y la anarquía se adueña del país, gobiernos de baja y trepa se suceden sin interrupción en base en base a elecciones y golpes de estado. Numerosos personeros lilisistas son llamados a ocupar cargos de importancia en la administración pública, mientras que a él se le mantiene prudentemente aislado.
Despechado y rabioso, Antonio vuelve a la oposición, vuelve a la carga y publica en “El Listín Diario” artículos que son palma de fuego contra el gobierno, contra todos los gobiernos de turno.
Más adelante funda “La Libertad”, su propio periódico, desde cuyas páginas arremete con más ardor que nunca contra los desmanes del poder. Su prestigio es enorme. Se ha convertido en una personalidad, y se granjea simpatías y antipatías a granel odiado o respetado, según el caso. 
La oposición se aglutina en torno a Portocarrero y su diario, hasta que deja de ser oposición y le da la espalda. Entre sueños,  ideales y aspiraciones que la realidad contrasta, el periódico se hunde por falta de fondos y la situación en su familia se deteriora irremediablemente.
La carrera de revolucionario del protagonista se reduce a una cadena de fracasos provocados –como sugiere la trama- por su propia idiotez y su falta de sentido práctico, su exceso de idealismo. Al cabo de años de vicisitudes, Portocarrero toma una especie de conciencia acerca de sí mismo y del país, y termina derrotado de un modo abyecto. No es un simple fracasado, sino un perfecto fracasado. Fracasa, en efecto, no sólo en política, sino también en sus aspiraciones, fracasa como persona, fracasa como esposo, fracasa en la paternidad al nacerle un hijo anormal, fracasa como tenorio, fracasa patéticamente como guerrillero, fracasa como conspirador, fracasa como editor, como intelectual incluso como trepador social. Es un antihéroe, o mejor, un héroe ridículo. Cestero lo define como un Quijote, un admirador de Dulcinea. Implícitamente hace mofa de la vocación quijotesca de su personaje. A pesar de la pureza de sus ideales originales, nada hay en él digno de admiración sino de escarnio, o de pena si acaso. De alguna manera es un imbécil que se lanza contra los molinos de viento de la historia, un cretino, un exaltado. En síntesis, un prototipo de revolucionario indeseable. Hay que notar, de paso, que de alguna manera Portocarrero es también prototipo del intelectual hostosiano positivista, creyente en las posibilidades del progreso nacional independientemente de proteccionismos y tutelas foráneas.
El modo en que Cestero construye su personaje es casi tan impresionante como el modo en que lo destruye, con una especie de candor que parecería casual si no fuera intencional y maligno. Lo destruye con inteligencia, con fina sutileza, insinuándose en sus pensamientos, royéndolo por dentro. Portocarrero, en efecto, vigoroso al principio de la novela, se deshace poco a poco en las manos del lector. Lo que queda es una entelequia. El personaje Portocarrero representa, pues, desde este punto de vista, la más corrosiva, denigrante y cruel caricatura de un idealista revolucionario.
En cambio su amigo Arturo –alter ego del autor de la novela-, sin ser tan puro ni intransigente, es un personaje socialmente útil y representa un modelo a seguir. No es un parásito revolucionario como Portocarrero. Es un hombre, un político realista que lamenta la firma de la Convención Dominico-Americana que puso las aduanas del país en manos del imperio norteamericano, pero al mismo tiempo entiende que hay que aplicar “la lección de los hechos consumados”: el destino del pueblo dominicano “es ser absorbido por el yanqui”. La Convención -razona Arturo, y con él Cestero- “mortifica a nuestro patriotismo, pero no amenaza la independencia: el mal no está en ella sino en nosotros mismos. Por otra parte, nos pone en contacto con un gran nación, de cuyas instituciones y costumbres civiles tenemos que aprovecharnos”. La Convención –añade Arturo- no es “obra del gobierno…es el fruto del desacierto de tres generaciones…”. La clave del desarrollo parece estar, a juicio de Arturo, en el baile del tow steps y en el juego de la pelota, el base ball. Los soñadores, en definitiva, han hundido al país. La salvación de la patria, el progreso de la patria, corren parejos con la tutela norteamericana.
El país, al parecer, nunca había sido un juguete de las grandes potencias. España y Francia no impusieron dictadores y dictaduras, no lo saquearon a su antojo con la colaboración, desde luego, de los estamentos más retrógrados y antinacionales, no se lo repartieron como piñata, Francia no convirtió el oeste de la isla en un feroz régimen de plantación esclavista, no fue un factor determinante en la división definitiva de la isla en dos países, que ha sido el más trágico acontecimiento de la historia nacional, no ha gravitado pesadamente su herencia colonial en el infausto destino del pueblo  dominicano y haitiano.
No convirtió el imperio a ambos países en enclaves azucareros al cabo de una brutal ocupación, no impuso, para custodiar sus intereses, a dictadores vesánicos durante casi todo el siglo XX. 
No y no, la culpa es de los idealistas que han soñado y luchado y han muerto por un país mejor. La burda ideología de Cestero, entendida como dije en sentido marxista como falso concepto de la realidad queda al desnudo. Príncipes y reyes en otra época, eran príncipes y reyes por voluntad divina, y el Papa por igual sigue siendo vicario de Cristo, !representante de Cristo en la tierra el mero jefe de la iglesia apostólica, pedófila y romana! Ejercicio y exhibicionismo de la más pura ideología en “la más sutil de las canchas”, como decía Roque Dalton.


pcs, miércoles 18 de julio de 2012